Estoy haciendo limpieza del exceso de material bibliográfico que voy acumulando de cara a potenciales entradas. Son muchas las alertas sobre artículos que me acaban induciendo a leer alguno. Cuando al leerlo hay algo que me hace un tenue tilín, lo imprimo y me lo guardo. Pero muchas de esas páginas impresas se quedan en nada. Son como los proyectos de plato que elaboran mis amigos de Arzak en su laboratorio, o como la multitud de nuevas moléculas de fármacos que acaban durmiendo el sueño de los justos porque las agencias reguladoras no les conceden el placet para poderse comercializar. Sobre algo relacionado con esto va la entrada, ya que, en esa limpieza, he descubierto una serie de referencias cogidas con un clip, guardadas desde hace tiempo para hablar de los plaguicidas (mal llamados pesticidas), serie que se ha incrementado con otra noticia que había pasado por la impresora esta misma semana.
El origen de la ansiedad social en torno a los plaguicidas data probablemente de los años 60, cuando el DDT y otros insecticidas y plaguicidas que se usaban entonces, fueron el material de trabajo de gentes como Raquel Carson y su "Primavera Silenciosa", trabajos que pusieron de manifiesto el peligroso efecto del empleo de esas moléculas, en cantidades masivas, tanto en la naturaleza como en los propios humanos. Sobre el asunto podéis ver una entrada ya antigua del Blog. Pero como en otros graves accidentes con sustancias químicas, ha llovido mucho desde entonces, aunque haya quien no se ha querido enterar.
Lo que es evidente es que una parte muy importante de la producción agrícola no llegaría al mercado si no fuera por los plaguicidas. Cosechas enteras pueden ser destrozadas por plagas difíciles de controlar si se las deja evolucionar y, todavía hoy, tenemos ejemplos de hambrunas tremendas provocadas por plagas sin control. Pero el efecto DDT tiene un brazo largo y, en muchos de nuestros conciudadanos, la palabra plaguicida desencadena un torrente de miedos, incertidumbres y rechazos a todo a lo que a ella suene. Un plaguicida es entendido como algo sintético, químico, que permanece en la naturaleza, que pasa a las aguas fluviales, que penetra en nuestro organismo, se acumula y nos afecta con enfermedades sin cuento como los cánceres y los trastornos genéticos.
Pero es difícil producir alimentos a precios razonables si no usamos plaguicidas. La llamada agricultura orgánica presume, en muchos casos, de no usarlos pero, como siempre y en todos los ámbitos, no hay que fiarse del marketing. No estoy en contra de ese tipo de agricultura, faltaría plus. Cada uno es libre de plantar lo que quiera y hacer con ello lo que le de la gana. Mi suegro, sin ir más lejos, plantaba los puerros haciendo un primoroso agujero para cada uno, a una distancia medida del anterior y el siguiente, introduciendo delicadamente cada planta en su agujero y tapándolo con mimo. El cashero de al lado se despepitaba con él cuando veía tales maniobras, pero los puerros de Andrés salían hirsutos y poderosos y, para él, eran los mejores puerros del mundo. Aunque le costaran un potosí.
Pues con esto igual. Si hay quien quiera vivir de producir cualquier producto hortofrutícola sin plaguicida alguno, allá él, pero veremos si el precio es competitivo tras las mermas que los variados atacantes que le van a visitar van a generar en su cosecha. Yo, desde luego, no estoy dispuesto a pagar un plus para tener un producto que no tiene ventaja alguna en sus propiedades alimenticias u organolépticas.
Pero es que, además, no es cierto que la mayoría de las instalaciones que se colocan el adjetivo orgánico no utilicen plaguicidas. Los usan y muy variados. En el variopinto espectro de todo lo que cae bajo esa denominación de "orgánico", hay productores que emplean cosas como los polisulfuros de calcio, el llamado caldo bordelés (a base de cosas tan químicas como el sulfato de cobre y el hidróxido cálcico), bioplaguicidas derivados de bacterias como la Bacillus thuringiensis (BT para los amigos), que genera una toxina cristalizable que puede extraerse de ella y usarse como plaguicida. O el llamado "polvo de derris" que hace referencia a un extracto derivado de plantas como la Derris elíptica y que se usa como plaguicida "orgánico" de amplio espectro.
Este último es particularmente relevante por lo que vais a ver a continuación. Hoy en día, colocar un plaguicida en el mercado es tan difícil como colocar un fármaco. Después de una restrictiva normativa aprobada por la UE en 1991, los 950 plaguicidas aprobados entonces se han quedado en menos de 400, incluidos los que se han ido poniendo en el mercado durante los últimos años y hay quien piensa que, en poco tiempo y en virtud de nuevas regulaciones, no pasaremos de 100. Lo que aparta a un determinado plaguicida de esa lista es si falla en lo que a persistencia en el suelo se refiere, o si afecta al sistema neurológico o endocrino de los animales experimentales y, finalmente, si se carga a las abejas.
Pero ese proceso no se ha aplicado por igual a los plaguicidas sintéticos y a los supuestamente "orgánicos", como ocurre con el uso de nicotina. Y cuando se hace, como pasa con el polvo de derris, cuyos beneficiosos efectos se sabe que son debidos a la existencia en él de una molécula conocida como rotenona, pasa lo que pasa con los sintéticos. Que se aplica el producto a los roedores de laboratorio y, en muchos casos, se encuentra algo. Por ejemplo, no se en que acabara la cosa, pero el polvo de derris lo tiene un poco complicado, porque altas dosis de rotenona han causado problemas cerebrales en ratones, similares a los efectos del mal de Alzheimer y, además, causa una alta mortandad en poblaciones piscícolas, como ya se sabía desde hace milenios, pues se empleaba como veneno para incrementar la pesca en amplias regiones asiáticas.
Y es que además, no debieran preocuparnos sólo los plaguicidas que llegan a nuestro organismo derivados de la acción de los humanos con sus cultivos, ya sean de tipo sintético u "orgánico". Bruce Ames, un provecto biólogo molecular de renombre mundial, conocido por el famoso test que lleva su nombre, una manera barata y sencilla de evaluar la acción de los productos químicos en seres vivos, nos ha alertado de que ingerimos 10.000 veces más de plaguicidas generados por las propias plantas (para protegerse de los insectos y otros organismos que las atacan), que de plaguicidas administrados por el hombre. Ese es el caso de la propia rotenona, elaborada en el interior de la Derris elliptica. Y puntualiza el Prof. Ames, "mas de la mitad de esos plaguicidas generados en las plantas no han sido estudiados en cuanto a sus efectos". Aunque nos los hemos estado comiendo (añado yo).
Y se me había olvidado una última noticia sobre el DDT. Un reciente estudio que acabo de leer, recoge los resultados de un grupo americano que cuestiona muy seriamente las alternativas propuestas al uso del DDT en el control de la malaria. Es otro testimonio más que se suma a opiniones de gobiernos afectados por esa plaga, como los de India o Suráfrica, en el sentido de que el DDT, concebido como insecticida para uso en el interior de casas e instalaciones públicas, es la herramienta más potente que, hoy por hoy, tenemos contra la malaria. Eso sí, controlando las dosis (Paracelso dixit).
El origen de la ansiedad social en torno a los plaguicidas data probablemente de los años 60, cuando el DDT y otros insecticidas y plaguicidas que se usaban entonces, fueron el material de trabajo de gentes como Raquel Carson y su "Primavera Silenciosa", trabajos que pusieron de manifiesto el peligroso efecto del empleo de esas moléculas, en cantidades masivas, tanto en la naturaleza como en los propios humanos. Sobre el asunto podéis ver una entrada ya antigua del Blog. Pero como en otros graves accidentes con sustancias químicas, ha llovido mucho desde entonces, aunque haya quien no se ha querido enterar.
Lo que es evidente es que una parte muy importante de la producción agrícola no llegaría al mercado si no fuera por los plaguicidas. Cosechas enteras pueden ser destrozadas por plagas difíciles de controlar si se las deja evolucionar y, todavía hoy, tenemos ejemplos de hambrunas tremendas provocadas por plagas sin control. Pero el efecto DDT tiene un brazo largo y, en muchos de nuestros conciudadanos, la palabra plaguicida desencadena un torrente de miedos, incertidumbres y rechazos a todo a lo que a ella suene. Un plaguicida es entendido como algo sintético, químico, que permanece en la naturaleza, que pasa a las aguas fluviales, que penetra en nuestro organismo, se acumula y nos afecta con enfermedades sin cuento como los cánceres y los trastornos genéticos.
Pero es difícil producir alimentos a precios razonables si no usamos plaguicidas. La llamada agricultura orgánica presume, en muchos casos, de no usarlos pero, como siempre y en todos los ámbitos, no hay que fiarse del marketing. No estoy en contra de ese tipo de agricultura, faltaría plus. Cada uno es libre de plantar lo que quiera y hacer con ello lo que le de la gana. Mi suegro, sin ir más lejos, plantaba los puerros haciendo un primoroso agujero para cada uno, a una distancia medida del anterior y el siguiente, introduciendo delicadamente cada planta en su agujero y tapándolo con mimo. El cashero de al lado se despepitaba con él cuando veía tales maniobras, pero los puerros de Andrés salían hirsutos y poderosos y, para él, eran los mejores puerros del mundo. Aunque le costaran un potosí.
Pues con esto igual. Si hay quien quiera vivir de producir cualquier producto hortofrutícola sin plaguicida alguno, allá él, pero veremos si el precio es competitivo tras las mermas que los variados atacantes que le van a visitar van a generar en su cosecha. Yo, desde luego, no estoy dispuesto a pagar un plus para tener un producto que no tiene ventaja alguna en sus propiedades alimenticias u organolépticas.
Pero es que, además, no es cierto que la mayoría de las instalaciones que se colocan el adjetivo orgánico no utilicen plaguicidas. Los usan y muy variados. En el variopinto espectro de todo lo que cae bajo esa denominación de "orgánico", hay productores que emplean cosas como los polisulfuros de calcio, el llamado caldo bordelés (a base de cosas tan químicas como el sulfato de cobre y el hidróxido cálcico), bioplaguicidas derivados de bacterias como la Bacillus thuringiensis (BT para los amigos), que genera una toxina cristalizable que puede extraerse de ella y usarse como plaguicida. O el llamado "polvo de derris" que hace referencia a un extracto derivado de plantas como la Derris elíptica y que se usa como plaguicida "orgánico" de amplio espectro.
Este último es particularmente relevante por lo que vais a ver a continuación. Hoy en día, colocar un plaguicida en el mercado es tan difícil como colocar un fármaco. Después de una restrictiva normativa aprobada por la UE en 1991, los 950 plaguicidas aprobados entonces se han quedado en menos de 400, incluidos los que se han ido poniendo en el mercado durante los últimos años y hay quien piensa que, en poco tiempo y en virtud de nuevas regulaciones, no pasaremos de 100. Lo que aparta a un determinado plaguicida de esa lista es si falla en lo que a persistencia en el suelo se refiere, o si afecta al sistema neurológico o endocrino de los animales experimentales y, finalmente, si se carga a las abejas.
Pero ese proceso no se ha aplicado por igual a los plaguicidas sintéticos y a los supuestamente "orgánicos", como ocurre con el uso de nicotina. Y cuando se hace, como pasa con el polvo de derris, cuyos beneficiosos efectos se sabe que son debidos a la existencia en él de una molécula conocida como rotenona, pasa lo que pasa con los sintéticos. Que se aplica el producto a los roedores de laboratorio y, en muchos casos, se encuentra algo. Por ejemplo, no se en que acabara la cosa, pero el polvo de derris lo tiene un poco complicado, porque altas dosis de rotenona han causado problemas cerebrales en ratones, similares a los efectos del mal de Alzheimer y, además, causa una alta mortandad en poblaciones piscícolas, como ya se sabía desde hace milenios, pues se empleaba como veneno para incrementar la pesca en amplias regiones asiáticas.
Y es que además, no debieran preocuparnos sólo los plaguicidas que llegan a nuestro organismo derivados de la acción de los humanos con sus cultivos, ya sean de tipo sintético u "orgánico". Bruce Ames, un provecto biólogo molecular de renombre mundial, conocido por el famoso test que lleva su nombre, una manera barata y sencilla de evaluar la acción de los productos químicos en seres vivos, nos ha alertado de que ingerimos 10.000 veces más de plaguicidas generados por las propias plantas (para protegerse de los insectos y otros organismos que las atacan), que de plaguicidas administrados por el hombre. Ese es el caso de la propia rotenona, elaborada en el interior de la Derris elliptica. Y puntualiza el Prof. Ames, "mas de la mitad de esos plaguicidas generados en las plantas no han sido estudiados en cuanto a sus efectos". Aunque nos los hemos estado comiendo (añado yo).
Y se me había olvidado una última noticia sobre el DDT. Un reciente estudio que acabo de leer, recoge los resultados de un grupo americano que cuestiona muy seriamente las alternativas propuestas al uso del DDT en el control de la malaria. Es otro testimonio más que se suma a opiniones de gobiernos afectados por esa plaga, como los de India o Suráfrica, en el sentido de que el DDT, concebido como insecticida para uso en el interior de casas e instalaciones públicas, es la herramienta más potente que, hoy por hoy, tenemos contra la malaria. Eso sí, controlando las dosis (Paracelso dixit).