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Estos días de agosto han sido varios los amigos que dicen que me han escuchado por la noche en Radio Euskadi. Está claro que se refiere a una serie de tres entrevistas que Eva Caballero me hizo, en las tardes del mes de febrero, dentro del programa La Mecánica del Caracol, sobre distintas leyendas urbanas de carácter claramente quimiofóbico. Supongo que porque todo el mundo está de vacaciones y/o la crisis, vuelven a difundir programas antiguos, como una forma de rellenar la parrilla de la programación. Esos comentarios de mis amigos han hecho que visite la página del programa, donde he verificado que, en el apartado Factoría de Podcasts, hay colgado un refrito de los tres programas. Me lo he bajado para mis archivos pero, aprovechando que el Urumea pasa por Donosti, os voy a dar la posibilidad de escucharlo desde esta breve entrada. No hay más que picar aquí.
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Me consta que la imagen que ilustra este post hará las delicias de al menos dos de mis colegas en pretéritas partidas de golf, pero a ellos les consta que no estoy muy de acuerdo con lo que en su día dijo William Thomson, primer barón de Kelvin y también conocido como Lord Kelvin. Pero uno, como viejo profesor de Termodinámica Química, tiene que guardar el debido respeto a este gigante que lo mismo le dió al Segundo Principio de la Termodinámica que a las matemáticas, a la electricidad o a la telegrafía. El caso es que yo venía trajinando una entrada para honrar su memoria, ahora que cada vez puedo explicar en menor detalle sus aportaciones, dadas las pocas horas que me concede el Curso con las directrices de Bolonia. Pero mi entrada ha quedado desvirtuada porque como pasa a veces con las noticias periodísticas y, en otro ámbito, con las publicaciones científicas, me han pisado la exclusiva.
Es probable que hace unas pocas semanas hayais oído hablar de un experimento que se desarrolla en el Trinity College de Dublín donde, desde 1944, se está siguiendo (ahora online) el flujo de una cierta cantidad de asfalto encerrado en un recinto de vidrio y que, muy lentamente, cae en forma de gotas por una abertura ad hoc. La última gota había caído en el año 2000 y ahora, este año 2013, se ha vuelto a repetir el evento. En el fondo, esa extremada pereza del asfalto no es sino el reflejo del comportamiento de líquidos de alta viscosidad que, si se les contempla en tiempos cortos, parece que funcionan como los sólidos pero que si uno tiene una paciencia infinita puede comprobar que, en realidad, son líquidos que fluyen. Sobre esto, ya hablamos en su día, al mostrar el curioso y pedagógico comportamiento de la bien conocida plastilina.
Quizás también sepais que a pesar de la notoriedad de ese experimento irlandés, al que las nuevas tecnologías han magnificado, hay otro casi idéntico funcionando desde 1927 en la Universidad de Queensland en Brisbane, Australia, al que el Libro Guiness de los Records conceptúa como el experimento más largo que nunca se ha llevado a cabo. Desde hace 86 años solo han caído ocho gotas de asfalto y ahora anda formándose la novena.
Al hilo de estas curiosidades leí a finales de julio una especie de carta al Director de un químico jubilado en el Chemical Engineering News (CEN), tantas veces citado aquí, en la que reivindicaba un experimento aún más dilatado en el tiempo. Se trata de uno iniciado por el arriba mencionado Lord Kelvin nada menos que en 1872, en un aula de la Universidad de Glasgow en la que solía dar sus clases y en la que, para ilustrarlas, solía preparar experiencias de cátedra, convencido como estaba de que (cita textual): "To measure is to know". El experimento citado tenía que ver con la difusión de determinados líquidos en otros, una experiencia que siempre me ha fascinado, desde que empecé a emplear las llamadas columnas de densidad.
Tras picarme la curiosidad sobre el caso, me puse a documentarme al respecto. Y no hay mucha información. Pude saber que la vieja aula de Kelvin había sido remodelada un par de veces para, finalmente, ser transformada en un Auditorio para ocasiones especiales o Senate Room, sin que las obras hayan alterado el emplazamiento del experimento, que se lleva a cabo en unas columnas de vidrío adosadas a una pared. Encontré también alguna foto de dichas columnas y la composición de los líquidos que difunden, que en un caso es alcohol coloreado sobre agua y en el otro una disolución de sulfato de cobre con agua encima. Incluso escribí a un colega polimérico en Glasgow para que me mandara alguna foto, aunque ni siquiera me ha contestado. En fin, pocos pero suficientes mimbres para un buen cesto en forma de post en este humilde Blog.
Pero este agosto, por primera vez en muchos años, me he dedicado más a dar palos a una bola blanca que rueda sobre el verde cesped de mi club de golf que a cuestiones académicas y cosas relacionadas. Y de esta guisa, ha pasado lo que tenía que pasar. Bethany Halford ha contado en el Blog colectivo Newscripts del propio Chemical Engineering News todo lo que os cabo de contar, un poco más pormenorizado y documentado. Os dejo aquí el link por si alguien tiene algo más de curiosidad al respecto.
Y que Lord Kelvin me perdone en mi vagancia agosteña.
Actualización 30 de agosto
Este post lo inicié el domingo 25 y lo publiqué el martes 27, sin saber que el viernes 23 de agosto fallecía el Prof. Mainstone, el fiel guardían, durante 52 años, del experimento que con la brea se está llevando a cabo en la Universidad de Queensland desde 1927. Las noticias de agencia han recogido también el hecho de que Mainstone no ha estado presente en ninguno de los ocho precisos momentos en los que han caido las ocho gotas que lleva contabilizadas el experimento su inicio hace 86 años.
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El helio es el elemento químico que encabeza la lista de los llamados gases nobles, sustancias químicas tenidas por muy estables o poco reactivas, aunque no es oro todo lo que reluce al respecto. Casi todo el mundo ha oído hablar del helio, aunque sólo sea como "materia prima" para llenar, en ferias y festejos, esos globos que tiende a escaparse hacia el cielo infinito para sorpresa de niños y ancianos. También como gas que puede usarse en ese experimento del que ya hablamos aquí hace algún tiempo, y que consiste en inhalarlo para que a uno se le quede una voz parecida a la del pato Donald (aunque mejor no probar mucho que, de cuando en cuando, alguien casca durante la gracieta).
Pero bajo esa apariencia recreacional, el helio esconde múltiples aplicaciones de carácter más o menos estratégico. Por ejemplo, en 1925, los Estados Unidos pusieron en marcha una Reserva Nacional de Helio, en Amarillo, Tejas, para asegurarse el tenerlo a mano para cosas como los dirigibles (entonces de interés militar) pero que han seguido conservando para su empleo en los cohetes de propulsión de los ingenios espaciales y para cierta industria electrónica necesaria para el ejército americano.
En otros ámbitos que también pueden considerarse estratégicos y desde los años ochenta, el helio es fundamental para que funcionen los equipos de Resonancia Magnética Nuclear (RMN) en sus dos versiones: la que usan los médicos para "desnudarnos" hasta la más estricta intimidad o la que usamos los químicos, una potente herramienta para determinar la estructura de las sustancias químicas, incluso de extremada complejidad y que están siendo cotidianamente generadas en laboratorios de síntesis orgánica, inorgánica o bioquímica. En esa aplicación se necesita helio líquido, una fruslería que está a la friolera de -269 ºC, con todo lo que ello supone. De una y otra versión de Resonancia Magnética se han instalado en el mundo unas 22.000 unidades, que requieren un suministro continuo de helio, so pena de que todo se vaya al guano.
También los químicos, en los aparatos que llamamos cromatógrafos de gases, pasamos un flujo continuo de helio a través del equipo, para arrastrar así las mezclas gaseosas que pretendemos analizar gracias a los equipos mencionados. Hay, en otros ámbitos, usos también muy importantes, como en la industria de los semiconductores, en las estrategias de detectores ultrasensibles de fugas de gases, en el ámbito de la preparación de los botellas de buceo para prevenir determinados accidentes y un largo etcétera.
El helio, que es el segundo elemento más abundante en el universo, es muy raro en la atmósfera de la tierra y se obtiene generalmente del gas natural en el que, en promedio, se encuentra en un 7%, proveniente de ciertos fenómenos de descomposición de algunos elementos radiactivos. Así que son las compañías que producen gas natural, ya sea en Qatar, Argelia, Estados Unidos o Rusia, las que como "subproducto" obtienen el helio. Pero entre que la demanda de helio ha subido y la de gas ha bajado, la cosa se ha puesto fea, los precios se han disparado y algún colega americano se ha quedado con su RMN recién salidita del horno hecha unos zorros, por falta de suministro del fundamental helio.
Dicen algunos que esto se arregla enseguida, gracias a la creciente producción de gas natural proveniente de los pozos de fracking que andan explotando por ahora los yankees y que, en breve plazo, hará algún otro país. Otros no se fían un pelo de esas previsiones y empiezan a pensar en recuperar el helio usado mediante adecuados equipos, impidiendo así que se vaya a las nubes para nunca más volver. Mientras, a algunos, como a una empresa americana que mete las cenizas de los muertos en un globo lleno con helio, para que suba hasta una altura tal que el globo se congele, se rompa y desparrame las cenizas del finado (¡anda que...!), el negocio se ha puesto un poco complicado y hay clientes que han decidido recurrir a algo más corrientito como ventear las cenizas con una manta.
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Mi revista semanal favorita de cotilleo químico, el Chemical Engineering News (CEN), contenía hace un par de semanas un interesante artículo sobre la pectina, un polisacárido que siempre ha estado en las mermeladas, ya sean caseras o industriales. Parece que la humilde pectina se ha convertido en los últimos tiempos en una perita en dulce (y nunca mejor dicho) para muchos de los grupos industriales que se pelean en el sector de los aditivos alimentarios. De hecho, se han producido varias operaciones de toma de participaciones, compras de empresas y similares en los últimos dos años, implicando a gigantes como DuPont o DSM.
Las mermeladas y jaleas se han estado produciendo desde hace siglos de manera rutinaria en el seno de muchas familias. Dice Harold McGee en su libro "La Cocina y los Alimentos" que, ya en el siglo XVI, Nostradamus describió una jalea de membillo que "parecía un rubí oriental". En 1750 se publicó en Inglaterra el libro London Housewife's Family Companion, en el que se enseñaba a las amas de casa como Dios manda a preparar mermeladas y jaleas de frutas como manzanas, grosellas y membrillos, todas ellas, particularmente este último, ricas en pectina.
Para 1820 ya se consiguió aislar la pectina de dichas frutas e identificarla como la causante del proceso de gelificación de las mermeladas y jaleas. Conocida la causa, la gente empezó a mezclar frutos ricos en pectina como la manzana con otros deficitarios en la misma (como las fresas) y que, por tanto, no gelificaban bien. A principios del siglo XX se empezó a producir pectina industrialmente en Alemania, aprovechando para ello los hollejos de manzanas despues de haber sido prensadas para zumos o sidras. La idea de usar pectina añadida para preparar mermeladas "reproducibles" y, por tanto, vendibles, se extendió rapidamente por el mundo occidental. La primera patente americana para producir pectina industrialmente data de 1913. Mucho más recientemente, el centro de producción de pectina se ha desplazado de Europa a paises como Méjico y Brasil, que la extraen fundamentalmente de la peladura de limón, mediante un proceso que implica el tratamiento con agua caliente de las peladuras, para disolver así la pectina, y la posterior precipitación de ésta mediante etanol o isopropanol para, finalmente, secarla y venderla como un sólido pulvurulento que puede adicionarse a voluntad.
Como decía al principio, la pectina es un polisacárido, un polímero o cadena en la que se repiten sobre todo unidades de ácido galacturónico, aunque hay otras unidades diferentes que también participan en la cadena, dependiendo del fruto del que se extraiga la pectina y de las condiciones de fabricación. Para no liar más la cosa, lo dejaremos en que la pectina es básicamente una cadena de unidades de ácido galacturónico cuyos grupos ácido, en la naturaleza, están esterificadas con metanol en casi un 80%. Y así se suele hablar de que la pectina que tradicionalmente se ha vendido desde principios del siglo veinte es una pectina altamente esterificada o, lo que es lo mismo, con alto contenido en grupos metoxi (en terminología inglesa se usa el término high-metoxyl pectin, HMP).
En principio, una mermelada clásica, sin pectina añadida, se hace cociendo trozos de fruta, proceso en el que la pectina de las paredes celulares de la misma se disuelve en el agua que ella ha liberado y la que se haya añadido. Para que se forme la textura gelatinosa de las mermeladas, las moléculas de pectina tienen que unirse entre sí. Para ello, las personas que las elaboran hacen tres cosas: añadir grandes cantidades de azúcar, cuyas moléculas atraen hacia sí cantidades importantes de agua, permitiendo que las moléculas de pectina se acerquen unas a otras en el agua remanente. Además, se hierve la mezcla de fruta y azúcar para evaporar parte del agua y concentrar aún más la disolución, lo que también facilita el acercamiento de las moléculas de pectina. Por último, se acidifica el medio con algo como el zumo de limón, que neutraliza la carga eléctrica de las moléculas de pectina y permite que se unan unas con otras. En general, se necesita casi un 60% de azúcar, un pH en torno a 3 y una concentración de pectina en torno al 1% para conseguir buenos resultados. El alto contenido en azúcar es también una adecuada estrategia para que la mermelada se conserve sin ser pasto de microrganismos.
En las mermeladas industriales, la pectina añadida aparece en todas las composiciones de las etiquetas. De hecho, para cada fruta que se quiera emplear, los fabricantes tienen formulaciones con contenidos de pectina "al gusto", lo que les permite reproducir el aspecto y la textura deseada para su producto. No todos, pero la mayoría, usan como acidulante el ácido cítrico. Y como ya os he contado en otra entrada, aunque veais en algunas mermeladas (como las de Hero) que pone Sin conservantes ni colorantes, lo cierto es que debiera de poner Sin conservantes, Sin colorantes pero Con aditivos alimentarios añadidos, concretamente pectina (E-440) y ácido cítrico (E-330). Lo que pasa es que como la legislación les permite poner el nombre, poner el código E o las dos cosas, son un poco marrulleros y solo ponen los nombres que suenan a más "natural". De hecho suelen poner pectina de manzana (¡toma truquillo!).
Pero el asunto del artículo del CEN con el que he empezado la entrada no va con la pectina "tradicional" o HMP. Desde hace tiempo, se venden como aditivos alimentarios pectinas modificadas, en las que el contenido de grupos metoxi se ha disminuido hasta valores del 40%, mediante adecuados tratamientos químicos. Son las llamadas pectinas con bajo contenido en grupos metoxi o LMP. Eso hace que presenten más grupos iónicos libres en disolución, lo que puede emplearse para que gelifique más facilmente en presencia de una pequeña cantidad de grupos calcio que, como catión divalente, forma puentes entre moléculas de pectina. El calcio se puede adicionar, por ejemplo, en forma de un fosfato monocálcico. El hecho de que podamos gelificar así estas pectinas de bajo contenido en metoxi hace que no se necesite tanto azúcar para conseguir la textura deseada. Y ahí parece estar el negocio, sobre la base de preparar mermeladas y jaleas de bajo contenido calórico. Las pectinas de bajo contenido en grupos metoxi (LMP) están también autorizadas como aditivo alimentario bajo el seudónimo E-440i.
Así que si quereis hacer mermeladas con pocas calorías, podeis hacer lo que hacen en este vídeo de propaganda de una de esas pectinas LMP. Y si la quereis comprar la venden hasta en Amazon.
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