lunes, 24 de junio de 2024

Alarma que algo queda


Hace casi tres años publiqué una entrada en la que me metía con una concejala del Consistorio de Donosti, perteneciente a la lista que yo había votado, por su decisión de dejar crecer libremente las hierbas en los alcorques de los árboles de la ciudad, con el argumento de evitar el empleo de herbicidas como el glifosato. Aclaraba allí que el asunto del glifosato y sus inseparables compañeras de viaje, las plantas modificadas genéticamente, no es asunto de mi negociado, fundamentalmente porque en España hay divulgadores que saben mucho más que yo al respecto. Desde entonces, la concejala ha subido a Delegada del Gobierno en Euskadi (espero que lo del glifosato no haya sido considerado como mérito). Y el estatus del glifosato en las Agencias que velan por nuestra salud, y que allí describía, ha cambiado algo.

Hace unos días, disfrutando de la placidez de la Ría de Arosa, recibí muchas alertas de un artículo sobre el glifosato que hace difícil el que me pueda resistir a escribir algo al respecto. Firmado por investigadores franceses, el artículo se titula “Presencia de glifosato en el esperma humano: Primer informe y correlación positiva con estrés oxidativo en una población de franceses infértiles”. Los investigados fueron 128 varones de parejas con problemas de infertilidad, controlados por un Centro médico próximo a Tours, en una región agrícola que los autores conceptúan como gran consumidora de herbicidas y otros plaguicidas.

El resultado más relevante, tal y como se puede leer en las primeras tres líneas de las propias conclusiones del trabajo, es que, en el 60% de las 128 muestras investigadas, se había detectado la presencia de glifosato. La reacción en los medios no se hizo esperar y algunos decían cosas como este titular de la publicación digital Environmental Health News: “Encuentran glifosato en más de la mitad de muestras francesas de esperma”. Lo que, evidentemente, tiene poco que ver con los detalles del artículo. Y, en el mismo tenor, se produjeron titulares alarmistas en medios de comunicación importantes como The Guardian o Sky News.

Hay un asunto semántico que conviene aclarar sobre el empleo de la palabra sperm en el titular del artículo en cuestión, escrito en inglés por franceses. Mientras que la palabra semen no aparece en el diccionario Larousse de la lengua francesa, la palabra sperme se refiere literalmente al “líquido opaco, blanquecino, ligeramente fibroso y pegajoso producido durante la eyaculación y que contiene espermatozoides”. Sin embargo, en inglés, y esto lo dejan muy claro tanto el diccionario Cambridge como la propia Wikipedia, no es lo mismo semen que esperma. Esperma (sperm) se refiere, estrictamente hablando, al conjunto de los espermatozoides que, en su largo viaje a la búsqueda del óvulo, lo hacen en el seno de un líquido (o plasma) seminal. El conjunto de unos y otro es lo que deberíamos denominar semen. En castellano también hay cierta ambigüedad sobre ambas palabras (reconocida por el propio diccionario de la RAE).

Viene esto a cuento porque, a pesar de que el título del artículo hace referencia a la presencia de glifosato en el esperma, los autores no analizan glifosato en el conjunto de los espermatozoides, sino en el líquido acompañante, que ellos separan por centrifugación para su posterior análisis. Y la matización es importante. Porque, con independencia de que el término vaya en el titulo del artículo deliberadamente o como consecuencia de una ambigüedad lingüística, la carga genética que pudiera verse alterada por el glifosato está en los espermatozoides y no en los líquidos acompañantes. Y, además, unos y otros se generan en sitios distintos del organismo..

Y quizás esa sea la causa de otro resultado que me ha llamado la atención. Los autores, además del análisis químico de la presencia de glifosato en el líquido seminal, cuantifican también tres parámetros que suelen ser habituales en la medida de la calidad de los espermatozoides como tal: su número, la movilidad de los mismos y la presencia o no de morfologías anómalas. Y no encuentran diferencias significativas en esos parámetros al comparar muestras con y sin glifosato. Lo que vendría a indicar que el glifosato, en las cantidades detectadas en el estudio (partes por trillón), no parece afectar a las características de los espermatozoides que importan para la fecundación.

Desde un punto de vista metodológico, resulta igualmente llamativo que, a diferencia de lo que suele ser habitual en toxicología, el estudio solo utilice muestras provenientes de varones que parecen tener problemas de infertilidad (esa es la razón de su presencia en el Centro de fertilidad de Tours). En una planificación científica al uso, parecería lógico haber empleado una muestra de control a base de habitantes de Tours, con similares edades y extracción social y con fertilidades manifiestas.

Podría seguir mencionado otras inconsistencias y proclamas poco entendibles en un artículo científico. Como, por ejemplo, la de que los autores acaben el artículo propugnando la eliminación del glifosato en base al principio de precaución, vigente en la UE, cuando la propia Europa acaba de prorrogar el permiso para usar glifosato durante otros diez años.

Pero, habiendo tantas sustancias químicas que pueden afectar a la calidad de los espermatozoides, la fijación exclusiva en el glifosato, una de las moléculas más estudiadas, no deja de ser sorprendente. Sin abandonar la región de Tours y la clínica que les ha proporcionado los pacientes, los autores podrían haber fijado su atención en otros plaguicidas más tradicionales, como los compuestos de cobre, usados desde siempre por los viticultores de toda Francia (Tours incluido) para combatir el mildiu de las viñas y de otras plantas como los tomates o patatas. Algo que mis amigos de La Rioja han llamado desde siempre sulfatear. Me estoy refiriendo al empleo del famoso caldo bordelés o (en français) “Bouillie bordelaise”, una mezcla de sulfato de cobre e hidróxido de calcio, una etiqueta vintage de la cual podéis ver debajo.
Entre los microelementos que influyen en la fertilidad masculina, está claramente demostrado en la bibliografía que, tanto el exceso como el defecto en las concentraciones de cobre habituales en nuestro organismo, empeoran la calidad de los espermatozoides y perturban la función reproductora en los mamíferos. Y en cantidades superiores a lo habitual, se conocen otros efectos tóxicos. De hecho, el cobre es más tóxico que el glifosato y, además, es considerado un disruptor endocrino, cosa que no parece ser el glifosato, al menos si uno hace caso a los últimos informes de la EFSA (véase la última frase de la página 4 de este informe de 2023) y la EPA (véase el apartado Human Health de este informe, que desmonta también el carácter cancerígeno del herbicida).

Además, y esto es una maldad que me encanta contar a todos los que me pretenden vender vinos ecológicos, el caldo bordelés y su cobre está permitido en el Reglamento 889/2008 de la Union Europea sobre producción y etiquetado de los productos ecológicos. Es decir, cualquier viticultor os puede vender vino etiquetado como ecológico, orgánico o biológico (es lo mismo para la UE), a pesar de que emplee el caldo bordelés en el tratamiento de sus plagas (véase la página L250/37, apartado 6, autorización A de este documento). Con la curiosa precisión de que el argumento para permitirlo está en la propia definición de ese apartado 6: Otras sustancias utilizadas tradicionalmente en la agricultura ecológica (el resaltado es mío). Un argumento de peso, como veis. Una auténtica pescadilla que se muerde la cola.

En fin, para recuperar un poco la serenidad de la ría de Arosa (que ya no tengo a mano) y dado que veo que lo de la música al final de las entradas os gusta, os dejo con la pieza Nimrod de las Variaciones Enigma de Edward Elgar por la Filarmónica de Berlín bajo la dirección de Sir Simon Rattle. Aunque Elgar no era químico, le gustó jugar a los químicos, como bien contó mi amigo Dani Torregrosa en esta deliciosa entrada de su Blog en 2015.

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domingo, 2 de junio de 2024

La mariposa del mar y la acidificación de los océanos

Uno de los iconos de la llamada acidificación de los océanos, un proceso derivado del aumento de la concentración de dióxido de carbono (CO2) en la atmósfera como consecuencia de la quema de combustibles fósiles, son las llamadas mariposas del mar (cuyo nombre científico es Thecosomata), pertenecientes al grupo de los pterópodos, unos minúsculos caracoles de mar que son capaces de nadar en el mismo (cual mariposas en el aire) gracias a unas delicadas alas (ver foto arriba) que emergen de la concha que les protege. El pequeño tamaño y la extrema delgadez, tanto de las alas como de las paredes de la concha (con espesores inferiores al diámetro de un cabello humano), es la causa fundamental de ese carácter icónico, al entenderse que son extremadamente vulnerables a dicha acidificación que acabaría disolviendo unas y otra. Aunque, como siempre, la vida real tiene más matices.

En una breve nota en Nature en el año 2003, y en el subtítulo de la misma, Caldeira y Wickett introdujeron el término acidificación para explicar el hecho de que, como consecuencia de la mayor disolución del CO2 en los océanos, el agua de los mismos iría rebajando su pH, ese número que nos dice si una disolución es ácida (menos que 7) o básica (más de 7). El agua de mar anda ahora en torno a 8.0 y es, por tanto, básica pero el hecho de que vaya disminuyendo está en el origen del término acidificación, que fue el principal causante de que me enganchara al seguimiento del cambio climático y sus implicaciones, dada la cercanía del tema con mis tareas como profesor de Química Física.

El término se convirtió enseguida en viral en la literatura científica relacionada. Incluyendo la de agencias gubernamentales como la americana NOAA (National Oceanic and Atmospheric Administration) que, poco después, nos alertaba con este documento y la gráfica que veis a continuación, de que cuando la concentración del CO2 disuelto en el mar subiera al doble de la que había en tiempos preindustriales (línea azul), el pH (línea roja) bajaría de 8,17 a 7,83.
No deja de ser algo sorprendente que esa gráfica (con precisión de dos decimales en el valor del pH) siga colgada de la web de una agencia tan prestigiosa como la NOAA, a pesar de las críticas que ha recibido por ello. La figura arranca con valores de pH en 1850, algo que la misma NOAA considera imposible conocer porque, en esa época y varias décadas después, no existían ni el concepto de pH ni instrumentos para medirlo. Y en cuanto a los valores en 2100, en el otro extremo de la gráfica, se trata de extrapolaciones muy arriesgadas, dadas las cortas series históricas de datos experimentales de las que se dispone, medidos mediante las técnicas que la Agencia establece como fiables.

Dejando de lado estos comentarios quisquillosos de un jubilata al que le gusta bucear en la literatura porque tiene tiempo para ello, lo cierto es que, en estos veinte últimos años, he ido acumulando mucha información sobre la acidificación y, paralelamente, sobre el comportamiento de nuestra sutil mariposa del mar en esos medios más “acidificados”.

Una de las cosas que he aprendido leyendo artículos como este de Nature es que, a pesar de que los esqueletos óseos de la mariposa de mar estén constituidos por carbonato cálcico, que se disolvería en el agua de mar a partir de un cierto valor de pH, la superficie de esos esqueletos en contacto directo con el mar no es carbonato cálcico. De la misma forma que la pintura exterior de un coche sirve para proteger a la estructura metálica de la carrocería frente a la corrosión ambiental, el carbonato cálcico del esqueleto de los pterópodos lleva un revestimiento orgánico superficial denominado periostracum que le protege del efecto “corrosivo” del agua de mar.

Es verdad que ese revestimiento puede dañarse por muchas razones, entre ellas el ataque de su principal enemigo, otro miembro de los pterópodos (los llamados ángeles del mar) que atrapan a las mariposas con sus tentáculos antes de inmovilizarlas y comérselas. Si el ataque falla y la mariposa escapa, puede que se lleve un recuerdo de su atacante en la delgada capa del periostracum. Esa herida puede hacer que carbonato cálcico bajo ella quede expuesto al agua de mar de bajo pH y se produzca su disolución progresiva.

Pero las mariposas del mar pueden ser minúsculas pero no por ello dejan de ser unas resistentes. En el mismo artículo de Nature arriba mencionado, se demuestra que son capaces de regenerar la capa de periostracum y restablecer así sus defensas contra el pH del medio marino. Un comportamiento que resulta fascinante en seres tan minúsculos.

La otra cuestión resulta algo más difícil de explicar pero voy a ver si lo consigo sin abusar de vuestra paciencia. Cuando el mar se acidifica y el pH se hace menor, disminuye la concentración de iones carbonato disueltos en al agua de mar, en beneficio de la formación de los iones bicarbonato. Si la formación de las conchas se entiende como la precipitación progresiva de carbonato cálcico sobre ellas, una disminución de iones carbonato en el agua implicaría que el proceso de calcificación fuera más lento y, por debajo de cierta concentración de carbonato en el agua, prácticamente inexistente. Lo que es particularmente grave en los ejemplares juveniles.

Pero aquí también la cosa es algo más complicada. La existencia de esa capa orgánica protectora de la concha o periostracum hace poco creíble que se produzca esa precipitación directa del carbonato cálcico como forma de hacer crecer las conchas. Parece que la hipótesis que se está abriendo paso es que, en realidad, es el CO2 disuelto en el agua de mar el que atraviesa ese revestimiento orgánico y una vez dentro (entre él y el esqueleto, en el llamado fluido calcificante), se transforma en bicarbonato mediante la acción de enzimas. Un complicado mecanismo posterior transforma en ese fluido los bicarbonatos en carbonatos que, en presencia de iones calcio, forman las capas de carbonato cálcico de las conchas por debajo del periostracum.

Una hipótesis que, por ahora, necesita ser confirmada en más de un extremo. Así que la Ciencia de todo esto no es, ni mucho menos, un asunto cerrado y tiene implicaciones en las que sería largo entrar. Sobre todo porque ya me he pasado un poco de las mil palabras, que suele ser mi límite para una entrada.

Y para acompañar al delicado aleteo de nuestras mariposas, un poco de música: Leonard Bernstein otra vez (se me nota el sesgo) pero, en esta ocasión, como compositor. El vals de su Divertimento para orquesta con Gustavo Dudamel dirigiendo a la Filarmónica de Berlín.

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martes, 14 de mayo de 2024

La Novena de Beethoven y el plomo

Este pasado 7 de mayo se conmemoraba el bicentenario del estreno de la Novena Sinfonía de Beethoven. Para celebrar el evento, la Búha y un servidor cenamos ese día teniendo como fondo esa obra en el concierto que la cadena francesa Mezzo retransmitió en directo desde el Musikverein de Viena, con la Orquesta Filarmónica de la misma ciudad dirigida por Riccardo Muti. En estos mismos días, estoy releyendo el último libro de mi amigo Dani Torregrosa que va sobre venenos, del que ahora hablaremos. Y esa misma semana me llegó una alerta sobre un nuevo artículo científico que analizaba el plomo en mechones de pelo del “sordo genial”. Todo un cóctel que invitaba a escribir una entrada al respecto.

El citado artículo era, en realidad, una reciente Nota al Editor publicada en la revista Clinical Chemistry por investigadores americanos, que volvían a retomar la pregunta sobre si una intoxicación por plomo (saturnismo) está en el origen de la sordera completa que le asoló cuando sólo tenía 40 años, así como de las múltiples complicaciones de salud que acabaron con su vida diecisiete años más tarde. Un anterior análisis, realizado en 2007 sobre un presunto mechón de cabello del músico, llevó a la hipótesis de que los niveles de plomo, muy altos con respecto a los habituales en esa época, pudieran estar en el origen de las complicaciones mencionadas.

Pero, muy recientemente, un estudio genómico de hasta ocho mechones de pelo supuestamente provenientes del músico, llegó a la conclusión que solo cinco de ellos eran realmente de Beethoven y que el que se mencionaba en el análisis de 2007 pertenecía a una mujer.

Dos de esos mechones de los que se tiene constancia genómica (y también documental) de que pertenecieron a Beethoven son los utilizados en la Nota al Editor a la que hago referencia más arriba. Tras analizar su contenido en arsénico, mercurio y plomo, los autores encontraron concentraciones de plomo entre 65 y 94 veces más altas que el nivel de referencia habitual. Transformadas esas concentraciones en el pelo a concentraciones en sangre, se obtenía un valor entre 690 y 710 microgramos por litro, un nivel que se suele relacionar con dolencias gastrointestinales y renales, así como con problemas de audición.

En su reciente libro “El olor de las almendras amargas” que la misma portada define como “un paseo por la ciencia de los venenos y su presencia en el arte y la ficción”, los problemas de salud de Beethoven y la hipótesis de su posible saturnismo han servido a Dani Torregrosa para incluir una interesante historia (como todas las del libro) titulada “La sinfonía del plomo”, que repasa los diversos casos de envenenamientos e intoxicaciones que, desde la antigüedad hasta hace muy poco, el plomo ha causado a los humanos.

Sobre las intoxicaciones con plomo escribía yo en este Blog en fecha tan lejana como 2009, instigado por la lectura del libro de John Emsley, "Better Looking, Better Living, Better Loving: How Chemistry can Help You Achieve Life's Goals" y que dedicaba su capítulo final al papel de la Química en el suministro de una gran variedad de pigmentos y colorantes para configurar la paleta de los pintores, así como al que ahora está teniendo en la restauración de cuadros y frescos antiguos con sofisticadas metodologías. Dentro de ese capítulo y en una ventana aparte, Emsley mencionaba intoxicaciones por diversos pigmentos conteniendo plomo en pintores como Correggio, Raphael, Goya o Van Gogh.

En esa entrada del Blog, en el apartado final de Comentarios de mis lectores, hay uno firmado por Flatólogo (aka Manuel Romera) un oftalmólogo e ilustrador médico al que le privan la Química y la Gastronomía. Con su contribución (muy interesante como todas las que ha colgado a lo largo de la vida de este Blog), Flatólogo me descubrió la relación entre Beethoven y el plomo. Atribuyendo al “vino peleón y adulterado que solía beber el pobre” el origen de su saturnismo.

Eso me hizo investigar sobre el tema durante un tiempo y descubrí que nuestro músico había estado siempre rodeado de vino. De hecho nació en Bonn, junto al Rhin y provenía de una familia de comerciantes de vino, por lo que, desde muy joven, se acostumbró a beber los diferentes caldos de esa región. Cuando se mudó a Viena, su primer patrón, el Conde Lichnowsky, le incluyó una partida para vino en su estipendio. Y Franz Joseph Haydn, que fue uno de sus primeros profesores, era un enamorado del vino y propietario de una de las más famosas bodegas de la ciudad. Así que lo de “vino peleón” de Flatólogo no sé yo…...

En sus últimos años, se aficionó a los vinos dulces, como los húngaros Tokaji. Puede que alguno o varios de los vinos que consumió regularmente (como el Riesling que llegó a beber el último día de su vida) estuvieran contaminados por plomo y otros metales pesados, pero no he encontrado ninguna referencia de que alguno de esos vinos se envejecieran en recipientes de plomo, como si pasaba en el caso del famoso sapa de los romanos, también mencionado por Dani Torregrosa y que, merced a la reacción del ácido acético del vino con el plomo del recipiente, daba lugar a altos contenidos de éste en el vino final.

Además de por el vino, los autores del artículo de Clinical Chemistry especulan con que la causa de la intoxicación crónica pudiera venir también del pescado, al que Beethoven era igualmente muy aficionado, pescado que solía provenir del Danubio, un río muy contaminado por plomo en la época. Los autores acaban concluyendo que las altas concentraciones de plomo encontradas en su pelo no avalan la idea de que Beethoven muriera directamente por ello, aunque si contribuyeran a las bien documentadas dolencias que arruinaron la vida del gran compositor.

Y para acabar y en el apartado de la música que, recientemente, estoy introduciendo al final de las entradas, esta vez no tengo escapatoria. Y, por aquello de dejaros una cosa cortita, he elegido una grabación un poco rara de la Novena. Y digo rara por la superposición poco lograda de tres trozos del último movimiento. Aunque tiene la gracia de ver como director a mi admirado Leonard (Lenny) Bernstein, lo cual siempre es un espectáculo.

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domingo, 5 de mayo de 2024

Plásticos y Gases de Efecto Invernadero

 

De vez en cuando, artículos científicos de los que se puedan sacar con rapidez conclusiones generalmente negativas o alarmistas, obtienen inmediata resonancia en la mayoría de los medios. Luego sus conclusiones pueden ser más o menos fiables o incluso refutadas por otros científicos, pero eso ya no importa. Para entonces, el número de Me gusta en redes sociales y en webs de los medios ya han crecido. Y eso es lo que importa. Eso no parece que esté pasando con el artículo que os voy a comentar. Y del que pocos medios españoles se han hecho eco. Buscando, buscando lo he encontrado en La Vanguardia, que hacía referencia al artículo en cuestión con el titular “La sustitución de plásticos por otros materiales eleva la emisión de gases que cambian el clima”. La noticia llevaba un antetítulo con solo dos palabras, “Estudio polémico”, puede que una disculpa de LV por publicar algo política y socialmente incorrecto en los tiempos que corren.

El artículo al que hago referencia fue publicado el 30 de enero de este año en la prestigiosa revista Environmental Science and Technology y estaba firmado por tres autores, dos de ellos de las británicas Universidades de Sheffield y Cambridge y el tercero de la Universidad de Estocolmo, que sustentaban la conclusión del titular de La Vanguardia mediante una metodología conocida como Análisis del Ciclo de Vida (LCA en su acrónimo inglés).

En el caso concreto que nos ocupa se ha utilizado la citada metodología para evaluar la generación de Gases de Efecto Invernadero en el ciclo de vida de los plásticos. Ciclo que va desde su producción como tales en las plantas petroquímicas, su transformación en objetos utilizables por el consumidor, el uso o aplicación que éste hace de los mismos, para acabar con la recogida y tratamiento de las basuras plásticas que inevitablemente se producen. Y algo similar se hacía con otros materiales considerados como posible alternativa al plástico en similares aplicaciones.

Para ello, los autores elegían 16 aplicaciones habituales de los plásticos en nuestro día a día y que pertenecen a cinco sectores clave: embalaje, construcción, automoción, textiles y productos de consumo duraderos, sectores que utilizan alrededor del 90 % del volumen mundial de plástico producido. Esas 16 aplicaciones incluyen el uso de plásticos en todo tipo de envases, en tuberías de conducción de líquidos (sobre todo agua) o en tejidos de vestir o alfombras, entre otras.

Los plásticos incluidos en la evaluación son, evidentemente, los más conocidos y utilizados (de ahí lo del 90% antes mencionado). Diferentes tipos de polietileno (LDPE, HDPE, PEX), polipropileno, polietilen tereftalato (PET, tanto en su versión de plástico para botellería como su uso en forma de fibras textiles), poliestireno expandido, PVC, poliuretano, etc. Frente a ellos se consideraban, como posibles alternativas, materiales que se usan o pueden usarse en esas mismas aplicaciones y que implican a cosas como el papel, vidrio, aluminio, acero, cobre, algodón, madera, etc.

Resumiendo rápido los resultados del artículo en cuestión, los autores encuentran que en 15 de las 16 aplicaciones mencionadas, un producto de plástico incurre en menos emisiones de Gases de Efecto Invernadero (GEI) que sus alternativas. En estas aplicaciones, los productos de plástico liberan entre un 10 % y un 90 % menos de emisiones a lo largo del citado ciclo de vida del producto.

Frente a los indudables riesgos que supone el previsible aumento en la producción de plásticos a nivel global y, como consecuencia de ello, en la génesis de residuos, los autores proponen acciones que “deben estar dirigidas a reducir estos impactos, por ejemplo, mejorando la recolección de residuos, especialmente en los países en desarrollo, eliminando los productos químicos tóxicos de las formulaciones plásticas, reduciendo el uso de los llamados productos químicos “para siempre” (es decir, sustancias de perfluoroalquilo y polifluoroalquilo) y reforzando los programas de reciclaje y recuperación”.

Sin embargo, concluyen que “cualquier acción tomada o política empleada para reducir los impactos de los plásticos debe examinarse cuidadosamente para asegurarse de que las emisiones de GEI no se incrementen involuntariamente a través de un cambio a materiales alternativos más intensivos en emisiones”.

No es la primera vez que salen estudios de este tipo en la literatura, en los que el impacto ambiental de los plásticos sale ganador en sus comparativas con otros materiales. En febrero de 2018 la Agencia de Protección Ambiental danesa publicó un estudio titulado “Análisis del Ciclo de Vida de las bolsas de compra” en el que de forma similar al estudio anterior se evaluaba su impacto ambiental aunque en términos más amplios que la mera emisión de Gases de Efecto Invernadero.

La prensa resaltó en aquel caso, aunque tampoco de forma muy generalizada, el número de veces que había que usar, antes de desecharla, una bolsa de compra de diversos materiales plásticos, de papel o de algodón (orgánico o no) para que su impacto ambiental fuera similar al de una humilde bolsa de polietileno de las de toda la vida, usada una sola vez antes de echarla al contenedor amarillo. Y los resultados eran realmente sorprendentes. De acuerdo con la Tabla IV, página 17 del informe gubernamental danés habría que usar, antes de desecharlas, 35 veces una bolsa de compra de poliéster, 43 una de papel, 7.100 una de algodón convencional y 20.000 una de algodón orgánico para que el impacto fuera similar al de usar una de polietileno una sola vez..

Vaya por delante que no soy experto en Análisis del Ciclo de Vida de los materiales plásticos. Y cuando leo artículos que la utilizan, como los que acabo de mencionar, siempre me queda una duda razonable de la fiabilidad de sus datos dada la gran cantidad de variables que hay que tener en cuenta y los escenarios de utilización que hay que definir para cada aplicación. Pero, en este caso, ambos estudios provienen de Universidades e Instituciones de prestigio y creo que un servidor los tiene que apuntar en este diario que es mi Blog para que no se me olviden.

En el caso del estudio danés de 2018, uno puede encontrar argumentos críticos sobre sus resultados, aunque no en ámbitos de la relevancia de los anteriores. Así que vamos a ver qué pasa con el estudio que ha dado lugar a esta entrada. Ya han pasado tres meses desde su publicación y casi un mes desde que el periódico catalán se hizo eco del mismo y no veo mucho movimiento. Al menos no tanto como con otras noticias de medio pelo que se venden bien y habitualmente en titulares.

Para acabar, un poco de música con toque primaveral. El Dúo de las flores de la ópera Lakmé de Leo Delibes. Con la soprano Sabine Devieilhe y la mezzosoprano Marianne Crebassa, acompañadas por la orquesta Les Siecles y la dirección de François-Xavier Roth. Dura cuatro minutos pero si no lo conocéis, aguantad el primer minuto y os enganchará.

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domingo, 21 de abril de 2024

Vino con aroma a huevos podridos

La mística de un buen vino en su botella, con su corcho, su cápsula y su etiqueta con su añada ya no es lo que era. Hemos ido aceptado poco a poco que se venda vino en tetrabrik o en cajas de cartón con su grifito incluido. Con corchos de plástico o, incluso, sin corcho y con un tapón a rosca. En los últimos años está irrumpiendo en el mercado, y parece que se acabará implantando más, el vino comercializado en latas de aluminio similares a las empleadas en las bebidas de cola, la cerveza u otros refrescos. Pero esa paulatina entrada de las latas de vino ha tenido un escollo importante que, aunque identificado correctamente, parece estar todavía lejos de una solución satisfactoria para todos los que se están apuntando a ese mercado.

En dos artículos publicados recientemente en el American Journal of Enology and Viticulture (una revista que visito de vez en cuando pues uno lee cosas muy interesantes), investigadores de la americana Cornell University dan cuenta de los resultados obtenidos al estudiar el problema planteado por una serie de vinicultores que, tras optar por vender parte de su producción en latas como las que veis en la imagen que ilustra esta entrada (y que podéis ampliar picando en ella), detectaron que, al abrir algunas de esas latas, aquello olía, además de a vino, a huevos podridos. En mayor o menor medida pero, en cualquier caso y para su preocupación, el “aroma” era bastante evidente en muchos casos.

Como bien saben los lectores de este Blog, el vino es una compleja mezcla de agua (85%), alcohol (13%) y un 2% restante constituido por cientos y cientos de sustancias químicas que dependen de la variedad de uva, de la situación geográfica del viñedo, del tiempo de maduración de las uvas y de los posteriores y complejos procesos de vinificación. En algunos casos, los vinicultores incluso añaden sustancias (popularmente conocidas como sulfitos) para hacer que el vino se conserve en buen estado frente a la agresión de las llamadas levaduras “salvajes”.

Por su parte, las latas de aluminio suelen estar recubiertas en su interior por una capa (liner) de una resina epoxi, a la que ya he mencionado en alguna de las múltiples entradas dedicadas al Bisfenol A (BPA para los amigos y enemigos) porque, hasta ahora, son epoxis de BPA las que se han venido empleando para evitar la corrosión del interior de muchos tipos de latas. Así que entre la complejidad del vino, el aluminio y la resina, los investigadores tenían todo un puzzle a resolver si quería saber de dónde salía ese olor no deseado y cómo se podría evitar. Problema que, dicho sea de paso, no se produce cuando en latas similares se envasan bebidas carbónicas o cerveza.

En el primero de los dos artículos, publicado en enero de 2023, los autores llegaron a la conclusión de que el origen del problema parecía estar bastante claro. Tanto si un vino contiene “sulfitos añadidos”, como dicen las etiquetas por imperativo legal de la UE, o los contiene de forma natural, provenientes de ciertos aminoácidos con azufre intrínsecos al vino, en todos los vinos hay una cierta (pequeña) cantidad de un gas llamado anhídrido sulfuroso (SO2), cuya concentración depende mucho del pH del vino final. Pues bien, es ese gas, en contacto con zonas del aluminio que no estén perfectamente protegidas por el revestimiento de la cara interna de la lata, el origen del problema. El SO2 oxida al aluminio (la oxidación es visible con adecuadas técnicas ópticas), mientras que él, por su parte, se convierte en ácido sulfhídrico (H2S), el compuesto químico causante del olor a huevos podridos.

Esta primera conclusión es además consistente con el hecho de que este indeseado efecto se da de forma más acusada en los vinos blancos que son los que, por ahora, más se han comercializado en lata. Y eso es así porque los blancos suelen llevar más sulfitos añadidos que los tintos, que están más protegidos frente a las mencionadas levaduras “salvajes” por su más alto contenido en taninos.

Además de esa conclusión principal, los autores establecieron que ciertos revestimientos a base polímeros acrílicos, como los que pueden usarse para evitar así el uso de las epoxis de BPA, incrementan la presencia de H2S. Y que si el nivel de SO2 se mantiene por debajo de unos 0,4 mg/L, el aroma no deseado no es patente durante almacenamientos de las latas en tiempos del orden de 8 meses.

En el segundo de los dos artículos mencionados, publicado en febrero de este año, los investigadores se han dedicado a estudiar, de forma sistemática, las diferentes variables que provocan el problema del olor a huevos podridos. Y lo cierto es que no creo que las conclusiones hayan hecho muy felices a los vinicultores.

Aunque se volvió a confirmar que el contenido en SO2 es el mejor indicador de la subsiguiente formación de H2S durante el almacenamiento de vinos enlatados, los investigadores constataron una variación considerable en la formación de H2S, y la visible corrosión, no solo entre los diferentes tipos de revestimiento empleados, sino también entre latas producidas con el mismo material de revestimiento pero por diferentes fabricantes de latas. Incluso en fabricantes individuales que usan la misma lata y el mismo revestimiento se producían variaciones de lata a lata.

Finalmente, los autores encontraron una correlación poco significativa entre la producción de H2S en las diferentes latas y el espesor del revestimiento en cada lata. Estas observaciones, junto con la evidencia visible de daños en el revestimiento después del almacenamiento, sugieren que la resistencia química del revestimiento a las reacciones con el vino (especialmente, pero no solo, con los sulfitos), junto con el grosor inicial del revestimiento, son fundamentales para la estabilidad de los vinos enlatados. Pero incrementar el espesor del revestimiento no es algo que deseen los fabricantes, tanto por precio como por el reciclado posterior del aluminio.

En fin, que creo que seguiré bebiendo vino en botellas de 3/4 hasta que me lo prohiban o me muera. Y ya que hablamos de vino, y como coda musical final, ahí os va el In Taberna Quando Sumus del Carmina Burana de Carl Orff, interpretado por el Coro de voces masculinas de Colonia y la Neue Philharmonie Westfalen, todos bajo la batuta de Bernhard Steiner. Y si queréis saber lo que dicen los cantores aquí tenéis la traducción.

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