miércoles, 27 de diciembre de 2023

Combustibles sintéticos


Al Búho siempre le han gustado los coches. Y las competiciones automovilísticas. Conozco varios circuitos de Formula 1 en Europa. He seguido en directo rallyes del Campeonato del Mundo como el de Córcega, así como los más afamados entre los españoles. Tengo hasta una Play Station en la que “conduzco” en pruebas de ese Campeonato. Y soy forofo de Carlos Sainz desde los tiempos en los que el madrileño conducía un Seat Panda por las carreteras de la Gipuzkoa profunda o le vi entrenar un rally de tierra en las Alpujarras. Así que no es de extrañar que hile un relato sobre los combustibles sintéticos (conocidos como e-fuels) con ocasión de una nueva edición del Dakar que empieza el próximo día 5 de enero. En territorio de los saudíes, que lo mismo se compran un equipo de fútbol que contratan a Jon Rahm o a un científico de cierto relieve.

En el Dakar de este año participa un coche pilotado por la española Laia Sanz dentro del equipo Astara, coche que tiene la peculiaridad de estar propulsado por un combustible sintético. En el mismo intento de demostrar que estos eventos son sostenibles (ahí es nada), Don Carlos pilotará un Audi eléctrico.

Los combustibles sintéticos o e-fuels son combustibles resultantes de la combinación de hidrógeno verde (producido merced a la electrolisis del agua usando electricidad renovable) y CO2 capturado, ya sea de una fuente con alta concentración del mismo (por ejemplo, gases de combustión de un sitio industrial) o del aire (a través de la captura directa de aire, DAC, de lo que hablamos hace poco). Se proclama que este tipo de combustibles, a diferencia de los combustibles convencionales, no liberan CO2 adicional (ya que lo que se captura es lo que luego se produce y expulsa).

En realidad, hay toda una gama de posibilidades a la hora de obtener combustibles sintéticos de las fuentes arriba mencionadas. Se puede obtener metano sintético (similar al gas natural) o líquidos como el metanol o el amoníaco sintéticos, también utilizados como combustibles. Pero aquí nos vamos a centrar en los combustibles sintéticos líquidos similares a la gasolina, el gasóleo o el keroseno de los aviones, tradicionalmente obtenidos a partir del petróleo.

Esos combustibles líquidos sintéticos son compatibles con los motores de combustión interna actuales, así que pueden emplearse en vehículos, aviones y barcos, lo que permitiría seguir usándolos pero de forma respetuosa con el clima. De hecho, la industria aeronáutica es la que más interesada está en el tema, porque son conscientes de que tienen muy complicado volar grandes aviones a grandes distancias usando baterías, que pesarían mucho. Esa gama de combustibles pueden usarse igualmente en los sistemas de calefacción actuales y también se seguirían pudiendo utilizar las existentes infraestructuras de transporte y distribución de los mismos.

Todo muy bonito. Pero hasta llegar a alimentar coches, camiones, barcos o aviones, el proceso de obtención de esos combustibles sintéticos es un largo camino y, al menos por ahora, muy caro. Necesitaremos de una serie de infraestructuras y procesos, algunos ya existentes y con ciertos grados de madurez pero otros muy lejos de ella.

Necesitaremos, en primer lugar, fuentes de energía eléctrica renovable (eólica, fotovoltaica, hidroeléctrica…) con la que alimentar los electrolizadores que nos ayuden a producir el imprescindible hidrógeno verde a partir de agua. Puede que el agua no abunde allí donde esté esa planta de electrolisis, con lo que necesitaremos contar con una planta desalinizadora para producir agua dulce de pureza suficiente para la electrolisis. Un proceso que consume mucha energía, que tendría que ser también de origen renovable.

En cuanto al CO2 necesario, al tener que provenir de una fuente renovable y como ya hemos adelantado arriba, no nos quedará otro remedio que capturarlo de grandes emisores o del propio aire. Es una manera de disminuir sus emisiones pero, aunque la tecnología necesaria para ello se conoce y está bastante madura, no deja de tener grandes problemas para su implantación a los niveles de CO2 necesarios para los fines que aquí nos ocupan.

Y con ese hidrógeno y ese CO2 a nuestra disposición, no deja de ser paradójico que el siguiente paso hacia los combustibles sintéticos sea el uso de una aproximación similar a la que los alemanes ya usaron en la segunda guerra mundial para paliar su incapacidad de proveerse del petróleo necesario para los combustibles que necesitaban. En ella, el hidrógeno se combinará primero con el CO2 para generar agua y monóxido de carbono (CO). Este CO con más hidrógeno (el llamado gas de síntesis) se utilizará para producir una mezcla de hidrocarburos, mediante el proceso denominado Fischer-Tropsch, que data de mediados de los años veinte.

Esa mezcla de hidrocarburos es de similar complejidad a la que existe en el petróleo bruto y puede verse en la figura, que podéis ampliar clicando sobre ella. Así que igual que ha hecho la industria petroquímica convencional con el petróleo, deberemos craquear (romper los hidrocarburos más grandes en otros más pequeños), destilar la mezcla resultante y separar así de esa mezcla los combustibles fósiles adecuados a un motor de gasolina o de gasoil o a las turbinas de un avión.


Luego hay, por el momento, una serie de incógnitas en lo que a problemas logísticos se refiere. Como el de ver dónde se producirían las vastas cantidades de energía renovable y de hidrógeno verde necesarios para sintetizar los nuevos combustibles. En lo tocante a la energía renovable, todo apunta a países en los que se disponga de lugares muy ventosos o de amplias extensiones muy soleadas durante todo el año lo que, en muchos casos y en un entrono próximo a Europa, implica a amplias zonas de Africa, Oriente Medio, etc. Así que no sé si vamos a cambiar mucho la geopolítica de los combustibles. Y, además, lo razonable sería montar los electrolizadores para producir hidrógeno verde lo más cerca posible a esas instalaciones de generación de energía renovable.

Y luego habría que distribuirlo a las plantas que operen el proceso Fischer-Tropsch. Dicha distribución plantea muchos problemas si quisiéramos aprovechar los gaseoductos ya existentes, porque dado el pequeño pequeño tamaño molecular de ese gas, es capaz de fragilizar a metales y aleaciones haciéndoles perder su inherente ductilidad. Y no quiero hacer esto muy largo pero, en lo relativo a la captura, el almacenamiento y transporte de la segunda pata de la reacción de Fischer-Tropsch (el CO2), también hay cosas que no están del todo claras.

Así que puede que haya muchas oportunidades para los combustibles sintéticos pero también muchos retos, algunos de los cuales me parecen, por el momento, difíciles de solucionar. Y más en el corto espacio de tiempo en el que se pretende que sustituyan a los combustibles tradicionales. Sin contar con que los activistas climáticos no quieren ni oír hablar de la solución, al entender que es una apuesta de las grandes petroleras para salvar su negocio y retardar además los objetivos de erradicar del panorama energético el uso de combustibles fósiles lo antes posible.

Como ya os dicho otras veces, lo que me da pena es no poder ver en qué queda la cosa, porque antes de que ocurra volveré a ser polvo de estrellas. En realidad, es que nací demasiado pronto.

Y como es Navidad, disfrutad de este precioso tema de John Williams de la película La lista de Schindler, interpretado por Itzhak Perlman junto con la Filarmónica de Los Angeles dirigida por Gustavo Dudamel. Un regalo del Búho para todos. Nos vemos en el 2024.

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lunes, 11 de diciembre de 2023

Vino y reduccionismo

Estas últimas semanas he estado muy ocupado como “charlatán” divulgador. En una de esas charlas hablé sobre la composición química del vino. Composición que puede resumirse en un 85% de agua, un 13% de alcohol y un parco 2% donde están todas las sutiles diferencias de los millones de vinos que se comercializan, sutilezas proporcionadas por cientos de moléculas químicas, la gran mayoría presentes en cantidades ridículas. Y que a medida que se fueron descubriendo, merced sobre todo a modernas técnicas analíticas, han ido planteando nuevos interrogantes sobre su intrincado papel en la percepción olfativa de un buen caldo que, creen los entendidos, todavía estamos lejos de entender del todo.

Aunque los humanos llevamos haciendo vino desde tiempos del Neolítico (hace siete mil años), la aparición de los incipientes microscopios y el descubrimiento gracias a ellos y a Pasteur (1858) de las bacterias formadoras de ácido acético (vinagre) y su papel, junto con otros microorganismos (levaduras, enzimas) en la crianza del vino, marcan el inicio de la Ciencia del vino. Mas tarde, la Ley de los Alimentos y Fármacos Puros (The Pure Food and Drug Acta) de 1906, promulgada por el presidente Theodore Roosevelt para proteger a sus ciudadanos de prácticas fraudulentas en su comercialización, ley que incluía al vino y otras bebidas alcohólicas, permitió a la FDA americana perseguir ciertos fraudes que se daban en el vino.

Y merced a ella y otros imperativos, se hizo cada vez más importante para los vinicultores confiar en la Ciencia, además de en el “arte” y el azar, para elaborar cada vez mejor sus productos. Para lo que se utilizaron cada vez más métodos analíticos, incrementando la disponibilidad de técnicas que permitían determinar parámetros como la densidad, la cantidad de azúcar, el pH, la cantidad de alcohol, etc, muchos de los cuales siguen vigentes.

Es importante puntualizar, además, que entonces y ahora los análisis químicos y microbiológicos complementan al llamado análisis sensorial, descripción del vino que hacen los catadores profesionales. La nariz humana ha sido y es decisiva a la hora de detectar aromas en cantidades ridículas. Y no solo en el ámbito del vino. Os recuerdo el caso del oculto aroma de la rosa damascena. Incluso en comparación con muchas técnicas analíticas de última generación, una nariz bien entrenada es capaz de detectar compuestos en concentraciones similares a ellas. La única condición es que la concentración del aroma que llegue a la nariz esté por encima de una concentración umbral, que puede ser muy diferente dependiendo de la sustancia química que genere el aroma.

Desde el advenimiento de la técnica denominada Cromatografía de Gases en los años 50 y sobre todo de la llamada Espectrometría de Masas en los 90 y la combinación de ambas, son muchos los grupos de investigación que han dedicado su esfuerzo a conocer la composición cualitativa y cuantitativa del vino hasta niveles tan pequeños como los nanogramos por litro. Para finales de los años ochenta se habían identificado más de 800 sustancias volátiles en los aromas de los vinos. Cuando se generalizó el uso de esas técnicas analíticas, se tuvo la sensación de que, merced al conocimiento de la mayoría de los componentes existentes en ese 2% del vino del que hablábamos arriba, podríamos entender el lenguaje de los catadores o incluso permitirnos crear vinos artificiales de diseño que pudieran competir en el mercado. Es una idea reduccionista, similar a la de pretender comprender un determinado material a partir de los elementos químicos que lo componen, de lo que hablaremos al final. En uno y otro caso nada más lejos de la realidad.

Porque enseguida fue siendo evidente que la simple reducción del vino a su composición cualitativa y cuantitativa (cuántas sustancias químicas y en qué proporción en él se encuentran) no implicaba el ser capaces de explicar toda la complejidad que algunas narices expertas son capaces de describir. Y ello estuvo todavía más claro cuando, bien entrados los años noventa, apareció una modificación de la cromatografía de gases a la que se puso el adjetivo de olfatométrica, técnica de la que ya os hablé en su momento.

En ella, unos microlitros de vino se arrastran con un gas a través de la llamada columna cromatográfica, el verdadero corazón de la técnica. Los diversos componentes contenidos en el vino interaccionan de forma diferente con el revestimiento interno de la columna, se “entretienen” más o menos en su interior y, como consecuencia, salen a diferentes tiempos del aparato. Y a la salida, tras registrar el número de diferentes sustancias que van saliendo y su proporción relativa, se encuentra un dispositivo que permite colocar la experta nariz de un catador entrenado que detecta a qué huele la sustancia que sale del aparato en cada preciso momento. Y que puede describir como olor a  fresa, plátano, mantequilla, etc..

Y con esta combinación de una técnica analítica con una entrenada nariz, se ha podido llegar a interesantes conclusiones que ilustran la complejidad sensorial del vino. Y dar lugar a las variadas sorpresas que se han ido llevando, a lo largo de los años, gentes como las que forman el Grupo de Análisis de Aromas y Enología del Departamento de Química Analítica de la Universidad de Zaragoza, en la que me formé como químico. El que esté interesado en una idea inicial de esa complejidad puede recurrir a uno de sus artículos, que lleva mucho tiempo en mis archivos y que utilicé para preparar la charla sobre el vino que mencionaba al principio.

La idea fundamental es que las diferentes sustancias químicas del vino interaccionan entre ellas y dan lugar a nuevos matices que los expertos catadores perciben y describen. Esas mismas interacciones hacen que la adición deliberada al vino de ciertos aromas individuales, por encima de la concentración umbral antes descrita y, por tanto, detectables por los catadores, les pasen desapercibidos. Es como si los componentes presentes, amortiguaran el efecto de la adición de ese componente extra. Y por ello, y de forma parecida al comportamiento del pH de una disolución cuando se adiciona un ácido o una base, se habla de efecto amortiguador o tampón (esto les va a encantar a los químicos).

También se ha podido comprobar que entre las sustancias pertenecientes a una misma familia química pueden darse efectos sinérgicos, de forma y manera que un grupo determinado de sustancias, cada una de las cuales se encuentra en cantidades por debajo de la concentración umbral para su detección por los catadores, sumen sus contribuciones y hagan que el vino huela a aromas característicos, ya sean propios de esa familia de sustancias o no. O que otras interacciones hagan que ciertos aromas se anulen entre sí. Por ejemplo, sustancias con azufre en su molécula rebajan o eliminan el olor a plátano de un éster muy común en los vinos, el acetato de isoamilo.

Philip W. Anderson (premio Nobel de Física 1977), en un famoso artículo publicado en Science en 1972, titulado “More is different”, hablaba de la errónea percepción de los físicos de la época, según la cual el bajar hasta el límite en el conocimiento de las partículas elementales que componen la materia y las leyes que las rigen, nos permitiría empezar a “construir” desde esos niveles las propiedades de materiales muy complejos o, incluso, del universo. Frente a esa idea, Anderson argumentaba que “el comportamiento de grandes agregados de partículas elementales no puede ser entendido como una simple extrapolación de las propiedades de unas pocas partículas”.

Pedro Miguel Etxenike, en su conferencia de ingreso como Académico de la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales en 2017 y citando ese artículo de su amigo Phil Anderson, apostillaba que “nuestro entorno ordinario nos ofrece el más sencillo e importante laboratorio para el estudio de lo que se ha llamado propiedades emergentes, esas propiedades de los objetos, incluidos nosotros, que no están contenidos en nuestra descripción microscópica: por supuesto la consciencia y la vida pero también propiedades muy sencillas como la rigidez, la superconductividad, la superfluidez o el ferromagnetismo”.

Quizás el vino sea un humilde ejemplo de sistemas complejos con propiedades emergentes en ese entorno ordinario del que Pedro Miguel hablaba. O igual me llama a capítulo por el atrevimiento.

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