domingo, 30 de enero de 2011

Plaguicidas

Estoy haciendo limpieza del exceso de material bibliográfico que voy acumulando de cara a potenciales entradas. Son muchas las alertas sobre artículos que me acaban induciendo a leer alguno. Cuando al leerlo hay algo que me hace un tenue tilín, lo imprimo y me lo guardo. Pero muchas de esas páginas impresas se quedan en nada. Son como los proyectos de plato que elaboran mis amigos de Arzak en su laboratorio, o como la multitud de nuevas moléculas de fármacos que acaban durmiendo el sueño de los justos porque las agencias reguladoras no les conceden el placet para poderse comercializar. Sobre algo relacionado con esto va la entrada, ya que, en esa limpieza, he descubierto una serie de referencias cogidas con un clip, guardadas desde hace tiempo para hablar de los plaguicidas (mal llamados pesticidas), serie que se ha incrementado con otra noticia que había pasado por la impresora esta misma semana.

El origen de la ansiedad social en torno a los plaguicidas data probablemente de los años 60, cuando el DDT y otros insecticidas y plaguicidas que se usaban entonces, fueron el material de trabajo de gentes como Raquel Carson y su "Primavera Silenciosa", trabajos que pusieron de manifiesto el peligroso efecto del empleo de esas moléculas, en cantidades masivas, tanto en la naturaleza como en los propios humanos. Sobre el asunto podéis ver una entrada ya antigua del Blog. Pero como en otros graves accidentes con sustancias químicas, ha llovido mucho desde entonces, aunque haya quien no se ha querido enterar.

Lo que es evidente es que una parte muy importante de la producción agrícola no llegaría al mercado si no fuera por los plaguicidas. Cosechas enteras pueden ser destrozadas por plagas difíciles de controlar si se las deja evolucionar y, todavía hoy, tenemos ejemplos de hambrunas tremendas provocadas por plagas sin control. Pero el efecto DDT tiene un brazo largo y, en muchos de nuestros conciudadanos, la palabra plaguicida desencadena un torrente de miedos, incertidumbres y rechazos a todo a lo que a ella suene. Un plaguicida es entendido como algo sintético, químico, que permanece en la naturaleza, que pasa a las aguas fluviales, que penetra en nuestro organismo, se acumula y nos afecta con enfermedades sin cuento como los cánceres y los trastornos genéticos.

Pero es difícil producir alimentos a precios razonables si no usamos plaguicidas. La llamada agricultura orgánica presume, en muchos casos, de no usarlos pero, como siempre y en todos los ámbitos, no hay que fiarse del marketing. No estoy en contra de ese tipo de agricultura, faltaría plus. Cada uno es libre de plantar lo que quiera y hacer con ello lo que le de la gana. Mi suegro, sin ir más lejos, plantaba los puerros haciendo un primoroso agujero para cada uno, a una distancia medida del anterior y el siguiente, introduciendo delicadamente cada planta en su agujero y tapándolo con mimo. El cashero de al lado se despepitaba con él cuando veía tales maniobras, pero los puerros de Andrés salían hirsutos y poderosos y, para él, eran los mejores puerros del mundo. Aunque le costaran un potosí.

Pues con esto igual. Si hay quien quiera vivir de producir cualquier producto hortofrutícola sin plaguicida alguno, allá él, pero veremos si el precio es competitivo tras las mermas que los variados atacantes que le van a visitar van a generar en su cosecha. Yo, desde luego, no estoy dispuesto a pagar un plus para tener un producto que no tiene ventaja alguna en sus propiedades alimenticias u organolépticas.

Pero es que, además, no es cierto que la mayoría de las instalaciones que se colocan el adjetivo orgánico no utilicen plaguicidas. Los usan y muy variados. En el variopinto espectro de todo lo que cae bajo esa denominación de "orgánico", hay productores que emplean cosas como los polisulfuros de calcio, el llamado caldo bordelés (a base de cosas tan químicas como el sulfato de cobre y el hidróxido cálcico), bioplaguicidas derivados de bacterias como la Bacillus thuringiensis (BT para los amigos), que genera una toxina cristalizable que puede extraerse de ella y usarse como plaguicida. O el llamado "polvo de derris" que hace referencia a un extracto derivado de plantas como la Derris elíptica y que se usa como plaguicida "orgánico" de amplio espectro.

Este último es particularmente relevante por lo que vais a ver a continuación. Hoy en día, colocar un plaguicida en el mercado es tan difícil como colocar un fármaco. Después de una restrictiva normativa aprobada por la UE en 1991, los 950 plaguicidas aprobados entonces se han quedado en menos de 400, incluidos los que se han ido poniendo en el mercado durante los últimos años y hay quien piensa que, en poco tiempo y en virtud de nuevas regulaciones, no pasaremos de 100. Lo que aparta a un determinado plaguicida de esa lista es si falla en lo que a persistencia en el suelo se refiere, o si afecta al sistema neurológico o endocrino de los animales experimentales y, finalmente, si se carga a las abejas.

Pero ese proceso no se ha aplicado por igual a los plaguicidas sintéticos y a los supuestamente "orgánicos", como ocurre con el uso de nicotina. Y cuando se hace, como pasa con el polvo de derris, cuyos beneficiosos efectos se sabe que son debidos a la existencia en él de una molécula conocida como rotenona, pasa lo que pasa con los sintéticos. Que se aplica el producto a los roedores de laboratorio y, en muchos casos, se encuentra algo. Por ejemplo, no se en que acabara la cosa, pero el polvo de derris lo tiene un poco complicado, porque altas dosis de rotenona han causado problemas cerebrales en ratones, similares a los efectos del mal de Alzheimer y, además, causa una alta mortandad en poblaciones piscícolas, como ya se sabía desde hace milenios, pues se empleaba como veneno para incrementar la pesca en amplias regiones asiáticas.

Y es que además, no debieran preocuparnos sólo los plaguicidas que llegan a nuestro organismo derivados de la acción de los humanos con sus cultivos, ya sean de tipo sintético u "orgánico". Bruce Ames, un provecto biólogo molecular de renombre mundial, conocido por el famoso test que lleva su nombre, una manera barata y sencilla de evaluar la acción de los productos químicos en seres vivos, nos ha alertado de que ingerimos 10.000 veces más de plaguicidas generados por las propias plantas (para protegerse de los insectos y otros organismos que las atacan), que de plaguicidas administrados por el hombre. Ese es el caso de la propia rotenona, elaborada en el interior de la Derris elliptica. Y puntualiza el Prof. Ames, "mas de la mitad de esos plaguicidas generados en las plantas no han sido estudiados en cuanto a sus efectos". Aunque nos los hemos estado comiendo (añado yo).

Y se me había olvidado una última noticia sobre el DDT. Un reciente estudio que acabo de leer, recoge los resultados de un grupo americano que cuestiona muy seriamente las alternativas propuestas al uso del DDT en el control de la malaria. Es otro testimonio más que se suma a opiniones de gobiernos afectados por esa plaga, como los de India o Suráfrica, en el sentido de que el DDT, concebido como insecticida para uso en el interior de casas e instalaciones públicas, es la herramienta más potente que, hoy por hoy, tenemos contra la malaria. Eso sí, controlando las dosis (Paracelso dixit).

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martes, 18 de enero de 2011

Cocineros

Tengo que reconocer que a pesar de tener más conchas que un galápago a la hora de dar clases a estudiantes (o comunicar a profesionales que trabajan en campos afines al mío), ayer estaba nervioso. Tanto por la gente que iba a asistir a mi conferencia como por el insólito lugar del evento. Este pasado lunes he dado una charla para unos cuantos cocineros, asistentes a un curso del Basque Culinary Center, en una cocina/laboratorio en la que, día a día, experimentan y trabajan en lo que sus mentores les proponen. Creo que la cosa no ha salido mal del todo a pesar de mis miedos y, como esto es un especie de diario, quiero dejar constancia de mi experiencia antes de que se me olvide.

La génesis de la misma ha sido un poco compleja, más que nada porque el que me propuso como orador, mi amigo Xabi Gutierrez, tiene una agenda que ni la del ministro de Trabajo. En principio se trataba de que yo desmitificara ciertas conexiones espúreas entre la Química y la cocina innovadora, resultantes de opiniones de gentes como el cocinero Santi Santamaría y otros varios y que han hecho que muchos profesionales se la cojan con papel de fumar antes de utilizar ciertos espesantes y gelificantes (metil celulosa, alginatos, agar-agar, gelatina, xantana) que los químicos llamamos hidrocoloides.

Pero en una de las conversaciones previas con Xabi, éste me mostró una propuesta de reflexión que se había planteado a los alumnos, en el sentido de que expresaran su percepción sobre qué entienden por cocina natural y qué es una cocina artificial. Como los sufridos e impenitentes lectores de este Blog comprenderán, la mencionada propuesta indujo en el Búho una irresistible tentación a entrar al trapo e introducir el asunto en la conferencia. Así que, subrepticiamente, decidí que la charla iba a ser un mix entre una descriptiva más o menos profesional de esos productos de moda entre los cocineros y mis ideas personales sobre la dicotomía natural/artificial en cocina.

A medida que fui entrando en la segunda parte, la cosa se animó y algunos de los presentes empezaron a manifestar sus propias ideas. Y de lo allí expresado, se pueden sacar conclusiones interesantes sobre los canales que están resultando preferentes en la sutil infiltración de las ideas quimifóbicas. Por ejemplo, es evidente que ha calado la idea de que artificial es todo aquello que ha sido "tocado" (y no sólo sintetizado al 100%) por la mano humana, algo de lo que ya hablábamos en agosto. En ese sentido, la metil celulosa es artificial, porque alguien ha transformado la celulosa natural en el producto que, además de otras muchas utilidades, es hoy herramienta de muchos cocineros. Y la gelatina es artificial porque para extraerla de la piel de un cochinillo se emplean procesos fisico-químicos. Curiosamente, extraer la gelatina de un bacalao, que también requiere ciertos tratamientos de la mano del cocinillas de turno, es natural.

Porque siendo estrictos con esa óptica, es fácil argumentar que la cocina es un buen ejemplo de artificialidad. No hay nada más parecido a un químico en el laboratorio que un cocinero en su cocina. Coge un producto como un buen solomillo, aceite, un poco de sal (materiales de partida), ajusta condiciones experimentales como la temperatura y el tiempo de cocción y, finalmente, obtiene un producto diferente del de partida (el solomillo al punto). En ese producto, los químicos hemos mostrado que los aromas del mismo que nos atraen sensorialmente son consecuencia de las reacciones de Maillard, aromas que pueden contener decenas de productos químicos diferentes que no estaban en el material de partida. Por no volver a contar la curiosa historia de la producción de acrilamida durante la elaboración de unas modestas patatas fritas. Todo ello con la intervención inteligente de la mano del cocinero. ¿Natural o artificial?.

Otra percepción bastante extendida tiene que ver con la contradictoria utilización de lo que muchos detractores de los productos químicos denominan "cócteles químicos". Según esa idea, la acumulación de concentraciones pequeñas de moléculas producidas por el hombre en nuestro organismo, pueden tener efectos malignos sin cuento, debido a la acción sinérgica entre ellas. Curiosamente, al aplicarlo a un producto "natural" la cosa cambia. La betanina, la molécula que da el color rojo a la remolacha, y que se vende como aditivo alimentario, es "intrínsecamente" mala, por artificial, en su versión comercial, aunque se venda en un alto grado de pureza. Y aunque esa molécula sea la misma que la que está en la remolacha para que ésta sea roja (a veces dudo de que se crean que se trata de la misma molécula), en ese caso carece de efectos nocivos porque va acompañada en el cóctel remolachero por otras sustancias, que "algo harán...".

Así que hay mucho que divulgar todavía. Espero que, al menos, mi charla de ayer sembrara la duda en más de una mente de los que me escucharon y empezaran a recapacitar sobre los lugares comunes que se manejan en torno a estos temas. Yo, por mi parte, disfruté como un enano en mis labores de agitación y propaganda. Gracias a Xabi y a la simpática acogida de los futuros chefs de prestigio.

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lunes, 10 de enero de 2011

Alcohol

Estoy ya empezando a verificar la vorágine de la version 2 de la ley anti-tabaco, en la que uno tiene la impresión de que, con independencia del carácter perverso del consumo, hay una trampa recaudatoria. No en vano van a proliferar las terrazas en las que, incluso en tiempos gélidos, las gentes se agolparán bajo esa especie de estufas verticales, armados con una mantita en las rodillas (como hacen los nórdicos casi todo el año). Y al precio al que está el metro cuadrado de acera o calle peatonal (al menos en la ciudad del calvo que me gobierna), creo que es razonable concluir que el descenso en la recaudación por el menor número de cigarrillos consumidos será compensado, con creces, por el impuesto de ocupación de vía urbana.

Y en estas estaban los mass media que uno lee o escucha todos los días, cuando me encuentro en mi correo electrónico con una alerta de la prestigiosa revista The Scientist que me ha dejado entre anonadado y estresado. David Nutt es un profesor de Neuropsicofarmacología (anda que el nombre tiene su aquel) en el prestigioso Imperial College londinense, un sitio que uno tiene el gusto de conocer. Es un psiquiatra experto en adicciones, así que no hablamos de un piernas cualquiera. Y se ha soltado el pelo en un artículo en el que, tras poner a caldo el uso (y abuso) de las bebidas alcohólicas, propone una cruzada a la búsqueda de recambios sintéticos que nos produzcan efectos similares al alcohol, pero sin sus daños.

A través de las entradas de este Blog uno ya ha dejado claro que es un alcohólico confeso. Eso si, como recomendaba el tonelero riojano Pistolas, tío de mi comadrona, sólo consumo buen vino. Nada de mariconadas propias de rusos, ingleses y americanos que elevan la graduación alcohólica hasta niveles letales. Pero aún y así, y quizás por mi deformación química, reconozco que cada vez que me meto un buen Rioja o Ribera al coleto, el 13 o 14% de lo que bebo es un auténtico veneno.

Y en ese carácter dañino estoy de acuerdo en muchas de las afirmaciones del Dr. Nutt (mal que me pese). El alcohol es el causante de cirrosis, enfermedades cardiovasculares y cánceres. El autor está alarmado por el hecho de que en el Reino de su Graciosa Majestad Británica, las enfermedades de hígado hayan aumentado un 500% en los últimos cuarenta años. Un artículo en la prestigiosa revista Lancet del propio Nutt y sus colaboradores establece que el alcohol es la peor droga que consumimos y que su peligro está suficientemente claro si uno entiende que, en una persona no entrenada al consumo de alcohol, una dosis tres veces superior a una borrachera severa en un alcohólico puede matar al novato.

Estoy de acuerdo con él en que el alcohol es intrínsecamente tóxico, como lo demuestra el hecho de que se emplee para proteger a los alimentos de infecciones microbianas y para esterilizar la piel antes de que le metan a uno un jeringazo. Y, además, no hay antídoto, porque en el propio proceso de eliminación del alcohol por parte de nuestro organismo, éste lo convierte en acetaldehído, una molécula mucho más dañina que el propio alcohol para muchos de los órganos de un alcohólico.

Finalmente, estoy de acuerdo en la paradoja de que, a pesar de esos males, los gobiernos no emprendan una verdadera cruzada contra productos como mi venerado vino, con el subterfugio (quizás verdadero, quizás falso) de que el consumo moderado puede ser hasta beneficioso. De nuevo aquí, lo más probable, es que se trate de un problema recaudatorio pues, como se hace ver en el artículo, si las bebidas alcohólicas se inventaran hoy y tuvieran que pasar los organismos regulatorios relacionados con el consumo y los alimentos, ninguna de ellas pasaría el test y no se podrían vender.

En lo que ya no lo tengo tan claro es en la propuesta con la que se cierra el artículo. Tras una prolija, y más o menos académica, explicación del por qué nos sentimos tan bien cuando consumimos bebidas alcohólicas y que tiene que ver con el papel de los llamados receptores GABA en el cerebro, Nutt mantiene la tesis de que tenemos en nuestra mano otras moléculas que provocan similares efectos sin los daños intrínsecos del alcohol. El autor propone eliminar el alcohol de nuestras bebidas y adicionarles moléculas sintéticas como las benzodiazepinas que producirían similares efectos y que, incluso si nos pasáramos tres pueblos, tendríamos antídotos eficaces.

Tiene también su gracia que entre los comentarios de los lectores del artículo, uno de ellos le dice a Nutt que se deje de monsergas. Que no hace falta recurrir a moléculas sintéticas, que ya hay alternativas "naturales", como el cannabis. Y termina su comentario argumentando que no hay explicación razonable para que tabaco y alcohol estén permitidos y el cannabis no.

Menos mal que la ministra de Sanidad no leerá The Scientist ni me leerá a mi (a pesar de ser ambos hernaniarras renegados). Si no, tendríamos ley anti-alcohol in few weeks.

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martes, 4 de enero de 2011

Feliz Año...de la Química!

Hace casi ahora tres años, el Búho iniciaba lo que, en principio, denominó la segunda fase del Blog, fase que acabó por integrar con las entradas de la primera fase en un único Archivo General, que es el que ahora veis a la derecha. Y lo hacía desde el mismo sitio desde el que ahora redacto esta entrada. Desde Los Belones, en Murcia, dentro de un complejo turístico en el que nos dedicamos a no hacer casi nada y a perseguir el "vuelo al azar" de una bolita blanca a la que golpeamos de vez en cuando. Ahora mismo, ahí fuera, hace un día excepcional. Sol, sin viento y esa temperatura ni frío ni calor que te hace olvidar del invierno que se pasea por mis lares habituales.

Me da el pálpito que el primer trimestre de este año 2011 no va a ser muy prolífico para el Blog. A la vuelta me espera el inicio de una asignatura acorde a los nuevos planes de estudio (Grado en Química), lo que ya me está martirizando en los días finales de mi licencia sabática. Y el caso es que debiera emplearme más a fondo en los objetivos del Blog. Porque, como veis en el logo que preside esta entrada, 2011 ha sido declarado Año Internacional de la Química, en una iniciativa conjunta entre la IUPAC (Unión Internacional de la Química Pura y Aplicada) y la UNESCO.

No es que yo sea, en general, muy partidario de la celebración de los años dedicados a lo que sea. Entiendo que, en primer lugar, la cosa a la que se dedica el año no está en muy buena situación (y en el caso que nos ocupa me molesta). Y, segundo, es dudoso que pueda servir para algo. Pero en el año que empieza, la American Chemical Society (ACS), a la que pertenezco, va a organizar una serie de eventos y a poner en circulación una serie de propuestas que espero que me den muchos motivos para generar, desde mi particular óptica, nuevas entradas. Para empezar, he colocado entre los blogs favoritos (a la derecha) un link que, cada día, detallará una efeméride química durante 2011.

Todo ello para contribuir, en el pequeño ámbito de diseminación que yo tengo, a una mejor percepción de la Química y, sobre todo, para disparar contra todo lo que se mueva en el deterioro de esa percepción.

Y como no sólo de entradas vive el Búho, anuncio ya que el 17 de este mes participaré en el primer Máster organizado por el Basque Culinary Center (BCC), con una charla en la que trataré de desmitificar algunos conceptos ligados al mal uso que del nombre y el adjetivo químico/a se hace en el ámbito de la cocina (al menos eso es lo que me ha pedido mi amigo Xabi Gutierrez, que coordina el Curso). Y, si algo no se tuerce, impartiré en febrero una charla sobre la Químifobia en los actos que la Universitat Rovira i Virgili de Tarragona organiza dentro de este Año Internacional de la Química.

Así que más vale que aproveche estos días en Murcia, porque me da que, a partir del sábado, no me va a quedar mucho tiempo libre.

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