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Me imagino que, a estas alturas de la película, habréis hecho múltiples chistes sobre las salchichas, las chuletas o el bacon de vuestra dieta; si tenéis cuenta en redes sociales estaréis hasta el gorro de recibir comentarios al respecto pero, tranquilos, el Búho no va a insistir en la noticia de las carnes procesadas y el cáncer. Solo que, de la cantidad de información que yo también he recibido, hay un dato muy tangencial que ha llamado mi atención y que me va a dar pie para contaros otra historieta sobre el origen de uno de los plásticos más conocidos, el Nylon (o nailon) 6.
Como probablemente sepáis, el origen de la noticia de la carne es la Organización Mundial de la Salud (OMS o WHO en sus siglas inglesas), a través de uno de sus Grupos de investigación, la International Agency for Research on Cancer (IARC), que es la que ha acabado por incluir a las carnes de marras en el Grupo 1 de su clasificación de sustancias cancerígenas. En ese Grupo se incluyen 108 sustancias "cancerígenas para los humanos". Luego hay un Grupo 2A con 75 sustancias "probablemente cancerígenas para los humanos" y un Grupo 2B con 288 "posiblemente cancerígenas para los humanos" (no me digáis que lo de los matices no tiene su guasa). 503 más están encuadradas en un Grupo 3, "no clasificables en lo relativo a su efecto cancerígeno en humanos" y.......finalmente, existe un Grupo 4 en el que solo hay UNA sustancia "probablemente no cancerígena para los humanos".
¿Y quién es esta insólita sustancia que ha llegado a ese nivel 4, aparentemente tan inaccesible para la mayor parte de las sustancias o procesos investigados?. Pues nada menos que un "químico", como dicen ahora los indocumentados tribuletes y tribuletas de las revistas de moda y similares. Se trata de una sustancia química denominada caprolactama, obtenida mayoritariamente por síntesis industrial a partir de derivados del petróleo. Una sustancia que es la materia prima para producir el polímero (poliamida para ser más específicos) conocido como Nylon 6, que está en el mercado desde finales de los años 30, y que ha tenido una azarosa vida a lo largo de ese tiempo.
La historia de las fibras y su irrupción en nuestro mundo la podéis leer en otras entradas del Blog (aquí y aquí, por ejemplo). Pero la idea resumida es que su desarrollo lo llevó a cabo, fundamentalmente, el grupo de Wallace Carothers en la DuPont, obteniendo toda una serie de poliésteres y poliamidas, más o menos hilables en forma de fibras, que fueron patentadas en setiembre de 1938, cuando ya Carothers se había suicidado.
Pero un poco antes, Paul Schlack, un químico alemán que trabajaba para IG Farben, sintetizó otra poliamida distinta a las que habían patentado los de la DuPont y consiguió patentarla al descubrir un "hueco" en las patentes de la DuPont. A diferencia de los americanos que usaban dos compuestos para generar las fibras de poliamida (un diácido y una diamina), el de la IG Farben utilizó una única sustancia de partida, nuestra caprolactama, que tras ser hidrolizada se convierte en un compuesto con un grupo ácido en un extremo y un grupo amina en el otro, lo que permite su concatenación hasta formar moléculas de un cierto tamaño.
Las propiedades de este polímero (Nylon 6) son muy similares a las de la poliamida más conocida de DuPont (el Nylon 66) pero, a diferencia de esta última, cuya irrupción en el mercado fue en forma de las primeras medias de "seda artificial", los alemanes decidieron que era un material estratégico para usos militares, reservándolo para la confección de los paracaídas del ejército teutón.
Tras la guerra, el Nylon 6, siempre en forma de fibra, se vendió para confeccionar todo tipo de prendas, bajo nombres comerciales que, como Perlón, yo al menos recuerdo. Era un chollo lavar una camisa de Perlon y ponérsela sin planchar, decía la publicidad, aunque escondía que uno tuviera que pagar el peaje de no oler muy bien en poco tiempo, dado su drástico caracter antitranspirable. Lo que, finalmente, le hizo perder la batalla contra la nuevas fibras sintéticas actualmente existentes en el mercado. Pero se sigue usando en alfombras, cuerdas para barcos, cordajes de raquetas de tenis...
¿A que el título no parecía indicar que el post iba de esto?.
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Hace ya bastantes años mi colega y amigo Mario Montes me puso sobre la pista de la figura de Thomas Midgley Jr., un científico con mala pata, al que el azar deparó el destino de ser pieza clave en el desarrollo de dos moléculas químicas de mala fama donde las haya: el plomo tetraetilo y los clorofluorocarbonos o CFCs. Sobre los segundos ya hablé en otra entrada, en la que describía su impacto en la capa de ozono. El bueno de Midgley creyó haber puesto una pica en Flandes cuando empezó a trabajar con ellos. Hablamos de gases, absolutamente estables, inocuos para el medio ambiente y los organismos vivos, relativamente fáciles de sintetizar y, además, no muy caros. Hasta que llegan a la estratosfera y con el concurso de la radiación solar provocan la destrucción del ozono que nos protege de los rayos UV. Todo un ejemplo de que hay muchas variables a considerar cuando uno coloca nuevas sustancias en el medio ambiente, lo que hace necesario controlarlas en todos los posibles escenarios, por lejanos (estratosféricos) que estos puedan parecer.
Pero Midgley no sólo ha pasado a la lista negra de los científicos a los que los ecologistas tienen más inquina por el asunto de los CFCs. Su otro "desliz" fue la puesta en el mercado de compuestos de plomo, utilizados para rebajar el poder detonante de las gasolinas en los motores de nuestros autos e impedir el autoencendido o detonación, que conlleva un ruido metálico en el motor ("picado de bielas") y que baja mucho la eficiencia del mismo, pudiendo dañar el sistema de cilindro y pistón si se produce de forma regular.
Para conseguir un correcto funcionamiento del motor, a las mezclas de hidrocarburos que llamamos gasolinas se les han venido añadiendo una serie de sustancias que permiten regular la capacidad antidetonante de las mismas. Y es aquí donde reaparece el pobre Midgley. Mientras trabajaba en 1921 para una empresa subsidiaria de la General Motors (GM), nuestro infausto químico descubrió que el Plomo Tetraetilo mejoraba la capacidad antidetonante de las gasolinas que entonces se empleaban y que ya daban problemas de autoencendido. GM empezó a comercializar el producto con la marca ETHYL, etilo en inglés, evitando cualquier mención al plomo en los anuncios y en los informes técnicos. La implantación de gasolinas aditivadas con tetraetil plomo supuso la muerte paulatina de otros combustibles a base de etanol, con poderes antidetonantes mejores, pero en los que GM obtenía escasos beneficios comparados con las gasolinas. Así se tuerce la historia.
Los peligrosos efectos del plomo contenido en esa sustancia pronto fueron visibles para el propio Midgley que enfermó y para muchos trabajadores de GM de las tres plantas que la firma mantenía abiertas, que sufrieron trastornos psicóticos graves (la Casa de las Mariposas llamaban los trabajadores a la factoría), de los que unos 15 llegaron a morir. Desde esos años hasta bien entrados los setenta, las evidencias sobre los peligros de estos aditivos para la salud pública fueron cuidadosamente acallados por la empresa y solo las mantuvo vivas un geoquímico llamado Clair Patterson, cuyos esfuerzos se vieron premiados finalmente con la prohibición absoluta de fabricar el tetraetil plomo en 1995 (que ya es tardar). Pero esa es una larga e interesante historia que bien merece otro post un día de estos. En cualquier caso, como consecuencia de la irrupción de los aditivos de plomo en las gasolinas, la tasa de plomo en el aire y en nuestro propio organismo creció hasta mediados de los años 70, para ir decreciendo posteriormente a medida que el uso de ese aditivo se fue sustituyendo por otros sin plomo.
Sin embargo, el plomo tiene una historia aún más larga y, como el mercurio, no todo el plomo que anda suelto por el mundo ha sido puesto en circulación por los coches, aunque hay que reconocer sin ambages que su empleo en automóviles es lo que ha hecho que su concentración se disparase y que tenga una cierta ubicuidad en nuestra atmósfera. El seguimiento de lo que ha ocurrido con el plomo a lo largo del tiempo puede realizarse estudiando la composición química del fondo de los lagos, que es como un archivo de sedimentos. O analizando hielo a grandes profundidades en sitios permanentemente cubiertos por el mismo, como los polos. Esas herramientas han desvelado que, en pleno Imperio romano, el contenido en plomo subió de 0.5 ppb a 2 ppb en menos de un siglo. No es de extrañar, porque hay muchas evidencias que muestran que los romanos eran grandes consumidores de plomo, llegando a fabricarse del orden de 80.000 toneladas por año. El hecho de que sea fácil extraerlo de sus minerales (los romanos tenían minas de esos minerales en Gran Bretaña, parte de su imperio), el hecho de que funda a una relativamente modesta temperatura (328ºC) y el hecho de que sea fácilmente moldeable, favoreció su empleo en techos, así como en cañerías y depósitos para la distribución de agua potable, en la que los ingenieros romanos eran unos cracks. Un uso que se ha extendido hasta prácticamente nuestros días. Prueba de ello es que el Diccionario de la Real Academia Española recoge el término plomero como sinónimo de fontanero en Andalucía e Hispanoamérica y define plomería como cubierta de plomo que se pone en los edificios, como depósito de plomos o como taller del plomero.
Ha habido otros usos curiosos de compuestos de plomo que también han causado problemas. Los propios romanos usaban acetato de plomo para endulzar sus salsas y sus vinos (parece que imbebestibles sin ese aditivo), usando un jarabe del mismo (sapa) que llamaban también azúcar de plomo. Hay hasta quien cree que parte de la decadencia del Imperio Romano es debida al progresivo envenenamiento de los romanos con sus diversos usos del plomo, lo que causó una baja tasa de fertilidad comparada con otras naciones de la época. Otro uso, ligado a una receta más o menos ancestral (tiene quinientos años), es el empleo de óxido de plomo en los llamados huevos "pidan" o "de mil años", unos huevos de pato en conserva, de aspecto decrépito, que pueden consumirse sin hacer nada más con ellos durante un año. En una receta que he encontrado en el libro de mi amigo Harold McGee "La cocina y los Alimentos", los dos ingredientes básicos (aparte del huevo) son la sal y un material muy alcalino (ceniza de leña, algún carbonato, lejía, etc.), que van penetrando en el huevo produciendo su curado o endurecimiento. Harold dice (y si lo dice va a misa) que, a veces, se ha solido añadir óxido de plomo que, al reaccionar con el azufre de la clara del huevo, forma un fino polvo negro de sulfuro de plomo que bloquea los poros de la cáscara y retarda la penetración de la sal y los ingredientes alcalinos al interior del huevo. Pero ni se os ocurra probar esta receta por mucho que aparezca en el libro del McGee.
Y otro caso más o menos ligado a la gastronomía. Mantengo en mis archivos, como una verdadera joya, una Nota publicada en el volumen 370 de la revista Nature, en julio de 1994, en el que un grupo de científicos franceses y belgas analizaron el contenido en plomo tetraetilo de diferentes añadas de un vino muy conocido, el Chateauneuf du Pape, que procede de un viñedo muy particular situado en una confluencia de dos autopistas francesas importantes (la A7 y la A9). El plomo tetraetilo aparece en la añada de 1962, alcanzando su concentración un máximo de casi 500 ppb en la añada de 1978, una cantidad que tomada regularmente puede causar una intoxicación moderada, aunque tampoco es para preocuparse, a no ser que seas un potentado y te puedes gastar habitualmente lo que vale una botella de ese vino. Tras ese máximo de concentración, que coincide más o menos con las primeras restricciones en el empleo de plomo tetraetilo, la tasa fue descendiendo progresivamente y en la última añada investigada (1991) el contenido estaba por debajo de 50 ppb.
¿Y qué fue de nuestro amigo Midgley?. La verdad es que tuvo un final un tanto dramático. En 1940, cuando ya tenía 51 años, contrajo una polio que le llevó a una silla de ruedas. Inventor hasta el final, ideó un curioso sistema de poleas y correas que le permitieran levantarse de la cama por si mismo. Pero, de nuevo, apareció la mala suerte de nuestro inventor. Cuando tenía 55 años se enganchó de mala manera en su propio invento y murió ahorcado. Por lo menos se murió sin que le dieran el disgusto de que su otro hijo bien amado, los CFCs, eran los causantes del problema del ozono, lo que acabaría con su producción de forma radical.
Y es que la vida es a veces muy traicionera con la gente inquieta y bienintencionada.
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Tenemos otra vez la ciudad llena de cocineros ilustres (esta vez toca cocina asiática) en un evento, San Sebastián Gastronómica, en el que en el año 2003 tuve una intervención a dúo con Juanmari Arzak que es una pena que nadie lo haya filmado y colgado en YouTube, porque fue de las que hacen época (todavía hay varios amigos que se siguen riendo de lo que allí vieron). También por estas fechas, pero el año pasado, Xabi Gutierrez (de Arzak), Jose M. López Nicolás (bioquímico ilustre y bloguero murciano de éxito imparable), amén de este Búho que os escribe, grabamos en un solo día los 12 episodios de Ciencia en la Cocina, de la primera temporada de Orbita Laika, en la que en la presente temporada no nos han hecho sitio, vaya Ud. a saber por qué extraños razonamientos de los que tienen el control (ellos se lo pierden). Y resulta que, en este mes de octubre, Jose va a alojar en su blog Scientia la edición cincuenta y uno del Carnaval de Química. Así que con tanto recuerdo y coincidencia no me queda más que escribir algo de Química y Gastronomía.
A finales de agosto, el Chemical Engineering News publicaba la noticia de que en una empresa torrefactora de café de Oregón, uno de sus científicos tenía desde hacía tiempo la idea de poder servir café frío a la manera de cómo se escancia la cerveza. Y como se hace con la mayor parte de las cervezas, se le ocurrió probar con anhídrido carbónico (CO2) y la misma parafernalia que podéis ver debajo de los mostradores de los bares y próxima a los grifos en los que se dispensan cañas y similares.
Pero la cosa no resultó porque, probablemente por el carácter ácido del CO2 cuando está disuelto, los aromas del café se iban en gran medida "a la merde". Pero nuestro emprendedor no se dió por vencido. Algo debía de saber sobre las cervezas y su historia porque decidió utilizar nitrógeno en lugar de anhídrido carbónico para propulsar el café a través del grifo. Y la cosa resultó. Tras jugar con temperaturas y presiones obtuvo un café frío con una preciosa espuma adornando el brebaje y conservando todo el aroma original de los granos que ellos torrefactan.
La idea no es nueva y, como digo, proviene de los tiempos históricos de las cervezas tradicionales inglesas, que se empezaron a comercializar antes de que se inventaran la refrigeración y el carbonatado artificial (esto es la adición de CO2 al que hay de forma natural). Esas cervezas sabían mucho a malta y lúpulo y tenían muy poco gas, el que se había generado durante el proceso. Se servían a la temperatura de los sótanos o bodegas donde se almacenaban las barricas de madera (madera a través de la cual el poco anhídrido carbónico se escapaba). El bombeo desde el sótano a la canilla se hacía ni más ni menos que a mano por esforzadas camareras. Solo más tarde se empezó a mantener la cerveza en recipientes metálicos estancos en los que se empezó a presurizar con CO2, de forma y manera que al abrir la espita, la cerveza salía como consecuencia de esa presión interna.
Pero no todos los cerveceros optaron por el CO2. Los técnicos de la famosa cerveza negra Guiness experimentaron en los sesenta con nitrógeno y se dieron cuenta de que el sabor era sustancialmente diferente y la estabilidad de la espuma mucho mejor. Así que empezaron a usar mezclas de nitrógeno y CO2 con clara mayoría del primero (75%) y presiones similares a las que se conseguían con las bombas manuales. Con ello se consigue una cerveza templada, con muchos aromas distinguibles y una espuma que caracteriza a este típico producto de los pubs londinenses.
El uso de nitrógeno y sus consecuencias en la cerveza final tiene que ver mucho con la Química Física de ese producto. El nitrógeno tiene una solubilidad en agua unas 50 veces inferior a la del anhídrido carbónico (solubilidad regida por la ley de Henry, como decimos los que enseñamos Química Física). Eso quiere decir, aproximadamente, que el nitrógeno se disuelve 50 veces menos en la disolución acuosa que es la cerveza que el CO2. Ello tiene su influencia en varios aspectos de la caña o pinta final. Por ejemplo, en el número y tamaño de burbujas que escapan continuamente de nuestra copa. Como hay menos nitrógeno disuelto y es el gas el que forma las burbujas, estas aparecerán en menor número. Y también serán más pequeñas al haber menos nitrógeno para hacerlas crecer. La cosa todavía se refuerza porque el carácter ácido de las cervezas carbonatadas incrementa también el número y tamaño de las burbujas.
Esa diferencia de solubilidades también afecta a la estabilidad de la espuma formada. La formación de una espuma estable requiere que el líquido donde se origina, en este caso la cerveza, contenga cierto tipo de moléculas que jueguen el papel de surfactantes o emulsificantes (algo parecido al jabón que usamos para crear pompas). En la cerveza ese papel parecen jugarlo pequeñas cadenas de aminoácidos provenientes de los granos de la cebada. Pero también la pequeña solubilidad del nitrógeno juega su papel. Es un poco complicado de explicar y ya se me está haciendo el post un poco largo, así que no os voy a hablar de la ley o presión de Laplace en el interior de las burbujas que hace que las burbujas más grandes se hagan más grandes a costa de las pequeñas que van desapareciendo lo que, finalmente, ocasiona la desaparición de la espuma como tal. Ese efecto es mucho más lento en las cervezas "al nitrógeno" por la pequeña solubilidad de este en el líquido.
Así que si cualquier día de estos véis unas espitas como las de la figura de arriba y os ofrecen café frío de esa guisa, acordaos de este vuestro Búho que ya os ha contado el nitrógeno que lo hace fluir.
NOTA: Esta entrada participa en la LI Edición del Carnaval de Química, alojada en el imprescincible blog Scientia del gran @ScientiaJMLN.
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