miércoles, 30 de julio de 2025

Plastifóbicos bajo sospecha (parte 2). El artículo viral sobre utensilios de cocina de color negro se va desprestigiando solo.

Retraction Watch es una organización que se dedica a rastrear las retiradas (o retractaciones, que aunque me suena fatal la RAE lo admite), así como las deficiencias detectadas en artículos científicos. Como consecuencia de esa labor, revisan la integridad de los investigadores, las revistas y las instituciones científicas. Sus creadores, Ivan Oransky y Adam Marcus, señalaron en un artículo publicado en Nature en 2011, que el proceso de revisión por pares de las publicaciones académicas no termina cuando el artículo está ya publicado en una revista, ya que sigue sujeto a posteriores revisiones que cualquiera puede hacer (y en su caso denunciar) y que pueden llegar a ser causa de la retirada del mismo. Apuntaban tammbién que organizaciones como la suya son necesarias porque, la mayoría de las veces, esas retiradas no se anuncian ni publicitan en los medios, por lo que otros investigadores (o el público en general) no son conscientes de ellas y pueden tomar decisiones basadas en resultados no válidos. El pasado 6 de julio, cuando yo ya tenía escrita la entrada anterior y estaba esperando a publicarla por aquello de revisar “las tortillas del CSIC un año después”, recibí una alerta que tenía que ver con un artículo que ya despellejé el pasado mes de enero. Pensé primero en alargar la entrada de las tortillas, ya de por sí un poco larga, pero he preferido escribir una segunda parte de la misma.

El artículo al que nos referimos llevaba un rimbombante título: "De los residuos electrónicos al espacio vital: los retardantes de llama que contaminan los artículos del hogar se suman a la preocupación por el reciclaje de plástico". Fue publicado en setiembre de 2024 por la revista Chemosphere, firmado por miembros del grupo activista Toxic-Free Future y de la Universidad Libre de Amsterdam. Entre otros artículos domésticos fabricados con plástico, los autores encontraron aditivos denominados retardantes de llama, de carácter tóxico, en varios utensilios que normalmente no necesitarían protección contra incendios, como bandejas de sushi, peladores de verduras, cucharas ranuradas y servidores de pasta. Sugiriendo que esos utensilios de cocina, generalmente negros y muy populares, como los que veis en la foto de arriba, podrían haber sido hechos a base de plásticos provenientes del reciclado de electrodomésticos que han contenido y contienen esos aditivos.

Centrándose en un retardante conocido como BDE-209, el más abundante de los retardantes analizados y ya retirado del mercado aunque siga presente en utensilios viejos que se van reciclando, los autores calcularon que, por manejar esos utensilios, una persona media estaría expuesta a una dieta de (y copio literalmente) “34700 nanogramos por día de BDE-209, cerca de la dosis de referencia de la EPA de 7000 nanogramos/kilo de peso/día. O, lo que es igual, a 42000 nanogramos/día para un adulto de un peso medio de 60 kilos”. La llamada dosis de referencia (RfD) es una forma que los toxicólogos y agencias como la EPA americana tienen de establecer la ingesta diaria segura de las sustancias químicas. En mi entrada de enero os contaba que la acción de un conocido científico en desenmascarar bulos (Joe Schwarcz de la canadiense McGill University) hizo ver a la revista que los autores habían calculado mal esa dosis de referencia, que no era 42000 ng/día sino 420000 ng/día, un error cometido al multiplicar en 7000 x 60, que también se les escapó a los revisores de Chemosphere. Con lo cual, la dieta ingerida estimada era diez veces menos peligrosa que lo que los autores proclamaron originalmente y de lo que se hicieron eco los medios. El artículo fue corregido y los autores adujeron en la corrección que "Este error de cálculo no afecta la conclusión general del artículo". Y ahí nos quedamos en enero.

Pero este pasado 3 de julio, la revista ha publicado un nuevo corrigendum, esta vez no a instancias de un agente externo como Joe Schwarcz sino de los propios autores, que confesaban que la fórmula que habían utilizado para estimar la exposición de la gente al ya citado BDE-209 "se malinterpretó". Según ellos dicen literalmente “Esta mala interpretación condujo a una sobreestimación de la concentración de exposición a BDE-209. La exposición estimada corregida de BDE-209 es de 7900 ng/día en lugar de 34700 ng/día”. Es decir los humanos estaríamos expuestos a una dosis de BDE-209 más de cuatro veces inferior a lo que originalmente dijeron. Así que, resumiendo el efecto de ambos errores, si la dosis peligrosa es diez veces superior a la que originalmente dijeron debido a una incorrecta multiplicación y, ahora, la ingesta diaria es cuatro veces inferior a la que originalmente calcularon, debido a una incorrecta metodología, los usuarios de esos utensilios estamos más de 40 veces por debajo de la dosis considerada peligrosa. Pero da igual. Los autores siguen diciendo que lamentan el error pero que no es importante para “los objetivos o métodos de investigación centrales del estudio".

El problema para ellos es que la cosa no se ha terminado con su último corrigendum. En una carta que acompaña a esa corrección, un tal Mark Jones, un químico y consultor industrial que hizo su carrera en Dow Chemical y que ha estado siguiendo el caso, sugiere que la última actualización todavía "no corrige completamente los errores matemáticos y metodológicos presentes en el estudio. Los errores son suficientes para justificar una revisión completa del resumen, las secciones del artículo y las conclusiones". Añadiendo que “la declaración en las conclusiones de que los retardantes de llama bromados contaminan significativamente los productos ya no puede ser respaldada y debe corregirse o retractarse siguiendo el razonamiento presentado en la segunda corrección". Los autores andan refutando los argumentos de Jones en una carta de respuesta y la revista revisando las argumentaciones de unos y otro. Así que la polémica no se ha cerrado. Si a mi un estudiante me hubiera presentado un informe con errores tan evidentes, lo mando directamente a su casa a reescribirlo. O sea, le ordeno retractarse, que es lo que, en mi humilde opinión, tendría que hacer el editor de Chemosphere, una revista que, como también os contaba en la anterior entrada sobre este artículo, fue eliminada de la Web of Science de Clarivate en diciembre por no cumplir con los criterios de calidad editorial. La revista había publicado más de 60 artículos sobre los que se habían expresado serías dudas en 2024 y ha retirado 34 artículos en lo que va de este año.

Mientras tanto, no se os ocurra tirar a la basura vuestros utensilios negros de cocina, como urgentemente reclamaron, tras la publicación del artículo, algunos grandes medios de comunicación nacionales e internacionales, la mayoría de los cuales, como suele ser habitual en casos similares, no han dicho nada sobre estas dos correcciones. Haciéndose así corresponsables de la desinformación que ha llegado a la sociedad.

La música para este día lluvioso de finales de julio (y llevamos….). Renée Fleming nos canta la Canción de la luna de Dvorak acompañada por la Welsh National Opera Orchestra, con Gareth Jones a la batuta. Es un poco largo pero podéis aguantar hasta el minuto 3:12. Luego se repite el tema.

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viernes, 18 de julio de 2025

Plastifóbicos bajo sospecha. Las tortillas del CSIC, un año despues.

Ahora hace un año (el 18 de julio de 2024), comentábamos aquí una noticia que me hacía llegar un lector del Blog, noticia publicada en ABC y cuyo titular decía, literalmente, “El CSIC detecta tóxicos en envases plásticos y alerta del riesgo de su transferencia a los alimentos al calentarlos”. Aunque lo que llamó la atención de mi comunicante no fue el titular sino el hecho de que la noticia hablara, específicamente, del caso de las tortillas que se venden en supermercados, listas para calentar y comer. Cuando me leí el artículo periodístico, constaté que la científica a la que entrevistaban reconocía que el estudio no se había publicado aún, una práctica que parece ser habitual en ella (puse otros ejemplos en esa entrada), siguiendo aquello de “vender la piel del oso antes de cazarlo”. Una práctica que me cabrea sobremanera porque, cuando leo noticias destinadas a alarmar a la gente, lo que me gusta es poder leer el artículo del que, presuntamente, se sacan las conclusiones que se publicitan. Así que, al final de la entrada, os prometía dejar pasar un año para ver si el asunto de las tortillas había acabado por salir en algún artículo científico.

Os puedo confirmar que el artículo ha salido, publicado por la revista Journal of Hazardous Materials. Y como suele ser habitual en cada publicación científica, se suele reseñar el proceso de revisión que la mismo ha sufrido por parte de la revista. Según se puede leer en el artículo, éste se recibió en la revista el 5 de febrero de este año 2025. Parece que hubo algún problema en un primer análisis por parte de los revisores, con lo que se presentó una versión corregida el 7 de abril, que se aceptó el día 15 de abril y se publicó online dos días más tarde. O sea, que el artículo salió del ordenador de los autores casi siete meses después de que la investigadora principal del mismo propagara sus datos en los medios. Y se publicó, en su versión aprobada tras la revisión por pares, que es la que importa, nueve meses después. Que yo sepa, ningún medio ha comparado lo que dijo la autora hace casi un año (fácil de leer) con lo que realmente dice ahora el artículo (prolijo en siglas y números). Entre otras razones porque los propios autores ya se encargarán de que la oficina de prensa de su Centro no pase noticia alguna a los tribuletes. Con lo que el daño creado por la alarma difundida hace un año permanece inalterable en las hemerotecas. Pero, al menos en este caso, vuestro Búho se ha leído en profundidad el artículo científico publicado y, sin cobraros nada, os lo cuenta.

En el artículo se analizan 109 muestras de diferentes alimentos comprados en tiendas y supermercados, cubriendo toda una gama que va desde alimentos infantiles a aceites pasando por cereales, legumbres, azúcar y edulcorantes, condimentos, productos lácteos y huevos, frutas y vegetales, pescados y productos cárnicos. Envasados en diferentes tipos de envases (no solo en plástico) o vendidos simplemente envueltos en los papeles que se usan en carnicerías y pescaderías. Adicionalmente, se compraron muestras de alimentos envasados en plástico y preparados para ser calentadas en un microondas. Concretamente, dos de brócoli, dos de purés vegetales, dos de patatas y dos de las mencionadas tortillas. Además, unas pechugas de pollo y unos filetes de cerdo se cocinaron al horno dentro de unos envases de polietilen tereftalato (PET) que se suelen utilizar para recoger los jugos que se desprenden durante la cocción y, de paso, no manchar el horno. Tanto en el caso de los cocinados en microondas como en horno convencional, se analizaron los alimentos antes y después de la cocción, para investigar la posible migración de sustancias químicas del envase al alimento.

Cada muestra fue analizada a la búsqueda de 45 sustancias químicas usadas como plastificantes (sustancias utilizadas para hacer que los plásticos sean más blanditos), pertenecientes a tres familias diferentes: los denostados ftalatos (PAEs, su acrónimo en inglés), plastificantes sin ftalatos (NPPs), alternativa de los anteriores y, en tercer lugar, los que interesan sobremanera al grupo de investigación autor del artículo, los ésteres organofosforados (OPEs) que, además de como plastificantes, se usan y han usado como retardantes a la llama en electrodomésticos, muebles, etc. Los autores resumen sus resultados diciendo que el 85% de las muestras exhibían la presencia de al menos uno de los plastificantes investigados. La concentración total media de los aditivos fue de 65 nanogramos /gramo (ng/g) de muestra, siendo más alta en las carnes (193) mientras que en otros casos, como en los aceites, los plastificantes eran indetectables.

Si ya particularizamos en las tres familias de plastificantes investigadas, los plastificantes sin ftalatos eran los detectados más frecuentemente (en un 65% de los casos) con una concentración media de 12.4 ng/g. Los ftalatos se detectaban en el 51% de los casos con una concentración media de 1.07 ng/g, mientras que los organofosforados aparecían en un 52% de los casos con una concentración media de 0.17 ng/g. Es decir, y esto es de mi cosecha, los considerados más peligrosos (OPEs y PAEs) y que la investigadora principal no olvida nunca de mencionar a la prensa, estén sus estudios relacionados con ellos o no, están en cantidades entre 10 y 100 veces inferiores a los de la tercera familia. Entre los pertenecientes a ella, los más abundantes en el muestreo efectuado son el tributil acetil citrato (ATBC) y el etil hexil adipato (DEHA). Se trata de aditivos que, como he mencionado, se introdujeron como alternativos a los ftalatos y considerados seguros tanto por la FDA americana como al EFSA europea, como el artículo reconoce.

Pero dejémonos de cifras y siglas y vayamos a lo que quizás, a estas alturas de la película, os estaréis preguntando. ¿Pueden las cantidades detectadas y, en muchos casos, cuantificadas resultar peligrosas para nuestra salud? Para evaluar el riesgo potencial, los autores calculan primero la ingesta diaria de esos plastificantes a través de los alimentos investigados y su participación en la dieta habitual de tres diferentes segmentos de la población (adultos, niños y recién nacidos). Una vez hecho eso, evalúan el cociente de peligrosidad (HQ) de cada una de esas sustancias, dividiendo la ingesta diaria de ellas entre la cantidad a partir de la que comienza a ser peligrosa esa ingesta, según marca el criterio de las agencias que velan por nuestra salud. Un valor de 1 o superior de ese HQ indicaría que la ingesta de una sustancia puede poner en riesgo nuestra salud. Pues bien, considerando los valores medios de las concentraciones encontradas, dichos valores de HQ son cientos y hasta millones de veces más pequeños que esa linea roja que marca el valor HQ=1.

Es verdad que en toxicología, al hacer estimaciones del HQ, los toxicólogos toman muchas medidas de prevención y evalúan los riesgos en escenarios más extremos. Y así, más que usar la media de los valores encontrados, usan el llamado percentil 95%, el valor más alto por debajo del cual están incluidos el 95% de todos los valores encontrados (recordad el percentil a la hora de medir o pesar a los niños. Si están en el percentil 95% quiere decir que ganan al 95% de la muestra). Tomando como valores esos percentiles 95%, el escenario más protector de los usuarios, en lugar de los valores medios, los valores HQ evidentemente suben pero, aun y así, resultan ser entre decenas y miles de veces más pequeños que 1. Solo en un caso (el DEPH ya citado y en niños de hasta un año) el HQ llega a valer 1.79, algo que casi es anecdótico.

Hay algún otro comentario que no puedo dejar de hacer. Por ejemplo, la metodología experimental para extraer esos plastificantes y poder así analizarlos convenientemente con las potentes técnicas analíticas que tiene los investigadores, tiene poco que ver con lo que ocurre en el tracto digestivo de los humanos que ingieren esos alimentos. Antes de analizar cada muestra, 1 gramo seco de cualquiera de los alimentos se extrae dos veces con una mezcla de hexano y acetona con agitación por ultrasonidos durante 15 minutos. Luego siguen otros procesos de centrifugación, intercambio de disolventes, evaporación de los mismos y vuelta a centrifugar. Nada que, desde luego, va a pasar en nuestro tracto gastrointestinal. Que se extraigan mejor o peor y pasen a nuestro organismo pudiera ser debatible pero no nos consta.

Bueno, ¿y qué ha pasado con las famosas tortillas de mi comunicante? Pues algo bastante sorprendente a tenor de lo que parecía indicar la noticia de ABC de hace un año. Tras introducir un envase, como el que veis en la figura que ilustra esta entrada, en un microondas a 800 W durante 3 minutos, los plastificantes de tipo no ftalato, pasan de no ser detectados a 3.12 ng/g, los esteres fosforados no se detectan ni antes ni después de la cocción y los ftalatos bajan de 66.5 ng/g a 56.2 ng/g. Así que, si hacemos lo que hacen los autores en la Tabla 2 de su artículo (de la que he tomado esos resultados) y sumamos los contenidos totales de las tres familias, el contenido total en plastificantes de las tortillas pasadas por el microondas es inferior al que tenían antes de cocinarse. Justo lo contrario de lo que decía la investigadora principal del artículo en ABC.

Y si nos fijamos en los alimentos cocinados en bolsas de PET en un horno a 180º durante 30 minutos (incluidos también en la Tabla 2), los resultados son aún más sorprendentes por lo erráticos. En el caso del pollo los plastificantes más abundantes son los de tipo no ftalato que aumentan de 43.4 a 73.7 ng/g. Los ftalatos pasan de 9.20 a no poder ser detectados una vez horneados (!) y los ésteres fosforados no se detectan ni antes ni después. Así que, en conjunto, la suma de plastificantes aumenta con la cocción de 52.6 a 73.7 ng/g, únicamente debido a los plastificantes de tipo no ftalato. Pero si uno hornea, en el mismo tipo de bolsa de PET, una porción de cerdo, los plastificantes de tipo no ftalato no se detectan ni antes ni después del horneado, los ftalatos vuelven a desaparecer durante el horneado (de 18 ng/g a nada) y los ésteres fosforados aumentan muy levemente desde 1.11 ng/g a 1.36. Con lo que la concentración total disminuye de 19.1 ng/g antes de hornear a 1.36 después de hornear. Con este batiburrillo de datos y tendencias yo no sacaría muchas conclusiones sobre el efecto de hornos y microondas en la transferencia de plastificantes.

En la entrada del Blog que mencionaba arriba, otra comunicante decía que a ella le interesaba más el tipo de sustancias que podían trasmitirse a su niña desde esos pavimentos de plástico que suele haber en los patios de los colegios, sobre los que el mismo grupo del CSIC había publicitado cosas igualmente alarmantes, aduciendo que a lo largo de 2025 se publicaría otro artículo que lo demostraba. Por ahora no lo encuentro pero seguiré comprobando si se publica o no. Y también os prometo, en breve, una nueva entrada sobre otro caso del que ya hablamos hace meses (las espátulas y otros utensilios negros para cocinar), pero que sigue teniendo derivadas interesantes.

De Sergei Rachmaninov (cuya música os propuse en la útima entrada), un extracto del primer movimiento del Concierto para piano No. 2 con Kirill Gerstein al piano, la Filarmónica de Berlín y Semyon Bychkov a la batuta, que seguro que, entre concierto y concierto, andará, como suele, disfrutando de la gastronomía vasca a uno y otro lado de la frontera, acompañado de su pareja, la pianista Marielle Labèque.

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jueves, 10 de julio de 2025

Canas y colorantes

El Búho es aficionado al ciclismo (que no practicante) desde la niñez, cuando llegué a animar en vivo y en directo a D. Federico Martín Bahamontes en el col du Tourmalet, el año que ganó el Tour (1959). Ahora no me pierdo en la tele las grandes vueltas, donde disfruto de las hazañas de los corredores y de los paisajes que se nos muestran. En las últimas ediciones de estas vueltas participa el equipo Alpecin, financiado por una marca que comercializa un champú cuyos reclamos publicitarios son llevar cafeína como componente para fortalecer el cabello y que puede usarse para hacer que desaparezcan las canas. He querido probarlo para las mías, pero la Búha ha sido más partidaria de que use otro champú que evita que esas canas adquieran un tono amarillento debido, según he leído, a la acción de los rayos UV del sol. He cumplido órdenes y la cuestión estaba zanjada hasta que, recientemente, con ocasión de la actuación de Bruce Springsteen en Donosti, he tenido en mi casa a una amiga, forofa del Boss donde las haya, que se vanagloria de su pelo blanco y es la autora de uno de los Blogs más veteranos y afamados de este país. Compartiendo ratos juntos salió el asunto de nuestras respectivas canas y sus tonos y quedé con ella en contar algo sobre la química implicada en el proceso de evitar los tonos amarillos. Y al documentarme, he aprendido muchas cosas.

Los colores amarillo y violeta son tonos opuestos en la rueda cromática. Por ello, los ingredientes químicos más usados en champús destinados a eliminar los mencionados tonos amarillos son colorantes con nombres como Violet 2, Basic Violet 16 o Acid Violet 43. Este último es el que figura en la composición del champú que está en mi ducha y es un clásico en la formulación de muchos otros productos de este tipo. Químicamente es una molécula compleja, de fórmula general C₂₄H₃₄ClN₃,  que data de finales del siglo XIX, cuando se adjudicó a un tal Hugo Hassencamp, residente en Elberfeld, Alemania, una patente que incluía esa sustancia entre una serie de colorantes parecidos, derivados de los subproductos de petróleo. Se trata de un producto cuya seguridad ha sido evaluada tanto por la Unión Europea (EU) a través del denominado Comité Científico de Seguridad de los Consumidores de la UE (SCCS) como en EEUU por parte de la FDA. Ambos comités autorizan el uso de esa sustancia para uso cosmético, pero únicamente en productos capilares no permanentes (como es el caso de champús o acondicionadores que se enjuagan con agua), productos donde no debe sobrepasar la concentración del 0.5%.

Toxicológicamente hablando, no se considera mutagénico ni cancerígeno a las dosis permitidas. Tampoco se acumula en el cuerpo y tiene un bajo coeficiente de penetración dérmica (especialmente si se enjuaga, como ocurre en su uso habitual), aunque puede causar reacciones alérgicas en personas sensibles (siempre hay un alérgico para algo). Si usas un champú de este tipo y lo compras por internet, sería bueno que revisaras su composición porque un colorante muy similar, el Basic Violet 16, está prohibido en la UE por su posible carácter mutagénico.

Como estamos en tiempos en los que todo debe de ser natural, estoy seguro que muchos de mis lectores y lectoras estarán ya preguntándome en la distancia si no hay champús de este tipo que empleen sustancias que no sean sintéticas. Pues os confirmo que los hay pero, como también ocurre en el caso de los colorantes de uso alimentario de los que hablábamos en la anterior entrada, los sintéticos ganan por goleada, al menos frente a los de origen natural que se están vendiendo ahora. Estos últimos son productos extraídos de las más variadas plantas, frutas y flores como la zanahoria, el hibisco o los arándanos (entre otros) pero, en general, son poco duraderos cuando se exponen a la luz, el calor o el pH del champú. Además, algunos tiene efectos impredecibles en el color que finalmente proporcionan a las canas y, lo que es más importante, no están regulados como están los sintéticos.

Un adecuado inciso, llegados a este punto de la regulación, es que los colorantes usados en cosmética y los usados en alimentación tienen un marco legal distinto. En el caso de Europa, los primeros se rigen por el Reglamento (CE) Nº 1223/2009, mientras que a los segundos se les aplica el Reglamento (CE) Nº 1333/2008. El seguimiento del cumplimiento de esa normativa lo hace el ya mencionado SCCS (Comité Científico de Seguridad del Consumidor) en el caso de los colorantes de uso cosmético, mientras que es la EFSA (Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria), la que es competente en el caso de los colorantes de uso alimentario. En el ámbito europeo, los colorantes cosméticos se identifican con un código que empieza por las letras CI ( de Color Index) seguidas de una serie de cinco números, mientras que los alimentarios se denotan por los famosos números E-. Y así, por ejemplo, nuestro Acid Violet 43 también es conocido con el número CI 44055.

Es curioso mencionar que, en algunos casos, un mismo colorante está permitido tanto para uso cosmético como para uso alimentario. Como el denominado rojo cochinilla, que ya usaba Stradivarius para dar el ligero tono rojizo a sus violines, como contábamos en esta entrada. Pues bien, el rojo cochinilla está permitido como colorante cosmético bajo las siglas CI 75470 y como colorante alimentario con la numeración E-120.

Pero siguiendo con el asunto del amarilleamiento de las canas, podemos retomar el origen de esta entrada y hablar un poco del champú que patrocina al equipo ciclista Alpecin. Existen estudios, algunos incluso muy recientes, que parecen evidenciar las posibilidades de la cafeína en el control de la caída del cabello, aunque la cosa no está clara del todo. Lo que si parece es que en lo relativo al control de las canas, Alpecin no combate el amarilleamiento de las mismas, sino que busca el que literalmente desparezcan, al menos en cierta medida. Para ello emplea colorantes como el CI 47005 y otros, que depositan un pigmento oscuro en el cabello gris que se une al mismo por adsorción en la superficie y hace que las canas desaparezcan temporalmente, sobre todo si no hay muchas. Intuyo que la dama que me visitó a finales de junio, orgullosa como está del tono de su pelo, no quiere esa solución. Y la Búha tampoco la quiere para mi caso. En resumen, ambos colorantes tienen un efecto cosmético temporal, no permanente, pero mientras el Acid Violet 43 corrige tonos amarillos no deseados, el CI47005 oscurece levemente las canas para reducir su visibilidad.

Cumplida la misión encomendada con una entrada de tipo veraniego que corresponde al mes de julio, acabamos con música relajante: de Sergei Rachmaninov: Rapsodia sobre un tema de Paganini con Nikolai Lugansky al piano y Tugan Sokhiev dirigiendo a la Filarmónica de Berlín.

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