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En una entrada que publiqué en noviembre de 2018 sobre Primo Levi y su libro El Sistema Periódico, ya os avisaba de la turrada que se os venía encima en 2019 con ocasión del llamado Año Internacional de la Tabla Periódica de los Elementos Químicos, una iniciativa conjunta de la ONU y la UNESCO. La idea era conmemorar el 150 aniversario del esbozo de dicha Tabla que el químico ruso Dimitri Mendeléyev plasmó el 17 de febrero de 1860, a mano y sobre el papel de una carta recibida. Sabemos incluso que esos días eran frenéticos para él, porque debía dejar su casa en San Petersburgo, durante un tiempo largo, para visitar una serie de granjas dedicadas a la fabricación de queso en su Siberia natal. Mendeléyev era un científico que valía para un roto o para un descosido y lo mismo te escribía el mejor libro de Química que establecía la óptima graduación del vodka (aunque eso, como muy bien explica aquí un reputado científico de origen ruso, es sólo una verdad a medias).
Este vuestro Búho ha tenido unos cuantos meses bastante intensos en lo relativo a conmemorar el Año Internacional de la Tabla Periódica. Lo inicié en 2018 con el aperitivo del post sobre mi admirado Primo Levi que os acabo de mencionar. Poco después publiqué otro sobre el nombramiento del Laboratorium de Bergara como Sitio Histórico de la Sociedad Europea de Física. En junio de este 2019, la Real Sociedad Española de Física en su revista oficial me publicó un artículo sobre los orígenes del wolframio en el Universo y en nuestra Tierra. En octubre impartí una charla en mi antigua Facultad, dentro del ciclo organizado con ocasión del Año de la Tabla Periódica, en la que, empezando con la familia de los halógenos, acabé hablando de la Química del agua de grifo y, en particular, del trabajo que en ella hacen el cloro y flúor.
Y, para terminar el año, y en colaboración con el DIPC, hemos confeccionado una divertida Tabla Periódica basada en vinos, una idea de Pedro Miguel Etxenike con la que se pretendía culminar los fastos de este año pero resaltando, a la vez, la importancia de ese conjunto que agrupa a los 118 "ladrillos" de nuestro Universo. Que, como se establece en la página de la ONU dedicada al Año Internacional, "captura la esencia no sólo de la química, sino de la física y la biología, al clasificar a los elementos según la relación entre sus propiedades y el peso de su átomo”.
La idea de representar los elementos químicos mediante símbolos sencillos fue llevada a la práctica por el químico sueco Jöns Jacob Berzelius (1779-1848), en un intento de resolver la Torre de Babel que eran los informes y las reuniones científicas al respecto. En un largo artículo publicado en 1813 en la revista Annals of Philosopy y en su apartado III, sugería representar los elementos conocidos en aquella época (47) por una o dos letras tomadas de su nombre en latín. En el caso de que las dos primeras letras coincidieran (por ejemplo, magnesio y manganeso) Berzelius optó por usar la tercera para componer el símbolo (Mg y Mn). En este enlace tenéis ese apartado III y cómo Berzelius describe la selección que hizo en su momento del símbolo de cada elemento. Es cierto que las normas de Berzelius se han ido cambiando un poco a lo largo del tiempo, cuando se fueron descubriendo otros elementos a los que no se podía nombrar usando sus criterios porque los símbolos ya se habían usado con otros. Pero en lo sustancial, su filosofía se ha preservado y nosotros también quisimos respetarla en la selección de vinos con cuyo nombre pudiéramos elegir dos letras para reproducir el símbolo de un elemento químico determinado.
Pero encontrar vinos que se ajustaran a esa idea nos llevó lo suyo. En un principio echamos mano de la Guía Peñín 2020 de vinos españoles, con más de 11.800 marcas registradas y que contiene, al final, una ordenación alfabética. Pero había otro problema. Queríamos construir, para su presentación en diversos sitios, una vinoteca en las que las botellas de los 118 vinos seleccionados estuvieran presentes físicamente. Y para evitar tener que comprar los 118 vinos contamos con la colaboración de la Bodega del Restaurante Rekondo en Donosti (una de la bodegas de Restaurante más reputadas) y de una Vinoteca local (Goñi Ardoteka). Eso nos ahorraba dinero y, sobre todo, gestiones, pero nos restringía un poco los vinos que podíamos seleccionar.
En cualquier caso llegamos a concluir el trabajo para poder presentarlo antes de que 2019 se nos escurriera de las manos y, con él, el Año de la Tabla Periódica. Os dejo un enlace en la web del DIPC con la versión final de Tabla Periódica de los Vinos, a la que bautizamos como Kimikoteka, que se ve mejor que la figura que ilustra esta entrada. Además, bajo ella, está la lista numerada de los vinos empleados para confeccionarla, donde se ven mejor las letras seleccionadas para generar el símbolo de cada uno de los elementos. Y en este otro enlace, os dejo la charla que impartí el pasado jueves en el Koldo Mitxelena, justo debajo de mi casa. Podéis saltaros los dos minutos y medio iniciales, en los que se repiten los créditos de la grabación varias veces.
Y, como no creo que escriba nada antes de que termine el año, no me queda mas que desearos un ¡¡Feliz 2020!!. Y, por favor, no me tiréis cohetes la noche de Nochevieja. Además de asustar ancianos como el que os escribe y mascotas con especial sentido del oído, dejan en la atmósfera incontables sustancias químicas extremadamente peligrosas para la salud de todos, incluidas las famosas dioxinas. Avisados estáis.
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Una de las ventajas de mi decisión de tener una cuenta en Twitter y configurarla siguiendo a gente relacionada con la divulgación científica y no científica, es poder conocer en persona a gentes mucho más jóvenes que yo, mucho más puestas en lo que se cuece en Redes Sociales (RRSS) y mucho más inteligentes. Como Deborah Garcia Bello que allá por setiembre me pidió permiso para dar mi email a Cristina Mitre de cara a que me hiciera una entrevista.
Tengo que decir la verdad. En ese momento yo no sabía quién era Cristina. El mismo día que me escribió por primera vez para proponerme grabar un podcast conmigo, otra amiga, Ana Ribera, a la que conocí en esas mismas RRSS y que hoy es amiga del alma (categoría difícil de alcanzar en mi escala de valores), apareció por mi pueblo para asistir al Festival de Cine y nos fuimos a comer. Le conté que Cristina me había propuesto grabar una entrevista, aprovechando que venía a Donosti a correr la Behovia a primeros de noviembre. Y Ana, con su estilo contundente, me amenazó con no volver a hablarme si no le decía que sí.
Ahora sé quién es Cristina Mitre y conozco la popularidad de los podcasts que publica en el sitio The Beauty Mail, entre otras cosas porque, tras la publicación de la entrevista que mantuvimos, he podido comprobar que hay gente a la quiero y conozco que es adicta al sitio. Así que, sin otros preámbulos, aquí tenéis el enlace para oír la entrevista entera. Dura una hora y veinte minutos, una barbaridad según yo. En los primeros 50 minutos hablamos de Plásticos y la gestión de sus residuos para continuar con el asunto de los Microplásticos y de su posible impacto en el mar. La parte final la empleamos en hablar del Bisfenol A y de las cosas del Prof. Olea. Nada nuevo para los habituales del Blog del Búho, pero contado con mi poco glamurosa voz y sin la posibilidad de pensarme mucho las cosas que iba a contestar. Algún gazapo he metido pero no se puede arreglar.
Quería haber escrito este post hace una semana pero la complicada vida de un jubilata que se deja querer para líos varios me lo ha impedido.
La foto es de Aitor López de Audicana que espero, como me había prometido, se haya oído el podcast en su totalidad.
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Ayer me regalaron un vino francés en cuya etiqueta decía que era un vino biodinámico. Además, en la misma etiqueta se declaraba que el vino en cuestión "contenía sulfitos naturales!" (el signo de admiración no es mío sino del productor). Sobre los vinos de origen biodinámico hay una entrada en este Blog, escrita hace más de diez años, cuando el adjetivo biodinámico se empezaba a aplicar a cosas como la agricultura, la cocina y los vinos, de la mano, entre otros, del difunto Santi Santamaría. Y, desde entonces, lo que pienso sobre el tema no ha cambiado ni un ápice. Pero el regalo me ha dado pie para actualizar una vieja entrada sobre sulfitos en el vino que data de 2006 y que he decidido actualizar con la que ahora estáis leyendo.
Desde los tiempos de los romanos, el elemento químico que conocemos como azufre y otras moléculas que contienen azufre se han empleado en aspectos relacionados con la producción de vino. Y se han seguido usando. Mis primeros contacto con el empleo de compuestos de azufre por parte de los cosecheros riojanos datan de mi época de estudiante en Zaragoza, en la que conocí a mi amigo Fernando, un jarrero (de Haro) de procedencia y vocación. En ulteriores visitas a Ollauri, donde mi suegro tenía un calado, solía ayudarle en las labores de trasiego del vino y en la consiguiente limpieza de barricas con agua, tras la que encendíamos unos aros de azufre que introducíamos en el interior de las mismas, colgados en un hilo metálico. También se hacía eso antiguamente con barricas llenas de vino, para que el gas resultante, el dióxido de azufre (SO2) se disolviera en el líquido. Una vez disuelto, el SO2 está en equilibrio químico con otros compuestos de azufre denominados sulfitos y bisulfitos. Su trabajo fundamental era acabar con una serie de levaduras indeseables (salvajes les llaman algunos) impidiendo que se multipliquen y nos estropeen el vino durante su complejo procesado.
Los vinicultores modernos han sustituido el asunto de quemar los aros y las pajuelas de azufre por la adición al vino de unas tabletas de unas sales llamadas metabisulfitos que, dependiendo del pH del vino, generan "in situ" y en mayor o menor concentración el gas SO2 y, posteriormente, los sulfitos y bisulfitos. Siempre que uno y otros estén libres en esa disolución que es el vino y no combinados con otras cosas (como por ejemplo con los polifenoles), hacen el mismo papel que la quema de azufre elemental. El SO2 libre puede actuar además como antioxidante porque reacciona con el oxígeno para dar de nuevo sulfitos, eliminado así parte del oxígeno presente en el medio. El SO2 inhibe también el crecimiento de las bacterias lácticas, evitando así la fermentación maloláctica en vinos blancos.
La legislación europea establece que todos los vinos que tengan más de 10 mg/L de compuestos de azufre (en las llamadas unidades equivalentes de SO2) deben declararlo en la etiqueta con la famosa frase "Contiene sulfitos", aunque sin especificar la concentración que realmente contienen y que puede ser bastante diferente. La legislación europea (EC 606/2009) establece además que los vinos blancos no deben tener más de 200 mg/L de SO2 y los tintos 150. Los vinos tintos llevan menos SO2 porque contienen taninos, que juega también su papel en la estabilización de los vinos frente a los microorganismos y porque no necesitamos controlar tanto la fermentación maloláctica. La EU, en su regulación 203/2012, establece por otro lado niveles más bajos para los vinos que lleven la etiqueta de orgánicos (mas o menos unos 50 mg/L inferiores a los vinos convencionales). Así que, ya sean convencionales u orgánicos, si declaran que contienen sulfitos es porque se sobrepasa esa concentración, ya sea proveniente de la adición deliberada de los compuestos arriba mencionados o de ciertos procesos que ocurren "naturalmente" durante la producción de vino y que también los generan. Si alguien no se fía de este vuestro Búho podéis consultar la página 19 de este documento proveniente de una organización muy activa en el ámbito de la vinicultura orgánica.
Uno podrían preguntarse por qué las legislaciones de los principales países productores y consumidores de vino establecen esa obligatoriedad de declarar estos compuestos. Pues bien, aproximadamente un 1% de la población en USA y Europa es sensible a los sulfitos, ya sea por ser asmáticos severos o por carecer de las enzimas necesarias para metabolizar los sulfitos en el cuerpo. En la mayoría de nosotros, por el contrario, nuestro organismo tiene su propio sistema de seguridad frente a un exceso de esos compuestos, convirtiéndolos en inofensivo sulfatos. Entre otras cosas, porque ese mismo organismo humano genera dióxido de azufre durante el metabolismo de algunos aminoácidos. Lo más sorprendente es que haya alimentos con cantidades muy superiores de sulfitos a las del vino sin que lleven una etiqueta tan ostentosa. Así que si el vino causa una alergia a ese pequeño porcentaje de posibles consumidores problemáticos, probablemente ya sabrán que son alérgicos a los sulfitos por otras vías, como por consumir frutos secos, que pueden llegar a tener hasta 1000 ppm de sulfitos (similares a los mg/L en el vino), casi siete veces más que muchos vinos tintos.
¿Es necesario añadir compuestos de azufre al vino?. Tendríamos que decir que cada vez menos porque hemos entendido con el tiempo el papel que juegan y las cantidades estrictamente necesarias para su función. Sabemos, por ejemplo, que cuanto menor es el pH del vino menos compuestos de azufre son necesarios para estabilizarlo. Además, los productores de vino controlan mucho más las condiciones sanitarias de la uva al ser recolectada y todos los procesos llevados a cabo con ella hasta llegar al vino final. Eso ha hecho que, como acabo de decir, se puedan ajustar mucho más las concentraciones de SO2 libre (y de los otros compuestos de azufre) estrictamente necesarias.
Pero no hay que tirar mucho de la cuerda. Vinos con poco azufre (porque algo todos tienen sin necesidad de adicionarlo) tienen generalmente vidas más cortas, se oxidan más fácilmente a aldehídos (no siempre agradables) y necesitan un almacenamiento de las botellas en condiciones muy controladas para alargar esa vida. Y como los fabricantes no pueden saber cómo conservan sus clientes las botellas de vino, prefieren adicionar las cantidades de estos compuestos que estiman como más adecuadas para la conservación de sus caldos. De hecho, hace poco he leído un informe de la Agencia Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA) en el que se aprobaba a una empresa francesa un tipo de cierres de botella que contenía metabisulfito y una membrana que permitía regular la cantidad de SO2 que se iba poniendo en el vino a lo largo del tiempo, una vez embotellado.
Ligado al empleo de sulfitos está el asunto de que sean los causantes de las migrañas y resacas provocadas por el consumo de vino, sobre todo el tinto. En el momento actual, esto parece estar bajo revisión en la literatura científica. Hoy parece que puestos a echar la culpa a alguien tendríamos que hacerlo con otros muchos componentes en los vinos, como los taninos (mucho más presentes en el vino tinto que en el blanco) o la tiramina, una amina que se produce durante la fermentación del vino y también en otros productos en los que ocurren fenómenos de fermentación, como los quesos, que muchas veces se consumen con vino.
Soy consciente de que no voy a convencer a todo el mundo de lo inocuo de la adición deliberada de compuestos de azufre al vino. Otros habrá que no se creerán que los sulfitos añadidos son iguales que los sulfitos que surgen en el propio proceso del vino. Para gustos están los colores. Pero lo que es seguro es que buscar ese tipo de vinos que ahora están de moda, como el que me regalaron ayer, va a suponer sobre todo un costo extra a vuestros bolsillos. Y una mayor probabilidad de que si no os los bebéis rapidito puede que acaben en el fregadero.
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Los que me conocen saben que soy un guipuzcoano discreto y austero. Lo que también se cumple en cuestiones relacionadas con la cosmética. Y así me va. Cosa radicalmente diferente es el caso de la ciudadana que comparte mi vida. Me gustaría que bajara el pistón en su utilización de todo tipo de productos de cosmética pero lo cierto es que, a menudo, me debato entre la realidad que constato en su apariencia física y mi relativa preocupación sobre el origen y la cantidad de todo lo que se pone en la piel, con independencia de la seriedad de las marcas que consume.
Por lo menos, ella no anda como otros a la búsqueda del Santo Grial cosmético, aquel que mejore el aspecto pero que no contenga "químicos", sino únicamente productos "naturales". Esa tendencia hoy en día tan en boga pone en situaciones un tanto límites a los profesionales que se dedican a estos menesteres. Como mi amiga M., que hace pocos días me pedía auxilio ante su imposibilidad para explicar a una clienta algo que había encontrado en internet. Y que tenía que ver con una amplia familia de productos cosméticos basados en PEGs polietilenglicoles, unos polímeros de cadena corta (oligómeros) que bien puros, o adecuadamente modificados en forma de éteres o ésteres, se emplean con profusión en cosmética y otros ámbitos, como la medicina o la alimentacion, desde hace años y para variadas funciones.
En el documento que pasaron a mi amiga se dice específicamente que "según un Informe en el International Journal of Toxicology del comité de Cosmetic Ingredient Reviews (CIR) las impurezas encontradas en varios compuestos de PEG incluyen óxido de etileno, 1,4-dioxano, hidrocarburos aromáticos policíclicos y metales pesados como plomo, níquel, cadmio, cobalto, hierro y arsénico. Muchas de estas impurezas están relacionadas con el cáncer". Podría escribir una entrada sobre todos y cada uno de esos productos químicos en estas sustancias, pero me voy a centrar (por no aburrir) en el 1,4-dioxano, un compuesto al que tengo cariño desde mi Tesis Doctoral, en la que lo utilicé como disolvente de algunos polímeros. Y, además, me encanta su olor.
Cuando uno empieza con estas cosas que le dicen han encontrado en internet, la búsqueda se convierte, en muchos casos, en algo bastante desesperante. Te ponen un enlace a un estudio, lo clicas y en lugar del estudio en cuestión te sale una página de alguien que dice literalmente lo mismo que el anterior y....vende cosméticos en la red. Clicas en el enlace que sale en esa segunda página y el buscador te dice que no encuentra lo que le pides. Así que sin mas armas que el nombre de la revista arriba mencionada, International Journal of Toxicology, el acrónimo CIR y el nombre de nuestro disolvente, me puse a la búsqueda en bases de datos adecuadas.
Encontré un artículo de 2016 de la revista en cuestión [W. Johnson Jr. y otros, International Journal of Toxicology 35 (suplemment 2)12S-40S (2016)] sobre éteres y ésteres de PEGs con dimetil glucosa, donde se establecen como posibles impurezas varios metales pesados, pero no se mencionaba al dioxano. Sin embargo, encontré otro artículo en la revista Toxicology [C. Fruijtier-Pölloth, Toxicology 214, 1-38 (2005)] donde, específicamente, se dice que "Las impurezas encontradas en varios PEG y derivados de PEG pueden incluir óxido de etileno residual, 1,4-dioxano, compuestos aromáticos policíclicos y metales pesados. Los residuos de pesticidas pueden estar presentes en derivados de PEG hechos de plantas, como los esteroles de soja. Los PEG y sus derivados pueden contener 1,4-dioxano como subproducto de la etoxilación, así como trazas de los reactivos (ácidos grasos, óxido de etileno, cualquier catalizador, etc.)" . Así que puede ser que el origen de las proclamas de la página de internet que le dieron a mi amiga sea este artículo, donde también se menciona que las cantidades de 1,4-dioxano encontradas en estudios llevados a cabo al respecto son, generalmente, inferiores a las 10 partes por millón (ppm), equivalente a10 miligramos por kilo de producto.
El 1,4-dioxano está catalogado por la IARC (international Agency for Research in Cancer) como posible cancerígeno en humanos (categoría 2B), lo que quiere decir que hay limitada evidencia de ese carácter en nosotros, aunque si hay suficiente evidencia en el caso de animales de laboratorio. En el caso del dioxano, la experimentación con animales que se ha utilizado para esa calificación se llevó a cabo, sobre todo, haciéndoles beber agua con cantidades de dioxano mucho más importantes que las cantidades arriba mencionadas, llegando hasta las 10.000 ppm. No existe evidencia de ese carácter cancerígeno sobre la base de estudios epidemiológicos realizados con humanos cuya ocupación les exponga habitualmente al dioxano, como es el caso de trabajadores que inhalen vapores del mismo o lo pongan en contacto con su piel. Menciono esto último porque hay que tener en cuenta que los productos de cosmética se aplican generalmente sobre la piel, no se ingieren (salvo los empleados en lápices labiales), con lo que teniendo en cuenta el papel barrera que realiza nuestra epidermis, el riesgo aún se minimiza más.
Mi amiga se quejaba de que parece controlarse poco esté tipo de problemas. Nada más lejos de la realidad. Y para demostrarlo voy a mencionar aquí un informe elaborado en 2015 por el ICCR (International Cooperation on Cosmetic Regulation), un organismo integrado por científicos de Brasil, Canadá, Europa y EEUU. El citado informe fue asumido como propio por la Unión Europea a propuesta del SCCS (Scientific Committee on Consumer Safety), uno de los muchos Comités que asesoran a los políticos europeos a la hora de tomar decisiones. Podéis encontrar esa información en este enlace.
Lo más importante para lo que pueda interesaros está en las páginas 15 y 16. Tras repasar los estudios sobre el carácter cancerígeno del dioxano en animales que os mencionaba arriba, el informe estudió cosméticos representativos de esos países evaluando los niveles de dioxano existentes en ellos. Tras considerar las posibles vías de entrada del disolvente en nuestro organismo en el uso de productos cosméticos, esto es, absorción por la piel o inhalación (mucho menos importante, dadas las pequeñas cantidades existentes), se llegó a calcular que el uso de esos cosméticos con cantidades iguales o inferiores a 10 ppm no pueden suponer más de 87 microgramos por día, a lo largo de la vida de un pertinaz consumidor de dichos productos. Eso supondría, en las propias palabras del informe, una probabilidad similar a la de contraer cáncer fumando medio cigarrillo anual durante sesenta años. Por tanto, y siguiendo los protocolos existentes en este tipo de organismos, consideran esos niveles como seguros. Además, aunque los autores del informe siguen propugnando que los fabricantes traten de rebajar los contenidos de dioxano por debajo de las 10 partes por millón antes mencionadas, lo cierto es que en la revisión de productos comerciales que el propio ICCR realizó, ese objetivo ya está conseguido en el 92% de las muestras investigadas, que tenían concentraciones de dioxano de 10 ppm o menos. De hecho, el 65% tenían menos de 1 ppm.
En el documento que me pasó mi amiga y en lo relativo a este disolvente se dice una frase que me dejó sin habla: "el dioxano además de ser conocido carcinógeno también puede combinarse con oxígeno atmosférico para formar peróxidos explosivos, que no es exactamente lo que uno desea que se le ponga en el cara". La ignorancia es muy atrevida. Es verdad que el dioxano líquido forma peróxidos y que si uno lo pone a hervir (a 110 ºC) y nuestro disolvente se evapora por completo, quedan unos residuos que si se continúan calentando pueden llegar a explotar. Pero en un producto cosmético hay cantidades ridículas de dioxano a esos efectos explosivos y la temperatura máxima que se alcanza es, como mucho, la del cuerpo humano.
Si con fuentes europeas no os basta, la Food and Drug Administration (FDA) americana tiene una página específica titulada "1,4-Dioxano en Cosmética. Un subproducto de su fabricación" que podéis consultar en este enlace. Ahí se mencionan varias de las cosas que ya os he contado en párrafos anteriores pero queda claro que, desde 1981, la FDA ha estado controlando de forma sistemática el contenido de dioxano en productos de cosmética y, en sus diez revisiones, ha ido constatando la progresiva disminución del dioxano en estos productos, gracias al empleo de una técnica de vacío (vaccuum stripping) que elimina las trazas del disolvente que nos ocupa. Además, hay una puntualización muy interesante que llama la atención sobre el hecho de que el dioxano se puede evaporar del producto en el recipiente que lo contiene y, sobre todo, al aplicarlo sobre la piel, lo cual restringiría aún más el disolvente disponible para su absorción por la piel.
En definitiva, que lo más fácil es leer en algún sitio que el dioxano es cancerígeno y aplicar el cuento al cosmético que uno quiere atacar para vender el suyo "sin químicos". Algo que tampoco es verdad...
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Llevo un año que no dejo de meterme en "líos" que alteran la que se supone tranquila vida de un jubilata. Pero disfruto con ellos, sobre todo por la variedad de cosas que aprendo. Andaba yo el pasado setiembre preparando una estancia con la Búha en la zona de La Toja, en Galicia, cuando recibí una llamada de un conocido cocinero donostiarra (Pedro Subijana de Akelarre) que me pedía que echara un ojo a una presentación sobre ostras que iba a hacer, semanas mas tarde, en el San Sebastián Gastronomika de este 2019. Le advertí desde el principio que un servidor de ostras sabe poco, por no decir nada, ya que después de un susto con almejas crudas hace años, huyo de los bivalvos en estado puro como de la peste. Y que, además, desde el punto de vista de mi formación académica poco podía aportar. Pero que era un honor que me confiara el borrador y que trataría de contribuir en algo. Y así me metí en un atractivo lío que me tuvo muy entretenido durante mi estancia en La Toja y días después.
El borrador que me hizo llegar Pedro Subijana contenía, evidentemente, aspectos gastronómicos relacionados con las ostras en los que, obviamente, había poco que discutir. Pero había un apartado relacionado con las diversas causas por las que consumir ostras crudas puede resultar peligroso, apartado que había sido elaborado por alguien del Centro Tecnológico AZTI, un referente cercano en todo lo que tenga que ver con el mar. Así que había información más que suficiente para los propósitos de una ponencia dirigida básicamente a cocineros. Pero aún y así, algo le hice llegar, tras buscar y leer literatura científica, en relación con las biotoxinas químicas generadas por las llamadas floraciones nocivas de algas, un tema que bien merecería una entrada en el Blog por aquello de lo "naturales" que son aunque nos puedan producir serios problemas si las ingerimos entre la carne de las ostras que las han filtrado. También profundicé y aporté algo en temas que me son más próximos, como los relacionados con la posible presencia en las ostras de metales pesados o contaminantes orgánicos persistentes (como el DDT, las dioxinas o los bifenilos policlorados) que los humanos hemos puesto en el mar. Pero lo que más me llamó la atención en mis lecturas (y a ello voy a dedicar la entrada) tiene que ver con un particular colorante azul que hace que un tipo de ostra francesa se haya puesto de moda entre los mejores gastrónomos.
Porque, como no podía ser de otra manera, las ostras de las que Pedro iba a hablar no son unas ostras cualquiera. Son las únicas ostras francesas (y mira que hay donde elegir) que tienen la llamada Indicación Geográfica Protegida (IGP) bajo la denominación Huîtres Marennes Oléron. La peculiaridad de estas ostras es que, tras ser criadas de la manera habitual, ya sea en parques de otras regiones francesas o en la propia región del Marennes, los bivalvos son sometidos a un proceso de refino (la palabra francesa es affinage), en una especie de piscinas arcillosas situadas en terrenos de unas antiguas marismas saladas reconvertidas. Esas piscinas se llaman en francés claires y tienen la peculiaridad de que se llenan con agua de mar en cada marea y, cuando esta se retira, el lugar (y las ostras allí depositadas) se quedan en contacto con el agua remanente. En esas condiciones y bajo la acción de la luz solar, se produce un rápido desarrollo de fitoplacton del que las ostras se alimentan, lo que les confiere unas peculiaridades organolépticas y un aspecto físico que las hacen únicas.
De las cuatro variedades de ostras que se producen gracias a ese proceso de refino en las claires, la que me interesa para esta entrada es la que se conoce bajo la denominación fine de claire verte. Estas ostras se alimentan durante su estancia en las claires de una microalga conocida como Haslea ostrearia, lo que les confiere el espectacular color verdoso que se muestra en la fotografía que ilustra esta entrada y que, como siempre, podéis ampliar clicando en ella. Y todo gracias a que las Haslea ostrearia son capaces de generar un colorante de color azul que se bautizó con el nombre de Marennina. No hace falta ser muy listo ni de Ciencias para relacionar el origen del nombre con la zona de producción de las ostras que nos ocupan.
A pesar del color azul de los océanos que llenan nuestro planeta, ese color no es causado porque en el agua del mar se encuentren disueltas sustancias de color azul. De hecho los organismos y las sustancias de color azul existentes en ese mismo medio marino son bastante raros si se los compara con los de otros colores. Todo ello por una serie de razones que implican electrones, orbitales moleculares y otras cosas con las que no os voy a aburrir. Dejémoslo, simplemente, en que el color azul es raro en la Naturaleza en general y en el mar en particular y que, cualquier fuente que nos lo proporcione, debe considerarse en detalle ante las perspectivas de hacer un buen negocio, pues facilitaría su uso en productos demandados en ámbitos como la cosmética o los colorantes alimentarios, donde los azules que se emplean son pocos y algunos con no buena fama. Así que la marennina, una fuente natural de color azul, generada por un tipo de alga, ha interesado desde hace tiempo y sigue interesando, como lo demuestra un proyecto europeo que bajo el nombre GHaNA se está desarrollando en el marco del Programa Horizonte 2020.
Gracias al proyecto y a otro anterior (BIOVADIA), en el que se han integrado equipos de diferentes países, se han identificado, en diversas localizaciones geográficas, otras algas de la familia de las diatomeas que, además de la Haslea ostrearia, también generan marennina. Por otro lado, en el marco de ambos proyectos, se ha demostrado también que la marennina tiene propiedades antiinflamatorias, antibacteriales y antivirales, lo cual podría tener potenciales usos en el ámbito de la medicina. Pero esas mismas propiedades también resultan de interés en el cultivo de ostras y podrían tener algo que ver en que las originarias de Marennes-Oléron mantengan una cierta resistencia a virus y bacterias. Lo que serviría para prevenir en cierta medida (que hoy por hoy no sabemos valorar) algunas de las intoxicaciones provocadas por ingestión de los bivalvos crudos. Por ejemplo, este mismo año se ha publicado un artículo que estudia la posible acción de la marennina contra bacterias del género Vibrio, unos microorganismos que están en el origen de algunas de las intoxicaciones más graves que pueden producirse por ingestión de ostras crudas.
Pero para poder ser utilizada como sustancia pura en formulaciones médicas y cosméticas, e incluso para emplearse como medida sanitaria en criaderos de ostras, el primer paso necesario es el aislamiento de la marennina pura y su completa caracterización desde el punto de vista químico y toxicológico. Y ahí es donde la sustancia en cuestión se está mostrando particularmente esquiva a los investigadores. A pesar de las sofisticadas técnicas instrumentales empleadas en los mencionados proyectos, los investigadores no han llegado más allá de atribuir a la marennina una compleja estructura química en la que se han identificado ciertos grupos glucosídicos unidos a uno o varios anillos aromáticos. Y mientras esa estructura no se resuelva (ni siquiera sabemos si es una sola molécula o una mezcla), no vamos a poder asegurar que extraemos marennina pura de las algas, para que se puedan hacer con ella las pruebas requeridas por las autoridades sanitarias competentes, de cara a su empleo ya sea como aditivo alimentario, como componente de cosmética o como bactericida en el cultivo de ostras.
Así que, por el momento, el colorante amigo de las ostras de Marennes-Olerón va a encontrarse con muchas dificultades para poder ser comercializado con esos fines, por mucho que provenga de algas presentes en la Naturaleza y sea soluble en agua, lo que evita el uso de disolventes en su aislamiento.
Y a los que os gusten las ostras, este vuestro Búho no os va a asustar desde esta tribuna para que no las consumáis pero, después de haber leído lo que he leído, conmigo no contéis.
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