domingo, 26 de noviembre de 2006

Octanos y un científico con mala pata

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sábado, 18 de noviembre de 2006

Una de disolventes con recuerdos infantiles

Esta entrada fue actualizada el 23 de marzo de 2015. Si un enlace os envía a esta página, podeis leer la versión actualizada aquí.

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sábado, 11 de noviembre de 2006

Orgánico no significa orgásmico.

Javier Ansorena

Javi Ansorena es amigo del Búho desde los tiempos heroicos de la Facultad de Química en su primitivo emplazamiento en Alza, donde, en primer lugar, compartimos miseria y luego las ganas de hacer con ella algo razonable investigando en polímeros. Posteriormente dirigió muchos años el Laboratorio de Fraisoro de la Diputación Foral de Gipuzkoa, donde realizó la ingente tarea de trasladar a territorio guipuzcoano los modos y maneras del Ministerio inglés de Agricultura. Ello le ha convertido en un especialista de reconocido prestigio internacional en el campo de los sustratos agrícolas, de los abonos y de los céspedes deportivos, donde ha llegado a ser experto de normalización de estos aspectos en las CCEE. Ahora es el Jefe del Servicio de Medio Ambiente de la misma Diputación donde ha tenido la desgracia de toparse con las veleidades de los políticos en torno a la acuciante problemática de la gestión de nuestros residuos urbanos (léase incineradora).


Mi entrada sobre el olor de las calles donostiarras le ha incitado a escribir lo que sigue a continuación, probablemente debido (él no me lo dicho) a que esa entrada no le ha debido gustar mucho, algo normal, pues el Búho sabe de Agricultura lo poco que ha podido absorber del propio Javi durante nuestras repetidas partidas de golf, vacaciones juntos y cenas de rigor.
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He de confesar que "la Orgánica" (Química Orgánica para no iniciados) fue una de las materias que más se me atragantó a lo largo de mi dilatada vida estudiantil; mis aptitudes y gustos siempre me han orientado hacia la Química Analítica. Pero esta alergia juvenil no me ha influido lo más mínimo en mi actitud de prevención frente al tópico de la supremacía de "lo orgánico" y sus sinónimos, una moda cuya aceptación social pone de manifiesto la facilidad con que se consiguen implantar ciertos prejuicios en la población, especialmente en áreas sensibles como las de la salud, la alimentación o el medio ambiente.

Quienes a menudo nos vemos involucrados en el debate de estas cuestiones, continuamente somos testigos de afirmaciones gratuitas en las que, desde diversos sectores sociales y políticos autodenominados verdes, ecologistas o de izquierdas, se equipara lo orgánico a lo natural, la vida, la Biología, la calidad, lo sano y ecológico; en definitiva, lo bueno. Un claro ejemplo lo encontramos en la agricultura ecológica, también conocida como biológica u orgánica (Organic Farming, en anglosajón), entre otras cosas porque no emplea fertilizantes minerales sintéticos, químicos o artificiales, sino abonos orgánicos, naturales, como diversas formas de estiércoles, purines, residuos de pescados y de matadero y otras delicatessen. En contraposición, lo inorgánico o mineral se asemeja a lo artificial, la Química, lo tóxico y contaminante, es decir, lo malo.

Algunos errores de bulto son frecuentes y comunes a todas las áreas. Uno de ellos es ignorar que la materia orgánica pura no existe, ya que siempre lleva asociados elementos minerales (fósforo, calcio, azufre, oligoelementos....) además de proteínas o aminoácidos, cuyo intrínseco nitrógeno se mineraliza progresivamente a sales amoniacales, nitritos y nitratos, los cuales son liberados al medio en el proceso de descomposición biológica de la materia orgánica en cantidades y proporciones que no tienen por qué coincidir con las necesidades de las plantas; y que dicho proceso es incontrolable, ya que interviene una amplia variedad de factores: temperatura, aireación, humedad, acidez del suelo, biomasa y actividad microbiana, etc.

Otro error ampliamente extendido es olvidar que no existen sustancias intrínsecamente buenas o malas, independientemente del lugar, el momento y la dosis de aplicación; no, no trato de defender la homeopatía, de la que como químico me declaro agnóstico, ya que, como me hizo ver el Búho, en caso contrario tendría que apostatar del número de Avogadro. Me estoy refiriendo a una regla tan antigua que fue enunciada nada menos que por Paracelso (1439-1541), al que el Búho se ha referido repetidas veces, y que yo quiero transcribir en su literalidad: "todas las sustancias son tóxicas, ninguna está exenta de toxicidad; lo que determina qué es tóxico es la dosis; la dosis correcta diferencia un veneno de un remedio". Y esto debe aplicarse no sólo a las sustancias minerales, sino también a la materia orgánica, como veremos a continuación. En los párrafos siguientes me limitaré a dar un repaso a diversas áreas en las que he ejercido mi actividad profesional a lo largo de los últimos veinticinco años, desde la perspectiva de la Química Agrícola y el Medio Ambiente, poniendo el acento en los riesgos, a menudo ignorados, que se derivan del uso y abuso de la materia orgánica, en comparación con los compuestos minerales.

Comenzaremos por la agricultura tradicional donde son bien conocidos desde tiempo inmemorial los efectos positivos de la correcta aportación de materia orgánica al suelo, que se traducen en una mejora de sus propiedades físicas, químicas y biológicas, y redundan en unos importantes beneficios para los usos del suelo, tanto desde el punto de vista agronómico como ambiental: mejora de la estructura y aumento de la fertilidad, ahorro de agua de riego, reducción de las aplicaciones de fertilizantes, disminución de la contaminación de las aguas y de las emisiones de CO2, protección frente a la erosión, etc.

Es sabido que las plantas absorben los nutrientes minerales que necesitan para su desarrollo tomándolos disueltos en la solución acuosa existente en el suelo, a través de las raíces. El suelo actúa como una reserva de nutrientes (reteniendo los minerales aportados al mismo en lugares situadas en la superficie de la arcilla y el humus existentes en el mismo). Esos nutrientes son liberados a la solución acuosa del suelo a medida que su concentración en la misma va disminuyendo como consecuencia de que las plantas los absorben. Además, hay que considera que parte de esos nutrientes se pierden no sólo como resultado de su absorcion por las plantas sino también por procesos de volatilización (se evaporan), lixiviación (arrastre hacia zonas mas profundas del subsuelo por parte del agua de lluvia, riego, etc.) y otros. Por tanto hay que compensar esas pérdidas aportando los elementos requeridos mediante abonos orgánicos o minerales. Las cantidades necesarias se estiman razonablemente a través del análisis químico de suelo que permite determinar las concentraciones de nutrientes asimilables presentes en el suelo a corto y largo plazo.

Si la aportación se hace directamente en forma de fertilizantes minerales, el control de su disponibilidad para las plantas es relativamente sencillo, ya que básicamente depende de su solubilidad en agua y de la capacidad del suelo para retenerlos y almacenarlos como reserva. Centrándonos en los tres nutrientes esenciales (nitrógeno, fósforo y potasio), basta con aportar el nitrógeno de forma fraccionada en la época de crecimiento, ya que al ser el nitrato un anión soluble, la fracción no absorbida por la planta se pierde rápidamente por lixiviación o desnitrificación. Por el contrario, el fósforo añadido con el fertilizante experimenta en el suelo diversas reacciones de adsorción y precipitación, y queda retenido en formas poco solubles, siendo liberado a la solución del suelo a medida que la planta lo va extrayendo. El potasio es retenido como forma de reserva, en equilibrio con el de la solución del suelo.

Pero si los nutrientes minerales a reponer mediante el abonado provienen de sustancias orgánicas como el estiércol (muy común), en el que se encuentran en una proporción que no tiene porqué ser la idónea, y que ha de descomponerse previamente, como es habitual en la agricultura ecológica, su disponibilidad es impredecible y las cantidades a aportar suelen ser muy superiores a las necesidades del suelo en materia orgánica. Una de las consecuencias de las aportaciones masivas de materia orgánica al suelo, en forma de estiércoles y otros abonos orgánicos, es la liberación de cantidades excesivas de nitratos, como resultado de la descomposición de las proteínas por los microorganismos del suelo. Cuando las concentraciones de nitrógeno nítrico en la solución acuosa del suelo son muy elevadas, lo que se traduce en una conductividad eléctrica muy alta, el agua del interior de la planta tiende a salir, por efecto osmótico, hacia la solución acuosa más concentrada, produciéndose unas condiciones de sequía debidas a un exceso de sales. Este efecto de salinidad puede llegar a provocar, en condiciones extremas, la deshidratación y la muerte de la planta. Además de las pérdidas de producción agrícola, la acumulación de nitratos en la solución acuosa del suelo conduce a la absorción excesiva por la planta, con la consiguiente pérdida de la calidad del producto, y a su liberación a las aguas superficiales y subterráneas, como veremos más adelante.

Los nuevos hábitos de consumo propios de las sociedades modernas han conducido a la necesidad de los agricultores de producir ciertas hortalizas a lo largo de todo el año. Esta tendencia al monocultivo venía originando la aparición de problemas sanitarios en nuestros suelos, que requerían tratamientos muy costosos y agresivos, tales como la desinfección por vapor o bromuro de metilo para combatir los plagas y enfermedades de los suelos. A fin de satisfacer la demanda permanente de productos de calidad, y durante las dos últimas décadas, se ha registrado un espectacular desplazamiento hacia la práctica del cultivo sin suelo, para la producción de plantas tanto hortícolas como ornamentales en sacos de cultivo. Al mismo tiempo, se ha incrementado notablemente la instalación de sistemas de fertirrigación con sustrato inerte de perlita (hidroponía, ver figura), en los que se alimenta directamente a la planta mediante soluciones nutritivas que se aportan gota a gota al saco de perlita en el que crecen las raíces; dichas soluciones nutritivas se preparan "a la carta", disolviendo los fertilizantes en el agua de riego, y contienen los nutrientes minerales necesarios en proporciones equilibradas. ¡Hay que ver a nuestros baserritarras hidropónicos, controlando con sus ordenadores y equipos de medida el pH, la conductividad y el balance de aniones y cationes de la solución nutritiva, cual alquimistas del siglo XXI!.

Soy consciente de que es una tarea más difícil que dejar de fumar en domingo tratar de convencer a muchos nostálgicos irreductibles de que los tomates cultivados por este procedimiento tan "moderno", "artificial", "químico" o "mineral", que no requiere de materia orgánica (¡ni siquiera del suelo que nos ha legado la madre naturaleza!) son tan buenos o mejores que los obtenidos de forma tradicional, natural, biológica u orgánica sobre el suelo de una huerta al aire libre, abonada con abundante simaurra,. Pero nunca olvidaré las risas que hacíamos colegas de toda condición (químicos, biólogos, agrónomos, ....) mientras disfrutábamos degustando los extraordinarios tomates cultivados en los invernaderos de la Escuela Agrícola de Fraisoro y algún incauto invitado, dado el maravilloso entorno natural que nos rodeaba, hacía comentarios sobre la evidencia de que dichos frutos habían sido cultivados al modo tradicional, en huerta y abonados con estiércol.

Dejando a un lado los resultados de las catas ciegas y de los ensayos organolépticos, que están ahí, citaré algunos de los aspectos más relevantes que han conducido a que (con excepción de los de la agricultura ecológica), la práctica totalidad de los productores guipuzcoanos se hayan acogido a este sistema de cultivo. En primer lugar, los nutrientes minerales se aportan disueltos, en las cantidades necesarias y en proporciones equilibradas, evitándose los problemas de salinidad, bloqueo antagónico y acumulación excesiva en planta; ademas se necesitan unos 20 litros de agua para obtener un kg de producto comercial, frente a 123 litros en cultivo convencional. La solución nutritiva que drena puede ser recirculada, sin contaminar las aguas superficiales y subterráneas. Las raíces de la planta no están en contacto con el suelo, por lo que el riesgo de plagas y enfermedades es menor y, en consecuencia, la necesidad de aplicar tratamientos fitosanitarios. Y, finalmente, los sustratos proporcionan a las raíces unas condiciones ideales de aire y agua difíciles de conseguir en suelo. Asimilando la nutrición de la planta a la alimentación de un bebé, diríamos que, en lugar de depositar su comida en el suelo, para que la coja del mismo sin control, arrastrando la suciedad y microorganismos del mismo, le damos directamente a la boca el biberón que hemos preparado en condiciones óptimas, tanto desde el punto de vista dietético como higiénico-sanitario y en los periodos de tiempo adecuados para su salud.

Otro tema conflictivo es el asunto de los nitratos. Los nitratos se hallan presentes de manera natural en la mayoría de los vegetales, ya que son la principal forma en que las plantas absorben el nitrógeno a través de las raíces. Si, por diversas circunstancias limitantes que luego analizaremos, el total de nitratos absorbidos no se metaboliza hasta su transformación en los aminoácidos constituyentes de las proteínas, el exceso se acumula en los tejidos vegetales hasta alcanzar concentraciones que pueden resultar desaconsejables. Tal es el caso de las hortalizas de hoja, como lechugas y espinacas, para las cuales se han fijado límites máximos en la normativa europea.

El ión nitrato no es tóxico a las dosis habitualmente ingeridas a través de la dieta. De hecho, se receta como medicamento a enfermos del corazón por sus propiedades vasodilatadoras y a pacientes que se han visto afectados de piedras de carbonato cálcico en el riñón, para prevenir su formación. El nitrato sólo supone un riesgo sanitario cuando se transforma en nitrito, debido a la acción de microorganismos que usan los nitratos para respirar, tomando uno de sus átomo de oxígeno y reduciéndolo a nitrito, que es capaz de oxidar el hierro de la hemoglobina sanguínea, transformándola en metahemoglobina. Con ello se reduce la capacidad de transporte de oxígeno de la sangre, lo que, en casos extremos, puede llegar a producir la muerte por asfixia. Esto explica que la gran mayoría de casos detectados hayan sido asociados al consumo de agua de pozo, que contenía mucho nitrato y se hallaba contaminada por bacterias.

Pero el organismo humano está protegido por diversos mecanismos de la reducción de nitrato a nitrito; así, el estómago de un adulto sano presenta una acidez excesiva para el desarrollo de los microorganismos que reducen el nitrato a nitrito. Esta es la razón de que la metahemoglobinemia o cianosis sólo se presente en niños de edad inferior a seis meses, que hayan consumido mucho nitrato. Por las mismas razones de falta de acidez gástrica, los rumiantes son también susceptibles a la intoxicación por nitrito. El ganado vacuno y el ovino suelen ingerir grandes cantidades de hierba; en condiciones extremas, ésta puede presentar concentraciones elevadas de nitrato, que es transformado en nitrito por las bacterias del rumen. En nuestro entorno, a principios de los 90, detectamos tres casos de metahemoglobinemia en ganado vacuno, por ingestión de hierba con concentraciones anormalmente elevadas de nitrato. Esta acumulación fue el resultado del abonado excesivo con gallinaza o con purines, en un año de sequía excepcional, que impidió el lavado o lixiviado del exceso de nitrato del suelo.

Volviendo al origen del problema, en la década de los 90 se desató una intensa y absurda campaña que, como no podía ser de otra manera, culpaba a la fertilización mineral de la acumulación de nitratos en los vegetales, alertando del riesgo que corrían las personas vegetarianas que consumían mucha verdura o ensalada. Pues bien: los resultados de la amplia experimentación llevada a cabo confirmaron claramente que el tipo de cultivo (especie y variedad), la iluminación y la nutrición son, por este orden, los principales factores de que depende la concentración de nitrato en planta. Con respecto a este último, conviene resaltar que el agricultor, aunque suele considerar los riesgos derivados del abonado mineral excesivo, a menudo no tiene en cuenta la importante liberación de nitratos que acompaña al aporte de estiércoles y, en general, materiales orgánicos muy descompuestos. Por esta razón, para el cultivo de hortalizas con bajo contenido en nitratos se desaconseja el empleo de fertilizantes orgánicos de liberación lenta o de origen animal, cuya descomposición no pueda ser controlada.

El asunto de los nitratos suele ir habitualmente trufado con el problema de la contaminación de aguas de ríos y acuíferos. El desarrollo de los sistemas de producción intensiva en la agricultura moderna supuso la aplicación de cantidades elevadas de fertilizantes inorgánicos, sobre todo nitrogenados, en combinación con un deficiente manejo de los sistemas de riego. Simultáneamente, se detectaron aumentos importantes en las concentraciones de nitratos en las aguas subterráneas, llegando a superarse ampliamente en algunos países el límite máximo de 50 mg/l fijado en la Unión Europea para aguas potables, por lo que se estableció una relación de causa a efecto entre ambos hechos. En el colmo del paroxismo de la campaña anteriormente citada, la revista Integral dedicó un número monográfico al tema, facilitando tiras analíticas para controlar los nitratos del agua del grifo antes de preparar un biberón.

Las estrategias de fertilización nitrogenada basadas en curvas de respuesta (cantidades de abono correspondientes a máxima producción o beneficio) dejaron paso a recomendaciones que tienen en cuenta las necesidades del cultivo. Ello supuso la aplicación de cantidades de fertilizante nitrogenado muy inferiores a las que se venían aportando, lo que unido a un mayor fraccionamiento del abonado y el riego condujo a reducir en gran medida el contenido de nitratos de las aguas y los cultivos.

Pero sin ocultar el problema anterior, hay que dejar bien claro que en zonas húmedas, con sistemas de producción agrícola no intensiva, como es el caso de nuestros baserritarras, la principal aportación a la contaminación de las aguas por nitratos procede de la descomposición de la materia orgánica del suelo (hierba cortada, hojas), que constituye una reserva importante de nitrógeno. Los estudios llevados a cabo por el equipo de T. M. Addiscott en la Estación experimental de Rothamsted, con isótopo de nitrógeno N15 en el fertilizante como marcador, analizaron las principales vías seguidas por el nitrógeno del suelo: extracción por el cultivo, acumulación de nitrógeno orgánico, pérdidas gaseosas y por lixiviación.

Estos investigadores encontraron que, si tras la aplicación del abono nitrogenado de primavera se producían fuertes lluvias, se perdía hasta un 30% del nitrógeno aplicado. Sorprendentemente, el nitrógeno nítrico perdido no aparecía en los lixiviados, sino que se transformaba en gas por acción de las bacterias denitrificantes. El abonado nitrogenado de primavera no es, pues, la causa de la contaminación por nitratos de las aguas subterráneas, ya que, si se aplica en las dosis habitualmente recomendadas, es absorbido por la planta o devuelto a la atmósfera como nitrógeno gaseoso.

El principal problema de lixiviación de nitrógeno se presenta en invierno. En las condiciones favorables de humedad y temperatura del otoño, los microorganismos del suelo descomponen la materia orgánica y liberan grandes cantidades de nitratos. En un suelo con un contenido medio de 0,20% de nitrógeno, habrá unos 5.000 kg/hectárea de nitrógeno en los 25 centímetros superiores de la capa arable, lo que representa más de 20 Tm/hectárea de nitratos. En ausencia de un cultivo capaz de extraer los nitratos producidos para así alimentarse, éstos se acumulan en el suelo y son lixiviados con las lluvias del invierno. En consecuencia, el problema de la contaminación de las aguas por nitratos no se soluciona exclusivamente con la regulación de las cantidades de abono mineral aportado. Resulta esencial evitar la acumulación de cantidades elevadas de nitrógeno orgánico en los suelos de cultivo.

Cuando el medio receptor de la materia orgánica son las aguas superficiales, a diferencia de los suelos, no se deriva ningún beneficio para la calidad del medio acuático, sino una forma de contaminación orgánica, cuya descomposición por los microorganismos consume gran cantidad del oxígeno disuelto en el agua, creándose unas condiciones anaerobias que ponen en peligro la vida acuática; la carga contaminante orgánica se mide a través de la Demanda Bioquímica de Oxígeno (DBO).

La eutrofización, fenómeno consistente en la proliferación de algas y plantas acuáticas debida al exceso de nitratos y fosfatos, es otro problema a considerar asociado al aporte de materia orgánica a las aguas. Por lo que respecta al fósforo, ya se ha indicado que, debido a que experimenta diferentes reacciones de adsorción y precipitación, queda retenido en formas poco solubles, acumulándose en el horizonte superior del suelo, sin ser lixiviado a capas más profundas. Por tanto, los fosfatos de origen agrícola presentes en los ríos y lagos son los transportados por las aguas de escorrentía en forma disuelta y particulada. Esta cantidad depende de la riqueza en fósforo de las capas superficiales del suelo, pero también, en gran medida, de la erosión del terreno. Por ello, conviene tomar ciertas precauciones básicas: evitar dejar los estiércoles a la intemperie, sin cubierta, y controlar el destino de las aguas de limpieza de los establos.

En la percepción social de los inconvenientes de lo orgánico frente a lo mineral, probablemente donde peor parada sale la materia orgánica es en el problema de los olores resultantes de su descomposición en condiciones anaerobias. Y si no, que se lo pregunten a los vecinos de Asteasu (rodeados de explotaciones ganaderas), del vertedero de San Marcos, de la depuradora de Loiola o a los propios donostiarras, que recientemente tuvimos que inhalar los aromas procedentes de los jardines generosa y absurdamente estercolados, cuando no hay más que ver el color oscuro de la tierra de los mismos y su excelente estructura, que denotan su elevado contenido de humus, más que suficiente.

Se acepta que la producción ganadera (en particular la de vacuno) es la principal causa que ha contribuido al aumento de la emisión de amoníaco a la atmósfera en el norte de Europa durante las últimas décadas. Aunque influyen muchos factores en las pérdidas (tipo de animal, diseño del establo, sistema de recogida y almacenamiento, aireación, etc.), las más importantes se producen por volatilización de amoníaco. A través de esta vía puede perderse más de un 70% del nitrógeno amoniacal, tras la aplicación del purín a las praderas.

En condiciones anaeróbicas de saturación por agua del suelo, la conversión por las bacterias denitrificantes del suelo del ión nitrato en gases nitrogenados es otro factor que contribuye a las pérdidas gaseosas. Las máximas pérdidas se producen tras las aplicaciones de purín en otoño e invierno. Por este mecanismo se produce el óxido nitroso, implicado en el efecto invernadero y en la reducción de la capa de ozono. En este sentido, deben destacarse también las emisiones de metano que se producen como consecuencia de la descomposición anaeróbica de la materia orgánica presente en las granjas, arrozales, vertederos, etc. Su contribución unitaria al efecto invernadero es más de 20 veces superior a la del anhídrido carbónico que se produce en los procesos de combustión.

El efecto beneficioso de la materia orgánica en las propiedades físicas de los suelos arables es debido a que el humus actúa como cemento de unión de las partículas de arcilla, formando agregados de mayor tamaño, lo que incrementa la porosidad, aireación y permeabilidad del suelo. Por el contrario, en suelos arenosos, muy aireados y permeables, pero sensibles a la sequía, la materia orgánica aumenta la capacidad de retención de agua y nutrientes. Para que se produzca este efecto beneficioso, la materia orgánica ha de estar mezclada uniformemente con la capa de suelo en todo su espesor, lo que puede conseguirse en suelos arables, pero no en praderas permanentes o en céspedes, a no ser que en estos últimos se mezclen durante la fase de construcción. Añadida sobre la superficie, como veremos, la materia orgánica resulta perjudicial.

A diferencia de los suelos agrícolas, con suelos arcillosos poco permeables, en que los drenajes son sólo superficiales, y se basan en la escorrentía (el agua fluye a favor de las pendientes), en las modernas construcciones de jardinería, y especialmente en las deportivas de alto rendimiento, sometidas a un uso intensivo y a las que se les exige un alto nivel de calidad, la eliminación del agua en exceso acumulada en la superficie no puede conseguirse exclusivamente por escorrentía superficial. Esto requeriría una pendiente excesiva del terreno de juego, por lo que hay que buscar otras soluciones para mejorar su permeabilidad.

Por ello, a menudo, los suelos deportivos se construyen a base de mezclas con proporción mayoritaria de arena, bien sola o mezclada con pequeñas cantidades de materia orgánica o tierra vegetal. Este es el caso del Estadio de Anoeta, de la mayoría de campos de fútbol de la liga española y de los campos de golf, particularmente de los greenes. Pero este medio muy drenante hace que se lixivie con mayor facilidad una parte importante de los nutrientes minerales, especialmente los nitrogenados. Esto ha ocasionado que cada vez más superficies deportivas se fertilicen mediante sistemas de fertirrigación, análogamente a como se ha descrito para los cultivos hidropónicos.

Los suelos de césped tienden a acumular más materia orgánica que los de cultivo, ya que en estos últimos la aireación del suelo que producen las labores de arado incrementa la actividad microbiana. Ademas, los céspedes son grandes productores de materia orgánica (hasta 25 toneladas anuales por hectárea) que normalmente queda extendida sobre el suelo. Una consecuencia visual inmediata de estos dos factores en un suelo en el que crece la hierba es la acumulación de una capa de materia orgánica fibrosa en la superficie del suelo. Cuando la velocidad de producción de residuos de hierba (hojas, tallos y raíces) es superior a la de descomposición, se forma una capa orgánica superficial, que se conoce como fieltro o thach ("el colesterol del césped", según Domingo Merino, Gurú de los céspedes deportivos).

Una pequeña cantidad de fieltro (3-5 mm) se considera beneficiosa, ya que actúa como una capa protectora que amortigua los daños producidos por el uso, al tiempo que reduce la compactación, la dureza de la superficie, las pérdidas de agua por evaporación y la germinación de malas hierbas. Pero cantidades moderadas o excesivas de fieltro son claramente perjudiciales, ya que disminuye la infiltración de agua y la aireación de las raíces, aumentan las enfermedades y se dificultan las resiembras. Por esta razón, las operaciones de mantenimiento más importantes en este tipo de superficies con césped de naturaleza arenosa son el escarificado (una especie de rayado de la superficie) y el pinchado hueco (en el que se extraen pequeños “canutos” del suelo para luego rellenar el hueco con arena). Con estos procedimientos se reduce, en la medida de lo posible, la magnitud de dicha capa orgánica. Por lo tanto, si las principales labores de mantenimiento están orientadas a combatir la capa de fieltro, se comprende que la fertilización de este tipo de superficies nunca debe hacerse con abonos orgánicos, sino en forma mineral. Este es otro argumento que explica el auge de los sistemas de fertirrigación en superficies deportivas de alto rendimiento.

Sin embargo, en la práctica, todavía hoy en día somos testigos de la ceguera de algunos cuidadores de campos deportivos, cuyo fervor orgánico les lleva a emplear como abono incluso el pestilente compost de lodos de depuradora, de dudosas garantías sanitarias. La última ocurrencia que hemos conocido, a consecuencia del culto al ecologismo ( y, en consecuencia, al sagrado compost), la protagonizó un edil donostiarra: tuvo la feliz idea de prescindir de los abonos minerales para fertilizar el mini estadio de Anoeta (de capa drenante de arena), sustituyéndolos por compost obtenido a partir de los recortes de siega del propio campo. Afortunadamente, saltaron las alarmas y los técnicos llegaron a tiempo de evitar semejante barbaridad.

Ya que hablamos de residuos, hay que decir que este campo es uno de los que con más intensidad manifiesta el culto a la materia orgánica, en forma de compost, como alternativa a la incineración. Desde las diferentes plataformas ecologeras, de dentistas, políticos, sindicalistas y otros especialistas en la materia, se proponen demagógicamente sistemas alternativos de tratamiento de la basura disparatados, cuyo único requisito es incluir en su denominación los prefijos bio (biometanización, biosecado,...) eco (ecoparques), etc., y que profesen el fervor al sagrado compost. La lista de errores de concepto, imprecisiones, juicios de valor y falsedades en los campos de la ciencia del suelo, la nutrición de las plantas y la gestión de los residuos sería interminable, pero destacaremos dos. Una, Identificar el compost (una enmienda orgánica que mejora las propiedades físicas del suelo) con un abono, que puede ser aplicado, en sustitución de las enmiendas cálcicas y los fertilizantes minerales, a los suelos de praderas, montes, etc., para mejorar y/o mantener sus niveles de fertilidad, como acabó creyendo el edil donostiarra. Y dos, la supuesta necesidad de materia orgánica de los suelos guipuzcoanos, que debería ser satisfecha con el compost de la basura urbana.

La respuesta rigurosa a esos planteamientos la ha dado el grupo de trabajo pluridisciplinar, constituido por reconocidos especialistas de la CAPV y de Navarra en los campos de la edafología, horticultura, pastos, montes y compostaje. Sus conclusiones no pueden ser más contundentes: tras analizar en detalle los contenidos en materia orgánica y nutrientes minerales, las pendientes y la accesibilidad de los suelos agrícolas y forestales, pastizales, praderas, suelos degradados, el sector de la jardinería y de los sustratos, así como la calidad del compost obtenido a partir de residuos urbanos y los excedentes de residuos agrícolas, ganaderos y forestales, concluyen que la jardinería (con todas las limitaciones que hemos descrito) es el único sector que podría absorber compost de basura, en cantidades muy limitadas. Para ello, además de garantizar la máxima calidad del compost, que debería ser muy superior a la que actualmente se obtiene en España, su uso se debería contemplar como una parte más de la gestión municipal de los residuos, y no como una necesidad del sector de la jardinería, que no se manifiesta en la práctica.

En resumen y “paracelsando” de nuevo: sí a lo orgánico (como a lo mineral), en las cantidades, lugares y épocas convenientes; no a la demagogia y a los tópicos típicos de “orgánico porque sí, sin restricciones”, que nos “colocan” tantos vendedores de crecepelo. Palabra de calvo.

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martes, 31 de octubre de 2006

Champagne, tensión superficial y guarradas en suspensión

Alguno dirá que qué título más extraño pero hoy vamos a cerrar un mes que ha sido parco en entradas, porque el curro aprieta y la mente no está para disquisiciones que necesiten calma y sosiego. Y lo vamos a hacer con una entrada en torno a las burbujas del champán. Como en otros temas anteriores de este blog (y, seguro, como en otros que seguirán) el pie forzado me ha lo dado Xabi Gutiérrez desde esa atalaya que está en el segundo piso del Restaurante Arzak y que ellos llaman Laboratorio. Y bien llamado, porque si hay alguien que experimenta esos son el Xabiguti y su inseparable Igor Zalakain. Dos cocineros con una curiosidad innata por todo aquello que pueda repercutir en la originalidad de los platos que experimentan y que, en algunos pocos casos, acaban en la mesa del afortunado comensal. El caso es que andaban experimentando con champán y azúcar y me plantearon la pregunta de si era una reacción química la causante de que al verter azúcar en el champán se provoque una generación brusca e importante de burbujas adicionales sobre las que tiene un champán recién abierto.

La propuesta de Xabi me hizo empezar a buscar en mi ya crecidita bibliografía de corte gastronómico y cuanto más leía más me iba interesando. Hasta el punto que he acabado comprando por Internet una monografía publicada en los Annales de Physique franceses (Ann. Phys. Fr. 27, n. 4, 2002) y que habla de la “Physicochimie des bulles de champagne”. ¡Toma tratado científico de hondas repercusiones gastronómicas!. Eso es ciencia y no los puntos cuánticos que ni se ven, ni se huelen ni se beben.

La efervescencia de un champagne es su marca de identidad, su toque de magia cuando se deposita con cuidado en una copa adecuada (flute le llaman los franceses, flauta). Es también la expresión primera de su calidad para un experto. Cuando es sostenida, persistente, delicada inclina a una valoración positiva del vino. Y al revés. Pero esa génesis de burbujas es un fenómeno complejo, hasta hace poco mal entendido. Y en su paulatina comprensión son los químico-físicos (como yo) los que más están contribuyendo. Así que tengo que estar capacitado para contaros una historia creíble. Empezaremos por introducir brevemente el llamado “método champenois” para ir sentando las bases.

Como casi todo el mundo sabe el champagne es un vino obtenido a partir de la conjunción de uvas provenientes de dos cepas de uva negra (Pinot Noir y Pinot Meunier) y una de uva blanca (Chardonnay). Tras la recolección de las uvas, los mostos sufren una primera fermentación alcohólica en los tanques de almacenamiento, fermentación llevada a cabo por las levaduras naturalmente presentes, seguida de la llamada fermentación maleoláctica en la que las bacterias también presentes transforman el ácido maleíco en ácido láctico. Se obtiene así un primer vino llamémosle tranquilo (a diferencia de lo que luego veremos) y en el que lo importante es el juego entre los contenidos de uva de las tres cepas y el minucioso control de las fermentaciones. Uno y otra darán a cada Maison productora sus características peculiares que tratan de mantener celosamente año a año.

Una vez que tenemos el vino base, se produce un proceso fundamental. Ese primer vino se mezcla con una “poción mágica” en la que tenemos sacarosa, levaduras y algunos otros aditivos, receta de la casa, que se disuelven en una cierta cantidad del propio vino base. El resultado se introduce en botellas que se cierran herméticamente y se almacenan en la bodega. Ahí comienza el asunto de las burbujas. Las levaduras adicionadas provocan una segunda fermentación alcohólica en la que consumen los azúcares (sacarosa) presentes generando alcohol etílico y anhídrido carbónico (CO2). El proceso dura de cinco a seis semanas, tras el cual las levaduras acaban muriendo paulatinamente en un proceso de envejecimiento del vino que dura un mínimo de quince meses. Al finalizar el período de envejecimiento, las botellas se colocan en posición invertida para que las levaduras muertas se coloquen en el gollete. El cuello de la botellas se coloca en un baño de etilenglicol refrigerado, de manera que se forme una especie de tapón de hielo que aprisione las levaduras. Las botellas se ponen a continuación en su posición normal y se produce un descorche en el que merced a la presión interior del CO2 el tapón de hielo sale violentamente al exterior (es lo que los franceses llaman dégorgement) y con él los restos de levaduras. Tras ese proceso la botella se rellena con un licor que contiene champagnes antiguos, un antioxidante (los sulfitos citados en otra entrada aparecen de nuevo) y más o menos sacarosa según queramos un champagne dulce, brut, seco o semiseco. Las botellas se cierran con los tapones de corcho en forma de cilindros cónicos que todos conocemos, tras lo cual la presión en la parte superior de la botella se restablece en torno a unas seis atmósferas como consecuencia del CO2 disuelto en el líquido.

Y al explicar esta última frase es donde empezamos a jugar los químico-físicos. El champagne es una disolución hidroalcohólica (agua y alcohol fundamentalmente) en la que hay diversos componentes pero, por ahora, el que nos interesa es el CO2 que se ha obtenido en la segunda fermentación gracias al atracón de sacarosa que se pegan las levaduras. Todos los gases tienden a disolverse en los líquidos en función de la presión que el gas ejecuta sobre el líquido. Es la llamada ley de Henry, que hace que siempre haya oxígeno (y nitrógeno) disuelto en el agua de mares, lagos y ríos. La cantidad de oxígeno disuelto es proporcional a la presión que el oxígeno ejecuta sobre la superficie del líquido y que, a nivel del mar, es de unas 0.21 atmósferas. Gracias a esa disolución de oxígeno en el agua viven los peces, que han adaptado sus branquias para captarlo, cosa que los humanos somos incapaces de hacer.

En el interior de la botellas de champagne, durante la segunda fermentación, el CO2 producido por las levaduras va incrementando la presión en el interior y el gas se disuelve en el líquido hasta concentraciones de unos 12 gramos de gas por litro de champagne. Tras el dégorgement y posterior cierre con el corcho habitual, el CO2 disuelto vuelve a llenar el espacio vacío que queda en la botella hasta alcanzar presiones del orden de seis atmósferas a las temperaturas habituales de servicio (unos 12ºC), con lo que la concentración de CO2 en una botella de un buen champagne suele andar en torno a los 10 gramos por litro.

Cuando la vamos a beber y la descorchamos, el interior de la botella pasa bruscamente de seis atmósferas a una y el gas tiende a salir del líquido puesto que a esa presión su solubilidad es mucho menor. Es en este juego de la ley de Henry donde se produce una de las razones primigenias de la formación de burbujas. Pero es sólo el principio de nuestra comprensión de la efervescencia champañera. Terminaremos este apartado mencionando que calculando, con ayuda de la ley de Henry, el volumen de gas que debe de salir hasta que se alcance el equilibrio a 1 atmósfera este resulta ser del orden de 5 litros de CO2 . Es decir, en cada copa o flute de champagne, hasta que se queda sin burbujas, se desprenden el equivalente de 0.7 litros de gas, medidos a 1 atmósfera y 20 grados. Los no iniciados supongo que saben que un gas ocupa más o menos volumen según a qué presión y temperatura esté. Y si no lo tienen claro, experimenten con un globo lleno de aire metido en un frigorífico.

Pero, ¿todo el CO2 se escapa de las copas o botellas en forma de burbujas?. Radicalmente no. La efervescencia es sólo la parte visible de la salida del CO2 de la copa. Una parte importante difunde desde el interior del líquido de forma invisible hasta la superficie que separa el champagne del aire, atravesándola y perdiéndose en la atmósfera (o sea, que también el abrir botellas de champagne contribuye al efecto invernadero). Hay, por tanto, una interesante pregunta que ha hecho perder mucho tiempo a mucha gente, entre ellos a G. Liger-Belair, del Laboratorio de Enología de la Facultad de Ciencias de Reims, autor de la monografía antes citada. ¿Por qué y dónde se generan esas burbujas que, misteriosamente, aparecen de la nada en el seno del champagne?. Vamos a ello.

En otra entrada ya mencionamos de pasada la tensión superficial. Es una propiedad de los líquidos que mide, de alguna forma, la fuerza que mantiene unidas entre sí a las moléculas de ese líquido y les hace ser un líquido y no un gas, donde las moléculas andan cada una a su bola, procurando juntarse lo menos posible con las demás. Esa fuerza entre las moléculas hace que la superficie de un líquido sea como una superficie resistente a ser traspasada y, por eso, seres livianos como algunos insectos que, no sé por qué, cuando yo era niño llamábamos zapateros, andan por encima del agua sin hundirse. La fuerza de su peso es inferior a la fuerza que mantiene unidas a las moléculas del líquido y no hay forma de que los bichos se vayan para el fondo. Pero esa tensión superficial es también la causante de que un líquido, en contacto con una superficie, la moje mejor o peor. Al decir mojar debemos entender que una gota de un líquido se adapte mejor a una superficie o no.

Pues bien, se ha creído durante mucho tiempo que las burbujas nacían a partir de la superficie de la copa como consecuencia de una cierta incapacidad del champan para mojar adecuadamente la superficie del vidrio. Mas concretamente, a nivel microscópico, el vidrio de la copa en su cara interna no es perfectamente liso. Quedan huecos microscópicos, que el champan no llena porque no moja bien la superficie. Esos huecos quedan llenos de aire y cuando la presión del CO2 es tan grande como la que hay en la botella de champán ese gas tiende a entrar en esos huecos de aire, hincharlos como globos y generar burbujas que dada su pequeña densidad tienden a subir en la masa del líquido. Es esta una teoría razonable que ha sido comprobada por minuciosas fotografías de alta velocidad mostradas en la monografía a la que estamos haciendo referencia. Pero lo cierto es que las burbujas así formadas son las menos, probablemente debido al extremadamente pequeño tamaño de esas imperfecciones superficiales del vidrio. Las fotografías mencionadas han descubierto que muchas de las burbujas nacen de minúsculas impurezas existentes en el champán o en la copa, bien provenientes de restos de la uva, de corcho, de las levaduras muertas o de los paños empleados para secar el vidrio. Todas esas partículas tienen superficies muy irregulares que el champan no moja bien, donde queda atrapado aire hacia el que fluye el CO2 a presión, dando lugar a la continua génesis de burbujas.

Así que ahí está la solución a la pregunta de mis amigos Xabi e Igor. Al verter azúcar en el champán, cada partícula de azúcar tiene una irregular superficie en la que queda atrapado aire como consecuencia de que el champan no las moja bien. Muchos granitos de azúcar, mucha superficie, mucho aire atrapado, muchos sitios potenciales para el CO2 en los que generar burbujas.

Y una nota final. En la citada entrada hablábamos de tensioactivos o surfactantes como el Fairy que nos ayuda a limpiar utensilios grasientos. Allí decíamos que los tensoactivos rebajaban la tensión superficial del agua. Pues bien, un resto de tensoactivo sobre la pared de una copa de champan es el peor enemigo de una burbuja. Al rebajar la tensión superficial del líquido, en este caso el champán, las moléculas del líquido están unidas entre si por una fuerza inferior con lo que la presión del CO2 en la burbuja puede superar antes esa fuerza y la burbuja se rompe y desaparece. De ahí el odio profundo que los devotos del champan profesan al lavado de las copas con cualquier tipo de jabón. ¡Rompen la magia burbujeante!.

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jueves, 19 de octubre de 2006

Una enzima para un roto o un descosido

Israel de la Red Guardado

Empecemos con las presentaciones. El firmante en esta ocasión es otro antiguo estudiante del Búho que, hace un par de años decidió hacer el petate y largarse al páramo leonés en busca de emociones académicas algo más fuertes, enrolándose en estudios de Ciencia y Tecnología de Alimentos. Al requerimiento de su viejo Profesor, no ha dejado pasar la oportunidad de hacer su pequeña contribución a este Blog y ha optado por hablar de una proteína poco conocida por los consumidores, pero que posee suma importancia en medicina, la industria agroalimentaria y de la que la ‘nouvelle cuisine’ (léase gastronomía molecular en otros ámbitos) está sacando provecho: la transglutaminasa.

Debo recordar para los no iniciados (me encanta esta frase) que una enzima es una proteína que acelera las reacciones químicas que se dan en los organismos vivos, reduciendo lo que los químicos llamamos energía de activación de la reacción, que es la energía necesaria para que la reacción comience (el pequeño empujoncito que hay que dar para que un sistema se anime, vamos). A un punto determinado de la estructura de la enzima, llamado centro activo, se une una sustancia química llamada sustrato. El centro activo es específico (en el sentido que no todas las sustancias químicas pueden unirse a él sino aquellas para las que está diseñado por nuestra evolución). Ese centro activo está compuesto por diversos aminoácidos. Las cadenas laterales de los aminoácidos facilitan la unión del sustrato a la enzima, y en este lugar ocurre una reacción química determinada. Posteriormente, el sustrato modificado o producto es liberado y la enzima puede volver a utilizarse, como si de un molde se tratara, para la misma reacción.

Pero volvamos al tema… La transglutaminasa, llamada también factor sanguíneo XIIa, es de vital importancia para los humanos (y para los que no lo son). La falta de este factor en los seres vivos provoca anemia perniciosa. Esta proteína también está asociada a la intolerancia al gluten, y parece ser la inmunomediadora responsable de la enfermedad celíaca (transglutaminasa tisular). Además, la transglutaminasa está involucrada en los procesos de queratinización de la epidermis y en el mantenimiento de la hemostasia, es decir, la detención de una hemorragia por agregación de las plaquetas. Pero esta enzima posee propiedades funcionales que resultan muy jugosas para otros campos que se alejan de la fisiología y la medicina. La transglutaminasa es una acil-transferasa, es decir, cataliza la transferencia de grupos acilo a otras moléculas, dando lugar a un entrecruzamiento entre distintas proteínas o distintas partes de una misma proteína. Estos grupos acilo son transferidos de restos de glutamina o metionina a restos lisilo, por lo que se combinan ambos restos por un enlace isopeptídico.

Las condiciones óptimas de esta reacción pueden ser fácilmente controladas (4h, 50ºC, pH=6,5) y la enzima transglutaminasa se puede inactivar también de manera sencilla (90ºC, 10 min). Cuando las concentraciones de proteína son altas, el entrecruzamiento da lugar a la formación de geles proteicos y películas a temperatura ambiente, que son estables a elevadas temperaturas. Además, este entrecruzamiento permite mejorar la calidad nutritiva de las proteínas, pudiendo combinarse lisina y metionina (aminoácidos esenciales) con la glutamina (aminoácido no esencial).

Esta reacción abre un amplio abanico de posibilidades para la industria agroalimentaria, al proporcionar la capacidad de formar geles a proteínas que antes no la tenían. Las gelatinas modificadas con transglutaminasa de orígen microbiano incluso forman geles de mayor fuerza (se incrementa a mayor concentración de enzima) y de mayor viscosidad, incrementándose también el punto de fusión (hasta >90 ºC).

En 1980 la industria agroalimentaria inicia estudios de aplicación de transglutaminasas obtenidas a partir de plasma de vacas y del hígado del conejo de indias para la modificación de proteínas. En 1987 se inician los estudios para la obtención de transglutaminasas a partir de microrganismos, descubriéndose en 1989 el microorganismo responsable (Streptoverticillium sp.). En 1994 se descubre el microorganismo más eficiente para la obtención de transglutaminasa, el Streptoverticillium mobaerense, utilizado para la obtención, mediante nuevas tecnologías de procesamiento, de nuevos alimentos mejorados.

Actualmente se utilizan transglutaminasas de orígen vegetal, animal y sobre todo, las derivadas de este origen microbiano. Los alimentos modificados mediante transglutaminasas son digeridos y metabolizados de forma normal. Algunos ejemplos de la aplicación de estas enzimas son la producción de quesos y helados con bajo contenido en grasa, la utilización en pan industrial para mejorar la elasticidad de la masa y la firmeza de la miga, la aplicación en yogures para aumentar la retención de agua y mantenerse como gel y, por supuesto, la modificación de las propiedades funcionales en las gelatinas de mesa y de cobertura, entre otras muchas aplicaciones.

El uso más novedoso de las transglutaminasas se da en el ámbito de la cocina creativa que invade nuestros restaurantes donde se utilizan como una especie de “pegamento de proteínas”. Las transglutaminasas pueden emplearse para producir carne reestructurada a partir de pescado o ternera, con una mejor textura, a partir de la unión de pequeños trozos de carne entre sí, sin necesidad de añadir fosfatos u otras sales.

Esto se lleva a cabo mediante la llamada “reacción de la plasteína”. En ella, un concentrado proteico cárnico se hidroliza con proteasas (enzimas que degradan las proteínas), se purifica y se concentra. Después, mediante la aplicación de transglutaminasas se reestructura, formandose un “gel de plasteína”, que puede tomar diversas formas: filete, entrecot,…

Esta reacción es muy interesante, ya que mejora las propiedades funcionales de algunas proteínas, aumenta su valor nutritivo y digestibilidad y mejora la calidad de proteínas no convencionales, obtenidas de plantas, algas… En la foto de la derecha podeis ver a Wylie Dufresne, chef del vanguardista restaurante neoyorquino WD-50 que ha inventado un tipo especial de pasta en la que usando sobre todo carne de gambas o similares consigue unirla mediante transglutaminasa .

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