Oliver Sacks y las frías luces de la Química.
A veces las cosas vienen como vienen. Aunque inicié la anterior entrada el día 11, la terminé la tarde del domingo 14. Los siguientes días han sido complicados. La ineludible necesidad de justificar un proyecto a la Consejería de Industria del GV, proyecto en el que compartimos anhelos con otros colegas guipuzcoanos de Centros y Universidades. La tamborrada y sus inevitables compromisos familiares. Y, para arreglarlo, en medio del festival, un bicho que se ha asentado en mis vías respiratorias y que me tortura de madrugada con un dolor de garganta que me deja para el arroz la mañana siguiente. Así que he tenido que simultanear sesiones de descargo técnico del proyecto arriba mencionado con otras de desplome sobre butaca o camastro, tratando de recomponer mi maltrecha anatomía. Y en estos últimos, para desintoxicarme de las chorradas a las que a uno le obligan los analistos (no me he equivocado, corrector de texto) de las consultorías a las que el GV encarga los modelos de estos descargos técnicos, me he dedicado a releer un delicioso libro que siempre recomiendo a quien tenga un poco de inclinación a la Química y a su historia más reciente. Y ello me ha inducido a esta entrada que, en el fondo, tiene mucho que ver con la anterior. Pero, como decía al principio las cosas vienen como vienen.
Hace unos pocos años, alguien, quizás Jesús Ugalde, me dejó para leer la versión original de Uncle Tungsten de Oliver Sacks (foto de la izquierda en la cabecera). Creo que fue Jesús porque como buen amigo de Roald Hoffmann, un Premio Nobel de Química que le ha visitado de vez en cuando, es probable que tuviera información de primera mano sobre la aparición del libro, ya que, a su vez, Hoffmann y Sacks son buenos amigos. El uno, Hoffmann, es un químico de muchos intereses, el otro , Sacks, un neurólogo clínico de visión amplia. Ambos comparten de forma intensa la pasión por la Química. Y, según cuenta Sacks en el libro, fue Hoffmann quien le indujo a escribir sus recuerdos de infancia sobre la Química lo que, al final, acabó en el libro en cuestión.
Hace casi dos años un amigo me regaló la versión en castellano de esa obra, que la Editorial Anagrama había puesto en el mercado. La primera reacción fue un tanto negativa. El libro tenía como título principal El tío Tungsteno y como subtítulo Recuerdos de un químico precoz. Y ese título principal me dio el pálpito de que, quizás, la traducción no fuera muy cuidada. Nada más lejos de la realidad. El traductor, Damián Alou, al que no tengo el gusto de conocer, ha hecho un buen trabajo y debe tener conocimientos importantes de Química, por cómo ha resuelto algunos pasajes de terminología bastante técnica. Y, dado ese buen trabajo, todavía se entiende menos el título. Porque traducir Tungsten por tungsteno es una simplicidad carente del menor rigor químico en lengua castellana.
Tungsten es el término con el que los anglosajones denominan al elemento químico número 74 de la Tabla Periódica, representado por el símbolo químico W. Y si lleva ese símbolo es porque sus descubridores, los hermanos Juan José (¡¡tocayo!!) y Fausto Elhuyar lo aislaron a partir de la wolframita, un mineral del que pudieron obtener el ácido wolfrámico y que vieron que era idéntico al ácido tungsténico que Scheele había obtenido de un mineral que los suecos llaman tung-sten. Pero los Elhuyar, riojanos de origen (nacieron en Logroño) pero de ascendencia vascofrancesa y financiados en sus estudios en el extranjero por la Real Sociedad Bascongada de Amigos del Pais, consiguieron ir un paso más lejos y, calentando su ácido wolfrámico con carbón vegetal, consiguieron aislar, en 1783, un nuevo elemento puro que ellos llamaron Wolframio, por razones obvias. Y que así debe seguir llamándose, mal que le parezca al Departamento de Marketing de la Editorial Anagrama y a los que, buscando un origen menos mediterráneo del descubrimiento, se van a las frías tierras de Sheele y su tung-sten. Y no estaría mal que el título se cambiara en futuras posibles ediciones o caerá sobre ellos la venganza de mi colega el Prof. Román Polo, erudito donde los haya sobre los hermanos Elhuyar y jefazo de la Real Sociedad Española de Química.
Pero vayamos a lo nuestro que me enrollo. Estos días de descargo técnico, kleenex en ristre, ibuprofeno en dosis adecuadas y ratitos en el sillón, me han permitido volver a disfrutar del libro de Sacks y de las innumerables anécdotas en él contenidas, reflejo de la pasión infantil y juvenil de su autor por la Química. Si yo me sorprendía en la anterior entrada de la permisividad de mis mayores con mis andanzas con la pólvora negra, lo de Sacks ya roza el paroxismo. Gracias a su tío Wolframio (yo ya lo he rebautizado), Sacks se construyó un laboratorio químico en el que, con doce años, ya disponía de campana de extracción de gases, donde lo mismo le daba experimentar con vapor de yodo, con tiritas de magnesio que se inflamaban o con el pestilente sulfhídrico. Sólo parece que, en lo que gases se refiere, llegó a asustarse con la posibilidad de experimentar con ácido fluorhídrico, un intratable al que los químicos profesionales no tenemos mucha simpatía. Aún y así, su tío Wolframio le permitía mantener en el laboratorio un recipiente especial de gruesas paredes a base de gutapercha (un caucho) con una pequeña cantidad de una disolución de fluorhídrico. Y si nosotros teníamos que pelear con el droguero hernaniarra para obtener un poco de azufre, un colega londinense del barrio donde los Sacks vivían, podía vender al chiquillo, sin reparo alguno, cianuro potásico suficiente como para clarear cualquier corredor de la muerte de las cárceles yanquis. Así que, consecuentemente, Sacks se suma en el libro a los lamentos de otro insigne químico al que ya hemos dedicado una entrada, Linus Pauling, al que también otro droguero le daba cianuro en un sencillo bote “para matar insectos” y que pensaba que juegos de Química como los que yo disfruté eran una mierda al lado de sus posibilidades de aprendiz de brujo. Y claro, así van los números de los candidatos a estudiar nuestra disciplina....
En uno de los capítulos del libro tropecé con la descripción que Sacks hace de lo fascinante que le resultaban los fenómenos luminiscentes. ¡Serás imbécil!, pensé, seguro que aquí hubieras encontrado jugosas descripciones sobre los fenómenos de luminiscencia que el otro día tratabas de explicar en la entrada de los fuegos artificiales. Y de hecho, seguir a Sacks en sus experiencias con sustancias fluorescentes y fosforescentes es una de las formas más intuitivas de introducir estos fenómenos que muchos denominan “luz fría”, para diferenciarla de aquella que proporcionan los cuerpos muy caliente o incandescentes como un trozo de carbón al rojo o el filamento incandescente de las bombillas corrientes y molientes que nos han iluminado desde el siglo XIX.
Y es que Sacks lo tenía chupado para investigar también en estos fenómenos. Mientras su tío Wolframio (que el pobre se llamaba Dave) dedicaba todo su ingenio y esfuerzos a la hora de fabricar todo tipo de bombillas de material incandescente entre las que, evidentemente, sus favoritas eran aquellas que llevaban como filamento un hilo de wolframio, otro de sus innumerables tíos, el llamado Abe, era un genio en la fabricación de otro tipo de sistemas de iluminación que no emplean filamento incandescente. En definitiva, de artefactos como los que hoy conocemos como luces de neón y como lámparas fluorescentes.
Las fluorescentes convencionales contienen una pequeña cantidad de vapor de mercurio dentro de un tubo en el que se ha hecho el vacío, esto es, se ha eliminado la mayor cantidad de aire posible, gracias a adecuados dispositivos a los cuales el tío Abe también dedicó sus esfuerzos. Una descarga eléctrica dentro del tubo provoca que los átomos de mercurio contenidos en el tubo emitan luz del tipo ultravioleta (UV), invisible al ojo humano y bastante peligrosa, como vimos en la entrada sobre el agujero de ozono del día de mi cumple o en la entrada sobre los protectores solares para la piel. Pero las paredes del tubo fluorescente están recubiertas de una sustancia que es capaz de absorber esa luz UV y de reemitir una luz visible que, como su nombre indica, el ojo humano si ve y que es la que utilizamos para iluminar nuestras estancias. La luz visible es menos energética y peligrosa que la UV, así que cabe plantearse en qué recovecos se ha perdido esa diferencia de energía. Sin entrar en más detalles, esa energía se ha disipado en los choques que se producen, de forma natural y continuada, entre las moléculas del recubrimiento de las paredes.
Si en lugar de llenar el tubo con vapor de mercurio a baja presión, se introducía en él un gas noble como el neón, no hacía falta recubrir las paredes con sustancias fluorescentes para que nuestros ojos apreciaran una luz. La descarga ioniza los átomos de neón lo que provoca, sin más historias, la luz carmesí que todos conocemos.
El tío “frío” de Sacks había fundamentado sus conocimientos en este tipo de luz con incursiones en fenómenos luminosos propios de insectos como la luciérnaga que se ve en la foto de la derecha, en la que, impúdicamente, nos muestra la parte final de su abdomen emitiendo luz. En éste y otros animales que emiten luz en la oscuridad, la causante es una sustancia conocida como luciferina, que los animales producen y almacenan. Pero aquí, el origen de esa luz no es debida a fenómenos como la fluorescencia o fosforescencia que ahora describiremos, sino a una reacción química de la luciferina con el oxígeno del aire que, al producirse, genera energía en forma de luz. Por eso, en este caso, se suele hablar de bioluminiscencia.
Unos cuantos días después de publicar la primera versión de esta entrada, el Dr. Vicente Cebolla, un colega del Instituto de Carboquímica (CSIC) de Zaragoza me mandaba un jugoso comentario relativo a un artículo publicado en la revista Science (2007, 315, 481). El artículo parece demostrar que el apareamiento de las arañas depende, de manera exclusiva, de que el macho envíe luz UV y produzca una inducción de fluorescencia (en la región que nosotros vemos como color verde) en la hembra. Parece que el macho genera luz UV (producida por algún tipo de proteínas, no identificadas todavía) y enfoca dicho haz en los llamados palpos de la hembra. Los palpos, que le sirven normalmente a la hembra para atrapar presas, aquí son la diana para que el pobre araño ligue. En un comentario en Science de otro investigador (¡que se dedica a la fluorescencia de las gambas!), la fluorescencia parece tambien esencial para el apareamiento macho-hembra.
El fenómeno de la fosforescencia se conoce desde el siglo XVII y dicen las crónicas que fue descubierto por un zapatero remendón, domiciliado en Bolonia, que observó que unos guijarros, calentados con carbón, producían un polvo que, expuesto a la luz durante el día, brillaba posteriormente durante horas en la oscuridad. Hoy sabemos que la reacción del zapatero producía sulfuro de bario. Ese sulfuro de bario, o “fósforo de Bolonia”, fue la base de muchas pinturas fosforescentes con las que se pintaban cerraduras, interruptores y otros dispositivos, para hacerlos visibles en las tétricas noches de las ciudades en las que vivían nuestros ancestros hace varias decenas de años. Mediante la incorporación de determinados metales (“dopado” para los técnicos), la luz emitida podía tener diferentes tonalidades. Mediante un fenómeno similar se iluminan las agujas de ciertos relojes en la oscuridad, tras haber recibido durante el día la radiación luminosa proveniente del sol y que, como ya vimos en la mencionada entrada, contiene luces visibles, ultravioletas e infrarrojas.
Hay que recalcar que el fenómeno fosforescente es un proceso lento. Gracias a esa lentitud nuestras mágicas pinturas tras recibir luz durante el día, sufren con ella procesos que es mejor que no trate de describir aquí o me echarían a tomatazos y, como consecuencia de ello, de forma lenta, emiten luces que, en la oscuridad, siguen siendo visibles durante algún tiempo. Por el contrario, el proceso en las lámparas fluorescentes es mucho más rápido. Encendemos el interruptor, el vapor de mercurio emite luz levemente azulada o ultravioleta (que no vemos) que, al incidir sobre el recubrimiento que hemos puesto en la pared del tubo, hace que éste emita de forma instantánea luz que si podemos ver.
Si apagamos el interruptor, el vapor de mercurio deja de emitir, no hay luz que incida en el recubrimiento y éste no emite la luz que conocemos como fluorescente. Sustancias fluorescentes con tonalidades maravillosas como los emitidas por los matraces de la foto de la derecha hay muchas. En esa foto, cada matracito está lleno de una disolución diferente. Al iluminarlos con una luz ultravioleta, cada uno de ellos exhibe una diferente tonalidad. Pero, sin entrar en muchos más detalles, hay una sustancia fluorescente que ha sido utilizada desde los primeros experimentos con este fenómeno. La llamada por los ingleses “agua de quinina”, y que ahora que nos hemos vuelto más sostenibles sólo llamamos tónica, produce un tono azulado cuando se observa iluminándola con luz visible, pero si hacemos incidir en ella luz ultravioleta se obtiene un turquesa brillante.
Y para terminar, un parrafito dedicado a mis amigos del Laboratorio del Restaurante Arzak, ahora que andan algo mustios por las críticas de ese cocinero con aire de Pancho Villa mejicano y lenguaje escatológico que se dice llamar Santi Santamaría. Mis amigos del alto de Miracruz me pidieron ayuda, hace algún tiempo, para encontrar sustancias fluorescentes que estuvieran conceptuadas como aditivos alimenticios y con las que poder hacer pequeñas travesuras en la presentación de sus maravillosos platos. No he sido muy afortunado en la búsqueda, pero sigo teniéndolo en mente y algún día algo interesante saldrá. Por ejemplo, en el libro de Sacks aparece una nota a pie de página que me ha puesto en la pista de la triboluminiscencia, palabreja que describe un fenómeno descrito en el siglo XVIII por un cura italiano un tanto divertido, que asustaba gentes timoratas mascando terrones de azúcar en la oscuridad y manteniendo la boca abierta. El roce provocado por los dientes en los granos de azúcar y de los granos entre ellos, excita las moléculas de sacarosa que los componen que, finalmente, emiten una luz tenue y azulada que puede verse si uno se encuentra en una oscuridad adecuada. El efecto triboluminiscente ha sido utilizado comercialmente y la firma Nabisco hace años que puso en el mercado sus conocidos WintOGreen Lifesavers, una dulce forma de iluminar en la oscuridad nuestra boca mientras los mascamos.
Hace unos pocos años, alguien, quizás Jesús Ugalde, me dejó para leer la versión original de Uncle Tungsten de Oliver Sacks (foto de la izquierda en la cabecera). Creo que fue Jesús porque como buen amigo de Roald Hoffmann, un Premio Nobel de Química que le ha visitado de vez en cuando, es probable que tuviera información de primera mano sobre la aparición del libro, ya que, a su vez, Hoffmann y Sacks son buenos amigos. El uno, Hoffmann, es un químico de muchos intereses, el otro , Sacks, un neurólogo clínico de visión amplia. Ambos comparten de forma intensa la pasión por la Química. Y, según cuenta Sacks en el libro, fue Hoffmann quien le indujo a escribir sus recuerdos de infancia sobre la Química lo que, al final, acabó en el libro en cuestión.
Hace casi dos años un amigo me regaló la versión en castellano de esa obra, que la Editorial Anagrama había puesto en el mercado. La primera reacción fue un tanto negativa. El libro tenía como título principal El tío Tungsteno y como subtítulo Recuerdos de un químico precoz. Y ese título principal me dio el pálpito de que, quizás, la traducción no fuera muy cuidada. Nada más lejos de la realidad. El traductor, Damián Alou, al que no tengo el gusto de conocer, ha hecho un buen trabajo y debe tener conocimientos importantes de Química, por cómo ha resuelto algunos pasajes de terminología bastante técnica. Y, dado ese buen trabajo, todavía se entiende menos el título. Porque traducir Tungsten por tungsteno es una simplicidad carente del menor rigor químico en lengua castellana.
Tungsten es el término con el que los anglosajones denominan al elemento químico número 74 de la Tabla Periódica, representado por el símbolo químico W. Y si lleva ese símbolo es porque sus descubridores, los hermanos Juan José (¡¡tocayo!!) y Fausto Elhuyar lo aislaron a partir de la wolframita, un mineral del que pudieron obtener el ácido wolfrámico y que vieron que era idéntico al ácido tungsténico que Scheele había obtenido de un mineral que los suecos llaman tung-sten. Pero los Elhuyar, riojanos de origen (nacieron en Logroño) pero de ascendencia vascofrancesa y financiados en sus estudios en el extranjero por la Real Sociedad Bascongada de Amigos del Pais, consiguieron ir un paso más lejos y, calentando su ácido wolfrámico con carbón vegetal, consiguieron aislar, en 1783, un nuevo elemento puro que ellos llamaron Wolframio, por razones obvias. Y que así debe seguir llamándose, mal que le parezca al Departamento de Marketing de la Editorial Anagrama y a los que, buscando un origen menos mediterráneo del descubrimiento, se van a las frías tierras de Sheele y su tung-sten. Y no estaría mal que el título se cambiara en futuras posibles ediciones o caerá sobre ellos la venganza de mi colega el Prof. Román Polo, erudito donde los haya sobre los hermanos Elhuyar y jefazo de la Real Sociedad Española de Química.
Pero vayamos a lo nuestro que me enrollo. Estos días de descargo técnico, kleenex en ristre, ibuprofeno en dosis adecuadas y ratitos en el sillón, me han permitido volver a disfrutar del libro de Sacks y de las innumerables anécdotas en él contenidas, reflejo de la pasión infantil y juvenil de su autor por la Química. Si yo me sorprendía en la anterior entrada de la permisividad de mis mayores con mis andanzas con la pólvora negra, lo de Sacks ya roza el paroxismo. Gracias a su tío Wolframio (yo ya lo he rebautizado), Sacks se construyó un laboratorio químico en el que, con doce años, ya disponía de campana de extracción de gases, donde lo mismo le daba experimentar con vapor de yodo, con tiritas de magnesio que se inflamaban o con el pestilente sulfhídrico. Sólo parece que, en lo que gases se refiere, llegó a asustarse con la posibilidad de experimentar con ácido fluorhídrico, un intratable al que los químicos profesionales no tenemos mucha simpatía. Aún y así, su tío Wolframio le permitía mantener en el laboratorio un recipiente especial de gruesas paredes a base de gutapercha (un caucho) con una pequeña cantidad de una disolución de fluorhídrico. Y si nosotros teníamos que pelear con el droguero hernaniarra para obtener un poco de azufre, un colega londinense del barrio donde los Sacks vivían, podía vender al chiquillo, sin reparo alguno, cianuro potásico suficiente como para clarear cualquier corredor de la muerte de las cárceles yanquis. Así que, consecuentemente, Sacks se suma en el libro a los lamentos de otro insigne químico al que ya hemos dedicado una entrada, Linus Pauling, al que también otro droguero le daba cianuro en un sencillo bote “para matar insectos” y que pensaba que juegos de Química como los que yo disfruté eran una mierda al lado de sus posibilidades de aprendiz de brujo. Y claro, así van los números de los candidatos a estudiar nuestra disciplina....
En uno de los capítulos del libro tropecé con la descripción que Sacks hace de lo fascinante que le resultaban los fenómenos luminiscentes. ¡Serás imbécil!, pensé, seguro que aquí hubieras encontrado jugosas descripciones sobre los fenómenos de luminiscencia que el otro día tratabas de explicar en la entrada de los fuegos artificiales. Y de hecho, seguir a Sacks en sus experiencias con sustancias fluorescentes y fosforescentes es una de las formas más intuitivas de introducir estos fenómenos que muchos denominan “luz fría”, para diferenciarla de aquella que proporcionan los cuerpos muy caliente o incandescentes como un trozo de carbón al rojo o el filamento incandescente de las bombillas corrientes y molientes que nos han iluminado desde el siglo XIX.
Y es que Sacks lo tenía chupado para investigar también en estos fenómenos. Mientras su tío Wolframio (que el pobre se llamaba Dave) dedicaba todo su ingenio y esfuerzos a la hora de fabricar todo tipo de bombillas de material incandescente entre las que, evidentemente, sus favoritas eran aquellas que llevaban como filamento un hilo de wolframio, otro de sus innumerables tíos, el llamado Abe, era un genio en la fabricación de otro tipo de sistemas de iluminación que no emplean filamento incandescente. En definitiva, de artefactos como los que hoy conocemos como luces de neón y como lámparas fluorescentes.
Las fluorescentes convencionales contienen una pequeña cantidad de vapor de mercurio dentro de un tubo en el que se ha hecho el vacío, esto es, se ha eliminado la mayor cantidad de aire posible, gracias a adecuados dispositivos a los cuales el tío Abe también dedicó sus esfuerzos. Una descarga eléctrica dentro del tubo provoca que los átomos de mercurio contenidos en el tubo emitan luz del tipo ultravioleta (UV), invisible al ojo humano y bastante peligrosa, como vimos en la entrada sobre el agujero de ozono del día de mi cumple o en la entrada sobre los protectores solares para la piel. Pero las paredes del tubo fluorescente están recubiertas de una sustancia que es capaz de absorber esa luz UV y de reemitir una luz visible que, como su nombre indica, el ojo humano si ve y que es la que utilizamos para iluminar nuestras estancias. La luz visible es menos energética y peligrosa que la UV, así que cabe plantearse en qué recovecos se ha perdido esa diferencia de energía. Sin entrar en más detalles, esa energía se ha disipado en los choques que se producen, de forma natural y continuada, entre las moléculas del recubrimiento de las paredes.
Si en lugar de llenar el tubo con vapor de mercurio a baja presión, se introducía en él un gas noble como el neón, no hacía falta recubrir las paredes con sustancias fluorescentes para que nuestros ojos apreciaran una luz. La descarga ioniza los átomos de neón lo que provoca, sin más historias, la luz carmesí que todos conocemos.
El tío “frío” de Sacks había fundamentado sus conocimientos en este tipo de luz con incursiones en fenómenos luminosos propios de insectos como la luciérnaga que se ve en la foto de la derecha, en la que, impúdicamente, nos muestra la parte final de su abdomen emitiendo luz. En éste y otros animales que emiten luz en la oscuridad, la causante es una sustancia conocida como luciferina, que los animales producen y almacenan. Pero aquí, el origen de esa luz no es debida a fenómenos como la fluorescencia o fosforescencia que ahora describiremos, sino a una reacción química de la luciferina con el oxígeno del aire que, al producirse, genera energía en forma de luz. Por eso, en este caso, se suele hablar de bioluminiscencia.
Unos cuantos días después de publicar la primera versión de esta entrada, el Dr. Vicente Cebolla, un colega del Instituto de Carboquímica (CSIC) de Zaragoza me mandaba un jugoso comentario relativo a un artículo publicado en la revista Science (2007, 315, 481). El artículo parece demostrar que el apareamiento de las arañas depende, de manera exclusiva, de que el macho envíe luz UV y produzca una inducción de fluorescencia (en la región que nosotros vemos como color verde) en la hembra. Parece que el macho genera luz UV (producida por algún tipo de proteínas, no identificadas todavía) y enfoca dicho haz en los llamados palpos de la hembra. Los palpos, que le sirven normalmente a la hembra para atrapar presas, aquí son la diana para que el pobre araño ligue. En un comentario en Science de otro investigador (¡que se dedica a la fluorescencia de las gambas!), la fluorescencia parece tambien esencial para el apareamiento macho-hembra.
El fenómeno de la fosforescencia se conoce desde el siglo XVII y dicen las crónicas que fue descubierto por un zapatero remendón, domiciliado en Bolonia, que observó que unos guijarros, calentados con carbón, producían un polvo que, expuesto a la luz durante el día, brillaba posteriormente durante horas en la oscuridad. Hoy sabemos que la reacción del zapatero producía sulfuro de bario. Ese sulfuro de bario, o “fósforo de Bolonia”, fue la base de muchas pinturas fosforescentes con las que se pintaban cerraduras, interruptores y otros dispositivos, para hacerlos visibles en las tétricas noches de las ciudades en las que vivían nuestros ancestros hace varias decenas de años. Mediante la incorporación de determinados metales (“dopado” para los técnicos), la luz emitida podía tener diferentes tonalidades. Mediante un fenómeno similar se iluminan las agujas de ciertos relojes en la oscuridad, tras haber recibido durante el día la radiación luminosa proveniente del sol y que, como ya vimos en la mencionada entrada, contiene luces visibles, ultravioletas e infrarrojas.
Hay que recalcar que el fenómeno fosforescente es un proceso lento. Gracias a esa lentitud nuestras mágicas pinturas tras recibir luz durante el día, sufren con ella procesos que es mejor que no trate de describir aquí o me echarían a tomatazos y, como consecuencia de ello, de forma lenta, emiten luces que, en la oscuridad, siguen siendo visibles durante algún tiempo. Por el contrario, el proceso en las lámparas fluorescentes es mucho más rápido. Encendemos el interruptor, el vapor de mercurio emite luz levemente azulada o ultravioleta (que no vemos) que, al incidir sobre el recubrimiento que hemos puesto en la pared del tubo, hace que éste emita de forma instantánea luz que si podemos ver.
Si apagamos el interruptor, el vapor de mercurio deja de emitir, no hay luz que incida en el recubrimiento y éste no emite la luz que conocemos como fluorescente. Sustancias fluorescentes con tonalidades maravillosas como los emitidas por los matraces de la foto de la derecha hay muchas. En esa foto, cada matracito está lleno de una disolución diferente. Al iluminarlos con una luz ultravioleta, cada uno de ellos exhibe una diferente tonalidad. Pero, sin entrar en muchos más detalles, hay una sustancia fluorescente que ha sido utilizada desde los primeros experimentos con este fenómeno. La llamada por los ingleses “agua de quinina”, y que ahora que nos hemos vuelto más sostenibles sólo llamamos tónica, produce un tono azulado cuando se observa iluminándola con luz visible, pero si hacemos incidir en ella luz ultravioleta se obtiene un turquesa brillante.
Y para terminar, un parrafito dedicado a mis amigos del Laboratorio del Restaurante Arzak, ahora que andan algo mustios por las críticas de ese cocinero con aire de Pancho Villa mejicano y lenguaje escatológico que se dice llamar Santi Santamaría. Mis amigos del alto de Miracruz me pidieron ayuda, hace algún tiempo, para encontrar sustancias fluorescentes que estuvieran conceptuadas como aditivos alimenticios y con las que poder hacer pequeñas travesuras en la presentación de sus maravillosos platos. No he sido muy afortunado en la búsqueda, pero sigo teniéndolo en mente y algún día algo interesante saldrá. Por ejemplo, en el libro de Sacks aparece una nota a pie de página que me ha puesto en la pista de la triboluminiscencia, palabreja que describe un fenómeno descrito en el siglo XVIII por un cura italiano un tanto divertido, que asustaba gentes timoratas mascando terrones de azúcar en la oscuridad y manteniendo la boca abierta. El roce provocado por los dientes en los granos de azúcar y de los granos entre ellos, excita las moléculas de sacarosa que los componen que, finalmente, emiten una luz tenue y azulada que puede verse si uno se encuentra en una oscuridad adecuada. El efecto triboluminiscente ha sido utilizado comercialmente y la firma Nabisco hace años que puso en el mercado sus conocidos WintOGreen Lifesavers, una dulce forma de iluminar en la oscuridad nuestra boca mientras los mascamos.