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Aunque los últimos días estamos teniendo en Donosti, gracias al Viento Sur, temperaturas muy agradables, no está, sin embargo, la cosa como para chancletas. Pero este Blog tiene lectores hasta en las antípodas y uno de ellos me ha mandado una página web con una cabecera con la imagen que se contempla a la izquierda. Que no se sabe si es una promesa de vuelta a la naturaleza para las chancletas o para quien las calza. Cada vez me cuesta más entrar, por cansina, en la clásica disputa natural/sintético pero es que, como ya os he contado más de una vez, yo hice mi Tesis Doctoral sobre diferentes tipos de cauchos (tanto naturales como sintéticos) y, de aquella época y también de algo más tarde, conservo mucha bibliografía sobre la historia de estos materiales. Alguno de esos artículos vuelven a mi ya provecta memoria de vez en cuando y por desencadenantes diferentes. Como hoy, cuando leía el anuncio en cuestión. Así que he decidido contaros una historia, creo que interesante, sobre la prehistoria de los cauchos y luego volvemos con las chancletas de marras.
En el año 1999, tres investigadores del Departamento de Materiales del Massachusetts Institute of Technology (el afamado MIT) publicaron en la no menos afamada revista Science, un trabajo sobre unas pelotas de caucho que las diferentes culturas mesoamericanas usaron durante muchos siglos en ciertas ceremonias lúdico-religiosas que, todo hay que decirlo, a veces acababan con sacrificios humanos. La datación con técnicas radiactivas de unas pelotas, encontradas en un yacimiento arqueológico en la localidad mejicana de Veracruz, han permitido establecer que se fabricaron alrededor de 1600 años antes de Cristo. Tres mil años mas tarde, los colonizadores españoles y los cronistas que los acompañaban, constataron que los indígenas seguían practicando ese juego con dichas pelotas de tamaños similares a los actuales balones de fútbol. Era algo parecido al vóley pero que se jugaba sin red y golpeando la pelota con la cintura y caderas. Gracias a crónicas de principios del siglo XVI sabemos que esas pelotas se fabricaban a base de lo que hoy llamamos látex, una suspensión acuosa de grasas, ceras y polímeros, que ciertos árboles tropicales de la zona, como el denominado Castilla elastica, exudan cuando sus tallos son heridos con un objeto punzante. La producción de ese látex es una reacción del árbol a la agresión y una forma de comenzar la restauración de la parte dañada. Los indígenas llamaban al látex ulli, de donde procede el término hule que en Méjico y otros países de la zona se usa para el caucho.
Como ya os he contado en otros sitios de este Blog, eliminar el agua que contiene el látex da lugar a un material semisólido, blandito y pringoso, que es lo que se conoce como caucho natural. Durante bastante tiempo no sirvió para casi nada, aunque en una entrada de 2010 os contaba, sin embargo, que los primeros impermeables contra la lluvia, los famosos Mackintosh, que se empezaron a vender en la segunda década del siglo XIX, eran capas de tejidos embadurnados con una disolución de ese caucho natural en éter de petróleo (algo parecido a la gasolina), que se pegaban unas con otras en una especie de sandwich. Eficaces contra el agua pero una guarrada pegajosa y molesta, que ningún inglés de alta sociedad osaría vestir.
Más o menos en este tiempo, emerge la figura de Charles Goodyear, un personaje fascinado por la posibilidad de hacer que el caucho pudiera utilizarse para algo, una obsesión que casi arruinó el patrimonio familiar y que le hizo visitar la cárcel, cuando acabó en un auténtico desastre su propuesta al gobierno de su tiempo de preparar sobres de correo resistentes a la lluvia con un impregnado a base de caucho. Entre las muchas cosas que probó para mejorar el caucho, a base de pura prueba y error, optó, vaya usted a saber por qué, a mezclarlo con azufre. Algo que tampoco funcionó, hasta que un día una de esas mezclas se quedó sobre una estufa que tenía en su laboratorio para calentarse. El resultado fue que la goma blandita y deformable se fue haciendo más dura y prácticamente indeformable pero manteniendo una cierta elasticidad que le permitía botar. Había nacido el caucho natural vulcanizado que jugó un papel fundamental en la introducción de los primeros automóviles con motor y resultó un material estratégico en la primera guerra mundial.
Volviendo a los tres investigadores implicados en el trabajo de Science, cuya referencia doy al final, uno de ellos era un estudiante que estaba haciendo un trabajo de fin de grado dirigido por otra de los firmantes. El trabajo no iba más allá de querer establecer el marco geográfico de esas prácticas con pelota entre los indígenas mesoamericanos. Pero en las sesiones de tutoría entre el estudiante y su directora, y de modo tangencial, surgió la pregunta de cómo se las habían ingeniado los indígenas para conseguir una pelota elástica, pero prácticamente indeformable, cuando el concepto de vulcanización no apareció, de la mano de Goodyear, hasta 3500 años después. Ambos exploraron los textos de otros cronistas de la época de la colonización por parte de los españoles y, lo que es más importante, consiguieron hacerse con un par de muestras de las pelotas encontradas en los trabajos arqueológicos de Veracruz antes mencionados. Contando con la ayuda de la tercera firmante del artículo, pudieron realizar una serie de análisis químicos que fueron los que llegaron a la conclusión que valió su aceptación como artículo publicable en Science.
Los indígenas extraían el látex de ejemplares del árbol arriba mencionado (Castilla elastica) pero, antes de eliminar el agua del mismo, lo mezclaban con un segundo líquido, extraído de la maceración de una enredadera habitual de esos mismos árboles y que en botánica recibe el nombre de Ipomoea alba (también conocida como Flor de Luna o Dama de Noche porque sus flores se abren de noche y se cierran durante el día). La mezcla de ambos líquidos provoca la precipitación del polímero base del caucho natural que, al mismo tiempo, reacciona con ciertos compuestos de azufre que la Ipomoea contiene (ácido sulfónico y cloruro de sulfonilo) obteniéndose un efecto similar al que se da en el proceso de vulcanización del caucho.
Dicho lo cual, y volviendo a las chancletas del comienzo, la empresa que las comercializa nos cuenta una maravillosa historia en la que dicen haber buscado su material en granjas de árboles de Tailandia que se han dedicado tradicionalmente al suministro de caucho natural. Nos cuentan cómo los vibrantes colores de sus productos provienen de colorantes naturales. Pero si me habéis seguido hasta aquí, os habrá asaltado la duda que asaltó a un servidor al leer el anuncio: ¿esas chancletas usan el caucho sin vulcanizar?. Difícil, porque durarían muy poco en su forma original cuando alguien pesando unas cuantas decenas de kilos se asentara sobre ellas. Y, si no es así, ¿habrán usado, como los indígenas, extractos de plantas para conseguir algo similar a la vulcanización?. Difícil de entender que si lo han hecho no lo publiciten, dado el tono ecológico del anuncio. Así que yo creo que azufre o compuestos de azufre, como los mercaptanos o similares, tiene que estar implicados en la confección de las citadas chancletas.
También proclaman la biodegradabilidad de las mismas. Aunque es cierto que los cauchos (tanto naturales como sintéticos) se biodegradan mejor que otros polímeros, como los plásticos convencionales, la vulcanización complica la biodegradabilidad y tanto más cuanto más extensamente vulcanicemos. Y para muestra un botón: basta ver cómo se "biodegradan" las pilas de neumáticos usados que se acumulan en las empresas de desguace. Poco o nada, lo que hace que muchos de ellos acaben en las interioridades de los hornos de las cementeras o de las plantas incineradoras.
¡¡Feliz Navidad amigos!!
(*) D. Hosler, S.L. Burkett y M.J. Tarkanian, Science 284, 1988 (1999).
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Hace poco más de un mes, el 20 de octubre, tuvo lugar un evento que, a partir de ahora, constituirá un motivo más, entre muchos, para visitar esa preciosa Villa medieval que es Bergara. Ese día, su llamado Laboratorium, hoy en día un museo, fue proclamado Lugar Histórico de la Ciencia Europea, tras una resolución de la European Physical Society (EPS) a propuesta del Donostia International Physics Center (DIPC). No es un reconocimiento cualquiera. Basta visitar esta página de la propia EPS para darse cuenta del renombre y la importancia de otros sitios Históricos en la vieja Europa. El nombre de Laboratorium recuerda al Laboratorium chemicum, creado por L. J. Proust, uno de los padres de la Química moderna, en el Real Seminario de Bergara, fundado en 1776 por la Real Sociedad Bascongada de Amigos del País. En ese, para entonces, excelente Laboratorio, los hermanos Elhuyar aislaron en 1783 (ver página 46 de este documento) uno de los elementos de la Tabla Periódica, de la que hablábamos en la entrada anterior: el Wolframio, también conocido como Tungsteno.
Desde los inicios del siglo XX, el Wolframio ha sido el componente fundamental de las humildes bombillas de filamento incandescente que ahora están pasando a mejor vida. Tras una tormentosa sucesión de inventos, patentes y litigios, las bombillas que comenzaron su existencia de la mano de Edison y su filamento de carbono, alcanzaron su desarrollo final cuando ese filamento se sustituyó por uno de wolframio. En una bombilla convencional su filamento, encerrado en un bulbo de vidrio, se pone incandescente merced al paso a través de él de la corriente eléctrica y, como consecuencia de ello, genera la luz que ha iluminado durante decenios nuestra vida cotidiana. El bulbo suele estar relleno de un gas inerte (nitrógeno o argon) para evitar la oxidación del wolframio y su posterior evaporación, lo que acababa oscureciendo el vidrio y dejando inservible la bombilla. La historia de ese desarrollo está magistralmente contada por Oliver Sacks en su libro "El tío Tungsteno", un texto que recomiendo vivamente al que no se lo haya leído.
Baratas, fáciles de instalar, fabricadas en miles de millones de unidades por todo el mundo, han jugado un papel muy importante en la calidad de vida y la seguridad de millones de personas, que solamente caían en la cuenta de su importancia cuando el filamento se rompía y la bombilla no alumbraba. Sin embargo, el sistema es muy poco eficiente, ya que entre el 90 y el 95% de la energía empleada en mantener el filamento incandescente se pierde irremisiblemente en forma de calor (basta tocar el vidrio para comprobarlo) y sólo el resto se emplea realmente en alumbrarnos. Y dado que una parte importante de la demanda energética del mundo civilizado se usa en alumbrado, las últimas décadas han ido siendo testigos de un inexorable declive de las modestas bombillas y su sustitución por otras formas de alumbrado más eficaces.
Durante una serie de años, las bombillas de filamento convencionales han estado compitiendo con los alargados tubos fluorescentes y, más recientemente, con las llamadas lámparas fluorescentes compactas (LFCs o CFLs en inglés). En ellas, se encierran a vacío vapor de mercurio junto con uno o varios gases nobles (neón, argón, xenón o kriptón). Se aplica voltaje a un hilo de wolframio que, en esas condiciones, produce electrones que chocan con los átomos del gas noble a los que ionizan. Como consecuencia de ello, la atmósfera de gases en el interior del tubo se vuelve más conductora de la electricidad y más corriente eléctrica pasa a través del tubo. El vapor de mercurio, en él presente, se excita como consecuencia de ello y emite luz ultravioleta. Pero esa luz no es la que nos gusta tener en una habitación para la vida normal. El asunto se arregla gracias a un fenómeno llamado luminiscencia que tiene lugar en unas sales de fósforo con las que se tapiza el interior del vídrio del bulbo. La luz ultravioleta producida por el mercurio excita a esas sales que, al final, acaban emitiendo luz blanca o de otro color (como las luces de neón) dependiendo de la naturaleza química del recubrimiento y, también, del tipo o mezcla de gases nobles. Estas lámparas tienen, sin embargo, el inconveniente de que necesitan mercurio para funcionar. Algunos grupos ecologistas han denunciado que pueden llegar a contener hasta 5 miligramos de mercurio por bulbo, por lo que habría que tener cuidado una vez que se rompen. Pero varias agencias gubernamentales han desmentido la veracidad de esos riesgos (ver, por ejemplo, aquí lo que dice la inglesa DEFRA).
En cualquier caso, la solución actual parece pasar por la progresiva implantación de los llamados LEDs, acrónimo de Light-Emitting Diodes (diodos emisores de luz). Estas fuentes de luz duran 25 veces más que las bombillas convencionales y casi tres veces más que las fluorescentes compactas. Consumen solo el 25% de lo que consume una bombilla incandescente a igual luminosidad (al contrario del bulbo de una incandescente un LED se puede tocar mientras funciona). Fabricados a base de compuestos químicos un tanto raritos para el gran público (semiconductores), emiten luz cuando sus electrones cambian de nivel energético. Dependiendo del material semiconductor empleado la luz es diferente. Y así se puede obtener luz roja al emplear arseniuro de aluminio y galio, luz azul (nitruro de indio y galio) o verde como cuando se emplean ciertos derivados de fósforo, galio y aluminio. Las previsiones parecen indicar que para 2030, los LEDs dominarán el mercado de la iluminación con una cuota cercana al 80%.
Pero, como decíamos antes, a los humanos nos gusta que las bombillas produzcan una luz lo más parecida posible a la luz del día. Y ahí, por ahora, la luz producida por una humilde bombilla de filamento incandescente de wolframio gana por goleada, porque permite visualizar los objetos casi con las mismas características que cuando los apreciamos bajo la luz del día. Para compararla con otras luces podemos usar el llamado Indice de reproducción cromática o Color Rendering Index (CRI), al que se asigna un valor de referencia 100 en el caso de la luz del día y de la bombilla de filamento. Cuanto más se acerquen a esa cifra las luces derivadas de otros dispositivos como los LEDs, más parecidas serán a la luz del día. La mayoría de los LEDs usados tienen por ahora CRIs entre 70 y 85, lo que hace que los objetos que iluminan resulten menos "naturales" al ojo humano.
Una posible solución para obtener CRIs mayores es poner en el mismo LED tres materiales que nos proporcionen luces azules, verdes y rojas y combinarlos en proporciones adecuadas para reproducir la luz del día. La idea parece adecuada pero complica mucho el diseño del producto final además de encarecerlo. Así que los fabricantes han recurrido de nuevo al viejo truco de la luminiscencia. Por ejemplo, si colocamos un LED emisor de luz azul (el nitruro de indio y galio) y alojamos en su interior polvo de un compuesto de Ytrio y aluminio dopado con cerio, este, al ser iluminado por la luz azul del nitruro, emite una luz amarilla que, combinada con la azul del LED, permite crear un dispositivo robusto, eficiente y económico, aunque la luz sigue teniendo un tono azulado con un CRI alrededor de 75. Sin embargo es muy adecuado para su uso en la iluminación de automóviles.
Otras situaciones son más difíciles de resolver. Por ejemplo, para CRIs por encima de 80 que ya proporcionan luces más cálidas, adecuadas al interior de nuestras casas, el diseño necesita no de una sino de un par de sustancias luminiscentes a base de nitruros de silicio dopados con átomos de bario, calcio o estroncio que se iluminan con un LED amarillo o amarillo verdoso. Y para luces con CRIs superiores a 90, que son las adecuadas para museos, quirófanos y grandes almacenes, la cosa aún se complica más.
Pero hay mucha gente investigando en estas cosas, como contaba Mitch Jacoby en un artículo en el Chemical Engineering News de hace un par de semanas que, mezclado con el evento de Bergara, está en el origen de este post. Como bien se explica ahí, hasta hace poco tiempo la búsqueda de nuevas sustancias luminiscentes que, bajo la acción de las luces de los diodos, reproduzcan la luz del día, ha sido una paciente labor de los investigadores por el clásico método de prueba y error pero, gracias a las potentes técnicas computacionales de las que disponemos hoy en día, se pueden realizar cribados sobre cientos o miles de productos para localizar algunos que sean estables, abundantes y que puedan proporcionar luces adecuadas al ser excitados por determinados diodos.
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Ahora hace aproximadamente un año, la Asamblea General de las Naciones Unidas proclamó "el año que comenzará el 1 de enero de 2019 Año Internacional de la Tabla Periódica de los Elementos Químicos, a fin de concienciar a nivel mundial sobre las ciencias básicas y mejorar la educación en este ámbito, prestando especial atención a los países del mundo en desarrollo....bla, bla, bla.". Así que avisados estáis de que la chusmarra de químicos que tenéis cerca os va a dar la brasa durante unos meses sobre la importancia de esa Tabla de elementos químicos que echó a andar de la mano del científico ruso Dmitri I. Mendeléyev, considerado uno de los padres de la Química moderna. Y como una pequeña contribución al próximo inicio de este Año Internacional, os voy a recomendar la lectura de uno de mis libros favoritos, uno que releo periódicamente, un texto publicado en italiano en 1975 y cuya portada original podéis ver en la foto que ilustra esta entrada y que podéis ampliar clicando en ella. El autor, Primo Levi, era un judío de Turín, sobreviviente de Auschwitz, escritor y antifascista reconocido.
Lo que no tanta gente sabe es que tanto antes de Auschwitz, como en el propio campo de concentración o en su vida posterior, Levi fue un químico apasionado por descifrar la materia, atesorando un curioso curriculum de aventuras y desventuras en las empresas por las que pasó (incluida una ligada a Auschwitz que le permitió sobrevivir a las terribles condiciones del campo). El libro recrea, con prosa rebuscada y delicada, con la ironía entre acerada y cariñosa propia de alguien que está de vuelta de todo, muchos de los episodios de su vida, ligándolos a veintidós de los elementos que constituyen la Tabla Periódica. El libro se tradujo luego al inglés usando el título The Periodic Table, mientras que la versión en español, una cuidadosa traducción nada menos que de Carmen Martín Gaite, recuperó el título original en italiano (El Sistema Periódico). Un pdf gratuito de esta versión está en la red.
A lo largo de esos veintidós capítulos, cada elemento le sirve a Levi para recrear un episodio de su vida, sus recuerdos, sus amigos, sus amores y sus desventuras. Para un químico viejo como yo hay episodios divertidos como el del hidrógeno, donde cuenta sus aventuras con un amigo, ambos de temprana edad, haciendo "experimentos" peligrosos con peligrosas consecuencias, algo que tuve el atrevimiento de hacer con similar número de calendarios. Otros son terribles, como el del hierro, en el que pormenoriza su amistad con una persona que acabó siendo ejecutada por un niño de los que los nazis extraían de los orfanatos para dedicarlos a esa macabra labor. O el del vanadio en el que describe cómo, veinte años después del fin de la guerra, identifica en el transcurso de una relación comercial por carta y como consecuencia de un mínimo detalle, a un tal Dr. Muller (un apellido tan corriente como Pérez) a cuyas órdenes había trabajado como prisionero en los últimos meses de la guerra. Y no voy a contar casi nada más, a ver si os pongo sobre ascuas y os incito a su lectura. No es un libro de Química ni de Ciencia al uso, aunque en 2006 la Royal Institution le otorgara el título de mejor libro de Ciencia, mediante una votación informal entre el público presente en un evento celebrado en el londinense Imperial College, público al que se invitó a elegir entre una lista de obras relacionadas con la Ciencia.
Pero si algún capítulo me gusta particularmente ese es el último, dedicado al carbono. El capítulo parte de una mina de carbonato cálcico, en la que un trabajador desprende un trozo del mismo para llevarlo a un horno y producir así cal (óxido de calcio) y un gas (CO2) que escapa por la chimenea. A partir de ahí, Levi sigue la pista de un átomo de carbono insertado entre dos oxígenos en la molécula de ese gas, un ejemplo más de la doble cara de la Química: "gas de la vida" por un lado y convicto "botón" con el que controlar el calentamiento global, por otro. El autor confiesa que ha dejado correr su imaginación por uno de los infinitos caminos posibles en los que ese átomo de carbono puede viajar. Respirada la molécula de CO2 por un halcón, devuelta a la atmósfera tal cual, disuelta varias veces en agua de un océano o un río y de nuevo reincorporada a esa mezcla de gases que llamamos aire, "hasta que se encontró con la prisión y la aventura orgánica". Una forma sutil de explicar la captura de la molécula en la hoja de una viña gracias al concurso de la luz solar, lo que técnicamente llamamos fotosíntesis, un proceso que despoja al carbono de nuestra molécula de CO2 de sus dos compañeros de viaje (los oxígenos) y le hace entrar a formar parte de una molécula de glucosa que acaba en el seno de uno de las uvas de un racimo maduro.
Glucosa que es oxidada en un esfuerzo realizado, persiguiendo a un animal, por la persona que se comió el racimo. Y que devuelve al carbono, de nuevo en forma de CO2, al aire y acabar otra vez, por mor de la fotosíntesis, en un cedro que, al cabo de muchos años, es atacado por una carcoma, que lo incorpora a su organismo. La carcoma forma su capullo y nuestro carbono sale en primavera en los ojos de una fea mariposa gris. El insecto fecundado, deposita sus huevos y muere...... Y la cosa sigue así en una historia casi interminable, hasta que en las últimas veinte líneas del capítulo y del libro, ese carbono acaba alojado en una célula del cerebro del propio Primo Levi tras beberse un vaso de leche. Esa célula, que atesora la capacidad de escribir, "es la célula que en este instante, surgiendo de un entramado laberíntico de síes y noes, hace a mi mano correr sobre el papel en una determinada dirección y dejarlo marcado con estas volutas que son signos: un doble disparo, hacia arriba y hacia abajo, entre dos niveles de energía, está guiando esta mano mía para que imprima sobre el papel este punto: éste."
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Una de las cosas que no me gustan de las redes sociales es que ciertos colectivos de famosos, en virtud del número de seguidores que tienen, se aventuren a hablar de cosas que les exceden. Eso es lo que ocurrió con el comentario que el ciudadano de la foto colocó hace días en Twitter (clicando en ella podéis ver en grande la imagen y el comentario). Con una bolsa de plástico negro entre las manos, animaba a otros colegas suyos (tan afamados como él en el exquisito arte de golpear un balón) a hacer lo mismo y convertir el gesto en algo viral en las redes, en lo que pretendía ser una denuncia contra el uso abusivo de los plásticos (véase la etiqueta #PlanetaOPlastico de su mensaje). Recibió casi de inmediato un buen zasca de mi antiguo alumno y buen amigo Sufi Garmendia y esta entrada, que hemos escrito al alimón, pretende desarrollar con más detalle esa respuesta contundente de Sufi. Y que podríamos resumir diciéndole al Sr. Fàbregas (nótese mi dominio del acento catalán) que, sin los plásticos, tendría que salir al campo de fútbol en pelotas, no dispondría de balón al que pegarle patadas ni tampoco de red en la que alojar el mismo. Pero, vayamos por partes.
Las bolsas de basura pueden ser icónicas en la lucha contra la contaminación por residuos plásticos, pero no es la fuente más importante de los mismos ni de lejos, como ya se trató de poner de manifiesto en este Blog hace ya diez años. Pero vayamos a lo que nos ocupa. Si empezamos por lo que toca la piel de nuestro concienciado futbolista, cuando éste y sus colegas salen al campo, resulta que ocultan relativamente su desnudez gracias a las fibras sintéticas (plásticos), mucho más sofisticadas y por ende más confortables que la lana o el algodón usados en las camisolas de hace años. Y que les evita, por ejemplo, estar mucho más mojados que sus ancestros, porque una camiseta de algodón puede llegar a absorber hasta un 7% de su peso en agua, mientras que una de poliéster sólo lo hace en un 0,4%. Esas mismas camisetas llevan generalmente incorporados otros plásticos, como los poliuretanos que dan forma a la propaganda que les da dinerito o los que se añaden a las fibras para mejorar su capacidad aislante frente al frío.
En la edición del año 1986, el balón de la Copa del Mundo dejó de ser de cuero para pasar a ser de poliuretano y, hasta el día de hoy, la confección del balón oficial es un auténtico derroche de tecnología a la hora de elegir los materiales plásticos más adecuados. Por ejemplo, en el reciente mundial de Rusia, el balón oficial (denominado Telstar 2018) estaba compuesto en su parte externa por seis paneles de poliuretano, unidos entre sí por simple calentamiento. En la cara interna de esos paneles había una fina capa de poliamida (o nylon) en contacto, a su vez, con lo que se ha presentado como la auténtica revolución de ese balón. El globo hinchable que le da su forma, fabricado a partir de un caucho, un copolímero (conocido como EPDM) a base de etileno, propileno y un dieno y que han querido vendernos como ecológico por aquello de emplear gas etileno proveniente de caña de azúcar en su fabricación. Pero, como ya he explicado aquí, eso no resuelve qué hacer con el plástico (polietileno) resultante, que sigue teniendo las mismas dificultades como residuo plástico que el que lleva el Sr. Fàbregas en la boca.
Los guantes del portero son un componente fundamental del equipamiento de cualquier club. Tienen que amortiguar balones a velocidades que pueden llegar a 120 km/h y permitir cazarlos de forma eficaz, con todo lo que eso conlleva, por ejemplo, en ambientes húmedos. La variedad de guantes que hay en el mercado destinados a porteros aficionados y profesionales es muy extensa. Como también los materiales que en ellos se emplean y que, fundamentalmente, implican a plásticos como poliuretanos, poliésteres, poliamidas y elastómeros. La exacta composición de los elementos de un guante es celosamente guardada por los fabricantes, dada la feroz competencia existente.
Y, ¿qué me dicen del calzado?. Si elegir un guante de portero es complicado, la cosa raya ya lo imposible en el caso de las zapatillas. Botas ultraligeras para delanteros veloces, más protegidas para defensas contundentes o supertécnicas para los mediocentros que tienen que suministrar pases con precisión milimétrica. Es difícil imaginar toda la ciencia y tecnología implicada en una zapatilla de un jugador de élite como el que nos ocupa. Y que, a diferencia de las usadas en décadas pretéritas, no llevan casi nada del cuero con el que gentes como Pelé o mi amigo Carmelo Amas golpeaban balones también de cuero.
Una parte importante de una zapatilla de fútbol es la suela y sus tacos. Hasta el mundial de Brasil, ambos estaban hechos también de poliuretano y se moldeaban en una sola pieza. En algunos casos llevaban fibra de carbono como refuerzo. Pero, desde el Mundial de Brasil, casi todas las suelas se fabrican con un copolímero denominado PEBAX a base de poliamidas y poliésteres. Los tacos se siguen fabricando, por ahora y en su mayoría, con poliuretano y luego se pegan con un adhesivo (también polimérico) a la suela de PEBAX.
Y luego están los sitios donde los colegas del Sr. Fàbregas ofician o entrenan su distinguido arte. Campos con hierba artificial que, en un principio, estaban constituidos por fibras de poliamida embutidas en un suelo de poliuretano. Las poliamidas fueron luego reemplazadas como "hierba" por fibras de polietileno (el mismo que el de la bolsa negra de la foto) y de polipropileno (el mismo que muchos envases de alimentos o tapones de botellas), recubiertas de silicona (otro polímero) y embutidas en un "campo" a base de polipropileno expandido y gránulos de caucho provenientes del reciclado de neumáticos de automóviles. Y me cuenta mi amigo Domingo Merino (que de estas cosas sabe un montón) que, actualmente, la mayoría de los campos de primera división en España son a base de mezclas de hierba natural y artificial y lo mismo pasa en el reino de Su Majestad Británica. Me ha enseñado fotos de la instalación de tepes de la mezcla natural-artificial en el Bernabeu y me asegura que hay varios viveros que los preparan.
Esos estadios tiene cubiertas que protegen a los espectadores, fabricadas en sofisticados plásticos como el ETFE del que hablamos aquí hace poco. Y todo campo que se precie alberga porterías, cuyas redes vuelven a ser de fibras de polietileno o polipropileno.
Pero la inconsistencia intelectual del Sr. Fàbregas y sus colegas bolsa en boca va aún más lejos, si uno piensa en la procedencia de muchos de los equipamientos empleados en el fútbol y otros deportes de élite como el tenis, el golf (aquí no tiro para casa) o similares. Se trata de relevantes empresas que, en muchos casos, tienen factorías en países en desarrollo donde, en algunos casos todavía, se sigue empleando como mano de obra barata a niños de corta edad. Y en muchos de esos países, y en otros incluso más pobres, no es raro encontrar niños que no tiene agua saludable para beber pero llevan una camiseta como las usadas por nuestros "preocupados" futbolistas, que seguro que no han pensado donde acaban esas prendas cuando ya no están para que nadie las use.
Y, para terminar, sería bueno anotar que al Sr. Fàbregas le paga Yokohama, una compañía de neumáticos (muy difíciles de reciclar) y Nike que usa plásticos por un tubo en sus múltiples productos. El presidente de su club es uno de los mayores productores de petróleo, materia prima para la mayoría de estos materiales y para los combustibles de los potentes coches, yates y algunos casos hasta aviones que usan estos privilegiados y que nos ponen el ambiente perdido de CO2 y otros gases contaminantes. Y lo mismo pasa con otros colegas financiados por países del Golfo y empresas como Adidas o similares.
O sea que ¿qué me cuenta Sr. Fábregas...?. Su bien abultada cartera proviene de las mismas fuentes que las que dan origen a esa bolsa de plástico que se ha puesto en la boca. Si la usara para hablar menos de lo que no sabe...
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Hace muchos años y de cara a escribir la introducción de mi Tesis Doctoral (1979) tuve que informarme sobre el mundo de los cauchos, tanto los producidos por determinados árboles tropicales como los sintetizados por los humanos en el siglo XX. Un mundo, sobre todo el de los cauchos producidos por árboles, que me resultó fascinante y que, de alguna forma, resumí en esta entrada ya lejana. Para los químicos un caucho es un poliisopreno o, lo que es igual, un polímero con miles de unidades de una cosa que llamamos isopreno. Desde entonces, todo lo que tiene que ver con el isopreno me ha llamado la atención y alguna otra entrada en este Blog lo demuestra. Y esta de hoy no es sino una consecuencia más de ese interés.
Como bien cuenta estos días un apartado de la web del americano National Snow and Ice Data Center (Centro Nacional de Datos sobre Hielo y Nieve), este jueves 25 de octubre de 2018 se han cumplido cuarenta años del inicio de la misión de un aparato conocido por las siglas SMMR, alojado en el satélite Nimbus-7 y destinado a medir la extensión de hielo en zonas polares. Si revisáis un poco el enlace anterior podéis comprobar en la última de las cuatro figuras que se muestran que, desde el comienzo de esa misión y en lo que al Ártico se refiere (la Antártida es otra historia), el número de kilómetros cuadrados ocupados por hielo ha ido descendiendo de forma progresiva.
Sin embargo un período de cuarenta años, en términos del clima, no son nada y de cara a poder aventurar predicciones sobre lo que pueda ocurrir en el futuro, se necesitan series más largas de datos del pasado porque, como siempre he enseñado a mis alumnos, extrapolar puede inducir conclusiones muy arriesgadas (y más cuanto más nos alejemos de los datos fiablemente medidos). Pero tener una idea de lo que ocurrió en el pasado sobre estos asuntos no es fácil. Hasta el advenimiento de instrumentos alojados en satélites, las regiones polares eran unas perfectas desconocidas para los humanos que, como mucho, se aventuraban por esos lares y sus alrededores a pie, en barco o con medio aéreos para tener una idea de lo que allí ocurría. Y de eso tampoco hace mucho tiempo. Así que, como en otros casos ya explicados aquí (temperaturas y pH del agua de mar), ha habido que recurrir a indicadores paleoclimáticos, conocidos como proxies en terminología inglesa. Y también en este caso del hielo ártico, como en las dos entradas mencionadas, la Química tiene algo que ver con un reciente proxy, todavía no muy difundido en la literatura, que os voy a contar aquí.
Las diatomeas son un tipo de algas unicelulares que constituye uno de los grupos más importantes del fitoplancton. Pueden vivir en el mar pero también en hielo, tan es así que ciertas especies son endémicas en él. Algunas de esas diatomeas que viven en el hielo son capaces de sintetizar una serie de moléculas (biomarcadores) como consecuencia de su actividad biológica que, cuando mueren o el hielo desaparece, se depositan en forma de sedimentos en el fondo del mar. Son estables a lo largo de miles de años, de hecho son más estables que los propios esqueletos de las diatomeas, y se pueden detectar con facilidad en cantidades muy pequeñas con las modernas técnicas analíticas.
Además, y esto es fundamental, algunos de esos biomarcadores solo aparecen en sedimentos de lugares donde haya habido hielo en el pasado y no en otros que siempre han estado libres del mismo. Ese es el caso (y aquí aparece algo relacionado con el isopreno) de los llamados isoprenoides altamente ramificados (HBI en inglés), unos lípidos generados por diferentes diatomeas como las Haslea o las Rhizosolenia que viven en capas relativamente superficiales del hielo. Uno de ellos ha pasado a constituirse en una valiosa herramienta para estudiar la evolución del hielo en el pasado. Su fórmula la podéis ver en la figura que ilustra la entrada y nombrarlo es un buen ejercicio de nomenclatura química: 2,6,10,14-tetrametil-7-(3-metil-pent-4-enil) pentadecano. Pero se le conoce por su apodo, IP25, formado por la I que viene de Ice (hielo), la P de Proxy (indicador paleoclimático) y el 25 del número de carbonos que tiene el angelito. Visto de otra forma, el IP25 proviene de cinco moléculas de isopreno en lugar de las miles que constituían los cauchos de mi Tesis.
El procedimiento por el cual se sacan conclusiones sobre el hielo en el pasado es bastante fácil de explicar en plan divulgativo aunque, como todo, la cosa no es baladí. Se extraen testigos (cores) de sedimentos en el mar hasta determinadas profundidades y se establecen las fechas a las que se depositaron a diferentes alturas con las técnicas habituales de datación radiactiva. Y a cada altura del sedimento se mide de forma muy precisa la concentración de IP25 mediante lo que los químicos llamamos GC-MS. Cuanto más alta sea la concentración de ese marcador a una determinada altura en el testigo, más hielo hubo en el tiempo en el que esa capa del sedimento se formó. Desde su propuesta en 2007 [S.T. Belt y otros, Organic Geochemistry 38, 16 (2007)] este tipo de análisis se ha empleado, sobre todo, en varias zonas árticas en las que se sospecha han podido ocurrir en el pasado diferentes procesos de extensión y retracción del hielo.
Podría contaros algunos resultados interesantes que proporciona el uso de este indicador en lo relativo a cómo parece que ha evolucionado el hielo en los últimos milenios. Pero no lo voy a hacer, primero porque no soy versado en estas cosas y, en segundo lugar, porque la lectura de un importante artículo sobre el tema de uno de los grupos que ha trabajado más en la implantación de la técnica [S.T. Belt and J. Müller, Quaternary Science Reviews 79, 9 (2013)], me ha dejado la impresión de que aún hay muchos interrogantes por resolver antes de estar seguros de su fiabilidad. Aunque, todo hay que decirlo, algunos resultados parecen cuadrar bien con la evolución que hemos visto por satélite recientemente y con la alternancia de épocas más frías y más calientes en pasados milenios (como la Pequeña Edad del Hielo o el Óptimo Climático Romano) y sobre las que existen otras evidencias históricas.
Pero lo que si parece claro, tras leerme el capítulo 3, sección 3.3.8, del último informe "especial" del Panel Internacional del Cambio Climático (IPCC-SR15), es que estos ojitos de búho que se comerá la tierra más pronto que tarde, no verán un Ártico desprovisto de hielo en la temporada veraniega, algo que nos habían venido pronosticando unos cuantos desde hace treinta años, en algunos casos para fechas que ya pertenecen al pasado, extrapolando los datos que los satélites nos iban dando.
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Como pretendo poneros a la última de las cosas que atraen la atención de este vuestro Búho, os anticipo que es muy probable que, en los próximos días, aparezcan noticias relativas a la prohibición por parte de la FDA americana de una serie de siete sustancias sintéticas empleadas como aditivos alimentarios. De hecho, la Resolución de la FDA, la Agencia que regula y controla lo relativo a alimentación y medicamentos en EEUU, tiene fecha del pasado martes 9 de octubre, aunque la misma normativa establece un plazo de dos años para que las empresas que usan esos aditivos les vayan buscando alternativas. Pretendo demostrar aquí que, en la decisión de la FDA, ha resultado fundamental la vigencia de la llamada Cláusula Delaney, que toma su nombre del congresista americano John Delaney que la propuso hace ya sesenta años (1958) y sobre la que ya hablamos en detalle en una entrada sobre la sacarina. Para que no os la tengáis que leer, voy a resumir lo que allí decía y que aquí resulta relevante.
La Cláusula Delaney estableció que cualquier producto que se demostrara que produce cáncer en los humanos o, lo que suele ser mas habitual, mostrara ese carácter cancerígeno en pruebas con animales de laboratorio, debía ser prohibido para su consumo por humanos. En marzo de 1977 la FDA se vio forzada a aplicar esa Cláusula a la sacarina (un edulcorante muy querido por los americanos de la época), ya que estudios publicados desde los sesenta demostraban que la sacarina producía cáncer de vejiga en los ratones. Un par de semanas después de su entrada en vigor, más de 30.000 americanos manifestaron su oposición a la medida, escribiendo cartas a sus representantes en el Congreso. Para diciembre ya había más de un millón de cartas y manifestaciones por todo el país.
La cosa fue tan lejos en los medios políticos y periodísticos, que hubo que buscar un compromiso. El senador Ted Kennedy propuso, y consiguió, que se aprobara la ley llamada Saccharin Study and Labeling Acta, en la que se imponía una moratoria a la prohibición de la sacarina, pero se ordenaba que todos los productos que la contuvieran llevaran una etiqueta que avisara de que ese edulcorante había producido cáncer en animales. Es fácilmente comprobable que los americanos siguieron consumiendo sacarina a pesar de la etiqueta. Esa obligatoriedad en el empleo de la misma se eliminó en el año 2000, cuando se pudo comprobar, tras estudios ulteriores, que lo que era cierto para el cáncer de vejiga en ratones no se podía extrapolar a un organismo humano, algo que posteriormente ha ocurrido con otras sustancias.
La Cláusula Delaney sigue vigente hoy en día y, en virtud de ella, una serie de colectivos de diverso tipo instaron en 2016 a la FDA a prohibir los siete productos sintéticos mencionados, presentando para ello trabajos científicos según los cuales esas sustancias producían cáncer en experimentos llevados a cabo con animales. La propia Resolución de la FDA arriba mencionada, por la que se eliminan esas sustancias, es de una claridad meridiana sobre el papel de la Cláusula Delaney en su decisión: "Ya que los datos remitidos por los peticionarios demuestran que esas sustancias sintéticas han mostrado inducir cáncer en estudios con animales, la FDA no puede considerar a esas sustancias como seguras en el marco legal de la Cláusula Delaney y debe revocar la decisión de incluirlas en el listado de las que pueden emplearse como aditivos". Ello a pesar de que la propia Agencia reconoce que "los diferentes análisis científicos llevados a cabo por la FDA determinan que esas sustancias no tienen riesgo para la salud pública bajo las condiciones en las que su uso estaba establecido".
Uno podría invocar en este como en otros asuntos el famoso principio de precaución y argumentar que, si esas sustancias han provocado cáncer en animales, mejor las eliminamos de nuestra dieta. Aunque a ese argumento se le pueden contraponer otros que, para no aburrir, voy a ilustrar en el caso concreto de uno de los siete productos de síntesis que ha sido eliminado de la lista: el metil eugenol. En primer lugar, en los estudios con ratas de laboratorio que han mostrado que esa sustancia sintética produce cáncer, se atiborró a los animalitos durante dos años con dosis de metil eugenol que son entre 220.000 y 890.000 veces más altas que la exposición estimada a esa sustancia en humanos que consuman productos con ese aditivo.
Por otro lado, es pertinente recalcar los datos que la propia FDA da en la Resolución, según los cuales, la producción americana del metil eugenol sintético no llega 86 kilos/año, mientras que se evalúa en toneladas la cantidad de esa misma sustancia disponible en forma de multitud de productos vegetales que lo contienen (ver, por ejemplo, este artículo) y que los humanos consumen, entre los que se encuentra la conocida albahaca, que no falta en el huerto de cualquier cocinero serio que se precie. Pues bien, lo que la FDA suspende es el metil eugenol sintético. Pero no parece que le importe mucho que Ud se lo meta al coleto en forma de albahaca fresca o en polvo, un cóctel de muchas sustancias químicas, algunas también cancerígenas como el estragol (véase aquí una opinión mía al respecto en El Comidista). Y así, la resolución de la FDA dice literalmente que: "La eliminación de estas sustancias sintéticas de las listas de aditivos alimentarios no afecta el status legal de alimentos que contengan homólogos naturales o no sintéticos de esas sustancias, y no hay nada en los datos que la FDA ha revisado respondiendo a la presente petición que haga que la FDA se preocupe sobre la seguridad de alimentos que contengan dichos homólogos no sintéticos". Para los no muy versados en química, cuando la FDA habla de homólogos naturales o no sintéticos (en este caso del metil eugenol) se está refiriendo, exactamente y átomo a átomo, a la misma molécula de metil eugenol que un químico pueda sintetizar en el laboratorio.
La propia Agencia lo recalca en otro párrafo que pone en evidencia la inconsistencia de la decisión: "al considerar el potencial cancerígeno del metil eugenol sintético como aditivo en alimentos, también hemos considerado la exposición a metil eugenol a partir de alimentos que contienen esa sustancia en forma natural (albahaca y otras hierbas y especias), exposición que se puede valorar en unas 488 veces superior a la exposición que uno espera de aquellos alimentos en los que el metil eugenol sintético se ha empleado como aditivo". Añadiendo como coletilla que esas sustancias que contienen metil eugenol de forma natural "han sido consumidas por los humanos desde hace milenios sin daño aparente alguno".
En resumen y para que quede claro lo que se infiere con facilidad con solo leer la Resolución de la FDA, pero que no os contarán ni en los medios ni en internet al manejar la noticia. El metil eugenol entra en el organismo humano con mucha mayor profusión a partir de plantas y especias que de chuches y otras lindezas a las que se les haya añadido metil eugenol sintético. Pero como los estudios del carácter cancerígeno de esa molécula se han hecho con metil eugenol sintético puro (mas que nada por evitar el papel de las impurezas que puedan acompañar al metil eugenol obtenido a partir de plantas), la Cláusula Delaney obliga a la FDA a prohibir el uso de metil eugenol sintético y, de forma similar, de las otras seis sustancias que le acompañan al patíbulo.
Hace ya años que la Cláusula del congresista Delaney ha venido siendo cuestionada y como se dice, por ejemplo, en este artículo de 1996 "no ha servido para salvar vida alguna, es obsoleta y debe eliminarse".
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Como se refleja en la parte superior de la página de acogida de este Blog, su apertura respondió a mi deseo de combatir la Quimiofobia rampante, algo que un servidor constataba allá por fecha tan lejana como febrero de 2006. Una de las consecuencias de la implantación de esa Quimiofobia ha sido su extensión posterior al mundo de los materiales plásticos. Y esta entrada tiene que ver con un reciente ejemplo de los efectos colaterales que dicha Plastifobia tiene incluso en medios de comunicación que se suponen serios y, para mas inri, en sus páginas dedicadas a la Ciencia, supuestamente llevadas por profesionales preparados. Pero antes de empezar me vais a permitir que deja algunas cosas claras desde el principio. Para que mi amigo Juanito E. no me eche la bronca otra vez como lo hizo esta pasada semana.
El prefijo poli es un elemento compositivo de algunas palabras, un prefijo que indica pluralidad, abundancia y términos similares como muchos y muchas, etc. Y ese es el sentido en palabras como polígono (muchos ángulos), polimorfo (muchas formas), polígamo (muchas esposas) y otras que así empiezan. No es nuevo para una parte de mis lectores que este vuestro Búho ha dedicado casi toda su vida académica al estudio y enseñanza de los polímeros. Esa palabra está compuesta por dos términos que se derivan del griego, el ya mencionado prefijo poli y la terminación mero que podemos traducir por parte. En el ámbito de la Química, un polímero es un material cuyas moléculas están constituidas por muchas partes iguales unidas entre sí, miles de veces más grandes que las de las sustancias químicas convencionales. La totalidad de los plásticos introducidos en el siglo XX (llamados así porque con la temperatura reblandecen y al enfriarlos solidifican), son polímeros. Sin excepción. Y eso se nota, entre otras cosas, en cómo los nombramos: polietileno, polipropileno, polietilen tereftalato, poliamida, poliéster, policarbonato...
Quizás por eso y por la plastifobia causada por las múltiples noticias en torno a la contaminación de plásticos en los océanos, al autor de la noticia publicada el pasado viernes en la sección de Ciencia de un conocido diario, se le fue la mano de forma espectacular. Si pincháis en la figura que ilustra esta entrada, veréis que el artículo hablaba de un plástico, prohibido desde hace años, que está matando a las orcas. El titular y el texto completo han aguantado en la red todo el fin de semana hasta ser corregidos este lunes después de que alguien les avisara (yo mismo publiqué en Twitter este tuit el mismo viernes). En la versión original se usaban hasta 11 veces los términos plástico o plásticos para referirse a la sustancia que está acabando con la vida de las orcas. Aun en la versión de hoy por la mañana (puede que la cambien si me leen) quedaba sin eliminar esa referencia a los plásticos en dos ocasiones, una como tal (penúltimo párrafo) y otra con la incorrecta denominación de los PCBs como policloruro de bifenilo, al final del artículo y que, ciertamente, suena a un plástico como los mencionados arriba. Aunque ninguna industria ha producido ni producirá jamás un plástico con ese nombre.
El error de bulto de considerar que PCB son las siglas de un plástico hubiera podido subsanarse sin mas que poner ese acrónimo en Google y abrir la página de Wikipedia que aparece enseguida. Las siglas PCB se refieren a "los policlorobifenilos (PCB) o bifenilos policlorados (en inglés: polychlorinated biphenyls), una serie de compuestos organoclorados, que constituyen una familia de hasta 209 miembros o congéneres". Lo de bifenilos policlorados quiere decir que son sustancias que tiene varios (de ahí lo de poli) átomos de cloro en su molécula (pero, en cualquier caso, no mas de diez). Pero ninguno de los 209 es un polímero (y, por tanto, no pueden considerarse plásticos) porque no hay una unidad repetitiva que se repita cientos o miles de veces en sus moléculas. Se trata de sustancias químicas convencionales (como el agua o la glicerina) que fueron usadas hace muchos años como aislantes en instalaciones eléctricas y otros usos. Y que fueron prohibidos a partir de los setenta por su carácter de cancerígenos y acumulables en el tejido adiposo de los mamíferos.
Establecido que los PCBs no son plásticos, el titular del periódico tampoco refleja la realidad del artículo científico al que hace referencia. Basta leerse su título y su resumen o abstract para darse cuenta de que en él no se presenta evidencia experimental alguna de que los PCBs estén "matando" a las orcas. El artículo es una recopilación de datos sobre la concentración de PCBs en 358 muestras de tejido adiposo de estos animales, tomadas en diferentes puntos del mundo. Y el uso de un modelo para predecir cómo puede ir evolucionando ese contenido en los próximos cien años, con conclusiones, según los autores, muy preocupantes. Y los que me leen ya saben de mi aversión por modelos a cien años vista.
Voy a terminar con una puntualización, creo que pertinente, dedicada al amigo arriba mencionado, que algo sabe de estadística. Un análisis de los datos (el material suplementario del artículo científico contiene una hoja Excel con todos los datos recopilados) permite deducir que la concentración media de PCBs en esas muestras es 22 miligramos por kilo de materia grasa de animal. Muy alejado de la cifra de 1,3 gramos (o 1300 miligramos) que se menciona en el artículo de El Pais como cifra mas preocupante, un valor que solo se alcanza en una de las 358 muestras investigadas, perteneciente a una orca capturada en el Pacífico Norte. Si elimináramos esa única muestra del análisis, la concentración media bajaría hasta los 19 miligramos, por debajo de los 50 que el propio artículo menciona como dañino para los mamíferos. Pero no voy a ocultar que hay zonas del globo donde, ciertamente, esa cifra se excede de forma bastante significativa.
Y es que, demasiadas veces, hay que leerse el artículo original para sacar conclusiones bastante diferentes de las que difunden notas de prensa de Universidades y revistas científicas, destinadas a cautivar la atención de los medios de comunicación y las redes sociales, siempre ávidos de atractivos titulares.
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Las empresas periodísticas publican sus periódicos para venderlos. Ese objetivo implica que sus noticias tienen que atraer a sus posibles compradores y, en ciudades como la que yo vivo, eso tiene algunas derivadas poco deseables. Por solo poner algún ejemplo, muchas portadas se dedican a los resultados del equipo de fútbol que concita las pasiones de unos pocos miles de mis conciudadanos. En otros casos, es habitual que se insista en lo referentes que son a nivel casi planetario algunos Centros de Investigación guipuzcoanos o algunas iniciativas medioambientales que se generan en nuestro entorno más próximo. Y de esto último va esta entrada.
En la perifería de Donosti, entre los cuarteles donde uno hizo la mili y una cárcel a punto de pasar a mejor vida, se está generando un nuevo barrio, cuyas viviendas dicen que se han vendido como rosquillas a gente fundamentalmente joven. Y entre las virtudes que adornan a esa nueva urbanización está el hecho de que la energía necesaria para calefacción y agua caliente se va a generar en una planta diseñada específicamente para ese fin y para esos usuarios, bautizada un poco pomposamente como Heating District. El Diario Vasco ha dedicado varios reportajes a esa iniciativa, pionera según ellos, el último de los cuales se publicó el pasado 29 de agosto.
En el título se bautizaba el Heating District como "el mayor sistema de calefacción centralizada de biomasa de Euskadi" y se recalcaba su inclusión en un programa europeo bautizado como Replicate (que ha financiado parte de la instalación), en el que participan otras ciudades europeas como Florencia o Bristol. Por tanto, una iniciativa moderna y ecológica, según propugnaba el concejal de turno en el reportaje y a la que en principio no se pueden poner pegas. Pero las alarmas de este Búho saltaron cuando, en las dos primeras líneas del reportaje, su autor escribe que el sistema es "tan limpio que si alguna vez sale algo de sus chimeneas, será vapor de agua". Y unas cuantas líneas más adelante se dice que la "emisión de gases será casi cero".
El Heating District va a obtener la energía de la quema de briquetas de madera como las que veis en la foto que ilustra esta entrada, también llamadas pélets o pellas, biomasa en términos genéricos, una opción de combustible muy de moda, sobre todo en Europa, como alternativa a combustibles fósiles como el carbón. Ese tipo de combustible puede que aún se haga más popular después de su declaración como neutro en carbono por parte de la Agencia de Protección Ambiental america (EPA). El cambio supone equipararlo a energías renovables como la energía solar o la eólica, una decisión que desde que se hizo pública a finales de abril de este año ha tenido más de una crítica en el ámbito académico y entre las organizaciones medioambientales. Algo similar a lo ocurrido con la Directiva aprobada por la Union Europea en enero de 2018, que establecía el duplicar las energías renovables para 2030 pero incluía entre ellas a las famosas briquetas.
Pero nada es lo que parece a primera vista. Y para mostrarlo, empezaremos por las frases que he mencionado del artículo del DV. La madera, al quemarse, produce (igual que el carbón) CO2 y vapor de agua, así que si solo va a salir vapor de agua por la chimenea como propugna el artículo (vapor de agua que también es un gas de efecto invernadero), es que han eliminado totalmente el CO2 y, si lo han hecho, estaríamos ante una instalación ciertamente notable, por las dificultades inherentes a la captura y almacenamiento de ese gas (la llamada tecnología CAC o CCS en inglés, que todavía está en mantillas). Me he leído la memoria técnica del proyecto y no he encontrado ni palabra al respecto. Es probable, eso si y como ocurre en las instalaciones a base de carbón, que las chimeneas tengan filtros para eliminar otros productos indeseables de la combustión como las partículas en suspensión (el principal problema en este caso) o determinados gases que se formen además de los dos principales (probablemente algún nitrogenado). Pero este humilde cronista piensa que CO2 va a salir por la chimenea aunque no se vea. Nada grave creo yo dado el tamaño de la instalación, pero puede que si lo sea para los que entienden la emisión de ese gas como absolutamente determinante en el calentamiento global. Y de esta cuestión el reportaje no dice ni palabra.
Pero es que hay más. La idea de que la quema de biomasa de este tipo es mejor que la quema de carbón o gas natural es, en principio, correcta. Los árboles absorben carbono a partir del CO2 contenido en la atmósfera y lo utilizan para hacer crecer sus estructuras. Y si un árbol se quema como combustible, liberando ese carbón en forma de CO2, otro puede plantarse, remplazando al anterior en esa labor de actuar como sumideros del CO2. Y si, como se propugna por las empresas que fabrican las briquetas, estas se obtienen a partir de restos de poda y otros desechos forestales pues miel sobre hojuelas en lo que a energías renovables se refiere. Pero este análisis es puramente ideal.
Lo cierto es que, en la actualidad, algunos grupos ecologistas americanos han emprendido una campaña contra esta forma de combustible a base de biomasa. Piensan que las industrias que se han establecido en EEUU desde principios de este siglo para generar pélets y vendérselos a los europeos más concienciados con el problema de los combustibles fósiles, se están cargando grandes bosques de las zonas de Carolina del Norte y Florida, sin que exista seguridad en su reposición. Hay que pensar que la producción de estas briquetas en EEUU ha pasado de prácticamente cero, al inicio de este siglo, a millones de toneladas en la actualidad, casi todas destinadas a su exportación a Europa. Incluso hay una empresa alemana (German Pellets) que se radicó en Texas para beneficiarse del tirón alemán en lo tocante al consumo de biomasa y hacer caja. Y algo similar parece estar ocurriendo en Europa en los Montes Cárpatos de Rumania o los parques nacionales de Eslovaquia.
Los problemas que esos grupos ven como preocupantes se centran en dos aspectos. Por un lado, parece estar establecido que incluso aunque plantemos un árbol en sustitución de otro quemado, se necesita un cierto tiempo para que ese nuevo árbol actúe como sumidero del CO2 ambiental con la misma eficacia que el eliminado. Y los tiempos que se dan a los árboles nuevos en los sistemas de explotación forestal intensiva antes de eliminarlos (20 años) parecen insuficientes para mantener constante o incrementar esa capacidad como sumideros. Por otro lado, el carbono que captan los bosques no está solo en la estructura de los árboles. Una gran cantidad se acumula en el suelo circundante y su capacidad como sumidero depende mucho del tipo de hojas y otros desechos forestales que en él se acumulen. Si como consecuencia de labores de clareo del bosque eliminamos ramas o árboles enteros, el material del suelo va a estar expuesto a más luz y temperaturas más elevadas, lo que conlleva una mayor actividad de determinados microorganismos que se alimentan de ese suelo, lo que resulta en una mayor liberación del carbono atrapado en él, en forma de CO2. Y para terminar de amargar un poco el día a los decididos partidarios de este tipo de combustible, y esto es tan obvio que no habría ni que decirlo, no os quiero contar las megatoneladas adicionales de CO2 que se emiten como consecuencia del transporte de este combustible ecológico de un lado al otro del Atlántico.
Las críticas a nivel europeo son del mismo tenor. Casi 800 científicos publicaron en enero de 2018 una carta dirigida al Parlamento Europeo contra la Directiva arriba mencionada y ocho significados firmantes de esa colectiva misiva, entre los que se encuentra Jean-Pascal van Ypersele, antiguo vicepresidente del IPCC, han publicado un Comment la semana pasada en la revista Nature Communications, que ha sido el verdadero detonante de la publicación de esta entrada, que tenía medio escrita desde finales de agosto, desde un hotel en Oporto.
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Puestos a hablar de azules, como hemos hecho en la entrada anterior, vamos a continuar con algo que ha aparecido esta pasada semana en el periódico más vendido de mi provincia. El lunes 20 de agosto, el Diario Vasco titulaba, como una de las noticias de la sección de Deportes, "La envolvente azul ya se deja ver en el nuevo Anoeta". Y hoy ha repetido con un nuevo reportaje sobre el asunto. Los que me conocen bien saben que paso de fútbol y, particularmente, del ambiente que le rodea. En el caso concreto de la renovación de Anoeta, me altera el dinero público destinado a un espectáculo que, por otros parámetros como los fichajes y los sueldos, no parece que debiera exigir, en su voracidad financiera, que el Gobierno Vasco o el Ayuntamiento de mi ciudad ayuden a hacer el estadio más grande. Ni las Instituciones consentir tamaña petición.
Pero la noticia esconde algo más que lo que provoca mi cabreo como contribuyente. La "envolvente azul" de la noticia hace referencia a que una parte importante del remodelado estadio va a estar cubierta por una protección a un base de láminas de un polímero denominado técnicamente como ETFE, acrónimo de un copolímero de etileno y tetrafluoretileno. O, dicho de forma más sencilla, un plástico que se produce cuando, en reactores químicos adecuados, se introducen dos gases de los que en este Blog ya hemos hablado en otras ocasiones. Por un lado, el etileno, un gas clave en la maduración de las frutas y que es la materia prima con la que se fabrica el polietileno de las bolsas de basura y otras muchas cosas (aquí tenéis una entrada sobre todo ello). Y, por otro, el tetrafluoretileno, que es el gas que da origen al plástico conocido como Teflón, famoso, entre otras cosas, por su uso como material de recubrimiento antiadherente de muchas de las sartenes que andan por el mundo mundial. Así que el plástico que van a colocar en Anoeta es un primo del Teflón.
Sobre el Teflón, además de la entrada que acabo de mencionar, ya hablamos cuando el dilecto Prof. Olea anduvo por estos lares no hace mucho tiempo, propugnando todo tipo de maldades inherentes al uso del mismo. Si entráis en Google, tendréis miles de páginas sobre el asunto o, más específicamente, sobre una sustancia que se usó en la síntesis del Teflon, el PFOA (ácido perfluoro octanoico), que a pesar de que no se usa actualmente y que su contenido en el Teflon final es irrelevante, siguen circulando por la red. Así que puede que, con esta entrada, no consiga más que exacerbar, entre los que se vayan a sentar en las gradas del nuevo Anoeta, la quimiofobia existente en torno a los plásticos y otros compuestos fluorados. Y que algún socio se lo piense y se borre, por miedo o por preocupación medioambiental. Lo cual sería una victoria pírrica por mi parte, pero victoria al fin, contra el establishment futbolístico.
El ETFE es un plástico con unas propiedades relevantes que le hacen muy útil para variadas aplicaciones en ámbitos que van desde la industria automovilística a la medicina, pasando por la electrónica y, como vamos a ver, en la construcción. Tiene unas propiedades mecánicas excepcionales, aguanta sin inmutarse temperaturas a las que nunca llegará el agujero en el que se aposenta Anoeta, por mucho calentamiento global que el IPCC nos pronostique, soporta impertérrito miles de horas expuesto a la radiación UV proveniente de nuestro Sol y, encima, puede autolimpiarse del polvo que se acumule sobre él cada vez que llueva, algo de lo que en Donosti no nos privamos. Los átomos de flúor existentes en su molécula hacen que las gotas de lluvia formen sobre su superficie estructuras casi esféricas, que rodarán con facilidad por sus paredes y arrastrarán una parte importante de la suciedad. Un efecto que podéis contemplar en muchos paraguas modernos, cuyo tejido está tratado con compuestos de flúor, y que provoca que el agua de lluvia, en forma de esas gotas casi redondas, se evacúe del parapluie en un santiamén.
Para fabricarlo no se emplea PFOA. Puede que, sujeto a luz y el calor, emita en sus primeros tiempos algunas sustancias volátiles atrapadas en cantidades ridículas en el plástico, pero dado que no procrean, se irán poco a poco al aire hasta desaparecer sin provocar efecto alguno apreciable. Eso si, en caso de incendio, el ETFE produciría ácido fluorhídrico, un gas corrosivo donde los haya, circunstancia esta que impide que, una vez que haya que deshacerse de él, la incineración no sea una buena solución, no vayamos a cargarnos el horno de la incineradora. Aunque no muchas, hay sin embargo otras alternativas para reciclarlo.
Pero con sus importantes propiedades y sus "defectos", lo cierto es que, en los últimos años, el ETFE se ha buscado un interesante nicho de mercado en el revestimiento de grandes edificios. Si entráis en esta página de Wikipedia (que está en inglés) podéis ver, hacia el final y en el apartado Notable Buildings, muchas construcciones singulares en el mundo que llevan (o llevarán dentro de poco tiempo) cubiertas fabricadas a base de este material. La lista incluye ya al nuevo Anoeta y a otros sitios como el Allianz Arena que aparece en la foto que ilustra esta entrada (el campo del Bayern Munich), donde el material se ha empleado en forma de grandes cojines que albergan en su interior dispositivos luminosos que permiten cambiar los colores de la cubierta, dependiendo de los que sean distintivos del equipo que va a jugar en el estadio. Desconozco, por el momento, con qué formato se van a implantar las láminas de ETFE en Anoeta; parece que van a ser azules de forma permanente y que brillarán particularmente cuando las luces del estadio estén encendidas. Pero pronto lo veremos.
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En noviembre de 2015, un multimillonario de Hong Kong (y prófugo de la justicia china), de apellido tan simple como Lau, adquiría en una subasta de la firma Sotheby's, en Ginebra, un diamante conocido como Luna Azul (Blue Moon) por la ridícula cifra de 48,4 millones de dólares. El diamante, de un poco más de 12 quilates (unos 2,4 gramos), era un regalo del comprador a su hija Josephine, que en la fecha de la compra era una niña de siete años de edad. El hombre era reincidente porque, el día anterior, había pagado ya 28,5 millones por otra piedra peculiar, un diamante rosa, destinado a su misma hija y que fue bautizado como Dulce Josephine (Sweet Josephine). Pero por no liar mucho la cosa en el asunto de los diamantes y los colores, nos centraremos aquí en las interesantes peculiaridades de los de color azul.
La piedra sin cortar, a la izda de la foto que ilustra esta entrada, y que un experto tallador (o lapidario, según el diccionario RAE) convirtió en el Blue Moon (a la derecha), había sido descubierta en enero de 2014 en la famosa mina Cullinan, en Sudáfrica, origen de otros diamantes famosos como el diamante Cullinan, que forma parte de las joyas de la Corona Británica, o el diamante Golden Jubilee, propiedad de la Corona de Tailandia. La piedra sin tallar pesaba más del doble (29,6 quilates) que el diamante finalmente tallado. Desde el principio, llamó la atención por su intenso color azul, un color que, en distintas tonalidades, suelen compartir algunas gemas y que se sabe que es debido a ciertas imperfecciones de la red de átomos de carbono que constituyen un diamante, en la que quedan incluidos algunos átomos de boro en cantidades tan pequeñas como las partes por millón (ppm). Un famoso diamante azul, y por tanto con esas trazas de boro, es el mítico (y para algunos maldito) Diamante Hope.
Los diamantes que tienen una perfecta red cristalina, sin defectos y constituida solo por átomos de carbono, son transparentes y, además, constituyen el material más aislante al paso de la electricidad que uno pueda imaginar. Pero la sustitución de algunos de esos átomos por "impurezas", puede cambiar la tonalidad y más cosas. Por ejemplo, ciertos diamantes tienen un tono amarillento que se deriva de la sustitución de un número pequeño de átomos de carbono por átomos de nitrógeno. Y el boro, además de proporcionar diamantes azules, confiere a los mismos cierto carácter semiconductor, una propiedad muy útil para usos en electrónica. Para entender cómo aparecen esas imperfecciones de boro en estos "pedruscos", voy a echar mano de un reciente artículo publicado en la revista Nature (*) a principios de este mes.
El globo terráqueo se suele considerar dividido en tres zonas: la corteza (desde la superficie que pisamos o el fondo de los océanos hasta unos 35 kilómetro de profundidad), el manto (que empieza donde acaba la corteza y llega hasta unos 2900 kilómetros de profundidad) y el núcleo, que partiendo del final del manto llega hasta el centro de la Tierra situado a 6400 kilómetros desde la superficie. Los diamantes provienen de la región más profunda del manto, donde se dan tales condiciones de presión y temperatura que hacen que el carbono en estado líquido que forma parte de lo que llamamos magma o mezcla de sólidos, líquidos y gases que conviven en esas condiciones, pueda llegar a solidificar en forma de una red ordenada (diamantes). En muy pocas ocasiones a lo largo de los últimos millones de años, esas mezclas de magma y diamantes sólidos han podido salir al exterior en forma de erupciones volcánicas, formando en la corteza, y al enfriarse, rocas llamadas kimberlitas, donde quedan ocluidos unos pocos diamantes de diferentes tamaños. El nombre deriva de Kimberley (Sudáfrica) donde, desde finales del siglo XIX, se ha estado explotando un lugar en el que en 1871 apareció un diamante de casi 84 quilates.
Pero el enigma, llamémoslo geológico, de los diamantes azules es que mientras que el boro es un elemento relativamente abundante en la corteza terrestre y, particularmente, en aquella que se encuentra bajo aguas oceánicas, su presencia en el manto es mucho más escasa, entre cien y mil veces más pequeña que la de la corteza. El trabajo de Nature parece mostrar que bajo la acción de ciertos cataclismos geológicos, zonas de la corteza y del manto más próximo a ella han sido subducidas hasta el manto profundo, donde se han incorporado al magma fundido para ser posteriormente "recicladas" hacia el exterior, a través de las llamadas chimeneas de kimberlita, en las que se acaban formando las rocas de ese nombre, con sus pocos diamantes incluidos. Estos, al generarse bajo las grandes presiones y temperaturas del manto profundo, en un entorno en el que había boro proveniente de la corteza, tienen esa peculiaridad azul que nos fascina.
Otra interesante característica de diamantes como el Blue Moon o el Hope es que, cuando se exponen durante unos minutos a la acción de la luz ultravioleta, exhiben en la oscuridad una curiosa luminosidad (de color naranja en esas dos famosas gemas) que los químicos sabemos que se deriva de un proceso conocido como fosforescencia (de la que ya hablamos al final de otra entrada). Esa fosforescencia desaparece lentamente en el tiempo una vez que la luz UV se ha apagado pero vuelve a repetirse cuantas veces expongamos el diamante a una lámpara de ese tipo de luz. Hay varios vídeos en la red mostrando ese efecto.
Y aunque es inusual en este Blog, voy a terminar la entrada dedicándola a la memoria de mi amigo Vicente Ortega, recientemente fallecido en Donosti, en cuyo taller de joyería aprendí muchas y divertidas cosas sobre los metales preciosos y las gemas. Y que no dudó en ayudarme a reparar, con mimo, uno de los primeros o quizá el primero de los calorímetros diferenciales (DSC) que llegó a España.
(*) E.M. Smith y otros, Nature (2018) 560, 84.
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Este martes de agosto he publicado una nueva entrada en el Blog Mujeres con Ciencia, coordinado por la profesora del Departamento de Matemáticas de la UPV/EHU Marta Macho Stadler. Un blog que divulga el importante (aunque a veces oscuro o, más bien, oscurecido) papel de las mujeres en el progreso científico. En este caso, mi contribución se ha centrado en la figura de Uma Chowdhry quien, emigrando muy joven desde Bombay a EEUU, llegó a las más altas instancias de poder de DuPont, uno de los gigante de la Química. Tras contribuir, previamente, al desarrollo de una serie de productos que siempre han interesado a este vuestro Búho. Aquí tenéis el enlace para poder leer la entrada con tranquilidad y, ya metidos en gastos, podéis surfear un poco en otras páginas de ese Blog, siempre interesantes.
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El acolchado (mulching, en inglés) es un procedimiento habitual en agricultura y jardinería que implica la colocación de filmes de plástico sobre los plantones de muchas especies (fresas en la foto que ilustra en la entrada). Cuando van creciendo las plantas pueden salir al exterior a través de ciertos agujeros practicados en el filme, pero este sigue protegiendo el suelo que las sustenta. Ello permite no solo mejorar el proceso de crecimiento de las plantas, sino también reducir el consumo de agua, herbicidas y fertilizantes, previniendo, así mismo, la erosión del suelo de las posibles acciones meteorológicas. La implantación del acolchado ha ido creciendo en las últimas décadas y el mercado global de plásticos destinados a estos fines se estima en unos dos millones de toneladas anuales (que, dado lo ligeros que son estos filmes, es mucho plástico).
Pero cualquier procedimiento ventajoso en cualquier ámbito tiene, irremediablemente, sus inconvenientes. En el caso del acolchado, el plástico empleado tradicionalmente ha sido polietileno (el mismo que el de las denostadas bolsas de basura). Por acción del calor y de la radiación UV del sol, ese polietileno se va degradando, se vuelve menos flexible y más quebradizo, lo que hace que se vaya rompiendo mecánicamente, generando trozos muy pequeños del material (los hoy ya también impopulares microplásticos) que van poblando el suelo, lo que tiene impactos negativos en la productividad del mismo, acarreando, así mismo, otros problemas de tipo ecológico. La solución, aunque por ahora más cara, es el uso de acolchados a base de materiales plásticos que se biodegraden en el suelo. Lo que quiere decir, como ya expliqué en otro sitio, que los microorganismos existentes en el suelo utilicen y consuman ese material rico en carbono que son los plásticos. Todo ello a través de un complejo proceso en el que, tras colonizar superficialmente el material, segregan enzimas que rompen los enlaces de las largas cadenas de átomos que son los plásticos y, finalmente, utilizan esos trozos más pequeños para dos objetivos: incorporar carbono a su estructura biológica y obtener energía, en este caso a base de oxidar ese carbono a CO2 (para lo que, obviamente, necesitan oxígeno, que toman del aire).
En una entrada anterior ya os hablé de un material plástico muy interesante que BASF lleva tratando de introducir en el mercado bajo el nombre comercial de Ecoflex desde hace un cuarto de siglo y de los muchos problemas que se ha encontrado en la implantación del mismo, merced a diversos problemas más o menos técnicos. En Gipuzkoa (y en otros lugares), y aunque la gente no lo sepa, su uso está relativamente extendido por cuanto que las bolsas que se suministran a los ciudadanos comprometidos en la recogida de basura orgánica, la que va al quinto contenedor, están confeccionadas con ese material. Técnicamente es un copoliéster al azar, en el que se combinan unidades de butilen adipato y butilen tereftalato. Cuando a veces he contado cosas de este plástico a los amigos, se suelen sorprender de que se trate de un material obtenido a partir de materias primas derivadas exclusivamente del petróleo, algo que no le impide, sin embargo, el ser absolutamente compostable, y por tanto biodegradable, en una escala de tiempos que otros, vendidos como plásticos "bio", no cumplen.
Uno de los ámbitos en los que este material plástico se va haciendo poco a poco un lugar es, precisamente, en el del acolchado en agricultura y jardinería. Y, por ello, BASF sigue investigando en las condiciones ideales para su biodegradación, en el estudio de los mecanismos de la misma y en la demostración de que su material es realmente consumido (comido) por los microorganismos del suelo. La cosa no es obvia porque, por el momento , no era fácil distinguir en un suelo, el carbono proveniente de un plástico degradado por la acción de microorganismos del carbono que, naturalmente, se encuentra en el citado suelo. Hasta ahora, las argucias para demostrar que el plástico estaba siendo consumido por los microorganismos eran procedimientos indirectos y se basaban, fundamentalmente, en seguir la pérdida de peso del filme y comprobar la degradación química del mismo mediante procedimientos analíticos convencionales (aparición de nuevos grupos funcionales, disminución del peso molecular, etc.).
Pero este lunes, gracias a un artículo de mi admirada Carmen Drahl en la sección Science Concentrates del Chemical Engineering News, me he enterado de que un grupo de investigadores suizos y austriacos (*) han conseguido demostrar que los microorganismos del suelo se comen, literalmente, al Ecoflex de BASF. Para ello, la empresa les ha suministrado un Ecoflex un tanto peculiar, en el que algunos de los átomos de carbono que constituyen las cadenas del plástico han sido marcadas con el isótopo carbono-13 en diversas posiciones. Utilizando sofisticadas técnicas como la denominada NanoSIMS (Nano Secondary Ion Mass Spectrometry), en cuyos detalles no entraré, han sido capaces de demostrar que el carbono-13 originalmente contenido en los filmes sujetos a las condiciones del suelo ha sido, por un lado, incorporado a la biomasa de los microorganismos y, por otro, utilizado por ellos para oxidarlo a CO2 y obtener energía. Y que, a la hora de hacer esto último, los microorganismos prefieren algunos carbonos de la cadena más que otros, aunque eso depende mucho de las condiciones en las que se lleven a cabo los procesos de incubación (preparación previa de los suelos antes de someter los filmes a ellos). Una exquisitez fascinante la de estos bichos (con perdón), sobre la que los investigadores han realizado algunas hipótesis pero que, por el momento, no pasan de eso.
(*) M.T. Zumstein y otros, Science Advances 25 Jul 2018: Vol. 4, no. 7, eaas9024. DOI: 10.1126/sciadv.aas9024.
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Mis lectores más jóvenes, los que solo escuchan sus canciones favoritas en dispositivos digitales, son poco o nada conscientes de la larga historia que está detrás de la reproducción de la música que, ejecutada por alguien en un estudio y grabada en ciertos materiales usados como soporte, permiten almacenarla para siempre (o casi). Historia en la que los materiales poliméricos han jugado un papel fundamental desde finales del siglo XIX. En esta entrada me voy a centrar en uno de los soportes que monopolizó, casi de forma absoluta, el periodo que va desde la segunda decena del pasado siglo XX hasta prácticamente los años de mi niñez (los cincuenta). Se trata de los entonces populares discos de 78 rpm, como el que se ve en la foto de arriba (que se puede ampliar clicando en ella), fabricados con un material conocido como Shellac, laca Shellac o goma laca. Ese disco sigue almacenando, aún hoy, una Fuga del Clave bien temperado de J.S. Bach.
La laca Shellac es una compleja mezcla de cadenas poliméricas tipo poliéster, que se obtiene a partir de las secreciones de un pequeño insecto (Kerria Lacca), parásito de varios árboles habituales en India, Tailandia y el Sudeste de Asia, sobre los que deposita tales secreciones. El material puro se suele vender, tras una serie de operaciones de separación y preparación, como un sólido coloreado (generalmente naranja) en forma de escamas, a partir de las cuales se pueden preparar disoluciones líquidas (lacas) en alcohol o en disoluciones acuosas amoniacales. La Shellac no es tóxica, como lo demuestra el hecho de que se conceptúe por la Food and Drug Administration (FDA) americana como GRAS (General Recognized As Safe o, lo que es lo mismo, que se tiene por seguro). Esto permite que pueda usarse en alimentos como, por ejemplo, recubriendo algunas frutas y otras chuches y que tenga la categoría de aditivo alimentario, certificada en Europa por el código E904. Ello también permite el que se use en el recubrimiento de ciertos preparados farmacéuticos. En esta aplicación, su principal característica es que el recubrimiento aguanta bien la acidez del estómago, implicando que el medicamento llegue en buen estado hasta el intestino, donde un medio más básico deshace el recubrimiento y permite la liberación del fármaco y su mejor absorción. La Shellac también se emplea en barnices, lacas de uñas y cosas relacionadas, algo en lo que no profundizaré mucho, porque aquí veníamos a hablar de otra cosa.
El origen de la música registrada arranca, como muchos inventos de los siglos XIX y XX, de la genialidad de Thomas Alva Edison y su famoso fonógrafo (1877), que permitía registrar la voz humana, y luego reproducirla, en unos cilindros envueltos en papel de estaño. Edison abandonó el tema durante algún tiempo, porque anduvo muy entretenido con la bombilla de filamento incandescente, pero volvió al tema después de que Alexander Graham Bell introdujera unos cilindros de cera para sustituir a los cilindros originales del fonógrafo. Eso debió picar al siempre inquieto Edison quien, enseguida, consiguió mejorar las prestaciones del mismo mediante una cera especial (brown wax, cera marrón), que nunca patentó. Algo que si hizo, aprovechando el descuido, la American Gramophon en 1898. Pero Edison volvió a la carga con una nueva cera que, esta vez si, patentó como cera negra o black wax. Y ahí empezó un largo litigio sobre la legalidad de una y otra patente, otro más de los numerosos pleitos que Edison afrontó en el final de su vida para preservar muchos de sus inventos.
Antes, alrededor de 1890, Emile Berliner, introdujo los primeros discos, tal y como hoy los entendemos, fabricados con celuloide y caucho vulcanizado, prensados convenientemente hasta dar la forma plana deseada. Al dispositivo que conseguía reproducir los sonidos en él grabados, lo llamo gramófono. Solo cinco años más tarde, el mismo Berliner introdujo el Shellac como material base de sus discos que, además, llevaban en su composición arcilla y fibras de algodón. Como decía en la introducción, los discos a base de Shellac reinaron más de cuarenta años en el panorama de la reproducción musical del siglo XX, dando vueltas en el gramófomo o tocadiscos a una velocidad, más o menos, de 78 revoluciones por minuto, bajo el peso de la aguja o pickup y reproduciendo el sonido en ellos grabado. Edison respondió en 1912 introduciendo discos a base de un material de síntesis con el que trataba de emular las propiedades de la Shellac y que llamó condensite, una resina muy parecida a la bakelita que los más viejos hemos conocido en interruptores de luz o en los viejos teléfonos negros. Pero la condensite no pudo competir con la Shellac debido a su elevado coste.
En otro avance más en este campo, la Columbia Records empezó a fabricar en 1948 y a base de mezclas de policloruro de vinilo (PVC) y poliacetato de vinilo (PVAc), los bautizados como discos de Larga Duración (Long Play o LP), que giraban a 33 rpm y almacenaban mucha más música. Esos materiales poliméricos, completamente sintéticos, eran flexibles, fácilmente moldeables y daban lugar a discos menos frágiles que los de Shellac (que se partían con relativa facilidad). A partir de entonces, la muerte de esos primitivos discos estaba anunciada. Los llamados discos de vinilo, o simplemente vinilos, los fueron sustituyendo poco a poco, aunque aún aguantaron unos años más.
Y a los vinilos también les llegó su Sanmartín, a principios de los ochenta, cuando Philips y Sony empezaron a vender sus afamados CDs, que se leían con tecnología láser y se fabricaban exclusivamente a base de otro polímero, el policarbonato de bisfenol A (un buen amigo del que os escribe). Pero esa es otra historia para una ulterior entrada.
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