Ozono, CFCs y otra vez James Lovelock
En una entrada de 2019, hablábamos del papel que, en el fracaso de que la compañía Boeing pudiera lanzar su plan de vuelos supersónicos usando la estratosfera, tuvieron los miedos a que, como consecuencia de esos vuelos, disminuyera la capa de ozono sobre nuestro planeta, con el consiguiente efecto de una menor filtración de las radiación UV y su derivada en forma de los cánceres de piel. Vimos que como posibles causas para una disminución de esa capa estaban los compuestos clorados emitidos por las pruebas con misiles, el vapor de agua generado por los vuelos supersónicos o los óxidos de nitrógeno (NOx) generados por esos mismos vuelos. Estamos hablando de los primeros años de la década de los setenta. Pero en esos mismos años entra en escena nuestro conocido James Lovelock para dar un giro fundamental al asunto del ozono, en lo que se puede considerar la prehistoria de lo que finalmente acabó con la regulación de los gases denominados clorofluocarbonos o CFCs.
En 1972, Lovelock se embarcó en una larga travesía desde su casa en el Reino Unido hasta la Antártida a bordo del buque oceanográfico RRS Shackleton. Lovelock iba provisto de un dispositivo similar al que aparece en la imagen que ilustraba la entrada que le dediqué con ocasión de su reciente fallecimiento (técnicamente un cromatógrafo de gases de la época provisto del detector de captura electrónica inventado por el propio Lovelock).
El objetivo de ese viaje era medir la composición en la atmósfera de diversos productos químicos que se encuentran en ella en composiciones muy pequeñas (trazas), gracias a que la sensibilidad del citado detector permitía medir concentraciones en partes por trillón. Y Lovelock estaba particularmente interesado en medir la concentración de un gas concreto (el triclorofluorometano, CCl3F) que llevaban unos años siendo usado, entre otras cosas, como propelente de envases conteniendo insecticidas, desodorantes y otras sustancias.
La razón de ese interés, tal y como explicaban Lovelock y sus colegas en el artículo [Nature 241, 194 (1973)] en el que contaban sus resultados, radicaba en que habiendo sido descubierto recientemente y siendo extraordinariamente estable, "podía usarse como un marcador para estudiar los procesos de transferencia de masa en la atmósfera y los océanos". Los autores dejaban claro desde el principio que las concentraciones encontradas (unas decenas de partes por trillón) no constituían riesgo alguno y, entre otras conclusiones, apuntaban que la concentración de ese gas iba descendiendo a medida que el RRS Shackleton iba acercándose a la Antártida.
Frank S. Rowland era un profesor de la Universidad de California que andaba esos años a la búsqueda de nuevos temas de investigación. Cuando leyó el artículo de Lovelock le intrigó el hecho de que, dada su estabilidad, todo el CCl3F hasta entonces producido tendría que andar por ahí fuera. Y se preguntó si no existían realmente condiciones en las que ese compuesto pudiera degradarse. O era un compuesto que duraría para siempre (forever). De hecho, aún hoy, se sigue hablando de los compuestos fluorados como los "forever chemicals".
Así que le pasó el asunto a su postdoc mejicano Mario Molina. Quien le sugirió que, efectivamente, parecía no existir ningún sumidero de ese compuesto en la superficie de la Tierra e incluso en la inmediata atmósfera. Pero recordando los primeros miedos sobre el efecto del cloro derivado de las pruebas con misiles en la capa de ozono, propuso a su jefe un mecanismo, posible en la estratosfera, según el cual la intensa luz ultravioleta allí existente rompiera uno de los tres enlaces carbono-cloro y el cloro resultante actuara como catalizador de la destrucción del ozono para dar oxígeno. Y que, además, usando ciertos argumentos ligados a la cinética de esas reacciones, ese efecto sería muy dilatado en el tiempo por lo que para cuando nos diéramos cuenta de que se estaba dando, la destrucción de la capa de ozono sería ya importante.
Estas conclusiones, publicadas en junio de 1974 en el famoso artículo de Rowland y Molina [Nature 249, 810 (1974)], dieron pie a una nueva versión de las alarmas ya citadas sobre la destrucción de la capa de ozono y la posible consecuencia de un incremento en los cánceres de piel, adecuadamente propagada por el propio Rowland en numerosas conferencias de prensa. Pero se encontraron con el incombustible Lovelock quien, solo unos meses más tarde (noviembre 1974) y también en la revista Nature [Nature 252, 292 (1974)], publicaba un artículo de respuesta en el que argumentaba que le resultaba poco creíble que si la única fuente de cloro en la estratosfera fueran el CCl3F y otros CFCs de la familia, el efecto sobre el ozono fuera como para preocuparse en los extremos descritos por Rowland y Molina. Pocos meses después, marzo de 1975, en una respuesta a otro artículo [Nature 254, 275 (1975)] que parecía avalar las tesis de Molina y Rowland, Lovelock replicaba, entre otras cosas, que lo propuesto por estos últimos era solo un modelo "no confirmado por observación directa alguna en la estratosfera". Y aprovechaba la respuesta para proponer otras posibles fuentes de origen natural de cloro, como el cloruro de metilo.
No voy a dar más detalles de la literatura que se generó al respecto en uno y otro lado, pero la cosa degeneró claramente en una "guerra" entre científicos americanos, liderados por Rowland y otros frente a científicos ingleses, cuya cabeza más visible fue Lovelock. Paralelamente, en USA y Canadá, el propio Rowland y algunos políticos empezaron a propugnar medidas para la eliminación completa de los aerosoles a base de CFCs, tratando de implicar a Naciones Unidas para extender globalmente esa prohibición, mientras en Europa había muchas más reticencias al respecto. La controversia duró prácticamente diez años, al final de los cuales incluso llegó a parecer que el cloro en la estratosfera podía formar compuestos con otras sustancias allí presentes (como los óxidos de nitrógeno) y desaparecer como catalizador de la descomposición del ozono.
Pero, en 1985, Joe Farman, un científico perteneciente a la British Antartic Survey (BAS) y que trabajaba en una estación radicada en aquellas remotas latitudes, publicó un artículo[Nature 315, 207 (1985)] en el que daba cuenta de una caída en la concentración de ozono (lo que luego se llamó agujero de ozono) cada mes de octubre, descenso que se correspondía con un incremento de la concentración de CFCs en las extremas condiciones de lo que allí abajo es la incipiente primavera.
Ello reavivó el debate y dio lugar a un par de expediciones científicas a la Antártida para tratar de corroborar las tesis de Farman. En la segunda, en 1987, se empleó un avión especialmente equipado para meterse en la zona en la que se había detectado la anomalía en cuestión y tomar muestras "in situ". El resultado más contundente de los análisis de esas muestras fue que, en las latitudes en las que los científicos de la BAS habían detectado la anomalía, había una relación inversa entre el descenso en la concentración de ozono y el aumento en la concentración del monóxido de cloro, el compuesto que se forma cuando el cloro liberado por la radiación UV a partir de los CFCs, reacciona con ese ozono para dar oxígeno.
Esos resultados tan impactantes (la prueba experimental que pedía Lovelock) coincidieron casi en el tiempo con los intentos de aprobar una prohibición global de los aerosoles a base de CFCs. Y parece que fueron claves en que los escépticos países europeos dieran su acuerdo al llamado Protocolo de Montreal que entró en vigor el 1 de enero de 1989, destinado a reducir los niveles de producción y consumo de la familia de los clorofluorocarbonos (CFCs).
A Rowland y Molina les dieron el Premio Nobel de Química 1995 por su descubrimiento de 1974. Y Lovelock se debió quedar muy chafado con el resultado final de todo el proceso, porque en su libro La venganza de la Tierra no menciona al ozono ni en el índice y, en cuanto a los CFCs, solo los cita en una página, pero en su papel como gases de efecto invernadero.
En 1972, Lovelock se embarcó en una larga travesía desde su casa en el Reino Unido hasta la Antártida a bordo del buque oceanográfico RRS Shackleton. Lovelock iba provisto de un dispositivo similar al que aparece en la imagen que ilustraba la entrada que le dediqué con ocasión de su reciente fallecimiento (técnicamente un cromatógrafo de gases de la época provisto del detector de captura electrónica inventado por el propio Lovelock).
El objetivo de ese viaje era medir la composición en la atmósfera de diversos productos químicos que se encuentran en ella en composiciones muy pequeñas (trazas), gracias a que la sensibilidad del citado detector permitía medir concentraciones en partes por trillón. Y Lovelock estaba particularmente interesado en medir la concentración de un gas concreto (el triclorofluorometano, CCl3F) que llevaban unos años siendo usado, entre otras cosas, como propelente de envases conteniendo insecticidas, desodorantes y otras sustancias.
La razón de ese interés, tal y como explicaban Lovelock y sus colegas en el artículo [Nature 241, 194 (1973)] en el que contaban sus resultados, radicaba en que habiendo sido descubierto recientemente y siendo extraordinariamente estable, "podía usarse como un marcador para estudiar los procesos de transferencia de masa en la atmósfera y los océanos". Los autores dejaban claro desde el principio que las concentraciones encontradas (unas decenas de partes por trillón) no constituían riesgo alguno y, entre otras conclusiones, apuntaban que la concentración de ese gas iba descendiendo a medida que el RRS Shackleton iba acercándose a la Antártida.
Frank S. Rowland era un profesor de la Universidad de California que andaba esos años a la búsqueda de nuevos temas de investigación. Cuando leyó el artículo de Lovelock le intrigó el hecho de que, dada su estabilidad, todo el CCl3F hasta entonces producido tendría que andar por ahí fuera. Y se preguntó si no existían realmente condiciones en las que ese compuesto pudiera degradarse. O era un compuesto que duraría para siempre (forever). De hecho, aún hoy, se sigue hablando de los compuestos fluorados como los "forever chemicals".
Así que le pasó el asunto a su postdoc mejicano Mario Molina. Quien le sugirió que, efectivamente, parecía no existir ningún sumidero de ese compuesto en la superficie de la Tierra e incluso en la inmediata atmósfera. Pero recordando los primeros miedos sobre el efecto del cloro derivado de las pruebas con misiles en la capa de ozono, propuso a su jefe un mecanismo, posible en la estratosfera, según el cual la intensa luz ultravioleta allí existente rompiera uno de los tres enlaces carbono-cloro y el cloro resultante actuara como catalizador de la destrucción del ozono para dar oxígeno. Y que, además, usando ciertos argumentos ligados a la cinética de esas reacciones, ese efecto sería muy dilatado en el tiempo por lo que para cuando nos diéramos cuenta de que se estaba dando, la destrucción de la capa de ozono sería ya importante.
Estas conclusiones, publicadas en junio de 1974 en el famoso artículo de Rowland y Molina [Nature 249, 810 (1974)], dieron pie a una nueva versión de las alarmas ya citadas sobre la destrucción de la capa de ozono y la posible consecuencia de un incremento en los cánceres de piel, adecuadamente propagada por el propio Rowland en numerosas conferencias de prensa. Pero se encontraron con el incombustible Lovelock quien, solo unos meses más tarde (noviembre 1974) y también en la revista Nature [Nature 252, 292 (1974)], publicaba un artículo de respuesta en el que argumentaba que le resultaba poco creíble que si la única fuente de cloro en la estratosfera fueran el CCl3F y otros CFCs de la familia, el efecto sobre el ozono fuera como para preocuparse en los extremos descritos por Rowland y Molina. Pocos meses después, marzo de 1975, en una respuesta a otro artículo [Nature 254, 275 (1975)] que parecía avalar las tesis de Molina y Rowland, Lovelock replicaba, entre otras cosas, que lo propuesto por estos últimos era solo un modelo "no confirmado por observación directa alguna en la estratosfera". Y aprovechaba la respuesta para proponer otras posibles fuentes de origen natural de cloro, como el cloruro de metilo.
No voy a dar más detalles de la literatura que se generó al respecto en uno y otro lado, pero la cosa degeneró claramente en una "guerra" entre científicos americanos, liderados por Rowland y otros frente a científicos ingleses, cuya cabeza más visible fue Lovelock. Paralelamente, en USA y Canadá, el propio Rowland y algunos políticos empezaron a propugnar medidas para la eliminación completa de los aerosoles a base de CFCs, tratando de implicar a Naciones Unidas para extender globalmente esa prohibición, mientras en Europa había muchas más reticencias al respecto. La controversia duró prácticamente diez años, al final de los cuales incluso llegó a parecer que el cloro en la estratosfera podía formar compuestos con otras sustancias allí presentes (como los óxidos de nitrógeno) y desaparecer como catalizador de la descomposición del ozono.
Pero, en 1985, Joe Farman, un científico perteneciente a la British Antartic Survey (BAS) y que trabajaba en una estación radicada en aquellas remotas latitudes, publicó un artículo[Nature 315, 207 (1985)] en el que daba cuenta de una caída en la concentración de ozono (lo que luego se llamó agujero de ozono) cada mes de octubre, descenso que se correspondía con un incremento de la concentración de CFCs en las extremas condiciones de lo que allí abajo es la incipiente primavera.
Ello reavivó el debate y dio lugar a un par de expediciones científicas a la Antártida para tratar de corroborar las tesis de Farman. En la segunda, en 1987, se empleó un avión especialmente equipado para meterse en la zona en la que se había detectado la anomalía en cuestión y tomar muestras "in situ". El resultado más contundente de los análisis de esas muestras fue que, en las latitudes en las que los científicos de la BAS habían detectado la anomalía, había una relación inversa entre el descenso en la concentración de ozono y el aumento en la concentración del monóxido de cloro, el compuesto que se forma cuando el cloro liberado por la radiación UV a partir de los CFCs, reacciona con ese ozono para dar oxígeno.
Esos resultados tan impactantes (la prueba experimental que pedía Lovelock) coincidieron casi en el tiempo con los intentos de aprobar una prohibición global de los aerosoles a base de CFCs. Y parece que fueron claves en que los escépticos países europeos dieran su acuerdo al llamado Protocolo de Montreal que entró en vigor el 1 de enero de 1989, destinado a reducir los niveles de producción y consumo de la familia de los clorofluorocarbonos (CFCs).
A Rowland y Molina les dieron el Premio Nobel de Química 1995 por su descubrimiento de 1974. Y Lovelock se debió quedar muy chafado con el resultado final de todo el proceso, porque en su libro La venganza de la Tierra no menciona al ozono ni en el índice y, en cuanto a los CFCs, solo los cita en una página, pero en su papel como gases de efecto invernadero.