miércoles, 30 de agosto de 2006

El volcán Pinatubo y su amigo el Nobel de Química

Parece que el verano se acaba. Si la cosa se pone fea en cuanto a horas de insolación y a temperatura ambiente, mi casa se convierte en un horno. Y mi Facultad en una sauna, que ya quisiera yo saber las razones profundas de esta segunda evidencia. Pero, por este año, parece que no vamos a sufrir nuevos agobios como los de la segunda quincena de julio. Ni nos van a asustar con más alertas de Instituto Nacional de Meteorología. Ni se van a morir más viejos por el calor, algo que, como mi admirado Miguel Delibes padre dice, está por demostrar, ya que él mantiene que los viejos más que de calor se mueren de aburrimiento. El caso es que ya se ha convertido en una constante del verano el asunto del calentamiento global, el cambio climático, la sequía (pertinaz sequía se decía en tiempos de Franco, así que también entonces andaban preocupados) y todas las demás derivadas del llamado efecto invernadero.

El efecto invernadero es, en principio, un efecto natural que ayuda a que los humanos tengamos, en amplias regiones de la tierra, temperaturas agradables para vivir. En ese efecto, que ahora explicaremos en más detalle, gases que se encuentran en la atmósfera como el CO2, el agua o el metano CH4, que se generan en muchos procesos en los que no interviene la actividad humana (respiración de los animales, actividad volcánica, evaporación del agua de mar, etc.), provocan que nuestro amado planeta esté a una temperatura media global de unos 15º C. Si esos gases no estuvieran en la atmósfera, la temperatura media de la tierra sería -18ºC, así que en algunas zonas de la misma se sobrepasarían los -70.

El fundamento del efecto invernadero es bastante fácil de explicar. Nuestra fuente de calor es la luz del sol, luz que nos llega a la superficie de la tierra como conjunto de una serie de “luces” que conocemos como ultravioleta, visible o infrarrojas. Para nosotros la más obvia es la visible que es la que impresiona nuestras retinas. A su vez, la luz visible es un conjunto de luces monocromáticas como puede comprobarse en el arco iris, en el que gracias al agua de lluvia la luz visible se descompone en sus siete “luces” de diferentes colores. También nos afectan las ultravioletas, que llevan mucha más energía acumulada y que puedan dañar seriamente nuestra piel en exposiciones prolongadas y sin protección. Las luces infrarrojas son menos importantes para nosotros, pero volveremos sobre ellas más adelante.

De todo ese espectro de luz solar que viaja desde el Astro Rey a la Tierra, un 26% no llega a ella al ser reflejada o desviada por nubes y otras partículas atmosféricas en suspensión. Otro 19% es absorbido por nubes y gases como el ozono que lo emplean para diversos procesos físicos y químicos, gastando la energía mencionada. El 55% restante llega a la superficie terrestre aunque un 4% es reflejada por la propia Tierra y devuelta al espacio exterior. Así que nos queda más de la mitad de energía en forma de luz solar para estar calentitos, evaporar agua de mares y ríos, fundir el hielo de las cumbres y casquetes polares y contribuir al proceso denominado fotosíntesis, llevado a cabo por las plantas y en el que a partir de CO2, agua y la energía de la luz se genera glucosa y oxígeno, proceso importantísimo para el asunto del calentamiento global y sobre el que volveremos.

El calentamiento provocado por la luz del sol en la Tierra convierte a ésta en un foco de irradiación de calor. Aunque no es obvio para mucha gente, esa energía que irradia la Tierra caliente es una forma de luz infrarroja. Para los que no se lo crean, basta que recuerden los sensores infrarrojos que se utilizan para detectar personas sobre la base de la temperatura a la que están. O mapas como el que se ve en la cabecera en el que diferentes colores indican diferentes temperaturas. En definitiva, de la Tierra sale, en todas las direcciones radiación infrarroja. Sin embargo la mayor parte no llega al espacio externo, sino que es absorbida por los gases que hemos mencionado al principio (agua, metano, anhídrido carbónico), calentándose y reenviando ese calor en todas las direcciones, llegando fundamentalmente a la superficie terrestre. Nuestra atmósfera es, por tanto, una especie de techo de un invernadero que impide que esa radiación desaparezca en el Universo. Si no existieran esos gases, la radiación se escaparía y sería imposible alcanzar en la Tierra las temperaturas que disfrutamos.

Así que el “efecto invernadero” es una fuente de confort para nuestra vida. ¿Dónde está entonces el problema?. El asunto es que la concentración de esos gases, y de otros que no se generan de forma natural, se ha ido incrementando en nuestra atmósfera desde el comienzo de la Revolución Industrial. El CO2, por ejemplo ha pasado de 280 ppm en el siglo XVIII a los casi 400 actuales como consecuencia sobre todo de la combustión de carbón y derivados del petróleo en medios de transporte, factorías, calefacciones, etc.. Se han incorporado nuevos gases a la atmósfera como consecuencia de nuestras actividades, como los óxidos de nitrógeno, que también surgen de muchos procesos de combustión y como consecuencia del uso de abonos nitrogenados en forma intensiva. O los clorofluorocarbonos, ahora en declive, gracias al Protocolo de Montreal (1987) que implicó un compromiso para su eliminación, recuperando así la capa de ozono. O el metano, que ha crecido un 150% en el mismo período de tiempo. Aquí el origen de ese crecimiento no es estrictamente achacable a actividades industriales sino a procesos agrícolas. Está perfectamente demostrado que una parte sustancial de ese crecimiento del contenido en metano proviene de la proliferación de arrozales en China e India, fundamentalmente. Los campos de arroz, con extensiones de agua en calma y la acumulación de materia orgánica que se degrada en ella, provocan la generación de grandes cantidades de metano.

Todos estos aumentos en la cantidad de gases “invernadero” son, para los científicos, los causantes de un calentamiento global observado desde finales del siglo XIX y que la NASA estimaba en una media de 0.6ºC para el período 1880-2002. Algunas predicciones para la mitad del siglo XXI estiman que la temperatura global puede ser entre uno y tres grados superior a la actual. No todo el mundo tiene claro lo que eso pueda originar. Por ejemplo, hay modelos que tienen en cuenta que el calentamiento global podría generar una mayor evaporación de agua de mares y ríos, con lo que la masa nubosa se incrementaría y la cantidad de energía radiante que llegara a la Tierra pudiera disminuir sustancialmente, compensando en parte el calentamiento debido al efecto invernadero. Pero hay además efectos que pueden escapar al actual análisis del problema. La Agencia Espacial Europea (ESA) dedicaba hace poco su 'imagen de la semana' a la tomada por el satélite Envisat el pasado 7 de agosto, a una zona de Siberia, que se extiende por el norte hasta el océano Artico y hasta Kazajistán, Mongolia y China por el sur, zona que atraviesa el río Yenisei, el quinto río más largo del mundo, con 4.023 kilómetros de recorrido.

Esta zona de Siberia, que se ha calentado tres grados en los últimos 40 años, alberga los depósitos más grandes del mundo de turba, un suelo esponjoso y húmedo compuesto principalmente por vegetación en descomposición y que ahora, por primera vez en 11.000 años, ha comenzado a descongelarse. Los depósitos contienen miles de millones de toneladas de gases de efecto invernadero, como el metano y el dióxido de carbono, que se emitirán a la atmósfera si acaban descongelándose, lo que contribuirá, notablemente, según la ESA al calentamiento global del planeta.

El caso es que la Ciencia y los Gobiernos empiezan a tomarse en serio el problema y a buscar soluciones paliativas. Una disminución en las emisiones de los gases invernadero es una de las soluciones. Una economía basada en energías alternativas como el hidrógeno, la fotovoltaica, la eólica, etc. es una de las estrategias posibles. El secuestro del CO2, como gas mayoritario en el efecto invernadero es otra posibilidad. Se están ensayando diversas alternativas, aunque no hay que olvidar que una de las que más a mano tenemos es no deforestar la Tierra, permitiendo que las plantas realicen su fotosíntesis y nos conviertan el CO2 en saludable oxígeno.

Pero hay quien ha pensado en soluciones más drásticas. En 1991, el volcán Pinatubo en las Filipinas entró en un período de actividad importante, convirtiéndose en una especie de aerosol gigantesco que inyectó cantidades masivas de gases y partículas en la atmósfera, llegando hasta la estratosfera e impidiendo la llegada de la luz del Sol a muchas regiones durante extensos períodos de tiempo. La temperatura global de la Tierra disminuyó en más de medio grado en los dos años subsiguientes a la erupción principal, volviendo a retomar posteriormente el ascenso. En ese período de tiempo, la concentración de CO2 disminuyó, sin que esté muy claro por qué. Unos hablan de que al bajar la temperatura global, la actividad de fotosíntesis disminuye. Sin embargo, otros han mostrado que el aumento de nubosidad provoca un aumento en los procesos de fotosíntesis. Ambos procesos se excluyen mutuamente, así que la cosa se complica.

Pero en lo que parecen estar de acuerdo muchos científicos, y Pinatubo parece haberlo confirmado, es que el calentamiento global hubiera sido mucho más importante si no fuera por el incremento de partículas, inyectadas en la atmósfera en forma de aerosoles; que nuestra propia actividad industrial ha generado. Partículas polvo, sal marina, humo, carbón y sobre todo sulfato amónico, generado por reacción de anhídrido sulfuroso y amoníaco. Estas partículas contribuyen a reenviar al espacio exterior una parte de la energía radiante del sol que, de esa forma, no llega a la superficie y no puede participar del posterior efecto invernadero.

En un artículo publicado en el número de agosto de la revista Climatic Change, el Premio Nobel de Química 1995, Paul J. Crutzen propone una radical estrategia frente al calentamiento global, basado en la experiencia del volcán Pinotubo. Crutzer estima que la erupción del volcán filipino inyectó en la atmósfera del orden de 6 billones (americanos) de kilos de azufre que transformados en los aerosoles de sulfato produjeron el descenso de temperatura mencionado. Crutzer propone inyectar en la estratosfera compuestos de azufre como el anhídrido sulfuroso o el ácido sulfhídrico (horror, el de los huevos fétidos que comprábamos de chavales en Krinda, el rey de las fiestas, al lado de mi casa). O, lanza la hipótesis de que quizás la Santa Química y los químicos sean capaces de generar moléculas con azufre adecuadas a la estrategia de producir aerosoles de sulfato.

La idea de Crutzer tiene toda la pinta de generar una gran controversia en medios científicos. Por de pronto, el editor de Climate Change ha propuesto un panel de media docena de autores que elaboren próximos artículos sobre la propuesta. Continuará.

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viernes, 25 de agosto de 2006

No coma absolutamente nada o morirá joven.

El título de esta entrada puede ser la lógica conclusión extraída por cualquier probo ciudadano, lector de periódicos, escuchante de radios y/o espectador de TV, ante la avalancha de datos que parecen indicar que los contaminantes químicos lo invaden todo abocándonos a un futuro sin futuro, a una decadencia sin límites, a un caos total. Darle la vuelta a esa sensación es harto complicada porque los plumillas y voceros que nos asaltan en la intimidad de nuestras casas profundizan poco en las noticias y no sacan más consecuencias que las desgracias posibles.

La entrada de hoy tiene que ver con un nuevo contaminante que está trayendo de cabeza a investigadores y legisladores del mundo occidental y que me viene muy bien para los fines de este blog porque, en esta contaminación, la culpa la tenemos los que cocinamos en cada casa, los insignes cocineros que están en las guías, las compañías que comercializan cierto tipo de alimentos y, en último caso, la propia naturaleza que nos proporciona carbohidratos y proteínas para nuestro metabolismo. Los pobres químicos, en este asunto, nos hemos limitado a evidenciar, con ayuda de nuestras técnicas experimentales, que el problema está ahí y a tratar de explicar las razones últimas que generan su ocurrencia.

La acrilamida (su fórmula se muestra a la derecha)
es una sustancia química conocida como peligrosa para la salud. Es la materia prima para fabricar un polímero, la poliacrilamida, relacionado con los polímeros superabsorbente como los empleados en la fabricación de pañales y que veíamos en una entrada anterior. En la foto de la izquierda puede verse una pequeña cantidad de polvo de poliacrilamida, de color blanco, al que se le adiciona agua coloreada de verde para que el efecto sea más obvio. El polvo de poliacrilamida se hincha en contacto con el agua, hasta convertirse en un gel semisólido que no se cae al darle la vuelta al vaso. Pero el agua adicionada está ahí, retenida por el gel.
Por esta razón, la poliacrilamida se ha venido utilizando como un aditivo a las tierras de cultivo para retener, gracias a ella, el agua de lluvia e impedir un proceso de secado acelerado. No se emplea en los pañales porque parece inducir alergias en algunos casos. También se emplea poliacrilamida en una técnica experimental de separación conocida como electroforesis. En cualquier caso, la producción de poliacrilamida es bastante testimonial en el ámbito de los polímeros comerciales.

Pero vamos a olvidarnos de la poliacrilamida y volvamos al monómero que lo origina: la acrilamida. El asunto que aquí nos ocupa saltó a las páginas de los medios de comunicación cuando, en el año 2002, una publicación del Servicio Sueco de Salud señalaba que habían detectado niveles incontestables de acrilamida en muchos alimentos. De nuevo, es necesario recordar que niveles como de los que estamos hablando se pueden detectar gracias a las nuevas técnicas analíticas de la que disponen los laboratorios químicos. Desde ese toque de atención se han publicado más de 300 artículos científicos en revistas serias y la Organización Mundial de la Salud (WHO) y la FAO han realizado un programa conjunto sobre la incidencia de la acrilamida en alimentos, fruto del cual surgió un informe presentado en un Congreso sobre el tema celebrado en febrero de 2005.

La conclusión más llamativa era que muchos alimentos fritos, tostados, hechos al horno o a la plancha contienen acrilamida en cantidades que superan en cientos de veces las 0.5 partes por billón que la propia WHO había puesto hace años como límite de acrilamida en el agua potable, debido a estudios realizados con animales que habían mostrado el carácter cancerígeno de la misma.
La acrilamida se ha detectado en una gama de alimentos que van de las patatas fritas, industriales o caseras, a las tostadas, los pasteles horneados, palomitas, pizzas o pan, así como en otros alimentos cuyo procesado incluye el tratamiento a altas temperaturas como el caso del café o las almendras tostadas. De los diversos alimentos que diversas instancias han investigado, el campeón en contenido en acrilamida son las patatas, ya sea en su versión frita casera o en el de las envasadas tipo chips. Sin embargo, no aparecen en las patatas hervidas, probablemente porque 100º es una temperatura muy baja para que se den los procesos conducentes a la acrilamida y que ahora explicaremos.

A la hora de explicar la formación de acrilamida los investigadores han explorado diversas vías. Descartado el posible influjo de envases o recipientes en los que hayan sido almacenados los productos (raro es el que contenga trazas de acrilamida) el punto de mira se ha desplazado a los procesos de elaboración, buscando posible vías de síntesis, en esas condiciones, de moléculas que puedan ser precursoras de la formación de acrilamida. Y así, ha habido estudios que han considerado la posibilidad de que la acrilamida se genere a partir de la acroleína, una molécula relacionada, que suele aparecer en el aceite como consecuencia de la temperatura alcanzada en el proceso de freir. La acroleína es también una molécula que aparece en procesos de degradación térmica del almidón y otros carbohidratos, de proteínas y aminoácidos. Sin embargo, a tenor de lo encontrado hasta ahora, las cantidades de acroleína así generadas no dan pie a los contenidos de acrilamida encontrados en los alimentos.

Algo similar ocurre con el ácido acrílico, generado en procesos de degradación por el calor de algunos aminoácidos.
La hipótesis más fiable es que la acrilamida surge como consecuencia de reacciones a alta temperatura que tienen lugar en medios ricos en aminoácidos y azúcares, reacciones conocidas como reacciones de Maillard, que están muy de moda entre los cocineros de élite, como ya expliqué en otra entrada. Esa hipótesis tuvo su origen en que las patatas, las campeonas en acrilamida, son ricas en almidón, fuente de moléculas de azúcares sencillos como el monosacárido que llamamos glucosa. Al mismo tiempo, son ricas en aminoácidos libres. Además, era un hecho experimental ya conocido que los contenidos en acrilamida aumentaban en alimentos que tomaban colores más o menos tostados (marrones) como consecuencia del calor.

Con esa hipótesis en la mano, los investigadores han estudiado diversas mezclas modelo de azúcares y aminoácidos a alta temperatura, encontrando que la mezcla de glucosa (que puede provenir del almidón) y la asparraguina (uno de los veinte aminoácidos más comunes, uno de cuyos subproductos da el característico olor a la orina tras consumir espárragos), que también se encuentra en la patata, proporcionan cantidades de acrilamida cientos de veces superiores a las que pueden dar otras combinaciones posibles como, por ejemplo, la glucosa con la glicina o la glucosa con la cisteína. Los estudios se han completado con diversas pruebas de análisis orgánico para finalmente concluir que la acrilamida se forma como consecuencia de una reacción de degradación de la asparraguina (conocida como reacción de Strecker) que se acelera por la presencia de moléculas que contienen dos grupos carbonilo (denominados dicarbonilos) que son típicos subproductos de las reacciones de Maillard, que se generan sobre la base de los azúcares presentes y que son, precisamente, los que dan el color a los alimentos tostados, fritos u horneados. Ese proceso se lleva a cabo a temperaturas que deben sobrepasar los 120ºC y se acelera a medida que la temperatura va siendo progresivamente más alta. Los resultados indican que hay una clara relación entre el tiempo de cocción, el color de las patatas y el contenido en partes por billón (ppb) de acrilamida resultantes (se multiplica por 12). Similares experimentos se han llevado a cabo a temperatura constante y tiempos variables, mostrando que también tiempos mayores (que de idéntica manera van haciendo más oscuras las patatas) proporcionan niveles más altos de acrilamida.

Así que la cosa parece bastante clarificada o, al menos, parece que nos encontramos en la vía adecuada para poder comprender los procesos que pueden dar lugar a acrilamida en diferentes alimentos.
Y en esto andan los expertos. Cuestión que repercute en los gobiernos de los países más concienciados (yo diría que un pelín obsesionados) con estos temas de salud pública. En EEUU hay estados que andan queriendo regular niveles de acrilamida en alimentos vendidos en el ámbito de su competencia territorial. La FDA americana anda todavía un poco remisa al respecto, sobre la base de una carencia de datos suficiente para tomar decisiones que pueden tener repercusiones importantes en el ámbito económico y en el gustativo. No en vano, quien se haya dedicado a freir patatas con un cierto criterio, sabe que unas patatas fritas con un cierto color tostado, tras una fritura más prolongada, no son exactamente lo mismo, a la hora de acompañar unos huevos fritos con puntillas, que unas patatas cocinadas a temperatura y tiempos inferiores.

En cualquier caso, esto tiene pinta de ser un proceso irreversible a no ser que seamos conscientes de nuestro paso temporal por este mundo. Cada vez vamos a tener técnicas más sofisticadas que nos van a permitir destripar las composiciones de todo aquello que digerimos. Cada vez vamos a detectar más moléculas nuevas en ellos. Todas ( o casi todas), a ciertas dosis, nos pueden causar problemas. Así que, o nos dedicamos al ascetismo profundo, a la anorexia más pura y dura, o algo nos contaminará y, como dice mi cajetilla de Marlboro, podrá matarnos. La alternativa es una longevidad extrema, con silla de ruedas incluida y acompañantes multirraciales recogiendo nuestras babas. Cada cual que elija.....

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martes, 22 de agosto de 2006

Un veneno con historia

Ahora que estoy otra vez de hospitales he podido rememorar impresiones de hace seis años, durante las últimas semanas de la enfermedad que acabó con mi suegro. Además de las percepciones obvias en una situación dramática como la que entonces vivíamos, la que tiene que ver con esta entrada parece, comparada con ellas, una nimiedad, un divertimento de químico enjaulado en una habitación limitada, cuyo territorio hay que compartir con dos enfermos y, en muchos casos, con familiares, amigos y otros allegados de ambos. Dado mi conocido carácter “sociable”, no es de extrañar que me conozca los pasillos del Centro Hospitalario al detalle o que me dedique a curiosear donde me dejen aislarme. Y en esa mi anterior estancia en el Hospital, curioseando por las esquinas, pude comprobar que una importante cantidad de minúsculas gotitas de mercurio se acumulaban en los rincones de la habitación que ocupábamos.

El origen era obvio. La mayor parte de los enfermos allí internados (estábamos en una planta de Hematología, con mucho enfermo terminal) se encontraban en una situación lo bastante endeble como para andar teniendo cuidado de si el termómetro, que regularmente les ponían, había sido retirado o no por la enfermera de turno. Conclusión: muchos termómetros, con mercurio encerrado en un frágil vídrio, se iban al suelo y vaya luego Ud. a recogerlo gotita a gotita.... Debo de aclarar que, por razones que se me escapan, la habitación en la que ahora paso largas horas con mi madre (planta de Traumatología, prótesis de cadera y rodilla, jóvenes accidentados, etc.) no muestra rastro alguno de mercurio, a pesar de que se siguen usando los mismos termómetros (Osakidetza, como veremos más adelante, no debe estar por la sostenibilidad propugnada por la Unión Europea). O los enfermos están más al loro o el personal ha recibido algún toque al respecto.

En los laboratorios de mi Facultad y, sobre todo, en los de prácticas ligadas a la Química Física que me ha tocado controlar, también hemos tenido ese problema durante años. Con harto dolor de mi corazón tuvimos que eliminar los termómetros Beckman que usábamos para medir diferencias de centésimas de grado en ciertas prácticas. Muchos iban al suelo y su importante cantidad de mercurio se esparcía por todo el laboratorio, obligándonos a profesores y alumnos a andar un buen rato a cuatro patas, dotados de hojas de filtro y cuentagotas, para recoger poco a poco el mercurio derramado e impedir así que el paso subsiguiente de las señoras de la limpieza dispersara aún más el asunto. Así que, desde hace años, no usamos un solo dispositivo que contenga mercurio. Nos queda un viejo barómetro que está colgado en la pared con poco riesgo de acabar en el suelo, pero hasta ése tiene ya a su lado a su sucesor electrónico.

El mercurio es el único metal que, a temperatura ambiente, es un líquido (ver arriba). Su brillo metálico, parecido al de la plata, su carácter líquido, su elevada densidad que hace que un litro de mercurio pese 13.6 Kg frente al kilo que pesa un litro de agua y su extraordinaria tendencia a formar gotas esféricas, debido a su elevada tensión superficial, lo han convertido en una sustancia tremendamente atractiva a los ojos humanos desde la antigüedad. El símbolo químico del mercurio, Hg, se deriva de su nombre en griego, Hydrargirum, que significa “plata líquida”. De ese misma aparente contradicción proviene otra de las denominaciones del mercurio, Quicksilver, “plata rápida”, nombre de moda entre surferos y allegados. El nombre Mercurio, de origen romano, hace referencia al dios del mismo nombre, que también se distinguía por su movilidad, en cuanto que era el mensajero del resto de los dioses.

Aunque la mística del mercurio en civilizaciones antiguas ha estado ligada a prácticas que relacionaban su uso con la posesión del poder, esas mismas civilizaciones ya conocían el carácter tóxico de este metal. En dosis elevadas puede llegar a ser mortal pero incluso a pequeñas dosis, con carácter prolongado, es el origen de problemas neurológicos, efectos sobre el sistema cardiovascular, el sistema inmunitario y el aparato reproductor. Aún y así, el mercurio ha seguido siendo empleado durante al menos dos milenios de forma bastante extensa, en circunstancias que voy a historiar un poco.

En la antigua alquimia europea se pensaba que una correcta combinación de mercurio con otros ingredientes era la verdadera fuente inagotable de producción de oro. Tan arraigada era la creencia que el emperador Diocleciano publicó un edicto, a finales del siglo III, en el que ordenaba la destrucción de cualquier obra ligada a la alquímia. Probablemente sea el precedente histórico más antiguo de la Quimifobia actual. La razón del decreto estaba en el pavor del emperador a que el oro, artificialmente creado por los alquimistas, inundara el mercado y acabara depreciando la moneda romana, permitiendo así que los alquimistas se convirtieran en un importante lobby dentro del Imperio. Diocleciano nos sobrestimaba en cuestiones comerciales.....

Mi antiguo alumno, y amigo, Willy Roa, preclaro científico y divulgador en la revista Elhuyar, tras una primera lectura de esta entrada, me ha apuntado un texto de Isaac Asimov, contenido en su recopilación de ensayos titulada “Los lagartos terribles y otros ensayos”, en el que en el específicamente titulado “El séptimo metal”, cuenta las inusitadas aplicaciones del mercurio en la época en la que los árabes campaban a sus anchas en la Andalucía medieval. Jerifaltes como Abdar-Rahmán III (de chavales a este tío le llamábamos Abderramán a secas), edificó hacia el 950, cerca de Córdoba, un palacio en cuyo patio fluía contínuamente un surtidor de mercurio.
De otro colega similar se dijo que había dormido en un colchón que flotaba en un charco de mercurio, lo cual no es de extrañar pues si la gente flota con soltura en el Mar Muerto con una densidad de las aguas en torno a 1,3 g/c.c., la sensación en mercurio, con una densidad diez veces mayor, debe ser como la de que le metan a uno en un cohete de la NASA y lo paseen por el exterior.

El mercurio ha estado ligado a otras muchas prácticas curiosas, situadas en el delgado filo de cuchillo que siempre ha separado la medicina de la superchería. Ko Hung, un alquimista chino del siglo IV elaboraba un elixir a base de mercurio que, según él, proporcionaba salud y longevidad. Pero quizás, el empleo más conocido de compuestos mercuriales ligado a la medicina sea el tratamiento de las enfermedades de transmisión sexual que asolaron Europa en la primera parte del siglo XVI. Aunque hoy sigue sin estar claro si el uso de mercurio pueda curar o no una sífilis, yo he visto sales mercuriales en los viejos gabinetes de algunos médicos conocidos en los que he podido fisgar y que han ejercido hasta bien transcurrido el siglo XX.

Otra historia curiosa es la de la relación entre el mercurio y la industria sombrerera. En la manufactura de los llamados sombreros de fieltro se usaba pelo de camello y se pudo comprobar que la transformación del pelo en fieltro se hacía más fácil si aquel había sido tratado previamente con orina del propio camello. La rocambolesca historia continúa contando que en empresas francesas de sombrería se usaba la orina de los propios trabajadores (más accesible que la de los camellos) para el mencionado proceso. SIn embargo, se produjo la curiosa coincidencia de que, en cierto momento, un determinado trabajador parecía producir fieltro de superior calidad al de los demás. Esa persona estaba siendo tratada contra la sífilis con un producto de mercurio y de ahí se dedujo que estas sales debían ser empleadas en el proceso. El nitrato mercúrico fue la sustancia de uso más extendido en las industrias sombrereras de renombre. Una de las más conocidas en EEUU estaba en Danbury, Connecticut, donde los males inherentes a la exposición de mercurio llegaron a ser endémicos hasta que se prohibió su uso en 1941.

Tras leer una primera versión publicada en la red de esta entrada, mi cuñadísimo Oscar Martinez Azumendi, psiquiatra de pro y curioso empedernido, me ha enviado la siguiente ilustración correspondiente al libro de Carroll “Alicia en el País de las Maravillas”, en la que aparece el denominado Sombrerero Loco (Mad Hatter). Yo no lo sabía, pero en ámbitos ligados a la psiquiatría, el citado grabado es un icono del hidrargirismo o mercurialismo crónico.

La mayor parte del mercurio que se ha producido en el mundo a lo largo de los últimos dos milenios proviene de pocos sitios. Se estima que más de la tercera parte de esa producción global y milenaria se ha llevado a cabo en Almadén (Ciudad Real), existiendo otros importantes yacimientos en Italia (Monte Amiata) y en Eslovenia (Idria). Hay estimaciones bastante fiables que indican que en Almadén se han llegado a extraer el equivalente a más de 250.000 toneladas de mercurio a lo largo de estos dos milenios. Que la naturaleza haya sido tan pródiga en este elemento en un lugar tan concreto de la Tierra se debe a la actividad volcánica allí existente hace la friolera de 370 millones de años. El magma arrastró ingentes cantidades metálicas del interior terrestre, impregnando las arenas de los fondos marinos de entonces. Ello generó una inmensa mina de sulfuro de mercurio (cinabrio), la casi única mena de mercurio sobre la faz de la Tierra. Junto al sulfuro se podían encontrar también cantidades importantes de mercurio líquido chorreando entre los trozos de mineral.

El mineral de cinabrio ya era empleado por los romanos como colorante rojo (el bermellón) muy usado además por las damas de alta sociedad como maquillaje. Romanos que también conocían muy bien, como hemos dicho, el carácter tóxico del mercurio, lo que les hizo mandar a trabajar de mineros a condenados a muerte, una forma “elegante” de ejecutar la sentencia.
Pero cuando Almadén alcanzó su apogeo fue cuando, como consecuencia del descubrimiento del Nuevo Mundo y del comercio de plata que ello generó, fueron necesarias grandes cantidades de mercurio para amalgamar ese metal precioso y así poderlo extraer. De esa época datan instalaciones que hoy todavía se pueden ver en la localidad manchega, como los Hornos de los Aludeles, donde se destilaba el mercurio a partir del cinabrio o el almacén del azogue (el nombre que los mineros daban al mercurio), donde se llegaron a almacenar toneladas y toneladas de mercurio bajo estrictas medidas de seguridad.

La mina de Almadén se cerró el 22 de julio de 2003, en un peldaño más de un progresivo declive de todo lo que tenga que ver con el mercurio, declive que comenzó hacia los años 70 con una serie de noticias y descubrimientos sobre el carácter dañino del mercurio y sus compuestos.

El precedente puede cifrarse en el llamado incidente en la bahía de Minamata, en la isla japonesa de Kyushu. 68 personas murieron y cientos mas resultaron seriamente afectadas con problemas neurológicos. La imagen que se ve bajo estas líneas, titulada “Tomoko Uemura in her bath” fue tomada en la citada Minamata en 1972 por W. Eugene Smith, uno de los grandes maestros americanos de la fotografía. La joven de la foto es una de las víctimas de la intoxicación a la que estamos haciendo referencia. Tenía entonces 16 años y murió de neumonía, con 21, en 1977. E.W. Smith hizo un seguimiento de la catástrofe entre 1972-75 y la foto que aquí se muestra, publicada por la revista Life, ha sido considerada como una de las veinte fotos más impactantes del siglo XX. La foto y el comentario en azul es posterior a la primera publicación de esta entrada. Una y otro se deben, de nuevo, a los comentarios del psiquiatra Oscar Martínez Azumendi.

La mayoría de las víctimas de este dramático incidente eran pescadores y la investigación realizada concluyó que vertidos intensivos de una empresa de la zona, conteniendo sales mercuriales, habían sido transformados por las bacterias anaerobias del fondo de la bahía en metilmercurio, un compuesto organometálico, mucho más peligroso que el propio mercurio que acababa siendo acumulado por peces y crustáceos posteriormente consumidos por los afectados. Un incidente similar se dió en 1965 en otra isla japonesa (Honshu) con 13 muertos y más de 300 afectados. Así mismo, hay problemas publicados con las poblaciones indígenas de los Cree y los Inui, que viven en Canadá, grandes consumidores de pescado y que resultaron afectados por vertidos ligados a importantes movimientos de terreno y desvíos de ríos para construir una gigantesca planta hidroeléctrica, movimientos que sacaron a la luz mercurio metálico que acabó siendo convertido en metilmercurio por las bacterias en el cauce de los ríos.

Entre 1971 y 1972, un problema aún mayor se generó en Iraq. 6530 personas resultaron afectadas y casi medio millar murieron. En este caso, el origen no fue el pescado consumido sino semillas de trigo. En un intento de paliar una hambruna de aquellos años, diversos países europeos enviaron a Iraq semillas de trigo que habían sido tratadas con un fungicida que contenía metilmercurio para preservar la viabilidad de las mismas durante los traslados. La idea, como es obvio, era plantar esas semillas obteniendo así trigo, que al transformarse en harina no presentaría mayores problemas de contaminación por mercurio al diluirse mucho la dosis una vez obtenidas que las semillas se transforman en espigas del cereal. Desgraciadamente, los iraquíes no entendieron las instrucciones que, en los sacos de semillas, explicaban que éstas no debían consumirse tal cual y, acuciados por el hambre, algunos de ellos optaron por molerlas directamente y consumirlas. El resultado fue una tragedia y la gota que colmó el vaso sobre la ya mala prensa del mercurio y sus consecuencias para la salud.

Otra historia triste sobre el mercurio, ésta de carácter profesional, es la de una profesora americana de Química, Karen Watterhahn, perteneciente al Chemistry Darmouth College y que falleció en 1997 tras una rápida enfermedad provocada, probablemente, por el contacto de su piel con una gotas de un compuesto extremadamente venenoso, relacionado con el descrito en los problemas con el pescado. Karen estaba usando dimetilmercurio como referencia en unos análisis de RMN. Quizás por desconocimiento, quizás por imprudencia, pequeñas cantidades del compuesto entraron en contacto con sus manos, falleciendo tras un coma prolongado once meses después del incidente. Algunos de mis antiguos profesores de Química Orgánica en al Universidad de Zaragoza y amigos que con ellos iniciaban su carrera científica manejando compuestos organometálicos a base de mercurio tuvieron un buen susto en la década de los ochenta, aunque afortunadamente, en este caso, la cosa no pasó a mayores.

Así que, con todos estos antecedentes, la Comisión Europea emitió en 2004 una Normativa tendente a prohibir a partir de 2011 cualquier exportación de mercurio que nazca del ámbito europeo. La normativa contempla también la eliminación progresiva del mercurio en todos los aparatos de medida (termómetros, barómetros) y pilas, la reducción de emisiones de mercurio de instalaciones de combustión de carbón o incineradoras, llegando incluso a querer controlar hornos crematorios en los que se pudieran incinerar cadáveres con amalgamas de mercurio en sus dientes, otra aplicación del mercurio que ha estado vigente hasta hace muy pocos años (yo llevo amalgama en una de mis caries obturada a mediados de los setenta).

Con este panorama, alguno de mis lectores a los que todavía no haya convencido de los logros y las potencialidades de la Química se estará frotando las manos. ¡Toma Química no contaminante!. Pues va a ser que no, cariño. Si por algo he elegido el mercurio es porque creo que, al contrario de lo que pueda parecer tras el prolijo detalle de desgracias que he dado en las líneas anteriores, la trágica historia de este elemento es un argumento irrefutable a favor de una Química cada vez más sofisticada, potente y convencida de la necesidad de seguir avanzando. Porque, en este caso, está claro que los químicos no hemos sintetizado el cinabrio o el mercurio. Son productos “naturales”, generados por la tremenda y telúrica fuerza de la Tierra.

Tampoco hemos sido los químicos de bata y ordenador del siglo XX y XXI los incitadores de las grandes cantidades de mercurio usadas en los siglos siguientes al descubrimiento de América. Sí hemos sido, sin embargo, los que gracias a sistemáticas analíticas contrastadas y al desarrollo de técnicas instrumentales como la Absorción Atómica, hemos llegado a cuantificar cantidades minúsculas de mercurio allá donde las haya, proporcionando así pruebas irrefutables de la peligrosidad de los compuestos mercuriales, proponiendo vías para su eliminación y estableciendo protocolos para su control.

Y, sobre todo, una última consideración. Parece al leer ciertos escritos sobre la peligrosidad del mercurio que su impacto se deriva de un desarrollo tecnológico desorbitado en los últimos decenios. Y puesto que hemos contaminado la Tierra de mercurio con ese desarrollo, tenemos que buscarlo donde esté y eliminarlo para las generaciones futuras. Vale, seguiremos trabajando para que eso se pueda llevar a cabo. Pero que quede claro que, gracias a nuestros actuales conocimientos y tecnología, vamos a ser los basureros del mercurio puesto en la Tierra por generaciones de romanos, griegos, chinos mandarines, españoles postcolombinos, venéreos parisinos y un largo etcétera adicional que se esparce por la historia. Así que algún mérito habrá que atribuirnos.

Y, para terminar, un chascarrillo médico-mercurial que me ha tenido atareado durante los últimos tiempos. En mi casa, incluso en mi maletín de viaje cuando voy a estar fuera varios días, no falta un pequeño recipiente con mercurocromo o mercromina. Siempre ha sido mano de santo para sanar mis pequeñas heridas cuando he ejercido de hortelano en la casa que ahora disfrutan mis amigos Josepi y Enrique. O para cicatrizar pequeñas grietas que me salen con el calor entre el dedo pequeño de cada pie y su vecino. O para cualquier quemadura, roce, pelo infectado o pequeñez similar.

El mercurocromo que se ha vendido tradicionalmente en farmacias puede adoptar diversas preparaciones pero las más corrientes implican disoluciones en alcohol al 2% de una sal sódica de un compuesto organometálico que contiene bromo, mucho anillo aromático y, por supuesto y de ahí su nombre, mercurio, a pesar de que el porcentaje de mercurio de esta molécula sea pequeño. El caso es que, dada la mala fama del mercurio, este producto ha caído también en desgracia y ha desaparecido prácticamente en los hospitales en beneficio de disoluciones yodadas de povidona, preparados a base de clorhexidina, etc.

Pero yo vivo desde hace treinta años con una comadrona “pata negra”, que lleva algunos más peleándose con el día a día de las cicatrizaciones de ombligo de los recién nacidos y de las molestas episiotomías de las parturientas. Y ella me asegura que los datos experimentales (treinta años han servido para que cale la terminología científica) son incontrovertibles. Nada como el mercurocromo para una cicatrización eficiente y rápida.

Como mi matrona es muy cuadrada he entrado en ciertos foros médicos y de enfermería hospitalaria para comprobar opiniones alternativas. La cosa está bastante dividida pues más del 50% piensan lo mismo que mi chica y el resto creo que está más condicionado por la venenosa faz de un producto mercurial que por los verdaderos logros terapeúticos del mercurocromo. Cosa entendible, cuando de lo que se trata es de curar a locos bajitos de tres kilos. Pero en lo que se refiere a carrozas como yo que multiplican por veinticinco ese peso lo de la intoxicación parece algo más lejano. Así que, ante la duda, voy a seguir con mi mercromina de siempre, al menos mientras pueda encontrarla en las farmacias y parafarmacias. De hecho, la última compra ha sido ya de una botella de un cuarto de litro, por si las moscas. Ninguno de los síntomas de vejez que atesoro parecen estar relacionados con una intoxicación por mercurio, así que no me voy a preocupar. Bastante mercurio tengo en mis amalgamas.

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viernes, 18 de agosto de 2006

Sauces, Nazis y Chatarra

Fernando Cossío
Aprovechando que, una vez más, una aspirina me ha aliviado de mi dolor de cabeza en estos días de canícula y modorra, he vuelto a recordar las circunstancias que rodearon el nacimiento de este fármaco. Si a Proust una magdalena le dio el punto de partida para un novelón de 7 tomos, a mí, consciente de mis limitaciones, una aspirina me da la oportunidad de contar la historia de una reacción química a los amigos del Búho y, de paso, recordar que, en Ciencia, el mismo truco puede funcionar más de una vez, aunque los resultados pueden pasar de fantásticos a catastróficos sin razón aparente.


El dolor físico ha sido desde la noche de los tiempos una fuente de sufrimiento para los seres humanos, por lo que no es sorprendente que desde muy antiguo intentaran buscar algún alivio en sustancias que tenían a su alcance. Hipócrates, en el siglo V a. de C., escribió que un polvo blanco y amargo, obtenido de la corteza del sauce, aliviaba la fiebre y el dolor. Hay escritos de los antiguos sumerios, egipcios y asirios que afirman lo mismo. Al otro lado del charco, está documentado que los indios americanos utilizaban extractos de corteza de sauce para aliviar el dolor de cabeza, el reumatismo y la fiebre. Más recientemente, en 1828, el farmacéutico francés Henry Leroux y el químico italiano Raffaelle Piria utilizaron la misma corteza de sauce para obtener un extracto al que denominaron salicina, ya que en latín salix significa sauce. Posteriormente, Piria separó de la salicina un azúcar y otro componente que, tras una reacción de oxidación, se transformó en un polvo blanco de aspecto cristalino que fundía a 159 ºC. Dado que este último compuesto tenía propiedades ácidas, lo denominó ácido salicílico. Esta molécula se reveló como el principio activo del extracto de corteza de sauce y se utilizó como analgésico (sustancia que combate el dolor), como antipirético (sustancia que combate la fiebre) y como antiinflamatorio. Sin embargo, el ácido salicílico tenía –y tiene– el problema de ser demasiado ácido. Por consiguiente, muchos pacientes no lo toleraban bien y su uso estaba sujeto a serios inconvenientes.

Así estaban las cosas cuando en 1898 el químico alemán Felix Hoffmann, de Bayer, se puso a trabajar con ahínco en una molécula que tuviera los efectos medicinales del ácido salicílico pero no sus inconvenientes. Hoffmann (puede verse un retrato suyo en la fotografía de la derecha) estaba muy motivado porque su padre padecía de fuertes dolores reumáticos y no toleraba el tratamiento de salicilato prescrito. De este modo, y tras heroicos esfuerzos Herr Hoffmann creó de la nada y casi por casualidad la maravillosa molécula...… Bueno, lo mejor será que cortemos aquí el relato, que es el que habitualmente se cuenta y que, en última instancia, se basa en una historia de la ingeniería química en Alemania publicada por Albrecht Schmidt en 1934.

Parece ser que, en realidad, las cosas fueron más complejas, según han revelado estudios recientes como el llevado a cabo por el profesor de farmacología Walter Sneader, cuyo trabajo puede encontrarse en Brit. Med. J. 2000;321:1591. Así que, volvamos a empezar.

A finales del siglo XIX los laboratorios de F. Bayer & Co. ubicados en Wuppertal (por cierto, la patria chica de Friedrich Engels), en el noroeste de Alemania, estaban enfrascados en una reacción llamada de acetilación, bajo la dirección del químico Arthur Eichengrün. Esta reacción química consiste en introducir un grupo acetilo (CH3-CO-) en moléculas que contengan grupos hidroxilo (-OH), tiol (-SH) o amino (-NH2). El término acetilo deriva también de la palabra latína acetum (vinagre), ya que la molécula más pequeña que lo contiene es el ácido acético, principal componente del vinagre. Aunque Eichengrün no tenía un padre reumático, estaba interesado en mitigar la acidez del ácido salicílico, así que encargó a Hoffmann (un químico de su laboratorio) que llevara a cabo la reacción química que se muestra en el esquema que aparece aquí abajo. El esquema anterior quiere decir: “Mediante una reacción de acetilación el ácido salicílico 1 se transforma en el derivado 2”. En este último derivado hemos marcado en azul el grupo acetilo y en rojo el átomo de oxígeno proveniente del grupo hidroxilo (o alcohol) presente en 1.

Según el cuaderno de laboratorio de Hoffmann (mostrado abajo), la reacción fue realizada el 10 de agosto de 1897. Según un artículo publicado por Eichengrün en 1949 (Pharmazie 1949; 4: 582), Hoffmann llevó a cabo la reacción bajo sus instrucciones sin saber cuál era el objeto del experimento. Las primeras pruebas, entre ellas las efectuadas por Eichengrün consigo mismo, mostraron que la molécula 2 era un analgésico muy potente y rápido, mucho mejor tolerado que el ácido salicílico. Su nombre sistemático es el de ácido acetilsalicílico, pero recibió el nombre comercial de Aspirin (en castellano, aspirina) formado a partir de la combinación a+spir+in, donde la “a” viene de “acetilo”, “spir” de “spirea” (un arbusto muy rico en ácido salicílico que era una de las fuentes principales de este compuesto) y, por último “in” era una terminación que se ponía en aquel entonces para indicar que la especie designada era un medicamento. Otras fuentes, probablemente interesadas, dicen que el nombre viene de la combinación “a+s+pir+in” donde la “s” viene de “salicílico” y “pir” viene de Piria, el químico italiano que, como hemos comentado, aisló este ácido.

Sea como fuere, el nombre ha perdurado hasta hoy, aunque sólo Bayer puede utilizarlo comercialmente. Hay que señalar que, como casi siempre en ciencia, hay al menos un precedente bien documentado de esta reacción. Así, en 1853 el químico francés Charles Frédéric Gerhardt había preparado ácido acetilsalicílico (ASA) por un procedimiento distinto, obteniéndolo con menor pureza y sin que se sepa que investigara sus posibles propiedades medicinales, así que este precedente no es muy relevante para nuestra historia. Muy contento con sus resultados, Eichengrün comunicó el asunto a su superior, el director del Laboratorio de Farmacología Experimental de Bayer en Wuppertal, el químico Heinrich Dreser. Tras estudiar toda la documentación, Dreser llegó a la conclusión de que la aspirina no tenía ningún valor y que podría incluso causar problemas de corazón y circulatorios. Eichengrün se quedó muy decepcionado y siguió experimentando en secreto con la aspirina, enviando muestras a médicos conocidos para que estudiaran sus efectos. Aunque todos estos informes eran muy favorables y Eichengrün seguía urgiendo a Dreser para que lanzara al mercado la aspirina, éste no daba su brazo a torcer. ¿Por qué? Pues porque estaba convencido de que tenía entre manos algo mucho mejor.

Para comprender esto, recordemos que Eichengrün y Hoffmann habían llevado a cabo la reacción de acetilación con el ácido salicílico, entre otras moléculas. Una de esas “otras” moléculas era la morfina, un producto natural con probada capacidad para aliviar el dolor, pero cuyos problemas de adicción en pacientes impedían un uso generalizado. Así como el ácido salicílico tiene un grupo hidroxilo (-OH), la morfina tiene dos. Por tanto, aunque se trata de dos moléculas muy diferentes, también la morfina podía someterse a una reacción de acetilación. Eso fue lo que hizo Hoffmann, siguiendo instrucciones de Eichengrün y, casi con toda seguridad, bajo la supervisión de Dreser, según el mismo procedimiento seguido en la síntesis de la aspirina (ver esquema a la derecha). En este esquema vemos que los dos grupos hidroxilo de la morfina 3 (marcados en rojo) son acetilados para dar lugar al compuesto 4.

Según el cuaderno de laboratorio de Hoffmann, esta segunda reacción fue realizada, siguiendo el mismo procedimiento, once días después de la que llevó a la obtención de la aspirina (o sea, el 21 de agosto de 1897, demostrando que estos alemanes no se iban de vacaciones, cosa que me deja algo avergonzado en estos días en los que yo si ando holgando). La reacción funcionó perfectamente y el compuesto 4 fue aislado con facilidad. Los estudios pronto mostraron que el derivado diacetilado 4 era mucho más potente que la morfina. Las personas que probaron esta nueva molécula, entre ellas bastantes químicos de Bayer, notaron no sólo efectos analgésicos sino estimulantes (en los informes en alemán emplearon el término heroisch). El nombre comercial de la diacetilmorfina estaba claro para Dreser: Heroin (en español, heroína). Dado que la heroína parecía ser mucho más potente como analgésico que la aspirina, Dreser promovió el lanzamiento de la primera dejando a un lado a la segunda. Los primeros informes eran alentadores y, a la luz de lo que vino después, sorprendentes. En el Congreso de Médicos y Naturalistas Alemanes de 1898, Dreser informó de que la heroína era diez veces más efectiva como fármaco contra la tos que la morfina, pero tenía una décima parte de sus efectos tóxicos. También era más efectiva que la morfina como analgésico y era segura, no creaba adicción.

Hoy en día llama la atención la obsesión de la búsqueda de medicamentos contra la tos, pero hay que tener en cuenta que a finales del siglo XIX y principios del XX, la tuberculosis y la neumonía eran unas enfermedades gravísimas y la tos y la fiebre eran síntomas muy alarmantes. Cualquiera que lea “La Montaña Mágica” de Thomas Mann, publicada en 1924, comprenderá cuál era el ambiente en aquella época. Así, en la publicidad de Bayer sobre la heroína se resaltaba más su capacidad para aliviar la tos que sus propiedades analgésicas, como se puede apreciar en el anuncio incluido al lado de estas líneas. En 1899, Bayer facturaba una tonelada de heroína al año, exportándola a 23 países en forma de polvo, tabletas, jarabes y demás. En Estados Unidos, donde había una importante población de adictos a la morfina, las cosas iban bien: los adictos a la morfina ya no querían más morfina. Querían heroína. La revista Boston Medical and Surgical Journal informaba en 1900 de que el nuevo fármaco “no es hipnótico y no crea hábito”. En 1902, el 5 % de los beneficios netos de Bayer provenían de la producción y venta de heroína. Aunque entre 1899 y 1905 comenzaron a publicarse casos de “heroinismo”, es decir, de adición a la heroína, la mayoría de los informes clínicos eran claramente favorables. En 1906 la Asociación Médica Americana aprobó oficialmente el uso con fines médicos de la heroína, si bien hizo pública una nota advirtiendo de su facilidad para desarrollar “hábito”. Pese a esta aprobación, a medida que se fueron acumulando los informes negativos, pronto se hizo evidente que la heroína no sería la gallina de los huevos de oro que Dreser soñara.

En 1913, Bayer decidió dejar de fabricar heroína, pero para entonces el genio maligno ya estaba fuera de la lámpara. Se había producido una explosión de casos de ingresos por heroinismo en los hospitales de Filadelfia y Nueva York. Por los alrededores de las ciudades de la costa Este comenzó a vagar una población creciente de adictos a la heroína que sufragaban su adicción recogiendo chatarra. La gente los llamaba junkies (del término inglés junk, que significa basura, chatarra) y, en spanglish, yonquis, término que aún se oye hoy día. Un año después, en 1914, la distribución y venta de heroína sin prescripción médica fue prohibida en E.E. U.U. Finalmente, en 1919, la heroína fue declarada completamente fuera de la ley y los médicos no podían prescribirla ni siquiera a los adictos.

Antes de que la heroína fuera retirada de la circulación, los directivos de Bayer ya anticiparon lo que podía venir y Dreser, muy a su pesar, tuvo que echar mano del segundo producto de su laboratorio: la aspirina. Bayer había registrado la patente y la marca el 6 de marzo de 1899 y, al igual que en el caso de la heroína, las ventas de la aspirina se dispararon, esta vez sin los problemas asociados con aquélla. No obstante, durante varios años ambos productos convivieron en el catálogo de Bayer, como puede verse en el anuncio que está al lado de estas líneas. La producción de aspirina era tan elevada que la extracción del ácido salicílico a partir de la salicina y de la corteza de sauce o de otras fuentes era demasiado onerosa. Felizmente, el químico Adolf W. H. Kolbe puso a punto un método para fabricar ácido salicílico a partir de fenol o, con una etapa más, a partir de benceno, productos baratos fácilmente obtenibles a partir del carbón de hulla. Se inauguraba así una doble revolución: por un lado, la aspirina era un producto artificial que superaba al producto natural del que se obtenía; por otra parte, el propio producto natural no se extraía de su fuente, sino que se obtenía mediante una síntesis química a partir de un producto tan poco “farmacéutico” como el carbón. Bayer, a su vez, pasó de ser una empresa dedicada predominantemente a la producción de tintes y colorantes a transformarse en una compañía farmacéutica.

En 1915 comenzó a comercializar la aspirina en la forma de tabletas circulares que utilizamos aún hoy en día. En el ínterin, Eichengün ya se había desvinculado de Bayer y se había establecido en Berlín, donde había fundando su propia empresa. Le fue muy bien (era un químico de primera fila) y descubrió muchos productos útiles en la entonces naciente industria de los polímeros, fabricando productos menos inflamables que los de la competencia. Como le había tomado afición a la reacción de acetilación, la aplicó a la celulosa y obtuvo la acetilcelulosa o acetato de celulosa, un producto muy interesante que aún se usa hoy en día y que recibió el nombre comercial de Cellit.

Hacia 1930 era lo que podríamos llamar un industrial de éxito. Sin embargo, al ser judío (aunque casado con una “aria”, por usar la jerga de la época) los nazis no tardaron en hacerle objeto de sus atenciones. En 1934 ya había comenzado el proceso de alejamiento de los judíos de la vida civil y económica, así que cuando apareció la primera historia oficial del descubrimiento de la aspirina, atribuyéndole el descubrimiento a Hoffmann, Eichengrün no estaba en condiciones de decir esta boca es mía. Aunque inicialmente se vio obligado a aceptar un socio “ario” en su empresa con el fin de poder continuar con sus actividades, en 1938 tuvo que transferir su compañía y tratar de pasar lo más desapercibido posible. Finalmente, en 1944, a la edad de 76 años fue deportado al campo de concentración de Theresienstadt de donde fue liberado 14 meses después por el ejército soviético.

Mientras estaba en Theresienstadt disfrutando de la hostelería nazi, Eichengrún escribió un informe en el que contaba su versión de los hechos que condujeron al descubrimiento de la aspirina. Una extensión de este informe fue publicada el año de su muerte, en el artículo de 1949 que hemos comentado más arriba. Allí puede leerse: “En 1941 había en el Salón de Honor de la sección química del Museo Alemán de Munich una urna llena de cristales blancos con una inscripción en la que ponía “Aspirina: Inventores, Dreser y Hoffmann”. Dreser no tuvo nada que ver con el descubrimiento y Hoffmann llevó a cabo la primera reacción según mis instrucciones químicas y sin conocer el objeto del experimento. Al lado de la urna había otra similar llena de acetilcelulosa (…) cuyo descubrimiento por mí es imposible poner en duda puesto que fue bien establecido en una serie de patentes alemanas de 1901 a 1920. En la inscripción ponía simplemente “Acetilcelulosa-Cellit”; se habían abstenido de nombrar al inventor. Claro que, en la propia entrada del museo colgaba un gran cartel que avisaba de la prohibición para los no arios de entrar en la institución. Quienes comprendan leerán entre líneas.” ¿Fue borrado Eichengrün de la historia oficial de la aspirina por ser judío?. Todo parece indicar que sí, y no consta que Hoffmann (que falleció en Suiza en 1946 sin dejar descendencia ni documentos adicionales) hiciera nada por desfacer el entuerto.

El caso es que Bayer reconoce oficialmente a Hoffmann como único descubridor de la aspirina. Es más, en respuesta al artículo de Sneader publicó una nota de prensa en la que se reafirmaba en su posición.¿Qué pasó con Dreser? También él acabó marchándose de Bayer. En 1914 tenía 53 años y era un hombre rico. Se fue a Dusseldorf para ocupar un cargo de profesor honorífico en un instituto de la Academia Médica. A partir de entonces el rastro se hace difuso. Según un artículo del Sunday Times publicado el 13 de septiembre de 1988, parece ser que en Dusseldorf enviudó y que era una persona sin familia y sin amigos. Hay informes que sugieren que era heroinómano, lo que no es de extrañar si tenemos en cuenta que, como hemos visto, en aquellos años los químicos probaban muchos nuevos productos consigo mismos. En 1924, sus problemas de salud le forzaron a ir a Zurich, donde se volvió a casar. Ese mismo año Dreser falleció. La causa de la muerte fue una apoplejía cerebral, un desenlace que, irónicamente, según lo que se sabe hoy, la aspirina podría haber frenado. Como apunta el artículo del Sunday Times, “de ser ciertos los informes de que era heroinómano, la ironía es doble: Dreser, incorregible en su error de juicio, se pasó el ocaso de su vida tomando la droga maravillosa equivocada.

El destino de las dos moléculas acetiladas, la heroína y la aspirina fue, como hemos visto, bien distinto: mientras que la primera pasó a lo que podríamos llamar la historia sórdida de la química (ni Bayer ni nadie celebra ningún aniversario por su descubrimiento), la segunda es el fármaco más consumido en el mundo. Desde su descubrimiento, se calcula que se han utilizado 305 billones de unidades. Hoy día, se estima que se consumen en el mundo 2.500 aspirinas por segundo. Curiosamente, el 85 % de la producción mundial de aspirina se lleva a cabo en España. Concretamente, en la fábrica que tiene Bayer en La Felguera, Asturias que produce 16 toneladas de ácido acetilsalicílico por día. Al final, parece que un pequeño papel en el final de esta película toca por aquí cerca, aunque sea el de extra.

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viernes, 11 de agosto de 2006

Sabores dulzones que matan

Probablemente alguna vez hayáis tenido o tengáis que comprar un recipiente de anticongelante para vuestro coche. En labor comercial de tamaña responsabilidad, uno se puede encontrar con toda una gama de recipientes adornados de atractivos colores como los que se aprecian en la foto de la derecha. Y provenientes de una variedad de marcas conocidas. En total, un número importante de posibles combinaciones. Puro marketing en la mayoría de los casos, concentrado en el diseño de recipientes, colores y etiquetas, porque en el interior del recipiente, además del colorante que proporciona el color elegido, lo que vais a encontrar casi siempre es agua y una sustancia química conocida como etilenglicol. En anticongelantes más sofisticados hay también algunos aditivos anticorrosión para proteger el interior del radiador, pero poco más. Las proporciones de agua y etilenglicol pueden variar, siendo el etilenglicol tanto más abundante cuanta más baja sea la temperatura que queramos que aguante esa mezcla sin congelarse. Para climas como el nuestro en el que las heladas no son severas, mezclas que contengan un 30% de etilenglicol son suficientes. En esa proporción, es necesario que la temperatura baje hasta -16ºC para que la congelación tenga lugar y nuestro radiador se vaya al reciclado.

El etilenglicol es un primo de nuestro querido y nunca bien ponderado (en adecuadas dosis) alcohol etílico o etanol, el componente eufórico de muchas de nuestras bebidas. Un detalle sutil los diferencia. Mientras el alcohol etílico tiene de fórmula CH3-CH2OH, el etilenglicol resulta de sustituir uno de los hidrógenos del grupo CH3 por otro grupo OH como el que aparece al final de la fórmula del etanol, quedándose la cosa en CH2OH-CH2OH. Los químicos decimos que es un diol (apócope de dialcohol), porque el grupo OH es distintivo de los alcoholes y éste que nos ocupa los tiene por partida doble. Eso que parece un cambio poco significativo tiene, sin embargo, importantes repercusiones en las propiedades del etilenglicol con respecto a las del etanol. Se trata, por ejemplo, de un líquido mucho más viscoso que el etanol y mucho menos volátil, lo cual viene también muy bien para cuando el motor del coche está en funcionamiento a alta temperatura.

¿Por qué se adiciona etilenglicol al agua para conseguir mezclas anticongelantes?. Hay que decir, en primer lugar, que agua y etilenglicol se disuelven por completo el uno en el otro en todas las proporciones. Y como en todas las verdaderas disoluciones, la adición de un soluto (en este caso el etilenglicol, al ser el que está en minoría) a un disolvente provoca una serie de cambios en las propiedades de este último. Fundamentalmente, el punto de ebullición aumenta y el punto de congelación disminuye, haciéndolo además de forma bastante proporcional a la concentración del soluto en el disolvente.

¿Por qué ocurre eso?. Para los iniciados, la explicación que voy a dar sonará como el cuento de Caperucita o casi, pero son los parámetros de este blog. Cuando el agua congela a 0ºC, sus moléculas se ordenan, colocándose unas junto a otras hasta formar los cristales de hielo. Un factor que les ayuda a estar en esa disposición ordenada es la unión entre ellas mediante los denominados enlaces por puentes de hidrógeno, en el que los hidrógenos de una molécula de agua tienden a colocarse próximos al oxígeno de otra, merced a una atracción irresistible que tiene fundamentos fisicoquímicos en los que no entraremos para no aburrir. Cuando tenemos etilenglicol además de agua, éste tiene también hidrógenos que pueden jugar el mismo papel que los del agua, concretamente los que se encuentran en los dos -OH a los que hemos hecho referencia arriba. Las moléculas de uno y otro se atraen y las de etilenglicol dificultan que las de agua puedan ordenarse para formar cristales de hielo. Sólo si bajamos más la temperatura (bajar la temperatura es hacer que las moléculas anden menos nerviosas) podemos provocar que lo consigan. Y como hemos mencionado arriba, con un 30% de etilenglicol hay que bajar hasta -16ºC para que las moléculas de agua formen cristales de hielo.

El etilenglicol no sólo se usa como anticongelante. Se emplea también como monómero en la obtención de polímeros como el polietilentereftalato (PET) de nuestras botellas de agua y Coca-Cola y en la preparación de algunos poliuretanos especiales. En cantidades mucho menos relevantes y debido a su viscosidad se emplea como aditivo en la tinta con la que se cargan bolígrafos y rotuladores.

El etilenglicol es una sustancia dulce. Como en todas aquellas sustancia que nos proporcionan la sensación de dulzor, éste se detecta en una serie de puntos receptores existentes en la parte delantera de la lengua. Hay quien mantiene que nuestra tendencia a lo dulce y nuestro rechazo a lo amargo pudiera ser debido a un simple mecanismo evolutivo, provocado por el hecho de que la mayor parte de los frutos cuando van madurando son dulces. La maduración lleva implícito un descenso de la acidez y, como consecuencia, se resaltan los tonos dulces. Por el contrario, muchos vegetales venenosos o problemáticos para nuestro tracto estomacal e intestinal son amargos.

La detección por nuestra parte de una sensación dulce es uno de los muchos ejemplos en nuestro organismo del llamado efecto “llave/cerradura” introducido hace bastantes años por Jean Marie Lehn, Premio Nobel de Química 1987, pianista impenitente y gastrónomo redomado, como pudimos comprobar los que estuvimos cerca de él el pasado setiembre durante el Congreso sobre Einstein que el Donostia International Physics Center organizó en el Cubo pequeño del Kursaal.

En muchos alimentos y otras sustancias existen grupos de átomos, organizados en formas especiales, que son los responsables de la sensación de dulzor. Esos grupos se conocen con el nombre de glucóforos y se encuentran en moléculas que, generalmente, son solubles en el agua de nuestra saliva. Lo que se postula es que el grupo glucóforo (la llave) encaja perfectamente en la estructura de una proteína (la cerradura) existente en uno de los receptores del frente de la lengua. Esa perfecta conjunción entre uno y otro genera una señal que llega al cerebro y que éste identifica como sabor dulce. Curiosamente, la adecuada conjunción entre nuestra “llave” y nuestra “cerradura” parece ser debida a la formación de enlaces por puentes de hidrógeno como los descritos para explicar el descenso en la temperatura de congelación del agua por la adición de etilenglicol. Dichos puentes de hidrógeno bien merecerían una entrada adicional en este blog, pero necesito tiempo y quietud, algo que este agosto se me ha truncado inesperadamente merced a la cadera de mi progenitora, a la que le ha dado por romperse en los anticipos de la Semana Grande.

Pero sigamos con lo nuestro. Estábamos en que el etilenglicol es una sustancia dulce y, como tal, resulta atractiva a quienes tenemos la posibilidad de detectar esas peculiaridades. Pero ese dulzor del etilenglicol puede ser una trampa mortal. De hecho, la ingestión de unos 50 mililitros de etilenglicol puede matar a una persona. Hay muchos accidentes registrados con niños y animales domésticos por ingestión de anticongelantes y que han generado la muerte o problemas graves a los mismos. Y en los periódicos es fácil encontrar noticias de asesinatos en los que un anticongelante es el cuerpo del delito.

Hay que matizar que la molécula de etilenglicol no es de por si venenosa. Son los productos derivados del metabolismo del etilenglicol por parte de los seres vivos los responsables de esa acción letal. Uno de esos productos derivados es el ácido glicólico, un pariente del ácido láctico que acabamos de ver en la entrada anterior. Su irrupción en nuestro organismo como consecuencia de la ingesta de etilenglicol provoca una peligrosa acidificación de toda nuestra corriente sanguínea. Pero es que, además, la cosa no acaba ahí. El ácido glicólico es posteriormente transformado en ácido oxálico, un viejo conocido nuestro desde la entrada 40. Como bien explicábamos allí, el oxálico es un bicho de cuidado, todavía más peligroso que el glicólico porque, una vez que se forma, provoca la inmediata precipitación de todo el calcio que encuentra cerca en forma de oxalato cálcico (el mismo de las piedras de riñón), generando una hipocalcemia que puede acabar con la vida del afectado.

Para evitar de alguna manera ese peligro de ingestión, se suelen añadir a los anticongelantes sustancias que enmascaren ese atractivo sabor dulce que está en el origen de muchas intoxicaciones. Uno de los aditivos más empleados es el llamado Denatonio una complicada molécula que da lugar a un sólido blanco, sin olor, soluble en agua y en etanol. Probablemente es la molécula más amarga existente a nuestra disposición. Concentraciones tan pequeñas como 10 ppm (partes por millón) son tan amargas que resultan intolerables para la mayor parte de la gente. Descubierta en 1958 como parte de una investigación sobre anestésicos locales llevada a cabo en Edimburgo por una empresa farmaceútica, se comercializa con nombres como Bitrex o Aversion.

Esta molécula, ahora lo tengo que contar, ha sido la causante de la génesis de esta entrada del blog. En un número del Chemical Engineering News que acabo de leer, aparece un extenso artículo sobre las sesudas disquisiciones de los miembros del Congreso americano sobre la aprobación o no de esta sustancia como aditivo del etilenglicol. La verdad es que no he entendido bien los argumentos. Parece que están preocupados porque dicho aditivo acabe en las aguas subterráneas. ¡Que todos los problemas sean tan fáciles de detectar como éste!. El amargor provocado es tan chivato en tan pequeñas proporciones que no se va a necesitar ningún laboratorio especializado para detectar esta posible contaminación. Y a cambio, nos libramos de los problemas del etilenglicol. A veces es difícil ponerse en la piel de los legisladores. Como en la de esos otros que andan tratando de prohibir la venta de foie en ciertos estados americanos sobre la base del stress inducido en patos y ocas por la sobrealimentación.

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domingo, 6 de agosto de 2006

Plástico y agujetas

Esta entrada ha sido actualizada el 26 de febrero de 2019. Si algún enlace en otras entradas del Blog os envía aquí, podéis ver la versión actualizada en este enlace.

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viernes, 4 de agosto de 2006

Olores placenteros (para los mosquitos)

Lourdes del Valle Carrandi

Estas noches de verano se hacen, a veces, complicadas para conciliar el sueño. Las altas temperaturas, tanto diurnas como nocturnas, y las muchas horas de radiación solar machacando las casas hacen que éstas se calienten mucho y queden pocas posibilidades para enfriarlas si uno no recurre a un equipo de aire acondicionado. Tecnología a fin de cuentas, algo cara y poco bien vista por estos lares.

Eduard Estivill, responsable de la Unidad de Alteraciones de Sueño del Instituto Dexeus de Barcelona y un asiduo visitante a nuestros Cursos de Verano, afirma que una temperatura superior a los 26ºC dificulta el sueño. Mi casa está orientada al este-sur-oeste con lo que en verano se pone como un horno y sólo a altas horas de la noche se pueden abrir las ventanas, haciendo corriente y rebajando la temperatura a valores cercanos a los recomendados por Estivill. Mi casa, además, recibe calurosamente por esta época a mosquitos, moscas, mariposas, arañas además de alguna que otra especie “exótica”, de vez en cuando.

Conseguir al mismo tiempo que la casa se refresque y no se llene de insectos no es una tarea sencilla, pero yo necesito dormir en condiciones y conseguir un sueño placentero, algo que valoro mucho. Para evitar, en cierta medida, la entrada de los insectos, dispongo de un par de aparatos de última generación. Uno de ellos es un dispositivo que se introduce en un enchufe y que emite unas ondas que se supone repelen a los mosquitos. Tiene un ruido bastante particular siendo yo la única que lo percibo desde el salón, incordiándome mientras veo alguna de mis queridas películas clásicas. Así que tengo que arreglármelas para no oírlo cerrando alguna puerta y dificultando la corriente de aire fresco con la que se estaba oreando la casa. Es probable que el aparato en cuestión sea un timo más pero reconozco que hasta el día en que comencé esta entrada me había funcionado.

Ayer por la mañana dormía cuando comenzó una serenata que me despertó. Era el zumbido de uno de mis amigos. Me levanté como un rayo, cogí un insecticida (mi segunda arma estratégica, un complejo cóctel de productos químicos), y pulvericé la región cercana a mi cama para que no se aproximara de nuevo. Algo más despierta, noté un picor en el cuello, me dirigí al baño y en el espejo vi algo parecido al ataque de Vlad Tepes, conocido como el Conde Drácula. Tenía dos picotazos y la piel estaba roja e hinchada. Ante el panorama no me quedó mas opción que maldecir al bicho en cuestión, recurrir una vez más a la Química en forma de una pomada que me aliviara y volver a la cama, donde ya no dormí más.

Aún con las picaduras incordiando, me puse a indagar por qué los mosquitos se ceban conmigo cuando conozco a bastante gente que jamás sufre el ataque de estos insectos. ¿Qué hay en mí que atrae a los mosquitos irrefrenablemente?.¿Qué hay en en esos otros, afortunados, que los repele tan eficazmente?. Éstas son las preguntas cuyas respuestas, como suele ser habitual, hay que buscarlas en la Química.

Los mosquitos nos pican porque quieren nuestra sangre. El ataque lo realizan mediante una probóscide, semejante a una aguja hipodérmica, que es todo un prodigio de la ingeniería: posee sensores capaces de detectar la existencia bajo la piel de un pequeño vaso sanguíneo (cual zahoríes en busca de agua), su saliva les permite licuar la sangre (el anticoagulante evita que las plaquetas cierren la vía de escape abierta con esa pequeña aguja) y además crear una presión superior a la existente en su abdomen, de manera que la sangre fluya de forma natural. Se ha localizado en la saliva de algunas especies de estos dípteros alguna sustancia analgésica, que contribuye a que, hasta que salta la respuesta inmunológica, no nos enteremos de que nos están atacando.

Muchos ya sabréis que sólo son las hembras las que pican; ello se debe a que requieren proteínas para crear sus huevos, pudiendo llegar a chupar dos o tres veces su peso en sangre. Los machos, más poéticos en este caso, sólo se dedican a beber el néctar de las flores.

Los receptores elásticos del abdomen del mosquito, completamente hinchado hacen que éste se aleje de su víctima. Sin estos reflejos los mosquitos nos succionarían hasta estallar. Cuando termina de cargar el buche, el mosquito está tan pesado que le cuesta muchísimo volar, buscando donde recostarse y comenzando a excretar como loco. Muchas veces he matado mosquitos que se han quedado en la pared cerca de mi cama “haciendo la digestión”, pero hay que asesinarlos con cuidado porque están repletos de nuestra sangre y podemos dejar la habitación como si hubiera tenido lugar una orgía diabólica.

A continuación tiene lugar en el picado un proceso químico similar al de una reacción alérgica. El sistema inmunológico libera histaminas en la región de la picadura, que son las que provocan el picor, así como la inflamación que resulta de la afluencia de sangre a la zona infectada. Es este picor el que muchas veces nos despierta, pero ya es demasiado tarde porque el ladrón se ha escapado con el botín.

La especie de mosquito más habitual en Europa (en España se han descrito 54 especies diferentes) es la Culex pipiens, que no transmite enfermedades. Menos mal, si no qué sería de mi… Tiene un hábitat siempre cercano a zonas húmedas, donde se reproduce. De hecho, cualquier lugar con agua estancada es susceptible de ser un criadero de mosquitos. Cerca de mi casa debe de haber un lugar de éstos. Su ciclo vital es corto: de menos de dos semanas en el verano a tres semanas en primavera u otoño, pues su metabolismo se acelera mucho con las altas temperaturas y caen en letargo cuando la temperatura baja de los 15 grados de media.

Los entomólogos afirman que estos insectos se guían por diferentes señales para encontrar comida: colores, movimiento, temperatura y humedad de la piel. Es el olfato el sentido que más los ayuda a encontrar a sus víctimas. Además, cada vez que exhalamos dióxido de carbono con nuestra respiración le damos pistas al mosquito de nuestra cercanía. Pero es el olor corporal el que determina que un mosquito nos pique o no. Hay expertos que dicen que el ácido láctico que exudamos por los poros de nuestra piel atrae a nuestros amigos. En mi caso, esta teoría se cumpliría pues sudo mucho por el cuello que es precisamente donde tengo las picaduras.

Rothamsted Research es un centro de investigación de la agricultura, en colaboración con la Universidad de Aberdeen, que han investigado cuáles son los olores que generamos y que resultan atractivos o repulsivos para los mosquitos. Podeis encontrar información interesante al respecto en este link.

Lo que ha hecho el grupo de John Pickett, uno de los investigadores del Centro, es introducir a unos voluntarios en un saco de dormir un tanto especial que recoge, con ayuda de la presión, los olores característicos de cada persona. Posteriormente, ese cúmulo de vapores es manejado mediante una técnica llamada GC-EAG (Gas Chromatography-ElectroAntennaGram). Suena a chino pero lo importante es que, en un primer paso, se separan los diferentes componentes del exudado mediante cromatografía de gases una técnica de la que ya habló el Búho en la entrada 16: “La cromatografía de gases es quizás una de las técnicas más populares para los químicos. El empleo de cantidades minúsculas y su alta capacidad de separación de una mezcla, la convierte en una técnica versátil, robusta, relativamente accesible para cualquier laboratorio…”.

Tras la separación cromatográfica, los distintos componentes asi separados se “pasan” por las antenas de los insectos que están conectadas a unos microelectrodos. La función de éstos es la de detectar las respuestas electrofisiológicas de los insectos que indica si son o no sensibles a estos compuestos. Conectando finalmente el conjunto a un espectrómetro de masas se identifican los compuestos que ejercen alguna acción de distinto signo en los mosquitos.

La clave está en que las personas a las que los mosquitos no pican generan moléculas repulsivas para éstos que se pueden identificar y con ellas fabricar repelentes de mosquitos. John Pickett cuenta que aún están acabando de concluir el trabajo para patentarlo. Independientemente de que podrían hacerme un análisis y ver por qué gusto tanto a los mosquitos, hay otras repercusiones mucha más dramáticas. Si el estudio funciona, sus resultados serían importantísimos para, por ejemplo, poder saber qué estrategias seguir para repeler el ataque del mosquito más peligroso, el Anopheles, que transmite la malaria.

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miércoles, 2 de agosto de 2006

Recuerdos de celofán

En agosto estamos. Tiempo de éxodo y molicie donde los haya. Buen mes para el Buho. Apalancado en su casa donostiarra, todo parece indicar que con más fresquito (y lluvia) que en el agobiante y finiquitado mes de julio. Casi sin llamadas telefónicas ni emilios que contestar en sus matutinas jornadas en la Facultad, donde se puede dedicar a ordenar la mesa y discutir con tranquilidad con los pocos miembros del Grupo que no nos vendemos por un agosto cualquiera. Y cuando los demás vuelvan en setiembre, con ansias renovadas por cambiar la UPV/EHU y la Ciencia, desaparecerá discretamente con su chica al menos por una semana. El Blog puede que se resienta porque la calma chicha lo invade todo pero unas cuantas entradas más verán la luz durante este mes. O eso espero, que ya los temas menudean y parece que me acerco a un límite asintótico inexorable.

Los que ya disfrutamos de una edad provecta vamos ejecutando una especie de precipitación selectiva de recuerdos de nuestros años pasados. Algunos van desapareciendo con el tiempo, mientras otros se afianzan con más fuerza. Algunos que parecían perdidos parecen retomar, de repente, una fuerza inusitada como consecuencia de la acción catalítica de alguna noticia, alguna foto inesperada o algún comentario. Eso me ha pasado a mi con el celofán, aparcado en alguna recóndita esquina llena de telarañas de mi memoria.

Andaba estas noches releyendo un libro de E. S. Stevens, “Green Plastics. An Introduction to the New Science of Biodegradable Plastics” que me compré en el 2002 y que nunca me ha acabado de convencer del todo. Pero lo he usado en mis clases, se lo he dejado a estudiantes y, de vez en cuando, le doy algún tiento para ver si cambio mi opinión sobre él. De repente, en una de esas acometidas, me encuentro con una frase que seguro que he leído otras veces pero que, en esta ocasión, ha catalizado algún oculto resorte: “One well-stablished bioplastic that has survived the growth of the synthetic plastics is cellophane, a sheet material derived from cellullose”. Celofán, celofán, ahí estaba la clave.

La casa de mi abuela materna era la primera a la izquierda según se mira de frente el Ayuntamiento de Hernani en la que antes se llamó Plaza de los Gudaris Muertos (traducción literal del euskera, algo tremendo, ayatoliano) y que ahora lo han suavizado por aquello del cambio en el gobierno municipal y lo han dejado en Plaza de los Gudaris. La casa ya no existe porque la tiraron y han hecho una nueva. Falta hacía, porque creo que no se cayó durante años gracias al apoyo del propio edificio municipal y a unas losas gigantescas, herculianas, existentes en el portal y que asentaban el equilibrio del edificio entero. En el último piso, de equilibrio más metaestable, estaba el domicilio de mi abuela, una burgalesa lista como el hambre que lo mismo cocinaba como los ángeles que te preparaba un ungüento a base de petróleo que te salvaba de un herpes o de una pulmonía.

En los años que ahora recuerdo mi abuela vivía con la hermana más joven de mi madre y ambas se sacaban un sobresueldo manufacturando unas bolsitas de celofán a partir de material suministrado por la que hoy se llama Papelera de Zikuñaga y unos utensilios sencillos que consistían en una brochita y una cola cuyo olor no recuerdo y que, si lo recordara, podría ser objeto de otra entrada. La idea era sencilla. La Papelera suministraba a hernaniarras bien dispuestos unos fajos de filmes de celofán de ciertas dimensiones con los que preparar, brochita y cola en ristre, bolsitas para caramelos, garrapiñadas y todo tipo de alimentos u objetos embolsables. No me acuerdo de lo que pagaban pero intuyo que la unidad de medida andaría en los cientos o miles de bolsas finiquitadas. Y allí solía colaborar yo algunos días, sentado en una silla de enea que me ponían al efecto, ejecutando sistemáticamente una serie de movimientos que acababan configurando la bolsita en cuestión. O atando con una gomita de caucho las decenas o centenares de bolsitas que habíamos terminado en una sesión.

El celofán es, en efecto, un material polimérico derivado del tratamiento químico de uno de los polímeros naturales más extendidos, la celulosa existente en la madera de los árboles, en plantas como el algodón, así como en otros vegetales y verduras. Ya hemos mencionado varias veces a la celulosa, clasificándola como un polisacárido, de fórmula estructural idéntica a la del almidón, consistente en la repetición de muchas unidades de glucosa encadenas entre sí, pero de características muy distintas. Nuestro organismo descompone con facilidad al almidón, produciendo unidades de glucosa que nos sirven de combustible a nuestro metabolismo y que, si nos pasamos en la dosis, nos puede engordar y, en último caso, matar. La celulosa, sin embargo, es inocua en nuestro metabolismo. Entra cuando comemos verduras, fruta, cereales y sale por donde tiene que salir, sin sufrir muchas transformaciones. Eso sí, parece que contribuye a la buena salud de nuestro colon. Todo esto ya está dicho en otra entrada.

La diferencia para estos comportamientos tan dispares está en la forma en la que unidades de glucosa se unen para formar uno u otro polisacárido. La organización en el almidón es aparentemente más sencilla. Las unidades de glucosa se van encadenando unas a otras, manteniendo la simetría con respecto al plano del anillo de seis miembros que aparece en la figura. En la cadena de la celulosa, por el contrario, la situación es distinta. Si nos fijamos en las dos unidades en rojo que aparecen en la figura de abajo, es claro que la simetría con respecto al ciclo no se mantiene. En la primera de las unidades el grupo CH2OH está situado bajo el plano y en la siguiente sobre el plano.Eso confiere las peculiaridades de uno y otro polisacárico.

El hecho de que nuestro organismo asimile el almidón y no la celulosa se debe fundamentalmente a que ésta última cristaliza y esos cristales, que suponen en torno al 30 o 40% de la celulosa y que se agrupan en fibras de celulosa, no se disuelven en agua y, por tanto, no permiten la acción de enzimas que, como en el almidón, van rompiendo la molécula y produciendo las unidades libres de glucosa que nuestro organismo necesita.

El conseguir de alguna manera la disolución de esas fibras está en el origen del celofán. A finales del siglo XIX, tres científicos británicos, Cross, Bevan y Beadle consiguieron, tras múltiples pruebas, algo que han legado a la posteridad. Trataron fibras de celulosa provenientes de algodón y de madera con hidróxido sódico (sosa caústica), como forma ya conocida de atacar las fibras y al menos disgregarlas, gracias a la acción enérgica de la sosa. Posteriormente trataron el resultado con disulfuro de carbono, lo que originaba el xantato de celulosa que se va progresivamente disolviendo en la disolución acuosa de sosa. El resultado es un líquido viscoso que puede hilarse, dando lugar a lo que todavía hoy conocemos como viscosa, o puede procesarse en forma de filme, dando lugar al celofán.

A lo largo de los primeros años del siglo XX se establecieron una serie de industrias que fabricaban Celofán en diferentes puntos de Europa, hasta que en los primeros años de la postguerra española también llegaron a España. Primero en Hernani donde fue una especie de apuesta piloto de la entonces Papelera Española que, años más tarde, acabó por eliminar el negocio celofanero en esa planta. Sobre todo porque en 1949 y gracias a un consorcio entre esa papelera y la belga SIDAC, se estableció en Burgos La Cellophane Española que cerró definitivamente hace unos seis años ante la imposibilidad de seguir manteniendo el tipo ante polímeros para embalajes mucho más baratos y, también, ante lo contaminante del proceso, sobre todo por el uso del disulfuro de carbono y del ácido sulfúrico empleado en etapas intermedias. Similar suerte han corrido otras factorías hermanas como la British Cellophane Ltd, radicada en Bridgwater y cerrada el año pasado.

Pero no sé si este va a ser el final definitivo del celofán o la cosa puede reactivarse. El celofán es un material absolutamente biodegradable. De hecho, si no se procesara conjuntamente con otros aditivos puede biodegradarse en uno o dos meses. Esa biodegradabilidad manifiesta ha hecho necesario el que los filmes de celofán tengan que ser modificados para los usos a los que últimamente estaba destinado y que incluían los envases antes mencionados en alimentación o el embalaje de productos como cigarros y puros. En esa modificación ha sido bastante habitual el colocar delgadas capas superficiales de un polímero sintético, primo del PVC, el policloruro de vinilideno (PVDC), como una forma de retrasar esa biodegradabilidad y añadir además algunas otras propiedades adicionales.

Pero en la nueva era de productos ecológicos que nos espera a la vuelta de la esquina, el celofán podría ser de nuevo considerado, buscando nuevos procesos en su obtención que fueran más respetuosos con el medio ambiente, buscando tratamientos superficiales en la misma onda y aprovechando el carácter de biodegradable que, hoy en día, es un valor añadido por si mismo.

Para entonces, la mayoría de los hernaniarras que conocieron la irrupción inicial del celofán en la España de los 40 habrán desaparecido, probablemente sin haber valorado el papel que dicho material jugó en la economía de guerra de mi pueblo durante aquellos años.

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