Bergara, filamentos de Wolframio y otras luces
Hace poco más de un mes, el 20 de octubre, tuvo lugar un evento que, a partir de ahora, constituirá un motivo más, entre muchos, para visitar esa preciosa Villa medieval que es Bergara. Ese día, su llamado Laboratorium, hoy en día un museo, fue proclamado Lugar Histórico de la Ciencia Europea, tras una resolución de la European Physical Society (EPS) a propuesta del Donostia International Physics Center (DIPC). No es un reconocimiento cualquiera. Basta visitar esta página de la propia EPS para darse cuenta del renombre y la importancia de otros sitios Históricos en la vieja Europa. El nombre de Laboratorium recuerda al Laboratorium chemicum, creado por L. J. Proust, uno de los padres de la Química moderna, en el Real Seminario de Bergara, fundado en 1776 por la Real Sociedad Bascongada de Amigos del País. En ese, para entonces, excelente Laboratorio, los hermanos Elhuyar aislaron en 1783 (ver página 46 de este documento) uno de los elementos de la Tabla Periódica, de la que hablábamos en la entrada anterior: el Wolframio, también conocido como Tungsteno.
Desde los inicios del siglo XX, el Wolframio ha sido el componente fundamental de las humildes bombillas de filamento incandescente que ahora están pasando a mejor vida. Tras una tormentosa sucesión de inventos, patentes y litigios, las bombillas que comenzaron su existencia de la mano de Edison y su filamento de carbono, alcanzaron su desarrollo final cuando ese filamento se sustituyó por uno de wolframio. En una bombilla convencional su filamento, encerrado en un bulbo de vidrio, se pone incandescente merced al paso a través de él de la corriente eléctrica y, como consecuencia de ello, genera la luz que ha iluminado durante decenios nuestra vida cotidiana. El bulbo suele estar relleno de un gas inerte (nitrógeno o argon) para evitar la oxidación del wolframio y su posterior evaporación, lo que acababa oscureciendo el vidrio y dejando inservible la bombilla. La historia de ese desarrollo está magistralmente contada por Oliver Sacks en su libro "El tío Tungsteno", un texto que recomiendo vivamente al que no se lo haya leído.
Baratas, fáciles de instalar, fabricadas en miles de millones de unidades por todo el mundo, han jugado un papel muy importante en la calidad de vida y la seguridad de millones de personas, que solamente caían en la cuenta de su importancia cuando el filamento se rompía y la bombilla no alumbraba. Sin embargo, el sistema es muy poco eficiente, ya que entre el 90 y el 95% de la energía empleada en mantener el filamento incandescente se pierde irremisiblemente en forma de calor (basta tocar el vidrio para comprobarlo) y sólo el resto se emplea realmente en alumbrarnos. Y dado que una parte importante de la demanda energética del mundo civilizado se usa en alumbrado, las últimas décadas han ido siendo testigos de un inexorable declive de las modestas bombillas y su sustitución por otras formas de alumbrado más eficaces.
Durante una serie de años, las bombillas de filamento convencionales han estado compitiendo con los alargados tubos fluorescentes y, más recientemente, con las llamadas lámparas fluorescentes compactas (LFCs o CFLs en inglés). En ellas, se encierran a vacío vapor de mercurio junto con uno o varios gases nobles (neón, argón, xenón o kriptón). Se aplica voltaje a un hilo de wolframio que, en esas condiciones, produce electrones que chocan con los átomos del gas noble a los que ionizan. Como consecuencia de ello, la atmósfera de gases en el interior del tubo se vuelve más conductora de la electricidad y más corriente eléctrica pasa a través del tubo. El vapor de mercurio, en él presente, se excita como consecuencia de ello y emite luz ultravioleta. Pero esa luz no es la que nos gusta tener en una habitación para la vida normal. El asunto se arregla gracias a un fenómeno llamado luminiscencia que tiene lugar en unas sales de fósforo con las que se tapiza el interior del vídrio del bulbo. La luz ultravioleta producida por el mercurio excita a esas sales que, al final, acaban emitiendo luz blanca o de otro color (como las luces de neón) dependiendo de la naturaleza química del recubrimiento y, también, del tipo o mezcla de gases nobles. Estas lámparas tienen, sin embargo, el inconveniente de que necesitan mercurio para funcionar. Algunos grupos ecologistas han denunciado que pueden llegar a contener hasta 5 miligramos de mercurio por bulbo, por lo que habría que tener cuidado una vez que se rompen. Pero varias agencias gubernamentales han desmentido la veracidad de esos riesgos (ver, por ejemplo, aquí lo que dice la inglesa DEFRA).
En cualquier caso, la solución actual parece pasar por la progresiva implantación de los llamados LEDs, acrónimo de Light-Emitting Diodes (diodos emisores de luz). Estas fuentes de luz duran 25 veces más que las bombillas convencionales y casi tres veces más que las fluorescentes compactas. Consumen solo el 25% de lo que consume una bombilla incandescente a igual luminosidad (al contrario del bulbo de una incandescente un LED se puede tocar mientras funciona). Fabricados a base de compuestos químicos un tanto raritos para el gran público (semiconductores), emiten luz cuando sus electrones cambian de nivel energético. Dependiendo del material semiconductor empleado la luz es diferente. Y así se puede obtener luz roja al emplear arseniuro de aluminio y galio, luz azul (nitruro de indio y galio) o verde como cuando se emplean ciertos derivados de fósforo, galio y aluminio. Las previsiones parecen indicar que para 2030, los LEDs dominarán el mercado de la iluminación con una cuota cercana al 80%.
Pero, como decíamos antes, a los humanos nos gusta que las bombillas produzcan una luz lo más parecida posible a la luz del día. Y ahí, por ahora, la luz producida por una humilde bombilla de filamento incandescente de wolframio gana por goleada, porque permite visualizar los objetos casi con las mismas características que cuando los apreciamos bajo la luz del día. Para compararla con otras luces podemos usar el llamado Indice de reproducción cromática o Color Rendering Index (CRI), al que se asigna un valor de referencia 100 en el caso de la luz del día y de la bombilla de filamento. Cuanto más se acerquen a esa cifra las luces derivadas de otros dispositivos como los LEDs, más parecidas serán a la luz del día. La mayoría de los LEDs usados tienen por ahora CRIs entre 70 y 85, lo que hace que los objetos que iluminan resulten menos "naturales" al ojo humano.
Una posible solución para obtener CRIs mayores es poner en el mismo LED tres materiales que nos proporcionen luces azules, verdes y rojas y combinarlos en proporciones adecuadas para reproducir la luz del día. La idea parece adecuada pero complica mucho el diseño del producto final además de encarecerlo. Así que los fabricantes han recurrido de nuevo al viejo truco de la luminiscencia. Por ejemplo, si colocamos un LED emisor de luz azul (el nitruro de indio y galio) y alojamos en su interior polvo de un compuesto de Ytrio y aluminio dopado con cerio, este, al ser iluminado por la luz azul del nitruro, emite una luz amarilla que, combinada con la azul del LED, permite crear un dispositivo robusto, eficiente y económico, aunque la luz sigue teniendo un tono azulado con un CRI alrededor de 75. Sin embargo es muy adecuado para su uso en la iluminación de automóviles.
Otras situaciones son más difíciles de resolver. Por ejemplo, para CRIs por encima de 80 que ya proporcionan luces más cálidas, adecuadas al interior de nuestras casas, el diseño necesita no de una sino de un par de sustancias luminiscentes a base de nitruros de silicio dopados con átomos de bario, calcio o estroncio que se iluminan con un LED amarillo o amarillo verdoso. Y para luces con CRIs superiores a 90, que son las adecuadas para museos, quirófanos y grandes almacenes, la cosa aún se complica más.
Pero hay mucha gente investigando en estas cosas, como contaba Mitch Jacoby en un artículo en el Chemical Engineering News de hace un par de semanas que, mezclado con el evento de Bergara, está en el origen de este post. Como bien se explica ahí, hasta hace poco tiempo la búsqueda de nuevas sustancias luminiscentes que, bajo la acción de las luces de los diodos, reproduzcan la luz del día, ha sido una paciente labor de los investigadores por el clásico método de prueba y error pero, gracias a las potentes técnicas computacionales de las que disponemos hoy en día, se pueden realizar cribados sobre cientos o miles de productos para localizar algunos que sean estables, abundantes y que puedan proporcionar luces adecuadas al ser excitados por determinados diodos.
Desde los inicios del siglo XX, el Wolframio ha sido el componente fundamental de las humildes bombillas de filamento incandescente que ahora están pasando a mejor vida. Tras una tormentosa sucesión de inventos, patentes y litigios, las bombillas que comenzaron su existencia de la mano de Edison y su filamento de carbono, alcanzaron su desarrollo final cuando ese filamento se sustituyó por uno de wolframio. En una bombilla convencional su filamento, encerrado en un bulbo de vidrio, se pone incandescente merced al paso a través de él de la corriente eléctrica y, como consecuencia de ello, genera la luz que ha iluminado durante decenios nuestra vida cotidiana. El bulbo suele estar relleno de un gas inerte (nitrógeno o argon) para evitar la oxidación del wolframio y su posterior evaporación, lo que acababa oscureciendo el vidrio y dejando inservible la bombilla. La historia de ese desarrollo está magistralmente contada por Oliver Sacks en su libro "El tío Tungsteno", un texto que recomiendo vivamente al que no se lo haya leído.
Baratas, fáciles de instalar, fabricadas en miles de millones de unidades por todo el mundo, han jugado un papel muy importante en la calidad de vida y la seguridad de millones de personas, que solamente caían en la cuenta de su importancia cuando el filamento se rompía y la bombilla no alumbraba. Sin embargo, el sistema es muy poco eficiente, ya que entre el 90 y el 95% de la energía empleada en mantener el filamento incandescente se pierde irremisiblemente en forma de calor (basta tocar el vidrio para comprobarlo) y sólo el resto se emplea realmente en alumbrarnos. Y dado que una parte importante de la demanda energética del mundo civilizado se usa en alumbrado, las últimas décadas han ido siendo testigos de un inexorable declive de las modestas bombillas y su sustitución por otras formas de alumbrado más eficaces.
Durante una serie de años, las bombillas de filamento convencionales han estado compitiendo con los alargados tubos fluorescentes y, más recientemente, con las llamadas lámparas fluorescentes compactas (LFCs o CFLs en inglés). En ellas, se encierran a vacío vapor de mercurio junto con uno o varios gases nobles (neón, argón, xenón o kriptón). Se aplica voltaje a un hilo de wolframio que, en esas condiciones, produce electrones que chocan con los átomos del gas noble a los que ionizan. Como consecuencia de ello, la atmósfera de gases en el interior del tubo se vuelve más conductora de la electricidad y más corriente eléctrica pasa a través del tubo. El vapor de mercurio, en él presente, se excita como consecuencia de ello y emite luz ultravioleta. Pero esa luz no es la que nos gusta tener en una habitación para la vida normal. El asunto se arregla gracias a un fenómeno llamado luminiscencia que tiene lugar en unas sales de fósforo con las que se tapiza el interior del vídrio del bulbo. La luz ultravioleta producida por el mercurio excita a esas sales que, al final, acaban emitiendo luz blanca o de otro color (como las luces de neón) dependiendo de la naturaleza química del recubrimiento y, también, del tipo o mezcla de gases nobles. Estas lámparas tienen, sin embargo, el inconveniente de que necesitan mercurio para funcionar. Algunos grupos ecologistas han denunciado que pueden llegar a contener hasta 5 miligramos de mercurio por bulbo, por lo que habría que tener cuidado una vez que se rompen. Pero varias agencias gubernamentales han desmentido la veracidad de esos riesgos (ver, por ejemplo, aquí lo que dice la inglesa DEFRA).
En cualquier caso, la solución actual parece pasar por la progresiva implantación de los llamados LEDs, acrónimo de Light-Emitting Diodes (diodos emisores de luz). Estas fuentes de luz duran 25 veces más que las bombillas convencionales y casi tres veces más que las fluorescentes compactas. Consumen solo el 25% de lo que consume una bombilla incandescente a igual luminosidad (al contrario del bulbo de una incandescente un LED se puede tocar mientras funciona). Fabricados a base de compuestos químicos un tanto raritos para el gran público (semiconductores), emiten luz cuando sus electrones cambian de nivel energético. Dependiendo del material semiconductor empleado la luz es diferente. Y así se puede obtener luz roja al emplear arseniuro de aluminio y galio, luz azul (nitruro de indio y galio) o verde como cuando se emplean ciertos derivados de fósforo, galio y aluminio. Las previsiones parecen indicar que para 2030, los LEDs dominarán el mercado de la iluminación con una cuota cercana al 80%.
Pero, como decíamos antes, a los humanos nos gusta que las bombillas produzcan una luz lo más parecida posible a la luz del día. Y ahí, por ahora, la luz producida por una humilde bombilla de filamento incandescente de wolframio gana por goleada, porque permite visualizar los objetos casi con las mismas características que cuando los apreciamos bajo la luz del día. Para compararla con otras luces podemos usar el llamado Indice de reproducción cromática o Color Rendering Index (CRI), al que se asigna un valor de referencia 100 en el caso de la luz del día y de la bombilla de filamento. Cuanto más se acerquen a esa cifra las luces derivadas de otros dispositivos como los LEDs, más parecidas serán a la luz del día. La mayoría de los LEDs usados tienen por ahora CRIs entre 70 y 85, lo que hace que los objetos que iluminan resulten menos "naturales" al ojo humano.
Una posible solución para obtener CRIs mayores es poner en el mismo LED tres materiales que nos proporcionen luces azules, verdes y rojas y combinarlos en proporciones adecuadas para reproducir la luz del día. La idea parece adecuada pero complica mucho el diseño del producto final además de encarecerlo. Así que los fabricantes han recurrido de nuevo al viejo truco de la luminiscencia. Por ejemplo, si colocamos un LED emisor de luz azul (el nitruro de indio y galio) y alojamos en su interior polvo de un compuesto de Ytrio y aluminio dopado con cerio, este, al ser iluminado por la luz azul del nitruro, emite una luz amarilla que, combinada con la azul del LED, permite crear un dispositivo robusto, eficiente y económico, aunque la luz sigue teniendo un tono azulado con un CRI alrededor de 75. Sin embargo es muy adecuado para su uso en la iluminación de automóviles.
Otras situaciones son más difíciles de resolver. Por ejemplo, para CRIs por encima de 80 que ya proporcionan luces más cálidas, adecuadas al interior de nuestras casas, el diseño necesita no de una sino de un par de sustancias luminiscentes a base de nitruros de silicio dopados con átomos de bario, calcio o estroncio que se iluminan con un LED amarillo o amarillo verdoso. Y para luces con CRIs superiores a 90, que son las adecuadas para museos, quirófanos y grandes almacenes, la cosa aún se complica más.
Pero hay mucha gente investigando en estas cosas, como contaba Mitch Jacoby en un artículo en el Chemical Engineering News de hace un par de semanas que, mezclado con el evento de Bergara, está en el origen de este post. Como bien se explica ahí, hasta hace poco tiempo la búsqueda de nuevas sustancias luminiscentes que, bajo la acción de las luces de los diodos, reproduzcan la luz del día, ha sido una paciente labor de los investigadores por el clásico método de prueba y error pero, gracias a las potentes técnicas computacionales de las que disponemos hoy en día, se pueden realizar cribados sobre cientos o miles de productos para localizar algunos que sean estables, abundantes y que puedan proporcionar luces adecuadas al ser excitados por determinados diodos.
2 comentarios:
Buen articulo y bien documentado. Solo añadir que en la colorimetría, un término importantísimo ligado al texto es el metamerismo de iluminancia. Este hace que dos objetos de un mismo “aparentemente” color puedan tener distinta percepción óptica bajo diferentes tipos de luz. De ahí que solo se podrá admitir que dos objetos tienen el mismo color cuando no hay diferencia significativa al ser ambos sometidos bajo las luces D65 (luz del dia), F11 (Luz fluorescente) y A10 luz halógena. Esto lo sabe muy bien, y juegan con ello, las tiendas de ropa, al hacer que una prenda tenga un color más apetecible para el comprador dentro de la tienda que la misma expuesta a la luz del día.
Gracias Martin. No lo sabía. Tu comentario es un buen complemento al post.
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