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Ya he contado en una entrada reciente que, mal que me pese, hay un libro titulado "Plastics: A toxic love story" que, además de bastantes lugares comunes sobre plásticos y contaminación ambiental, contiene mucha y variada información sobre la corta historia y las implicaciones en nuestra vida diaria de estos materiales. Terminados los capítulos del libro, y además de la bibliografía, hay un listado de referencias que sustentan algunas de las afirmaciones de la autora, una interesante fuente de información adicional. Y, buscando, buscando, en ese listado, he entrado en una web que allí aparece y que mantiene alguien que se ha tomado el trabajo de tratar de eliminar, por completo, los plásticos de su vida. Y, a fe mía, que lleva camino de conseguirlo. El precio, solo ella lo sabe.
Entre la variada información reciente que esa web contiene, me encuentro con un artículo publicado el pasado mes de julio por la revista "Environmental Health Perspectives" (una revista de prestigio, de acuerdo a los índices)y firmado por diversos investigadores de cuatro Instituciones americanas, entre las que se encuentra nada menos que el Silent Spring Institute, de claras resonancias con el libro que Rachel Carson publicó en 1962, paradigma de la lucha contra el DDT. El artículo se centra en dos aditivos de plásticos que están en la boca de cualquier quimifóbico que se tenga por tal: los ftalatos que se usan como plastificantes del PVC y el bisfenol A que puede quedar residualmente en los revestimientos interiores de muchas latas de conservas y bebidas. Uno y otro han sido catalogados como alteradores endocrino, una de las peores calificaciones que le pueden caer a una sustancia química.
Los investigadores toman a veinte individuos de diferentes familias radicadas en la bahía de San Francisco y les hacen seguir, durante tres (tres!) días, una dieta a base de alimentos frescos, en ningún caso empaquetados o distribuidos en envoltorios de plástico. Antes y despues de la experiencia, durante ocho días, analizaron su orina a la búsqueda de los mencionados aditivos. Su conclusión me ha dejado sin habla (speechless, que dice un ilustre amigo mío) y la traduzco literalmente de su resumen o abstract para que no haya dudas: "Los contenidos de BPA (el bisfenol A) y de DEPH (un ftalato) se redujeron sustancialmente cuando las dietas de los participantes se restringieron a alimentos no envasados". Y punto. La verdad es que, a veces, el sistema éste de revisión por pares, del que tan orgullosos estamos los científicos, no parece funcionar muy bien.
En cualquier caso, no me digan que no estamos ante una dieta express, y no la que hace otro amigo mío, también ilustre y con tendencia a engordar, que se tira varios días en un balneario a pan y agua. Y encima pagando una pasta.
Referencia completa: R.A Rudel et al., Environmental Health and Perspectives 2011, 119, 914-920.
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En días recientes se han publicado varias noticias relativas a la explotación de una serie de yacimientos de gas en el territorio de Alava y que nos han vendido como una buena solución para nuestro autoabastecimiento de gas natural durante muchos años. Todos esos días, los periódicos han publicado noticias relacionadas, coincidiendo con el viaje del Lehendakari López a USA y sus reuniones con las empresas americanas que van a participar en el consorcio explotador. Tengo que reconocer que la noticia me resultó extraña, al no entender cómo podía haber surgido tan de repente, pero lo cierto es que me ha pillado en una semana de pie cambiado (y no voy a dar detalles que, los más próximos, bien conocen).
Pero para eso están los amigos. Este pasado sábado, andaba yo trabajando muy de mañana en materiales para una nueva asignatura que me ha caido en virtud del "espíritu de Bolonia" y recibía un mail de mi colega, y macquero recalcitrante, Txusmari Aizpurua, en el que, a propósito de la noticia arriba comentada, me pasaba un link a una página del New York Times (sección "Science") del pasado mes de Agosto que me ha puesto las pilas.
La página es un recopilatorio de diferentes artículos relativos a lo que está pasando en USA con la explotación gasística de la gran veta Marcellus, un yacimiento de gran magnitud, pero un yacimiento un tanto especial. Todos nos imaginamos estas bolsas de gas como una cavidad que uno pincha y espera a que salga el gas como de la bombona de butano... pero la cosa no es tan sencilla en el caso de yacimientos del llamado shale gas, gas de pizarra o gas de esquisto. Para extraer ese gas, hay que inyectar primero ingentes cantidades de agua con aditivos, luego hay que realizar explosiones subterránea (hydrofracking) y, finalmente, hay que sacar las grandes cantidades de lodos resultantes, lodos que hay que "reciclar". Encima, los lodos traen a veces "sorpresas". En la citada veta, los lodos han salido acompañados de una colección de elementos radioactivos y liberación de radón (esto no tiene por qué ocurrir en explotaciones similares). Para más complicación, en esa y otras vetas americanas ha habido contaminaciones de acuíferos de consumo humano con los aditivos y, además, en los tramos finales de la explotación, el gas puede venir con elementos sulfurados que hay que quemar al aire...
Estaba yo leyéndome esa información, y escribiendo a Txusmari para que me elaborara una "entrada invitada" al respecto o me dejara novelar sus datos, y va nuestro común colega en la Facultad, Enrique Gómez Bengoa (@HenryBengoaweb en Twitter y antimacquero militante), y coloca ese mismo sábado tres tuits sobre el mismo tema, con un link a una web de un grupo cántabro, gentes que se andan movilizando porque en su región la explotación de ese tipo de gas está algo más adelantada que en Euskadi y no les gusta un pelo el asunto. Sus argumentos los podeis ver aquí. Y para terminar de redondear el finde, Enrique vuelve a la carga sobre el tema este mismo domingo y, tras correr 15 Kms en una conocida prueba donostiarra, tuitea este artículo de Greenpeace (¡quién me ha visto y quién me ve, yo redireccionando a Greenpeace!).
Demasiado intenso para digerirlo tan rápido, pero la actualidad manda y sirva la presente entrada como información complementaria a lo poco que se ha contado al respecto (al menos en el Diario Vasco). Y que el Lehendakari se prepare porque intuyo que, tarde o temprano, esto no va a quedar en fuegos de artificio...
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Esta es otra de las ocasiones en la que a uno le ponen la entrada a huevo. En cuestion de pocos días se han acumulado una serie de eventos que hacen que la entrada se escriba sola. En las últimas semanas, varios amigos y conocidos me han preguntado por el asunto de los speedy neutrinos, como los ha bautizado uno de ellos. La marabunta mediática que se ha organizado sobre si Einstein tenía o no tenía razón se ha simplificado en titulares, de tal manera que el más común de los mortales quiere enterarse de algo, no vaya a ser que una parte importante de la tecnología en la que descansamos (GPS, láseres, resonancia magnética nuclear,..) se vaya a ir al garete por una panda bastante numerosa de físicos circunspectos a caballo entre Suiza e Italia.
El Búho ha salido del atolladero preguntón como ha podido pero, desde el miércoles, lo tengo solucionado. Remito a todo el mundo a la estupenda conferencia que dió ese día en Donosti José Ignacio Latorre dentro de la serie Lecciones Kutxa 2011. Yo no pude estar por obligaciones paterno-filiales pero la he visto aquí, como un señor, repantingado en mi sillón y con cerveza incluída (algo que en vivo no es posible). Gracias al canal de TV del Donostia International Physics Center.
Sin embargo, nadie me ha inquirido sobre el Nobel de Química 2011, adjudicado a Daniel Shechtman por sus, poco a poco, famosos cuasicristales. Lógico por otra parte. Shechtman no es Einstein y las repercusiones de los cuasicristales en nuestra vida diaria están todavía por ver. Pero tiempo al tiempo. Tampoco voy a emplear centenares de caracteres en contaros lo que son esos cuasicristales. Esta misma mañana, El País publicaba un excelente artículo de divulgación del cristalógrafo del CSIC Juan Manuel García Ruiz y no se puede decir mucho más ni contarlo de forma tan clara. El uso que hace de los maravillosos mosaicos que uno puede contemplar en la Alhambra (y otros recintos árabes similares) para explicar el asunto, debiera conduciros sin dilación a esta página, si no la habeis ya leído en el papel.
Lo que a mi me interesa más de la historia de Shetchtman es la tozudez con la que ha defendido, a lo largo del tiempo, un descubrimiento por chiripa que realizó hace casi 30 años. Sus resultados chocaban frontalmente con todo lo establecido en cristalografía desde hacía más de un siglo y, lo más razonable, hubiera sido mandarlos a la papelera. Tanto es asi que, en muchos congresos en los que ha ido mostrando esos resultados, ha tenido que aguantar los sarcasmos de muchos de sus colegas, que casi le recomendaban la lectura de manuales para estudiantes para que cayera en la cuenta de su equivocación. Y entre los que le criticaron con ferocidad estaba el dos veces Premio Nobel (uno de la Paz y otro de Química) Linus Pauling.
Pauling era un hueso de roer. Pero también ha tenido equivocaciones notables que se ha tenido que tragar, como ya os contaba en una lejana entrada. Su equivocación en la propuesta de la estructura del DNA es de las que hacen historia y sus devaneos con cierta medicina alternativa a propósito de su fe en la Vitamina C también. Y este tipo de dogmatismo sobre lo establecido es bastante corriente en la historia de la ciencia. Por sólo limitarme al campo de los polímeros, el padre de la idea de que podían existir moléculas gigantes de cientos y miles de unidades unidas por enlaces covalente, Hermann Staudinger, Premio Nobel de Química en 1953, tuvo que aguantar de un preclaro Herr Professor alemán en Química Orgánica la siguiente frase envenenada: "Mi querido colega, deseche sus ideas sobre las moléculas grandes. No hay moléculas superiores a un peso molecular 5000. Purifique bien sus productos y al cristalizar le revelarán su carácter de moléculas de bajo peso molecular". Lo de "purifique bien sus productos" para un químico orgánico es como llamarle guarro a la cara. Y, sin embargo, la industria del plástico está llena macromoléculas o polímeros con pesos moleculares que van desde cientos de miles a varios millones...
Así que no es raro que en las trifulcas (cada vez más abundantes) que se organizan sobre ciencia y pseudociencia, un argumento de los partidarios de la segunda sea el echarnos en cara lo orgullosos y dogmáticos que somos los científicos defendiendo una idea que establecemos como irrebatible. Y, ciertamente, no hay más que ir a congresos científicos serios para comprobar con qué arrogancia se defienden determinadas hipótesis, algunas con endebles bases en las que sustentarse. Pero como quedaba claro en un reciente post del Cuaderno de Cultura Científica, los que son arrogantes son las personas que trabajan como científicos pero no la Ciencia como tal, cuya principal característica es la de ser humilde para reconocer sus propios errores cuando las evidencias se acumulan en contra de una hipótesis o una teoría. Es seguro que Pauling introdujo muchos dedos en los ojos de sus colegas en lo relativo a sus ideas sobre el DNA pero, al final, el método científico le obligó a meterse el rabo entre las piernas y hacer mutis por el foro en cuestión.
Algo que no hacen nunca los que no reconocen al método científico como herramienta. Pero que ello no os sirva como excusa para no usar la humildad como distintivo señero de nuestras convicciones. Cruzando los dedos para que nadie nos las desbarate.
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Casi un mes con el Blog parado. Cosas del inicio de Curso a la bolognese, de la burocracia derivada de proyectos en curso y de los efectos colaterales de estar en el Tribunal de una oposición (que espero sea mi última vez). Transcurrido el mes, quiero retomar el asunto de los polímeros biodegrables, como prometí a Luis Blanco Urgoiti en una anterior entrada, al hilo de la pregunta que le planteaba en su blog a Lucía Castro. Publicada la nueva reglamentación española de residuos, en la que se establece la sustitución total de las bolsas de plástico por otras de plástico biodegradable, Luis quería saber si estamos preparados para ello con los polímeros alternativos de los que ahora disponemos. Sobre alguna de esas alternativas ya he escrito entradas en el Blog, pero voy a dedicar unas pocas más a abundar en el tema. Sin entrar, evidentemente, en cuestiones para especialistas como los que participan en el Grupo de Bioplásticos de Linkedin en el que me metió Lucía.
Para conseguir ese objetivo, me va a venir muy bien un libro que Amazon me mandó a principios del verano (previo pago, of course), titulado "Plastic, a toxic love story" de una periodista y escritora americana llamada Susan Freinkel. Los que me conocen bien (y me leen) estarán pensando que el Búho se encamina sin remedio a su autodestrucción total. ¡El Búho recomendando un libro contrario a los plásticos!. Pues es verdad, siempre he propugnado que al enemigo ni agua, que ya hay mucho enemigo. Pero el caso es que el libro, aparte del tufillo ecológico que inunda mucha de la literatura americana actual, contiene una interesante revisión de cómo ha cambiado nuestro modo de vida desde que los plásticos aparecieron, hace más de seis décadas. El libro contiene también mucha información de carácter histórico sobre los materiales plásticos más conocidos y prometedores. Y hay un capítulo titulado "The meaning of green" (el significado de lo verde), que resulta particularmente interesante en el asunto de los polímeros biodegradables.
Como podrá comprobar quien quiera en este link, mi primer artículo científico sobre un polímero denominado polihidroxibutirato (PHB) data de 1995 y se trataba de cosas bastante académicas sobre interacciones por enlace de hidrógeno en una mezcla de ese polímero con otro. Pero despues, en otros artículos que le siguieron, mis colegas y yo derivamos a medir las propiedades del PHB de cara a aplicaciones en el mundo del envasado, por aquello de su biodegradabilidad. Y a lo largo de los siguientes diez años han caído otros diez artículos más sobre ese tema en las "revistas más prestigiosas del campo", como dicen los finos. Uno de ellos es mi artículo más citado.
Pero tengo que confesar que a lo largo de todo el tiempo que hemos dedicado a este polímero y a otros primos de la familia, los denominados polihidroxialcanoatos (PHAs), hemos pasado de la risa al llanto varias veces. O de las grandes expectativas a las decepciones más profundas. La historia de este plástico biodegradable nace a principios de los 80, cuando los ingleses de la ICI consiguieron obtener un polímero a partir de una serie de bacterias "salvajes" que se encuentran en el medio ambiente. Se alimentaba a esas bacterias a base de alimentos ricos en glucosa (boniatos, patatas, etc.) y las muchachas, ante tamaño festín sostenido en el tiempo, optaban por acumular lo que les sobraba en forma de un polímero que se podía extraer tras cargarnos a los microrganismos en cuestión. ICI introdujo ese polímero bajo el nombre de Biopol y durante años nos contaron, y contamos, que el material era la panacea, dado su carácter absolutamente biodegradable.
Pero el empleo de bacterias "salvajes" repercutía en producciones escasas y precios poco competitivos. De hecho, las expectativas sobre el PHB se levantaron como consecuencia de la primera gran crisis del petróleo a mediados de los 70. Pero en cuanto el precio del oro negro se estabilizó, fué evidente que, a pesar de sus bondades, el polímero no era competitivo, lo que indujo a ICI a deshacerse del negocio, vendiéndolo a Monsanto. Esta última empresa mantuvo al polímero de forma más o menos lánguida durante una parte importante de nuestro trabajo sobre él, para finalmente cerrar las plantas de producción que tenía y dejarnos mustios, con nuestra línea de investigación abierta y nuestros papers calentitos.
Pero a principios de los 90, las herramientas de la ingeniería genética habían mejorado mucho y podían diseñarse microorganismos, genéticamente modificados, para producir por fermentación muchos tipos de productos. Y entre la gente que andaba en ese campo, un grupo del MIT consiguió una familia de organismos transgénicos capaces de sintetizar distintos PHAs a costos mucho menos importantes que cuando se usaban microrganismos naturales. Como los americanos no se andan en bobadas, los del MIT patentaron el asunto, formaron una compañía llamada Metabolix en 1992, compraron en 2001 las patentes del Biopol a Monsanto (por si las moscas) y se lanzaron a producir en plan industrial una familia de polímeros a base de PHAs diversos que, comercialmente, se conocen como Mirel. A partir de 2007 están poniendo en el mercado unas 55.000 toneladas anuales de estos materiales desde su factoría en Clinton, Iowa.
Los de Metabolix no han parado ahí y se han metido a producir plantas transgénicas (incluso un césped transgénico) que genere el polímero en la propia planta, con lo cual lo convertiría en un "polímero cultivable".
¿Es ésta la oportunidad buena de los PHAs?. Pues yo no me fío un pelo. Sobre todo cuando en el libro de la Freinkel, poco sospechosa de ir contra soluciones verdes, y en el capítulo que arriba mencionaba, la autora se pregunta: Pero, ¿qué problemas resuelven realmente los polímeros biodegradables?. Y traslada la pregunta a diferentes expertos en el campo de los bioplásticos. Uno de ellos, R. Nayaran, de la Michigan State University, que se ha pasado la vida con otro polímero biodegradable ahora en candelero, el poliácido láctico, le contesta a secas: La amenaza del cambio climático.
Y es ahí donde mis neuronas se colapsan. Primero porque aún no está del todo claro lo que implica, en términos del impacto climático, la producción de estos polímeros verdes, al compararlos con los que vienen del petróleo (al menos en mi opinión, estrategias como la del Análisis del Ciclo de Vida o LCA están, por ahora, cogidas con alfileres). Pero, sobre todo, porque los plásticos que se producen del petróleo constituyen una mínima parte de cada barril extraído. De hecho, la gracia de los plásticos en sus primeros años de vida fue que las refinerías encontraron un nicho en el que meter algunos de los subproductos de la destilación fraccionada del petróleo.
Por sólo poner un ejemplo al respecto. Hace pocos días, el inefable Javier Peláez (@Irreductible en Twitter) colgaba un tuit sobre el gasoil que había consumido el coche oficial de un alto cargo valenciano, muy popular en las diatribas políticas. Su coche había consumido en 2010 el equivalente a 53.000 € que, a un precio medio del gasoil de 1,25 €/litro, hacen 42.400 litros, equivalentes (cuando se queman en nuestro motor) a 110.240 kilos de CO2. Durante ese mismo año, un valenciano medio ha consumido unas 220 bolsas de plástico no biodegradable (polietileno) que, quemadas en una incineradora, generan 6,3 kilos anuales de CO2. O sea, que necesitamos 17.500 valencianos consumiendo bolsas de plástico para igualar, en huella de anhídrido carbónico, al coche del Sr. Camps. Me parece que no sabemos dónde estamos poniendo la diana.
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