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Vuelvo a dormir mal. Así que aquí estoy otra vez de madrugada, entreteniéndome un rato con este pasatiempo. Lo de ayatolas en el título no va por los del petróleo y su flamante capacidad de manejar isótopos radioactivos. Va de los contrarios, de los que, al menos en parte, votan a George Bush. Y me refiero, con ánimo de señalar, al conocido escritor americano Norman Mailer, quien, hace ya años, se enroló en una guerra sin cuartel contra el uso de los materiales plásticos.
Llevo siempre a mano, cual muletilla presta al uso, una frase que este ciudadano, honorable por otro lado, publicó a mediados de los años setenta y que, en traducción más o menos libre, decía algo así como: “Nos divorciamos de los materiales de la tierra, de la piedra, de la madera, del hierro. Buscamos nuevos materiales largos y complicados derivados de la orina a los que llamamos plásticos. Materiales a los que falta el olor de lo vivo, con un tacto ajeno a la naturaleza y que proliferan como un sutil cáncer que se infiltra en todas nuestras estructuras”. No niego que se ve la mano de un escritor con oficio, pero como afirmación es una boutade como la copa de un pino. Y para darle caña voy a tomar el rábano por lo de la orina, que es la referencia que peor me ha sentado, porque encierra un matiz peyorativo que voy a tratar de desmontar.
Supongo que la alusión a la orina se debe a un tipo de material muy empleado en esos años en el mundo civilizado. Son las llamadas resinas urea-formaldehido, componente básico de un material que todos conocemos por Formica (el nombre es una marca registrada), empleado en suelos decorativos, mesas y otro muebles, etc. Se trata de un material bastante complejo en el que la resina juega un rol muñidor de otros materiales como el papel. Esas resinas se obtienen efectivamente a partir de urea, el componente fundamental de la orina como ya hemos visto hace poco, y de otra sustancia química, el formaldehido, tambien conocido como formalina o formol, empleado, entre otras cosas, para conservar cadáveres (Mailer no lo debe saber porque en caso contrario hubiera subido el tono escatológico de la frase).
Y ahora pensemos, ¿hay algo más natural, mas ligado a los seres vivos (orgánico, por tanto) que la orina?. Por otro lado, ¿hay algo más ecológico que reciclar un producto “natural” tan molesto como los orines?. Aunque no me consta, espero que Mailer se haya adherido en estos años recientes a los partidarios del compostaje, las plantas de biometanización, etc., herramientas emblemáticas de los ecologistas en el tratamiento de residuos orgánicos. En fin, que la frase le quedó muy fina e impactante, pero puesta bajo el microscopio es una manifiesta chorrada.
Sin embargo, voy a usar este rifirrafe para contar algo más del formaldehido, un producto químico de diversas aplicaciones e implicaciones, en las que, de nuevo, la disyuntiva entre natural y sintético se hace etérea.
El formaldehido es un gas incoloro con un sofocante olor y un sabor agrio que habitualmente se usa en forma de sus disoluciones acuosas con hasta un 40% del mismo. Es el llamado formol o formalina, del que tengo vivencias contrapuestas. En nuestros laboratorios, lo hemos usado en nuestros trabajos de investigación para una industria próxima que fabrica resinas fenólicas, otro material de larga tradición en la historia de los polímeros que se fabrica a partir de esas disoluciones y fenol. Las resinas fenólicas son, en este sentido una primas de las resinas urea-formaldehido. Las fenólicas me dan para más de una entrada, así que volveremos otro día sobre ellas y sus aplicaciones a lo larga de esa su larga historia.
Pero el formol me recuerda también una visita a los laboratorios de Anatomía de la Universidad de Zaragoza, a los que acompañé a mis colegas aspirantes a matasanos en una de sus sesiones de descuartizar cadáveres. Los restos todavía usables se encerraban en recipientes con formol y los propios cadáveres eran infiltrados con esa disolución para su conservación, dado su carácter esterilizante de todo tipo de microrganismos. Parece que el papel jugado por el formaldehido en la preservación de tejidos de seres vivos radica en que es capaz de reaccionar rápidamente con los grupos -NH- y -NH2 característicos de las proteínas, uniendo cadenas próximas de proteínas entre sí en un clásico procedimiento de reticulación o “curado”, similar al que ocurre en las resinas urea-formaldehido. De esta forma el tejido (o la resina, en su caso) se endurece y las proteínas quedan fuera de circulación para los microorganismos. Por esa razón, las disoluciones de formol se han empleado también en tratamientos contra el ántrax en materiales de origen animal como el cuero o la lana.
El mismo formaldehido está descrito como uno de los productos químicos fundamentales en otro método de preservación como es el ahumado de pescados como el salmón y similares. El formaldehido se encuentra de forma “natural” en el humo que se genera en el proceso de combustión de la madera y al atacar las proteínas del pescado produce de nuevo las reacciones de curado que hemos mencionado más arriba, proporcionando a la carne del pescado una textura más firme, como consecuencia de la parcial inmobilización que genera en las cadenas de proteínas.
Y una nota final, directamente relacionada con ese papel endurecedor del formaldehido y que tiene menos gracia. El formaldehído puede generarse, también de forma “natural”, a partir de metanol mediante el concurso de enzimas. Algunas de ellas están ligada al proceso de la visión y, por esta razón, están bastante presentes en el entorno de nuestros ojos. De forma y manera que si uno se intoxica por ingestión de metanol, que de forma también “natural”, se genera en procesos de fermentación de uvas, manzanas y otros frutos, éste, al llegar a la zona de los ojos, es convertido en formaldehido. Este reacciona de forma similar a la descrita en párrafos anteriores con las proteinas de la retina, haciendo más difícil la necesaria oxigenación de la misma y alterando el funcionamiento del nervio óptico, causando, a dosis superiores, la ceguera del propietario de la misma. Hace algunos años, eran bastante frecuentes casos de adulteración de productos alcohólicos con metanol que, de cuando en cuando, provocaban noticias de cegueras y muertes por ingestión.
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Prometí hace unos días escribir una entrada sobre adhesivos y parece que me descuelgo con una de percebes, pero todo tiene su explicación. En pocos días he leído dos resúmenes de dos artículos científicos, relativamente recientes, relacionados con bichos y adhesivos. En uno de ellos se hacía referencia al descubrimiento, por parte de un grupo americano, de que los iones hierro disueltos en agua parecen ser los catalizadores de un proceso de reticulación o endurecimiento de un polímero que es el adhesivo que permite a los moluscos, percebes y similares estar firmemente adheridos a las rocas. Algo de esto ya sabía, porque mi amigo Mike Coleman (PennState University) había escrito al respecto en uno de sus Case Studies sobre polímeros. Mike dice que lo hizo inspirado por unos percebes que, no sin cierta resistencia, conseguimos que se comiera en el Gambara de la Parte Vieja (resistencia a comérselos y resistencia a tirar los restos al suelo).
Parece ser que el poderoso adhesivo es un polipéptido que contiene el aminoácido 3,4 dihidroxifenil-L-alanina (DOPA) que parece ser el ingrediente activo que bajo la acción catalítica de iones metálicos produce una serie de reacciones químicas y oxidativas que generan un polímero reticulado que mantiene unido al percebe a la roca, madera o metal en los que quiera vivir.
El otro artículo habla de cosas parecidas pero en torno a una bacteria, la Caulobacter crecentus, una ciudadana omnipresente en medios acuáticos y que investigadores de la Universidad de Indiana han demostrado que se adhieren a las superficies por un adhesivo cuya fuerza de unión han conseguido medir con un microscopio de fuerza atómica, resultando ser unas tres veces superior al del conocido Superglue con el que completaré esta entrada. En este caso, el adhesivo es un polisacárido de N-acetilglucosamina.No se trata de curiosidades de científicos en sus torres de marfil. Hay que tener en cuenta que ambos adhesivos funcionan en medio acuoso y, por sólo poner un ejemplo, los dentistas estarían encantados de conocer los mecanismos de adhesión implícitos en estos procesos.
He mencionado antes de pasada al Superglue, un popular adhesivo que despierta en nosotros pasiones encontradas ya que como adhesivo es de una eficacia impresionante pero manejarlo sin mácula es toda una aventura. La historia del superglue (estos datos se los debo a Mike) es un nuevo ejemplo de serendipity (chiripa). Cuenta Mike en sus Case Studies que el Dr. Fred Joyner era un investigador de la Tennesse Eastman en los años cincuenta que trataba de encontrar nuevos polímeros acrílicos transparentes y resistentes para diversos usos. Un día que tras obtener una muestra de un polietil cianocrilato, trataba de colocarla entre dos vidrios para medirle el indice de refracción, pasó lo que tenía que pasar. Que aquello no había manera de despegarlo.
Y de ahí empezó la historia de los cianoacrilatos, alias superglue. La historia tiene su retranca porque el verbo to join en inglés es unir, juntar, pegar y la palabra joiner podría traducirse como “el que junta o pega”. Así que con el pequeño matiz de la y griega en lugar de la i latina, el Dr. Joyner era un personaje predestinado por la Historia a cumplir su digna misión de hacernos más fácil el pegar.
Creo que puede resultar de interés contar el funcionamiento de los cianoacrilatos, los monómeros o materia prima que generan el polímero que pega. Se trata de compuestos de estructura similar a la que se muestra en la figura, donde aparece la fórmula del cianoacrilato de etilo, el mismo que polimerizó Joyner. Estos monómeros polimerizan rápidamente (y en algunos casos violentamente) en presencia de sustancias básicas. Para rebajar un poco esa violencia se usan diferentes variantes que consisten en sustituir el grupo etilo por otros. Pero el caso es que siguen polimerizando con gran rapidez incluso en presencia de agua, la base más débil que podamos pensar.
Así que cuando abrimos nuestro tubo de superglue que contiene ese monómero, basta con la humedad que hay siempre en el ambiente (y más en Donosti) para que aquello polimerice y actúe como nexo de unión entre las partes en presencia. Así que ahora entenderéis fácil por qué polimeriza en nuestras manos o dedos. El agua que contenemos (recordad que os conté que el 75% del arzobispo de Canterbury es agua) es suficiente para inducir la reacción de polimerización y hacer que el líquido del tubo solidifique y pegue lo que pille a mano.
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Hablar de un plástico conductor de la electricidad antes de los años 90 era como hablar de submarinismo en el desierto de Kalahari. Los plásticos si por algo destacan es por su carácter de aislantes o dieléctricos. Basta con apercibirse de que son plásticos los que se emplean para recubrir los hilos de conducción eléctrica o para fabricar enchufes y similares, protegiéndonos de descargas o cortocircuitos. Pero la cosa cambió en esos años 90 y aunque no voy a entrar hoy en detalles, tenemos ahora a nuestra disposición materiales como el polipirrol, el politiofeno o la polianilina que sin ser los reyes de la conducción eléctrica si se les compara con el cobre o similares, presentan, sin embargo, conductividades varios órdenes de magnitud por encima de la de un plástico convencional como pueda ser el PVC, el clásico recubrimiento de cables.
Los polímeros conductores están ahora de moda, como lo demuestra el hecho de que en el año 2000 el Premio Nobel de Química se concedió a los americanos Alan J. Heeger y Alan G. MacDiarmid junto con el japonés Hideki Shirakawa, por sus contribuciones en ese campo. En nuestra Facultad hemos tenido polímeros conductores regalándonos los oídos desde más o menos la misma época. No en vano, contábamos en nuestro Claustro con un propagandista de sus excelencias tan activo como mi colega Toribio F. Otero, ahora en Cartagena pero que, antes de marcharse, dejó en Donosti su marchamo cristalizado en forma de varios de sus antiguos doctorandos, ahora conocidos líderes de la Fundación Cidetec, para la que los polímeros conductores es uno de sus ejes estratégicos.
Muchas son las aplicaciones emergentes derivadas de un mejor conocimiento de estos materiales. Ventanas inteligentes, recubrimientos militares defensivos, músculos artificiales, pantallas planas de dispositivos electrónicos, etc. En esta entrada vamos a fijarnos en un tipo de aplicación, quizás residual, pero que dado mi interés por la Química ligada al vino, que ya vais entreviendo, me resulta particularmente interesante: las llamadas narices artificiales o narices electrónicas.
Uno de los grandes retos de la Química en este siglo es mimetizar procesos que se dan en los seres vivos. El gusto y el olfato son dos herramientas de los mamíferos que juegan papeles esenciales en su vida diaria. Sin embargo, hay notables diferencias entre ellos. El gusto radica en la lengua cuya superficie está cubierta por pequeñas papilas de diversas funciones. Las llamadas papilas gustativas son las más importantes en lo que al gusto se refiere. Están formadas por un racimo de células receptoras rodeadas de células de sostén o apoyo. Tienen un poro externo pequeño, a través del cual se proyectan finas prolongaciones de las células sensoriales, expuestas a la saliva que entra por los poros. Un alimento introducido en la boca y disuelto en la saliva, interactúa con esos receptores y genera un impulso nervioso que es transmitido al cerebro por medio los cuatro nervios craneales. La sensación del sabor se obtiene una vez en el cerebro se han recibido las señales correspondientes al conjunto de células sensoriales para todas las sustancias químicas presentes, y éste las transforma mediante complejos sistemas de reconocimiento en un sabor concreto. La frecuencia con que se repiten los impulsos indica la intensidad del sabor; es probable que un tipo de sabor quede registrado por un tipo de células que hayan respondido de una forma más específica al estímulo.
A pesar de lo que nos pueda parecer, percibimos cinco sabores básicos: en la parte delantera de la lengua captamos el sabor dulce; atrás, el amargo; a los lados, el salado y el ácido o agrio. El sabor umami se relaciona con compuestos como el glutamato monosódico y es característico de alimentos sabrosos, ricos en proteínas. Parece ser que su localización es más compleja. El resto de los sabores son sensaciones, producto de la combinación de estos cinco.
Aunque con un mecanismo similar, la nariz contiene alrededor de un millón de receptores de olor y proporciona una conjunto de sensaciones mucho mas complejo y complementario del gusto.
Pues bien las narices artificiales (también hay lenguas artificiales) tratan de reproducir, de alguna forma, esa captación por parte de nuestro olfato de los compuestos químicos que constituyen los aromas, así como el reconocimiento que nuestro cerebro hace de las señales que esas células le transmiten. Y para ello emplean un sistema mucho menos numeroso de puntos de captación (en muchos de los aparatos comerciales doce o catorce elementos) que aunque pueden estar basados en muy diversos materiales, alrededor del 60% de estos dispositivos lo están en polímeros conductores, en materiales compuestos a base de los mismos o en sus mezclas con otros polímeros.
La captación por parte de ese panel de sensores de algún componente químico (sea, por ejemplo, el tricloroanisol del “sabor a corcho”) induce en los polímeros conductores que los componen ciertos cambios que pueden ser convertidos en señales eléctricas características. Aunque esa señal no se identifica con un compuesto concreto, como puedan hacer la Resonancia Magnética Nuclear o la Espectroscopia Infrarroja, el conjunto de señales del panel en un entorno determinado (por ejemplo en el conjunto de vinos de Ribera del Duero) proporciona una especie de “huella digital” característica de cada vino en la que se podrían detectar señales inadecuadas o no habituales con gran precisión.
El mercado de estas narices electrónicas es todavía incipiente pero las aplicaciones pueden ser muy variadas. Si visitáis esta página de la NASA podréis conocer datos del desarrollo de una nariz electrónica para detectar casi inapreciables cantidades de amoníaco en la Estación Espacial Internacional que sobrevuela nuestras cabezas. En ellas, los astronautas están literalmente rodeados de amoníaco pues un sistema complejo de cañerías hace circular el mismo por su superficie como una forma de disipar el calor generado en el interior de la misma. Pero cualquier fuga de amoníaco hacia el interior de la Estación sería fatal para sus habitantes. Los Ciranos electrónicos cumplen ese papel vigilante las 24 horas del día.
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Hoy va de Química Física pura y dura pero con divertimento florido. Dice mi chica que no hay nada mas gris que un catedrático de Química Física y, como casi siempre, doy la razón a la patronal. En este caso, la constatación de lo oportuno de su análisis surge tras una rigurosa revisión a la que he podido someter a los colegas con los que he compartido tesis y oposiciones y contrastada finalmente con una cuidadosa autopalpación del que os escribe. En fin, allá vamos.
Si coloco un pedazo de hielo recién sacado del congelador en un recipiente, lo pongo sobre el fuego y comienzo a calentarlo con suavidad, el hielo empieza a convertirse en agua. Si pongo un termómetro en esa mezcla de hielo y agua puedo comprobar que la temperatura permanece en cero grados mientras agua y hielo están presentes. Cuando este último desaparece, si sigo manteniendo el cazo sobre el fuego, comprobaremos que la temperatura del agua empieza a subir hasta llegar a cien grados. A esa temperatura, más o menos, el agua empieza a hervir y mientras hierve, la temperatura se mantiene constante, hasta que todo el agua líquida desaparece y el vapor que ese agua produce ha pasado a la atmósfera.
Hasta aquí, no creo que nadie que me lea, por muy de letras o ciencias sociales que sea, tenga problemas en entender lo que acabo de relatar. Es algo ligado a nuestra percepción cotidiana de lo que es la fusión del hielo o la ebullición del agua líquida. Los mas avispados probablemente habrán comprendido durante su experiencia vital que eso que pasa con el agua, pasa de hecho con muchas otras sustancias como el alcohol de farmacia o la acetona que sirve a nuestras chicas para quitarse el esmalte de sus uñas.
Pero no todas las sustancias son tan monocordes en esa transformación que pasa del sólido al líquido y de éste al vapor como consecuencia de ir calentándolos. El dióxido de carbono (CO2), la sustancia que en forma gaseosa expiramos en cada uno de nuestros actos respiratorios es, en ese sentido, un “bicho raro”. Por debajo de unos ochenta grados bajo cero el CO2 es un sólido blanco, bastante atractivo visualmente que, sin embargo, al ponerlo en el mismo cazo en el que poníamos el hielo y ejecutar las mismas maniobras de calentamiento, pasa directamente de sólido a la atmósfera sin el interludio de un líquido en el fondo del recipiente. Por eso se le conoce, y se usa, como hielo seco. Eso ha permitido que Juanmari Arzak y sus muchachos, que enseguida entendieron mis explicaciones sobre esta sustancia en idénticos términos a los que os acabo de dar, pusieran sus magines a elucubrar y aprovecharon esas características del CO2 sólido para preparar inteligentes combinaciones en forma de deliciosos postres que, además de agradar las papilas gustativas de sus clientes, proporcionan divertidas sensaciones visuales.
Pero todo lo que os acabo de explicar pasa bajo la presión atmosférica, el cielo que el jefe de Astérix y Obélix siempre teme que se derrumbe sobre nuestras cabezas. En condiciones de presión más bajas como las que puede haber en la punta del Everest, las temperaturas a las que el hielo se transforma en agua y ésta en vapor son muy distintas. Eso lo saben bien los montañeros que han pasado temporadas en campos base y que han comprobado que el agua en ebullición necesaria para cocer un huevo está a temperaturas inferiores a cien grados y que los huevos tardan mas en cocerse como Dios manda.
También las transformaciones del CO2 del Gabinete Arzak cambian si no nos encontramos bajo la presión atmosférica. Si viviéramos en un mundo en el que la presión fuera unas cinco veces la que ahora tenemos en nuestra casa, el CO2 sólido a bajas temperaturas se transformaría en un líquido al subir ésta y posteriormente en gas o vapor como hace el agua en nuestras cocinas.
Ya veis, por tanto, que la presión es una variable algo olvidada en nuestro mundo cotidiano pero a la que se le puede sacar mucho jugo. De hecho, las ollas a presión consiguen que en su interior, un poco por encima de la presión atmosférica, el agua hierva a más de cien grados y las cosas se cocinen más rápidamente. Vamos a deleitarnos un poco mas con esa variable.
Un comportamiento general de los gases es que cuando se someten a presión se transforman en su homónimo líquido. Un ejemplo cotidiano nos los proporcionan nuestros encendedores de un 1 € (que, dicho sea de paso, cualquier día acabarán en la lista de objetos prohibidos de la ministra Salgado por aquello de ser herramienta de fumadores blasfemos). Esos mecheros contienen butano en su interior, a presiones de unas tres veces la atmosférica. Como consecuencia de ello el butano está en el interior en forma líquida, como puede verse sin más que poner el mechero al trasluz. Y ese comportamiento es general para todos los gases, aunque haya que buscar la temperatura y presión adecuadas para licuarlos.
Otro comportamiento general de todos los gases es que, por encima de una temperatura llamada temperatura crítica, y por mucho que subamos la presión del gas, éste se resiste a ser licuado. Los gases que se encuentran por encima de esa temperatura crítica se dice que están en estado supercrítico, entendiendo por tal un estado en el que el gas participa de alguna forma de su estado como tal y del estado líquido que está muy cerca de conseguir y no puede. En un símil teológico, el gas es un trasunto del líquido, un “vivo sin vivir en mí”. Por esa razón, en esas circunstancias, se prefiere hablar de fluidos supercríticos, ni gases ni líquidos, una especie de estado indefinido, híbrido, hermafrodita o como queráis llamarlo.
El caso es que estos fluidos, en este estado tan particular, se han revelado recientemente como unos disolventes potentes y, en los casos más empleados, bastante ecológicos. Y así, el mismo CO2, al que tanto estamos citando, tiene una temperatura crítica de unos 31ºC. Por encima de esa temperatura y de una presión de unas setenta y tres veces la atmosférica, el CO2 está en condiciones supercríticas en las que, por ejemplo, tiene sorprendentes capacidades de disolver a sustancias polares como el metanol o la cafeína.
Hasta los años 80, eliminar la cafeína del café implicaba tratar a éste con disolventes orgánicos como el diclorometano, otro disolvente de la cafeína. Los potenciales efectos adversos en la salud de los disolventes clorados, aunque nunca se han reportado problemas con el café descafeinado con diclorometano, ha hecho que el uso del CO2 supercrítico se haya convertido en la nueva herramienta. En el proceso, los granos de café sin tostar se alimentar en contracorriente con el CO2, manteniendo el reactor en condiciones supercríticas. El gas extrae selectivamente la cafeína que posteriormente se separa con ayuda de agua en una zona de baja presión. La cafeína así obtenida se emplea en productos farmacéuticos y en bebidas sin alcohol (pero con cafeína); el CO2 se realimenta en el reactor de la extracción.
Similares procesos emplean CO2 supercrítico para extraer aceites esenciales de plantas o para desengrasar alimentos fritos como las patatas de los snacks. También se ha empleado CO2 supercrítico en procesos de limpieza en seco, reemplazando de nuevo a disolventes clorados que se han venido utilizando hasta ahora.
Otro ámbito del CO2 supercrítico es su empleo como medio en el que realizar reacciones de polimerización, eliminando así las incómodas presencias de los disolventes tradicionales, que luego hay que eliminar del polímero obtenido mediante procesos tediosos y que además contribuyen a la emisión de VOCs (sustancias orgánicas volátiles) a la atmósfera. Se han polimerizado así polímeros acrílicos, polímeros fluorados, PET (el plástico de las botellas) y nuevos tipos de policarbonatos. Incluso he visto en la literatura el empleo del CO2 supercrítico en polimerizaciones catalizadas por enzimas, que funcionan como tales catalizadores en estas condiciones y no en disolventes convencionales.
Mucho menos extendido está el empleo de vapor de agua supercrítico, probablemente porque para conseguir ese especial comportamiento con el agua hay que subir la temperatura por encima de 375ºC y la presión por encima de 218 atmósferas, lo cual empieza a no ser una broma desde el punto de vista de los recipientes necesarios. Sin embargo, muchos metales y piedras preciosas se han generado en la naturaleza bajo condiciones de presión y temperatura elevadas en movimientos tectónicos, por lo que no es de desdeñar que el uso de agua supercrítica pueda reproducir esas condiciones y conducir a resultados interesantes. Por ahora, el más conocido es la síntesis de cristales de cuarzo para teléfonos móviles, haciendo reaccionar sílice e hidróxido sódico a 400ºC y 700 atmósferas.
En la mayor parte de estos procesos, el problema es que el agua en esas condiciones es extraordinariamente agresiva con los reactores de acero inoxidable. Afortunadamente, en el proceso que acabamos de describir, un componente inerte, un silicato de hierro y sodio forma una especie de recubrimiento protector en el interior del reactor y facilita las cosas. Ese mismo carácter fuertemente oxidado ha hecho pensar que el agua supercrítica pudiera utilizarse eficientemente en la eliminación de disolventes orgánicos dañinos como hibrocarburos aromáticos, los bifenoles clorados o la propia piridina. El problema esta en el costo de los reactores a emplear. Pero todo se andará.......
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Esta entrada fue modificada el 2 de mayo de 2017. Si cualquier enlace en otras entradas os envía aquí, podéis leer la entrada modificada en este enlace.
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Esta entrada fue actualizada el 31 de enero de 2015. Si algún enlace os dirige aquí, podéis leer la entrada modificada clicando aquí.
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Esta entrada fue anulada tras su revisión y publicación de esta otra. Si leyendo el Blog, un enlace os manda a esta entrada de 2006, se puede redirigir a la actualización citada picando en el anterior enlace.
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Hace ya casi seis años, organizamos el XXV aniversario de la puesta en funcionamiento de nuestra Facultad. Y no nos anduvimos con chiquitas, a pesar de no levantar en los medios de comunicación mucho más entusiasmo que un partido del Eibar. Ya se sabe que lo que no sale en los medios no existe, pero nosotros somos gentes de otra galaxia, que nos moriremos ignorando lo que se cuece en nuestras barbas, ganando menos que bancarios u otros funcionarios autonómicos que no se sabe muy bien cuál es su gracia. Así que en nuestro displicente desprecio por casi todo lo que nos rodea, disfrutamos al menos con la presencia de unos cuantos amigos que nos honraron con su presencia y nos impartieron una serie de charlas que halagaron nuestro ego químico. Entre ellos había de todo, desde Premios Nobel como Jean Marie Lehn o Roald Hoffmann hasta antiguos estudiantes convertidos en auténticos líderes de empresas mundiales.
Jokin D., del que no daré más grafía, fue un preclaro estudiante de una de nuestras primeras promociones. Le recuerdo bien. Listo, simpático, abierto y trabajador. Hoy es uno de los jerifaltes de 3M en Asia. Su charla, una divertida mezcolanza de sus recuerdos de estudiante con los variados contrastes que sus diferentes puestos en su empresa le habían proporcionado, tenía como hilo conductor su intento de demostrarnos cómo se puede hacer y mantener una empresa del tamaño de 3M con ideas aparentemente ridículas. Nada de grandes inventos, nada de grandes mutaciones en el saber tecnológico. Simplemente la observación inteligente y certera de las necesidades cotidianas de las personas normales (eso si, con un cierto nivel de rentas....).
3M ha sido sinónimo de innovación en este sentido desde los años 20, cuando un técnico (Richard G. Drew) que trabajaba en líneas de pintado de las carrocerías a dos colores que privaban a los ricos de la época en modelos como los Chevrolet, fue capaz de inventar un adhesivo, modificación de la clásica cola de carpintero, que sirviera para fabricar cintas con las que delimitar claramente las zonas que debían pintarse en diferente color, cintas que, posteriormente, podían eliminarse sin dañar el pintado. Estos adhesivos fueron los precursores de las cintas adhesivas (Magic Tape) que hicieron más agradable la vida de los americanos y otras huestes menos civilizadas en los años sesenta.
En esa misma línea, los papelitos Post-it (o Notas Adhesivas, que los yankees siempre han sido más escuetos en las denominaciones) han supuesto una auténtica pica en Flandes para 3M. No sé si la historia será correcta, pero la cuenta la propia empresa en su página web así que la voy a resumir para mis lectores.
Arthur L. Fry nació en Minnesota y se hizo mocito en Iowa y Kansas City. Se graduó en Ingeniería Química en la Universidad de Minnesota, tras lo cual, en 1953, mientras todavía era un estudiante, empezó a trabajar para 3M, la empresa de toda su vida, pues en ella se jubiló a principios de los 90. El otro protagonista de esta historia se llama Spencer F. Silver y nació en San Antonio. Estudió Química en la Arizona State University y se doctoró en Química Orgánica en la Universidad de Colorado en 1966, tras lo que se ganó un puesto de Senior Chemist en los Laboratorios Centrales de 3M. Silver, además de un reputado científico, con más de veinte patentes, es todavía un activo pintor al pastel y a la acuarela.
Pero la contribución por la que será recordado es un adhesivo que desarrolló en 1968, un adhesivo de pequeña capacidad de pegado que, sin embargo, ha hecho de su carencia virtud. Se trataba de un polímero (¡cómo no!) de los llamados acrílicos, sintetizado de forma y manera que se presentaba en forma de unas minúsculas esferas que se pegaban de forma tangencial a una superficie dada y no en forma de planos paralelos como ocurre con la mayoría de los adhesivos. Precisamente por esa peculiaridad, el adhesivo servía para pegar papeles no muy pesados a una superficie pero permitía, sin gran esfuerzo, despegarlos. Y, ademas, ese proceso se podía repetir infinidad de veces.
Silver no tenía al principio una idea muy clara de para qué pudiera servir dicho adhesivo y propuso a 3M su comercialización en forma de un spray o recubriendo una superficie en la que se pudieran pegar cosas de forma temporal y luego eliminarlas. El caso es que durante los cinco años siguientes, Silver compartió su irredento invento en reuniones internas con otros colegas pero la cosa no prosperaba desde el punto de vista de un producto acabado. Hasta que que un día, en uno de esos seminarios, apareció Art Fry, que en sus horas libres era un activo cantante en un coro parroquial.
Dice 3M en su historia de los Post-it que, un día, Art acabó por hartarse del eterno problema de que los trozos de papel, que marcaban en su libro de cantos las canciones que tenía que interpretar ese día en el coro, volaran o se cayeran con el discurrir de las páginas. Y que, ese día, recordó el pegamento de su colega Silver como posible solución a incordios como el que le afligía durante sus cantos. Lo propuso a su empresa y, después de ciertas dudas iniciales y de un largo proceso de estudio sobre cómo presentar el producto, Post-it bastante similares a los que hoy conocemos se pusieron el mercado en 1980 en EEUU.
Sobre la implantación del invento hay poco que decir que mis inteligentes lectores no conozcan. El mayor indicador de esa implantación es que haya hasta Post-it virtuales incluidos en los más conocidos sistemas operativos para ordenadores, gracias a los que podemos colocar notas electrónicas en los escritorios de nuestros Macs o PCs.
Y amenazo con una nueva entrega de adhesivos más potentes. Cosas como epoxis, cianoacrilatos, poliuretanos y otros polímeros. Algunos de los cuales tiene su origen en el mecanismo de adhesión de un percebe a una roca de la costa. ¿A que suena interesante?. No se pierdan próximas entradas.
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Esta entrada fue modificada en febrero de 2020. Si cualquier enlace os envía a esta página, podéis ver la versión actualizada aquí.
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Hace ya muchos años, Domingo Merino, un entrañable personaje que mueve los hilos de muchas cosas relacionadas con la agricultura en el País Vasco y un experto en céspedes deportivos, como lo acreditan varios campos de fútbol y golf de esta Comunidad Autónoma, vino a verme a la Facultad de Química, acuciado con un problema que, para qué negarlo, yo no sabía ni que pudiera existir. En aquella época, los casheros de la zona estaban implantando el cultivo del kiwi y se estaban encontrando con muchos problemas para controlar el proceso de maduración de estos frutos durante los tiempos de almacenaje que, inevitablemente, todo proceso de distribución conlleva. De Domingo aprendí que el causante del proceso era el etileno, una molécula química que para mí era bien conocida, aunque no precisamente en los menesteres que Domingo me planteaba. Y hay que decir que no pude resolver su problema porque las cosas en la Facultad, en aquel entonces, no estaban para tirar cohetes.
El etileno, CH2=CH2, es un gas incoloro, con un olor dulce parecido al éter. En lo que al problema de Domingo se refiere, se sabe desde los años sesenta que el etileno es una hormona vegetal, producida por las propias plantas, que hace posible la maduración de la fruta, requiriéndose en el ambiente concentraciones tan bajas como las comprendidas entre 0.1 a 1 ppm. Tanto los egipcios, que exponían higos a este gas, como los chinos, que quemaban incienso para madurar peras, parecen ser los antecedentes de un proceso cuya clave es la presencia de etileno.
El problema aparece porque este proceso de maduración se autoalimenta. El etileno, parece ser producido esencialmente por todas las partes vivas de muchas plantas superiores, variando la tasa con el órgano y tejido específicos y su estado de crecimiento y desarrollo. Y dado que en los almacenes de fruta se está produciendo continuamente etileno de forma natural, su no eliminación genera una especie de procesos en cadena en el que cada vez hay más etileno, las frutas maduran más deprisa, produciendo más etileno, etc. Existen diversas estrategias que van desde una aireación intensiva pero controlada al empleo de disoluciones de permanganato potásico como agente reductor del etileno.
El etileno no es dañino o tóxico para los humanos en las concentraciones que se encuentran en los cuartos de maduración de frutas. De hecho, el etileno era usado antiguamente como anestésico, en concentraciones significativamente más altas que las que se encuentran en un cuarto de maduración. Así que si os fiais del gas y de lo que os cuento, aquí os va una receta del mismísimo Domingo Merino para madurar en casa kiwis un poco tiesos. No hay más que introducirlos en una bolsa de plástico con dos o tres manzana y esperar dos o tres días. Las manzanas son una fuente más intensa de etileno que los propios kiwis.
El conocimiento del papel que juega el etileno en estos procesos de maduración permite, hoy en día, un empleo inteligente del mismo. El uso de etileno está permitiendo trasladar tomates verdes en camiones con contenedores provistos de atmósferas controladas, con concentraciones de etileno adecuadas. Gracias a ello pueden llegar muchos kilómetros y horas o días después en el correcto estado de presentación al consumidor. Para la consecución de estas atmósferas se emplea el etileno producido por compañías químicas que lo venden en forma de botellas a alta presión. Este etileno se genera partir de la destilación fraccionada del petróleo en plantas petroquímicas pero es igual de etileno que el que generan las plantas como hormona “natural”. Aunque el etileno es explosivo, se requieren niveles 200 veces más grande que el que se puede encontrar en esas cámaras de almacenamiento.
Y puestos a hablar de explosiones, aquí viene la segunda parte de la historia del etileno, una en la que me siento más cómodo que en el relato de los problemas de mi amigo Txomin Merino.
El etileno es la materia prima fundamental para fabricar polietileno, el plástico más vendido en el mundo, cubriendo casi el 40% de la producción mundial de todo tipo de plásticos. Grandes compañías multinacionales basan sus negocios en el mercado del polietileno. Cosas como botellas de todo tipo, bolsas de basura, filmes, etc. se fabrican con este polímero. Pero sigamos con el hilo de las explosiones y contemos algo de la historia del descubrimiento y la curiosa expansión mercantil del polietileno.
El descubrimiento del polietileno se suele presentar como el puro fruto de la casualidad, un ejemplo más de lo que los anglosajones llaman serendipity y que yo llamo chiripa, gracias a la sugerencia de mi cuñado Oscar Martínez. Y, es cierto que en esta historia hay elementos que pueden conceptuarse como tales. Pero, como en otros descubrimientos, suerte y casualidad es una forma poco profunda de considerar las actividades de científicos inteligentes, informados y tozudos que saben reconocer algo importante y poco corriente cuando lo ven. Tal es el caso de E. W. Fawcett y R. O. Gibson de la compañía británica Imperial Chemical Industries (ICI). Esta compañía, al igual que DuPont (ver una entrada anterior) y en los mismos años veinte del siglo pasado, había comenzado un programa de investigación fundamental en varios campos, entre los que se incluyó a principios de los treinta el estudio de reacciones a alta presión. Fawcett era un químico orgánico que venía de pasar un tiempo en el laboratorio de Carothers en DuPont y que se había informado y adherido a las ideas sobre compuestos macromoleculares. Gibson, por otro lado, era un químico-físico, formado en Europa y especialista en técnicas de alta presión.
En algunas reacciones que estaba estudiando esta pareja, en las que se utilizaba etileno, observaban, al abrir el reactor, la presencia de una partículas blanquecinas, poco densas, que flotaban en la atmósfera del mismo. Y, el 27 de marzo de 1933, la cosa ya llegó a un límite demasiado intrigante para mirar a otro lado. Al desmontar un reactor en el que estaban haciendo una reacción entre etileno y benzaldehído, las paredes del reactor estaban recubiertas de un sólido blanco. Pronto Fawcet fué capaz de asegurar que era un compuesto macromolecular cuya unidad constitutiva era, fundamentalmente, el etileno. Había nacido así el politeno o polietileno.
Parecía lógico repetir el experimento, eliminando el efecto diluyente del benzaldehído. La idea era que, de esa forma, el rendimiento sería mayor. Pero no fue así. Como alternativa se pensó en subir la presión. El resultado fue catastrófico ya que se produjo una explosión que demolió el laboratorio. Sorprendentemente, y sin que se sepan bien los motivos, alguien tomó la decisión de seguir con la experiencia, construyendo un nuevo laboratorio, reactores más seguros y, en un par de años, el polietileno estaba otra vez en escena.
Con el nuevo reactor se obtuvo polietileno en condiciones seguras pero el rendimiento era muy bajo. Se necesitaron semanas para dar con lo que se creía la solución del problema. Una fuga en el reactor. Se reparó y, sorprendentemente, el rendimiento aún fue peor. Tras unos meses en la incertidumbre, se llegó a la conclusión que era necesario el concurso de una cantidad de oxígeno que, actuando como iniciador, produciendo radicales, iniciara el proceso. En el reactor con fuga, este papel era llevado a cabo, con dificultades, por el poco aire que entraba en el mismo. Cuando el papel del catalizador estuvo claro, el rendimiento se incrementó y el polietileno empezó a utilizarse durante la subsiguiente Guerra Mundial en una serie de aplicaciones que, como la de los radares o cables submarinos, difícilmente hubieran sido posibles sin el concurso de un material tan ligero como el PE.
Terminada la guerra, la imagen más representativa del polietileno son los contenedores de plástico para comidas y otros usos vendidos a partir de los primeros años 50 por la firma americana Tupperware. Creada por Early Tupper, la empresa y sus productos se convirtieron en una auténtico fenómeno sociológico bajo la férula de una mujer, Brownie Wise, que consiguió reclutar a miles de mujeres para un tipo de venta que implicaba la organización de reuniones sociales en las que la anfitriona trataba de colocar los productos Tupperware a sus invitados entre café, risas y charletas. El éxito de la iniciativa no deja de sorprender, vista desde la distancia. Hasta entonces las ventas de productos americanos habían estado en manos de hombres y hablamos de un periodo post-bélico, claramente machista. Pero lo cierto es que el sistema funcionó, se trasladó a Europa y otras compañías como Standhome lo pusieron también en marcha. En Tupperware, el éxito fue tal que generó celos entre el dueño, Tupper, y la preclara gestora, Wise. En 1958, Tupper la puso en la calle y, sorprendentemente, aparte de alguna pequeña aventura en la venta de cosméticos, el resto de la vida de Wise transcurrió sin pena ni gloria.
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Esta entrada de 2006 fue anulada tras su actualización en noviembre de 2014. Si leyendo el Blog, un enlace os manda aquí podéis leer la actualización citada picando aquí.
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Desde mi entrada del 6 de marzo no he dicho una palabra adicional sobre el golf, actividad lúdica a la que denomino mi “burbuja” particular. No juego más días al año por un exceso de responsabilidad profesional que me va pesando con los años. Pasará al final que cuando me pese tanto que ya tenga que desprenderme de ella, estaré en un estado físico tan deteriorado que ya no podré jugar al golf de forma razonable. Pero así me hicieron y así me moriré.
El caso es que hoy me ha llegado un correo basura en el que se me propone un negocio que no aceptaré por pusilánime, no porque no me atraiga. Una empresa americana ReTeeGolf me propone que me convierta en empresario de un pingüe (según ellos) negocio que consiste en reciclar bolas de golf de las que se caen en los lagos de los múltiples campos que se van extendiendo a lo largo y ancho del mundo, incluido este pequeño País que viste boina.
Tomando los datos del escenario americano, la cosa promete. Cada año se pierden en los EEUU unos 300 millones de bolas de golf, fundamentalmente en los múltiples lagos que los diseñadores americanos gustan de colocar en esos campos de postal que vemos en la tele. Aproximadamente el 75% de esas bolas se recuperan y se vuelven a vender, generando un mercado que mueve unos 200 millones de dólares anuales. La empresa me ofrece por 3500 dólares un dispositivo que, arrastrado por una pequeña barca, barre de forma eficaz los fondos de esos lagos, capturando las bolas que yacen en los mismos como consecuencia de los miles de desdichados golpes de golfistas amateurs (y profesionales, que ellos también se bañan de vez en cuando).
No estoy muy ducho en hacer en economía de escala y poder calcular si con ese dispositivo, visitando los campos que me caen cerca, podría hacerme con un pequeño capitalito que me resarciera de los recortes que mi dilecto Consejero de Educación parece querer aplicar a todos los profesores de la UPV/EHU. Pero, por lo menos, la oferta me ha dado pie a una nueva entrada en la que retomar algo que, de pasada, dejé dibujado cuando estuve hablando de los cauchos. Vamos a profundizar un poco en la estructura de una bola de golf y en el papel jugado por la Química (de Polímeros, of course) en el desarrollo de ese aparentemente sutil aditamento del juego que corroe nuestras entrañas.
Hoy en día, la bola de golf se parece bastante a las del siglo XIX en cuanto a su tamaño, peso y, por supuesto, forma, pero las cosas han cambiado mucho en lo que se refiere a materiales que la conforman y, consiguientemente, en propiedades que como distancia a alcanzar, suavidad en el toque o velocidad de giro al volar hacen más fácil los logros del golfista medio. Muchas veces, todo lo relacionado con el golf en plan teórico parece cosa de de los físicos que aplican conocimientos de mecánica al impacto entre palo y bola, a la dinámica del movimiento antes y despues del impacto y cosas similares. Pero la cuestión de las distancias más largas en los golpes de salida y la suavidad en el toque en los golpes cortos es cosa que sólo la Química, en su aplicación al diseño de la bola, ha sabido resolver adecuadamente.
Ya los romanos jugaban a una especie de antepasado del golf llamado paganica, en el que con ramas de determinados árboles golpeaban una especie de bolas de cuero rellenas con plumas de aves. Aunque los primeros jugadores escoceses golpeaban bolas de madera maciza, en algún momento del siglo XVII recogieron el testigo de las primitivas bolas de plumas solo que ahora sometían a las plumas a un proceso en agua hirviendo (las llamadas featherie). Hacia 1850 entra en escena la bola denominada gutty. Básicamente se trataba de caucho natural proporcionado por un árbol llamado gutapercha (ver una entrada anterior para enterarse de este asunto de los cauchos). El látex exudado por esa planta, convenientemente calentado en agua y enrollado hasta formar una bola maciza, hizo furor en aquellos años no sólo por las mayores distancias alcanzadas sino porque la bola era prácticamente indestructible (aunque habría que saber cuantas se perdían en los arenales de los links escoceses). Hoy sabemos que la gutapercha es un polímero del trans 1,4 isopreno.
La progresiva industrialización de los cauchos naturales de diversa procedencia hizo que la compañía Goodrich, todavía hoy un gigante del caucho en automoción, desarrollara un nuevo tipo de bola a base de un corazón de caucho natural [poli (cis 1,4 isopreno)] recubierto de una capa de gutapercha. Posteriormente la gutapercha de la cubierta se sustituyó por otro caucho llamado balata. Gutapercha y balata son básicamente el mismo polímero, poli (trans 1,4 isopreno) aunque el diferente origen natural confiere a uno y otro propiedades algo distintas.
A final de los años 50, la DuPont (otra vez la DuPont) desarrolló un tipo de copolímero a base de etileno y ácido acrílico. Neutralizando el ácido con hidróxido sódico se obtuvo un material bautizado como ionómero que, vendido bajo el nombre comercial de Surlyn, sigue todavía en el mercado para múltiples aplicaciones. Cuando la cubierta de balata se cambió por una de Surlyn los resultados fueron espectaculares. Pero las bolas seguían teniendo la cubierta cosida sobre el corazón de caucho.
La primera bola sin costura fue desarrollada por la firma de deportes Spalding y consistía en un corazón de un caucho sintético de polibutadieno con una cubierta de una pieza de poliuretano, eventualmente sustituida por el propio Surlyn. De esa época datan denominaciones como bolas de larga distancia.
Hoy en día todo ha cambiado. Hay bolas tricapa en las que una capa de ionómero y otra de poliuretano se colocan sobre el corazón de la bola. Se juega con cationes diferentes al sodio en el ionómero. Se utilizan diferentes tipos de poliuretanos. Las bolas se especializan: bolas para distancias mayores, con mayor suavidad al toque, con diferente velocidad de giro en el aire o spinning, etc. Revisando patentes sobre materiales poliméricos es fácil encontrarse todos los meses con unas cuantas sobre bolas de golf con potenciales mejoras sobre las existentes.
Y luego está el asunto de los agujeros en la superficie o dimples. En una bola hay unos trescientos. Ahí si que la física juega su papel buscando un complejo equilibrio entre flujo estacionario y turbulento cuando la bola vuela en el aire. Pero, como ya establecí en la primera entrada, este es el blog de un químico y no quiero quitar el pan a nadie. Doctores en Física hay que juegan al golf..........
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Esta entrada fue puesta al día tras la adjudicación del Premio Nobel de Química en octubre de 2021. Si leyendo el Blog, un enlace os manda a esta entrada de 2006 podéis encontrar la actualización citada picando en este enlace.
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Al final del año 1926 Charles Stine, director del Departamento de Química de la empresa DuPont, presentó una breve propuesta a su Comité Ejecutivo para iniciar un programa de investigación científica fundamental o "pura". En aquellos días (y parece que nos encontramos en similar situación) esto era inusual. Casi incomprensiblemente, el Comité aceptó finalmente su propuesta que incluía, entre otras cosas, un trabajo fundamental sobre la polimerización. Es interesante puntualizar que, justo en esos años, se estaba produciendo un enconado debate sobre la naturaleza de los que ahora llamamos materiales poliméricos o plásticos (denominación sobre la que tendré que volver, pues hay que matizar la equivalencia que mi frase anterior parece indicar). La idea establecida hasta entonces era el considerarlos como asociaciones o agregados de pequeñas moléculas que se mantenían juntas mediante débiles fuerzas. Hermann Staudinger, el líder de otra hipótesis que se iba abriendo paso trabajosamente, consideraba que estos materiales estaban formados por "moléculas gigantes" o macromoléculas, cuyas unidades repetitivas estaban enlazadas entre sí por enlaces químicos en toda regla (lo que los químicos denominamos enlaces covalentes).
Charles Stine creyó que el éxito del programa iba a depender de su habilidad para contratar científicos relevantes. Dada la dificultad de contratar científicos ya establecidos (predominantemente académicos), decidió contratar a "hombres con un futuro científico prometedor pero que no poseían una reputación establecida". Aún hoy no deja de sorprender la valentía de la decisión. Una de las personas contratadas fue Wallace Hume Carothers (al que podemos ver arriba en una foto cortesía de DuPont), entonces joven instructor en Harvard, considerado brillante pero de carácter un tanto débil, dado a las depresiones y empeñado en no discurrir por los temas convencionales de la Química de aquellos años.
Carothers se había adherido al punto de vista de Staudinger sobre las sustancias que hoy denominamos polímeros y su propósito inicial fue demostrar su propia existencia. Para ello, optó por producir este tipo de macromoléculas de forma sistemática a partir de moléculas pequeñas, empleando reacciones que se entendieran bien y que no permitieran cuestionar la estructura del producto final.
Empezó examinando una reacción clásica en química orgánica: la condensación de alcoholes y ácidos para dar ésteres. Para un amante del vino como yo, es una reacción que de vez en cuando mi nariz detecta cual cromatógrafo de gases. Cuando el vino no se conserva en condiciones adecuadas, el alcohol puede oxidarse hasta hacer que el vino se avinagre, apareciendo el ácido acético que, reaccionando con el alcohol todavía presente, puede dar lugar a acetato de etilo (un éster), con un olor característico a pegamento Imedio, fácilmente identificable en algunos vinos muy mal conservados.
Sin embargo, etanol y ácido acético son reactivos monofuncionales. Cada uno tiene un grupo único capaz de participar en una condensación; después de completarse esta reacción se forma acetato de etilo, una molécula pequeña, y santas pascuas. Carothers hipotetizó que se requerían monómeros bifuncionales, esto es, sustancias que tuvieran, por ejemplo, dos grupos ácido en los extremos o dos grupos alcohol. De esa forma, tras la primera formación de un grupo éster tendríamos una molécula más grande que conservaría en sus extremos grupos ácido y alcohol con los que seguir creciendo hasta obtener polímeros. Esta parece una idea sencilla y obvia con la perspectiva del tiempo transcurrido pero debe enmarcarse en el contexto de aquella época, cuando muchos no aceptaban en absoluto la existencia de las macromoléculas. Hacia el final del año 1929 el grupo de Carothers había sintetizado moléculas grandes con pesos moleculares del orden de 1500–4000, a partir de ácidos dicarboxílicos y dialcoholes (glicoles) en presencia de un catalizador ácido. Como en la reacción se iban formando progresivamente grupos éster, los nuevos materiales se bautizaron como poliésteres.
En el curso de esas investigaciones, uno de los colegas de Carothers encontró un poliéster que formaba fibras muy delgadas y de gran fortaleza. Desgraciadamente, tenía un punto de fusión muy bajo que le hacía muy sensible a cambios de temperatura. Sin embargo, con esa idea del hilado en la cabeza, el grupo de DuPont empezó a considerar otro tipo de reacción de condensación, en el que los alcoholes eran reemplazados por diaminas para dar lugar a cadenas en las que se repetía un grupo que los químicos llamamos amida. Así surgieron las poliamidas o nylons, con una buena capacidad de formar fibras similares a materiales naturales como la seda, pero con unas excelentes propiedades mecánicas, resistencia al calor, etc. Durante los años siguientes esos productos se usaron para utensilios de pesca pero el auténtico impacto se produjo cuando DuPont comercializó medias de nylon, que rápidamente causaron furor.
Hoy en día, las fibras de poliéster y de poliamida forman parte de nuestra vida cotidiana y su producción mundial es muy abultada. Ni que decir tiene que DuPont es uno de los gigantes de la empresa química mundial, tamaño que tiene su origen en el desarrollo de estos materiales durante las décadas subsiguientes a los trabajo de Carothers.
Pero no se quedan ahí los descubrimientos de Carothers en su fin de década prodigiosa de los años veinte. Al mismo tiempo, y usando una reacción también clásica en química orgánica (la adición a un doble enlace), Carothers fué capaz de sintetizar un material que pronto se planteó como alternativa al caucho natural extraído de los árboles, del que ya hemos hablado en este blog. Carothers lo llamó Neopreno para dar esa sensación de novedad sobre el isopreno que forma el caucho natural. Hoy en día, el Neopreno sigue siendo fundamental en ropa protectora frente a las inclemencias del tiempo, el agua de mar, etc.
Con la perspectiva que dan los Premios Nobel concedidos durante el siglo XX, Carothers iba para Nobel. Pero el carácter débil al que hacían referencia algunos informes de Harvard que llegaron a Stine antes de que lo contratara, no había desaparecido. Sus historiadores hablan de problemas conyugales, otros hacen referencia a que se consideraba un fracasado, pese a dirigir en DuPont un Departamento de centenares de investigadores. El caso es que a finales de abril de 1937, cuando el boom del nylon ya se intuía, con su mujer embarazada de dos meses, tomó la decisión de suicidarse. Y ahí no falló. Se preparó un zumo de limón con la adecuada cantidad de cianuro potásico y nos dejó sumidos en un mundo de polímeros emergentes, una parte importante de los cuales pueden conceptuarse como hijos suyos.
Siempre me he sentido solidario con Carothers. Y aún más despues de ver en acción en un par de congresos a Paul J. Flory, Nobel de Química 1974 por sus contribuciones al campo de la polimerización, contribuciones objetivamente indiscutibles aunque claramente deudoras con el trabajo de Carothers. Flory no era de los que se suicida.
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Hace ya bastantes años que sigo la bibliografía relativa a la llamada Paradoja francesa (French Paradox) que básicamente se refiere a que la tasa de mortalidad en Francia por enfermedades coronarias es significativamente más baja que en otros países, a pesar de su moderado consumo de grasas (lácteos, foie,..) y su inveterada costumbre de fumar Gitanes. Ya en el año 79, la prestigiosa revista médica Lancet publicaba un artículo en el que se lanzaba la hipótesis de que el consumo moderado de vino, también una característica de los gabachos, podía ejercer un efecto protector sobre la incidencia de riesgos cardiovasculares. Desde entonces, mucha es la literatura científica dedicada al tema y muchas las hipótesis sobre los posibles componentes del vino que pudieran tener ese efecto.
Uno de los candidatos estudiados es la familia de los flavonoides, una extensa familia de polifenoles (antocianidinas, flovonoles, flavonas, isoflavonas, etc) sintetizados por muchos vegetales (te, pimientos, manzanas, cebollas, legumbres, etc) y que ha sido objeto de muchos estudios en relación con dietas ricas en frutas y verduras. Aunque parece que estas dietas se asocian a disminuciones de riesgo de enfermedades cardiovasculares, no está claro que los flavonoides por si solos sean los causantes de esos beneficios.
En 1992, se publicó que el resveratrol, otro polifenol de la familia de los estilbenos se encontraba en cantidades pequeñas en el vino. Ya veis, en la figura que da pie a este post, que molécula orgánica tan guapa con sus anillos aromáticos, sus hidroxilos y sus dobles enlaces (¡química pura, vamos!).
Desde entonces se han realizado bastantes estudios sobre el papel de esta sustancia como posible causante del efecto protector del vino. El Resveratrol ejerce una serie de efectos cardioprotectores tal y como se ha podido comprobar en ensayos in vitro. Así, inhibe la formación de agregados de grasa y promueve la vasodilatación al inducir la producción del óxido nítrico, NO, ya varias veces mencionado en este blog. También inhibe la formación de enzimas inflamatorias. Sin embargo, la concentración de resveratrol requerida para estos efectos es más grande que la que suele haber normalmente en el plasma humano. El resveratrol es biometabolizado en muy poco tiempo por el organismo humano y, desde luego, con los niveles existentes en una ingesta moderada de vino parece difícil alcanzar los niveles para los que se han reportado los resultados satisfactorios en lo que a protección cardiovascular se refiere.
Y, de hecho, ya se venden en farmacias y parafarmacias preparados de resveratrol para incrementar esa ingesta. Aunque no os voy a ocultar mi desconfianza con el tipo de suministrador que suele comercializar este tipo de cosas. La alternativa sería promover un consumo más importante de vino. Pero tendría que ser de tal magnitud que nuestro pobre hígado lo pasaría mal.
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