domingo, 29 de marzo de 2020

Antimonio para un confinamiento

Cuando a finales de diciembre os relataba la elaboración de lo que finalmente llamamos Kimikoteka, una Tabla Periódica confeccionada sobre la base de marcas de vinos, de cuyos nombres se pudieran extraer los símbolos de los 118 elementos químicos que componen dicha Tabla Periódica, dejé apuntado que, en el caso algunos símbolos concretos, la cosa fue más que complicada y hubo que saltarse alguna de las normas que en 1813 dio Berzelius, el primero que propuso usar una o dos letras derivadas del nombre en latín de los elementos, como forma de hacer universal la manera de denominar a esos elementos y sus compuestos. Y el elemento que más dolores de cabeza me proporcionó fue un viejo conocido de este Blog, el antimonio, cuyo símbolo químico hoy aceptado es Sb.

Localizar un vino cuyas primeras letras contuvieran una "S" y una "b", y además en ese orden, fue una tarea casi heroica. Al final, optamos por un vino de una pequeña bodega situada en Villamor de los Escuderos (Zamora), comercializado bajo el nombre de Señorío de Bocos. Es cierto que, en ese nombre, encontramos la "b" bastante retrasada con respecto a la "S" pero, para justificarnos, usamos como disculpa las tribulaciones (o, más bien, despistes) del propio Berzelius con el antimonio. Caímos en la cuenta de que a pesar de que el nombre en latín del antimonio es Stibium y Berzelius podía haber utilizado como símbolo simplemente las dos primeras letras (St), por alguna razón eligió el símbolo Sb que ha quedado como definitivo.

Con la urgencia de acabar la Kimikoteka la cosa no fue más allá. Vendimos la moto diciendo que si el propio Berzelius se había ido hasta la cuarta letra de Stibium para buscar la "b" en el nombre latino del antimonio, nosotros podíamos hacer algo similar con el Señorío de Bocos. Pero este Búho se quedó con la mosca detrás de la oreja y ahora, aprovechando el confinamiento, no he parado de dar vueltas al asunto hasta descubrir algo más sobre el origen del mismo.

En un largo artículo sobre las reacciones químicas y su nomenclatura titulado "Essay on the cause of chemical proportions, and on some circumstances relating to them: together with a short and easy method of expressing them", que Berzelius publicó en varias entregas en la revista Annals of Philosophy en sus volúmenes 2 y 3 [vol. 2, páginas 443–454 (1813) y vol. 3, páginas 51–62, 93–106, 244–255, 353–364 (1814)], el antimonio aparece por primera vez en una lista de la página 52 del volumen 3, donde Berzelius lo denota como St. Pero, a partir de la página 249, Berzelius, y sin explicación alguna, empezó a utilizar el símbolo Sb y así se quedó la cosa. Y, por más vueltas que le he dado, no he conseguido encontrar a nadie que proporcione una explicación a ese cambio. Aunque dos días después de publicar esta entrada, el último día de marzo, el amigo Paco de Caravaca ha publicado un jugoso comentario, que podéis ver abajo, y que podría explicar algunas claves sobre el baile de la "t" y la "b" del símbolo que nos ocupa.

Pero mi aventura por viejos textos ha ido muy lejos. No en vano el antimonio es uno de los primeros elementos aislados como tales por nuestros ancestros alquimistas, que lo representaban con el sugerente símbolo que ilustra esta entrada. De hecho, en el Louvre parisino, se guarda un viejo vaso caldeo de hace más de 6.000 años, hecho de antimonio puro. Y desde esos lejanos tiempos, este elemento ha resultado fascinante para muchos de los que han experimentado con él. Sobre todo por el papel jugado por su principal mena, la estibina (un sulfuro de antimonio), en la separación del oro de la plata, así como a la hora de eliminar del primero ciertas impurezas metálicas.

Así que si el antimonio y sus compuestos podían ser tan efectivos para "purgar" ciertas impurezas del oro, ¿no podría servir también como purgante en el organismo humano para eliminar ciertas enfermedades?. Nuestro viejo amigo Paracelso (el de la máxima "el veneno está la dosis") y el enigmático Basilio Valentín parecen estar en el origen de recetar antimonio como purgante o emético, arrancando así un debate con los partidarios de la medicina galénica tradicional, según la cual había que usar como medicinas preparados con propiedades contrarias a los síntomas de la enfermedad. Por el contrario, Paracelso había introducido el concepto de similitud (pelear contra un veneno con otro veneno), un claro antecedente (muchos años antes) de la primera ley de la homeopatía, según la cual un producto que cause efectos similares a los síntomas de una enfermedad debe (aunque sea un veneno para el organismo) curar esa enfermedad. Y como siguiendo esa idea de Paracelso, un médico francés, Nicholas Le Févre, curó a su rey Luis XIV en 1658 con un llamado vin émétique, a base de un compuesto de antimonio, la buena fama de estos preparados se extendió a lo largo de bastantes años después, por mucho que tuvieran efectos secundarios evidentes.

Llegando hasta tiempos de Mozart. Tal y como ya conté en una ya casi antediluviana entrada de este Blog, entre las diferentes teorías sobre su temprana muerte (en 1791) hay una, recogida por John Emsley en uno de sus libros, según la cual es probable que muriera intoxicado por antimonio, suministrado por su médico. Recordaba en aquella entrada que, en esa época, ningún maletín de médico serio dejaba todavía de contener el emético tartárico, un preparado para inducir el vómito, práctica de curar entonces muy popular. La sustancia empleada era un tartrato de potasio y antimonio. La gente lo tomaba de forma regular para librarse, entre otras cosas, de resacas matinales tras una copiosa cena. Aunque había que tener cuidado porque la dosis médica de ese emético no está muy lejos de la dosis considerada fatal.

Como todos disponemos de mucho tiempo estos días, aprovecho para recomendaros la lectura de la entrada mencionada que, en realidad, iba sobre la presencia de antimonio en el agua vendida en botellas de plástico. A ver si así subo un poco las estadísticas que también están "infectadas".

¡Sed formales y a cuidarse mucho!.

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jueves, 19 de marzo de 2020

Sobre el jabón en tiempos difíciles

Como dice un amigo mío, no tengo la cabeza para muchas tonterías. Y entre esas tonterías está el redactar entradas en el Blog. Pero tengo que ir recomponiendo mi día a día y como esto no deja de ser un diario muy personal, no queda más remedio que dedicar una entrada al tema que estos días nos asola (y nos va asolar), para que quede constancia posterior. Eso si, desde la óptica de un químico en confinamiento. O eso espero...

Entre las labores que me distraen estos días está la de fregar todo lo que se me ponga por delante. Algo que viene de lejos, porque siempre he sido muy fregón ya que, en muchas ocasiones, me sirve de terapia contra el tedio. Y ahora más. Para ello me armo, además de con un Spontex, con pequeñas dosis de Fairy diluido, que me ayudan a acabar con prontitud con los restos de grasa y aceite, probablemente los más engorrosos de eliminar. Es verdad que no hace falta sofisticarse tanto para fregar. Una pastilla de un jabón antiguo y popular como Lagarto, Chimbo o similares produce efectos parecidos en lo que a eliminación de grasas se refiere.

El aceite y otras grasas, debido a sus estructuras químicas, son casi incompatibles con una molécula de estructura radicalmente distinta como es el agua. Lo cual se ilustra fácilmente tratando de limpiar el culo de una sartén, llena de aceite u otras grasas, sólo con agua. Pero algo muy distinto es añadir a ese agua un poco de detergente. Y la diferencia radica en que los detergentes son moléculas conocidas como anfifílicas, que es algo así como moléculas de doble alma. Moléculas que, en las representaciones más simplificadas, se suelen presentar con una cierta apariencia de espermatozoides. Con una cola larga constituida por repetidos grupos CH2, los mismos que están en los componentes la gasolina y, por tanto, de carácter hidrófobo (que repelen el agua). Y, en un extremo, una cabeza que contiene un grupo iónico hidrofílico (al que le gusta estar rodeado de moléculas de agua). En ese doble carácter radican las potencialidades de los detergentes para ayudar al agua a llevarse la grasa.

El mecanismo puede resultar interesante para quien lo oye contar por primera vez (o eso espero). Cuando ponemos jabón en agua, los “espermatozoides” jabonosos se encuentran ante una disyuntiva complicada. La parte de la cola huiría del agua cual gato persa. Y la cabeza iónica perdería el culo por la misma. Pero están indisolublemente unidos y hay que resolver el dilema. Y, para hacerlo, varias moléculas de ese tipo se asocian en estructuras supramoleculares conocidas como micelas, una de las cuales se muestra en la figura adjunta.

En ellas, las cabezas de cada molécula de jabón se colocan en el exterior, facilitando así su contacto con las moléculas de agua que rodean la micela (esas cosas pequeñas que se ven en la Figura). Por el contrario, la "atmósfera" interior está llena de las colas, que así están juntas en un ambiente exento de agua. Y ese interior, en tanto que un ambiente constituido por grupos CH2, es un sitio adecuado para albergar moléculas de aceites y grasas que huyen del agua y que, una vez ahí albergadas, pueden ser arrastradas con más agua en el proceso de limpieza. Esa doble acción de confinar la grasa en el interior de las micelas formadas por el jabón y el posterior arrastre de ellas con el agua de grifo es lo que se suele llamar acción detersiva del jabón. Quizás una excesiva vulgarización del tema pero creo que se entiende.

Pues bien, en estos días en los que, con más miedo que otra cosa, entro a leer artículos de la pandemia en sitios que considero serios, he encontrado varios de ellos en los que se explica por qué funciona el lavado de manos con simple jabón a la hora de protegernos del virus de marras. Por citar alguno, mencionaré un hilo en Twitter que leí, hace casi dos semanas, al periodista y físico Alberto Sicilia (@pmarsupia en Twitter). Si queréis leeros el hilo completo os dejo aquí el enlace. Pero si no andáis muy duchos en lo de las redes sociales, os lo resumo muy fácil.

Si observáis la imagen que encabeza esta entrada (podéis aumentar el tamaño clicando en ella), la parte derecha es un corte del coronavirus de la izquierda. Ahí se ven las proteínas que, como una coronita, decoran la esfera y que son los puntos de enganche que usa el virus en nuestro organismo para colonizarnos. Dentro queda el material genético del propio virus, en forma de esa espiral interior, bien protegido por una envuelta de color rojo que lo aísla. Pues bien, esa envuelta tiene, básicamente, un carácter de grasa y es ahí donde el jabón puede atacar y destruir el coronavirus al llevarse esa grasa, y también algunas proteínas, para albergarlas dentro de micelas como las que acabo de enseñar en el párrafo anterior, micelas que arrastramos cuando nos enjuagamos las manos debajo del grifo despues de lavarlas concienzudamente. Si queréis ver un infograma resumen de lo dicho, publicado en el New York Times el pasado viernes, podéis picar aquí. Pero no sé cuanto tiempo estará disponible sin pagar.

Y ya, cuando tenía esta entrada preparada para publicarla, me encuentro con este artículo de ayer de mi amiga Deborah García Bello, con mucha más información sobre la acción de diferentes productos de limpieza en el coronavirus. Puede que sea hablar de lo mismo, pero dado que no tenemos exactamente la misma "clientela", no creo que sea reiterativo comunicar estas cosas por varias vías.

Hoy, más que nunca, os quiero agradecer que, leyéndome, seáis la razón que me impulsa a seguir escribiendo.

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