martes, 27 de agosto de 2019

Globos y la crisis del helio

Para que un globo de los usados en cumpleaños y otros festejos se eleve sobre la superficie de la Tierra, se necesita llenarlo con un gas que sea menos denso que el aire, cuya densidad es 1,27 g/L. Cuando uno busca gases que cumplan esa condición, los posibles candidatos no son muchos y, además, algunos pueden resultar peligrosos, como el hidrógeno, cuya densidad anda en torno a 0,09 g/L. Cuando yo era jovencito, en las dependencias de Bomberos de mi pueblo, ocurrió un grave accidente que dejó muertos y quemados. Mientras llenaban globos con hidrógeno para una cuestación benéfica, alguien fumaba en los alrededores y provocó la catástrofe.

El helio es un buen candidato para los menesteres que nos ocupan, al menos en principio. Se trata de un gas incoloro, inodoro, muy estable y cuya densidad es 0,18 g/L, lo suficientemente pequeña como para que los globos que llenemos con él se vayan hacia las nubes en cuanto los dejemos libres. Pero los átomos de helio difunden fácilmente a través de las paredes del caucho que constituye el globo así que, poco a poco, el gas se escapa del interior del globo, que pierde presión y se va haciendo cada vez de menor tamaño hasta que, finalmente, se queda prácticamente sin helio y vuelve a caer por gravedad hacia la tierra.

Cuando hace unos meses escribí una entrada sobre un artículo publicado en una revista del grupo Nature en el que parecía concluirse, según la sorprendente interpretación de algunos medios de comunicación, que el plástico que más animales mataba en el mar era precisamente el material constitutivo de los globos, el censor ortográfico más puntilloso que tengo entre los lectores de este Blog, Alexforo, me mandó un vídeo de una escuela italiana en la que se adoctrinaba a los tiernos infantes para que no soltaran globos a la atmósfera, como una forma de evitar la contaminación por plásticos y microplásticos existente en los océanos. Y no son los únicos con tales iniciativas. Hace poco se publicó en el New York Times un artículo en el que se contaba que Gibraltar había prohibido la suelta de globos en una ceremonia que se venía celebrando desde 1992, cuando se conmemoró el vigésimo quinto aniversario del referéndum en el que los llanitos decidieron permanecer bajo las faldas de Su Majestad Británica. Desde esa conmemoración, cada setiembre se han soltado 30.000 globos desde Gibraltar, hasta que este año se ha prohibido la suelta como consecuencia de que el Gobierno del Peñón "reitera su compromiso con un mar limpio, libre de plásticos y otros materiales no biodegradables que causan mucho daño a la vida marina".

No me parecen mal, ni mucho menos, este tipo de gestos aunque, si habéis leído mi serie sobre los microplásticos (por ejemplo aquí), estaréis conmigo en que no dejan de ser brindis al sol. A fin de cuentas, la posible contribución de los globos al flujo de plásticos que acaba todos los años en el mar, a través de ríos bien localizados en el mundo, es ridícula. Más o menos como la posible contribución de esas mismas sueltas de globos a la crisis del helio que actualmente estamos padeciendo y que es, en el fondo y después de todo este rollo, lo que yo quería contar en esta entrada que ya se me está haciendo demasiado larga.

El helio es el único elemento, entre todos los de la Tabla Periódica, que permite alcanzar temperaturas extraordinariamente próximas al llamado cero absoluto de temperaturas, establecido en -273,15 ºC. El helio líquido hierve unos cuatro grados por encima de esa temperatura, así que lo mismo que cocemos a una temperatura constante de 100 ºC cuando el agua hierve, podemos mantener muchas cosas a esa temperatura tan baja, a la que el helio hierve.

Un descubrimiento inicial posibilitado por manejar cosas en helio líquido es que algunos materiales, cuando se enfrían a temperaturas muy bajas, pierden su resistencia eléctrica y se convierten en superconductores. Gracias a ellos, por ejemplo, tenemos los trenes de levitación magnética o los equipos de Tomografía por Resonancia Magnética, miles de los cuales funcionan en los hospitales del mundo. El helio es fundamental también en instalaciones de física de partículas como el Gran Colisionador de Hadrones (LHC) del CERN, cerca de Ginebra, y ha posibilitado descubrimientos merecedores del Premio Nobel como el efecto Josephson, la superfluidez (ausencia de viscosidad) o el efecto Hall cuántico. Y los químicos tenemos en los equipos de Resonancia Magnética Nuclear (RMN) una herramienta muy poderosa que ha revolucionado la síntesis química y farmacológica.

Todos esos equipos necesitan un aporte continuo de helio líquido, sin el que no pueden funcionar. Y mientras están en funcionamiento, lo pierden continuamente y para siempre en las inmensidades del Universo. Aunque en ese Universo el helio es el segundo elemento más abundante (tras el hidrógeno), su presencia en la Tierra es una rareza que se origina como consecuencia de la descomposición radiactiva de otros elementos localizados en la corteza terrestre, un proceso que tarda millones de años y para el que no hay alternativa a la hora de producir helio.

Una pequeña fracción del helio que se produce mediante el proceso arriba mencionado puede quedar atrapado en lugares protegidos por rocas impermeables, acompañando a otros gases como el gas natural. Solo si en ese gas natural el helio está por encima del 0,3% el proceso de recuperación del helio puro es viable económicamente, algo que la mayoría de los yacimientos de gas natural no cumplen, por lo que no pueden ser fuente del helio que necesitamos.

Con todos estos problemas y la cada vez mayor necesidad de helio en experimentación científica y en instrumentos que se han vuelto esenciales en laboratorios y hospitales, resulta lógico que su precio haya ido subiendo de forma alarmante en los últimos años y se hayan producido cortes puntuales de suministro en algunos lugares, lo que puede causar daños irreversibles a algunos de los equipos mencionados. Y para poner aún peor las cosas, una fuente estratégica de helio, la Federal Helium Reserve del Gobierno americano, que lleva funcionando desde 1960 en Amarillo, Texas, amenaza con cerrar sus puertas en el otoño de 2021.

Así que, aunque solo sea testimonial, mejor no compráis globos llenos de helio para los chavales.

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miércoles, 14 de agosto de 2019

Catadores de Coca-Cola

La historia de la Coca-Cola, como la de muchos productos que han acabado teniendo un lugar en nuestra civilización, resulta de lo más entretenida cuando uno tiene tiempo, como yo, para perderlo en los entresijos de su devenir a lo largo de los tiempos. De casi todos es conocido que el brebaje que constituye la esencia de la bebida se debe a un farmacéutico de Atlanta, John Pemberton, que lo formuló en 1886. Tras su muerte en 1888, Asa Candler compró los derechos en 1891, fundó la compañía e instituyó la larga tradición de no patentar la fórmula sino mantenerla en secreto, tradición que aún hoy pervive. Al hilo de la fórmula original, lo que no todo el mundo sabe es que en un pequeño pueblo valenciano, Aielo de Malferit, reivindican que, seis años antes, habían inventado un jarabe con un sabor parecido, a base de nuez de Kola y hojas de coca de Perú, que llamaron Kola-coca. Es una interesante historia que podéis leer en este artículo de El País.

Claro que las técnicas analíticas que los químicos usamos han cambiado mucho en este casi siglo y medio transcurrido desde entonces y hoy sería posible aproximarse mucho, si no del todo, a la fórmula exacta de la bebida en términos de sustancias químicas presentes. Eso también debió pensar Carl Djerassi, un insigne químico de origen búlgaro, tenido como el padre de los anticonceptivos orales, del que os hablé en una entrada de 2006 que luego actualicé en 2014. Personaje multifacético donde los haya, entre sus intereses estaba también la literatura y en uno de sus conocidos cuentos (Cómo vencí a Coca-Cola), fabulaba con la historia de un químico que había conseguido identificar, gracias a las técnicas instrumentales más potentes disponibles en el momento, los, según el cuento, 227 diferentes componentes químicos de la Coca-Cola original y generar, mezclándolos en las proporciones adecuadas, una bebida indistinguible de ella. Por lo que pidió a la compañía una respetable cantidad de dinero para mantener el secreto (mejor os leéis ese y otros cuentos en este pequeño libro).

Pero independientemente de las fantasías químicas de Djerassi, la leyenda del secreto de la fórmula sigue vigente y son muchas las noticias y páginas de internet dedicadas al asunto. Por ejemplo, en el año 2011 corrió la noticia de que se había encontrado la fórmula original en un libreta de notas de un boticario amigo de Pemberton, libreta que había pasado de generación en generación entre sus familiares. Y, en este enlace, podéis encontrar una de las bastantes recetas que circulan en la red, en la que, usando ocho aceites esenciales, ácido fosfórico, agua, azúcar, cafeína y un colorante a base caramelo, se asegura conseguir un producto final indistinguible del original.

Pero, en estos tiempos en los que los gobiernos nos quieren mantener sanos y saludables (usando como excusa hasta el cambio climático), la cafeína y sobre todo el azúcar, no tienen muy buena prensa. Así que Coca-Cola ha evolucionado con los tiempos y ha eliminado la cafeína de algunas de sus versiones o, incluso y en la llamada Zero-Zero,la cafeína y el azúcar. Y para mantener el dulzor de la Coca-Cola original, el azúcar ha sido sustituido por uno o varios (según los países) edulcorantes artificiales, aunque el omnipresente en todas las Coca-Colas del mundo mundial es el aspartamo, sobre el que hemos hablado en este Blog a propósito del acoso al que le vienen sometiendo, desde su descubrimiento, los más radicales quimiofóbicos.

El caso es que entre mis ocho sobrinos (siete por parte propia y uno de la Búha), tengo algunos que, si vienen a nuestra casa, me piden una Coca-Cola. Algo que nosotros bebemos muy raras veces al año pero, en el frigorífico y por aquello de los sobris, siempre hay Coca-Cola con todo y Coca-Cola Zero-Zero. Hace poco, uno de ellos, cuya actividad profesional tiene que ver con la compañía de Atlanta, vino de visita y nos pidió una Zero-Zero. Fue catarla, hacer un mohín raro y ponerse a buscar la fecha de consumo preferente. Fecha que indicaba que esa lata llevaba unos nueve meses pasada de rosca. Tras sorprenderme ante las sensibles papilas de mi sobrino y tras su muy parca sugerencia de que el asunto tenía que ver con el aspartamo, no había más remedio que empezar a tirar del hilito.

Como contaba en la entrada mencionada arriba, el aspartamo es una molécula relativamente complicada que, en el tracto gastro intestinal de animales y humanos, se hidroliza (se rompe) para dar tres moléculas más pequeñas y bien conocidas, dos de las cuales, el ácido aspártico y la fenil alanina, son dos aminoácidos esenciales, es decir, aminoácidos que nuestro organismo necesita pero que no puede sintetizar y que, por tanto, los tiene que extraer a partir del metabolismo de los alimentos. La tercera de las sustancias es el metanol, que es el principal peligro de esa hidrólisis, pero el metanol también accede a nuestro organismo cuando consumimos verduras, legumbres, sidra o zumo de tomate, sin que ocurran trastornos dignos de mención, dadas las cantidades que ingerimos. También puede que aparezca, como impureza del aspartamo empleado, una sustancia conocida como 2,5 dicetopiperazina (DKP) y que no es ni cancerígena ni genotóxica.

Pero el aspartamo también se puede hidrolizar (romper), de manera algo diferente, en la propia botella o lata de Coca-Cola a medida que pasa el tiempo, debido al medio ácido (pH en torno a 3) en el que se encuentra y que se debe, fundamentalmente, al ácido fosfórico que forma parte de la receta tradicional. La hidrólisis del aspartamo en medio ácido y su desaparición en el tiempo está bien estudiada desde los años ochenta (un trabajo de referencia suele ser el de Tsang, Clarke y Parrish, J. Agric. Food Chem. 33, 743 (1985)). Los autores identificaron hasta cuatro compuestos de esa hidrólisis, cuya concentración dentro de la lata va creciendo en el tiempo, entre ellos la fenilalanina y la DKP antes mencionadas, pero lo más importante para nuestra explicación es que, paralela y lógicamente, el aspartamo va desapareciendo de nuestra bebida aún almacenada. Al cabo de seis meses de estar en el recipiente, sólo queda el 30% del aspartamo originalmente añadido y al cabo de tres años su concentración no llega ni al 1%. Me imagino que todo eso la compañía lo sabe y tomará las medidas oportunas en torno a los tiempos de consumo preferente que establece en sus recipientes. Y supongo que eso también tendrá que ver con que añadan otros edulcorantes acompañando al aspartamo.

Lo cual complica un poco el asunto de la cata. Así que me he puesto un aviso en mi agenda para que la próxima vez que nos visite el "catador" de Coca-Cola, podamos tener disponibles, además de la Coca-Cola de venta en España (que lleva aspartamo y otros dos edulcorantes), una proveniente de Francia (que solo contiene aspartamo y otro más). Y a ver si es capaz de detectar las diferencias.

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jueves, 1 de agosto de 2019

Mujeres y enlaces de hidrógeno

De vez en cuando me llama la atención alguna historia relacionada con mujeres científicas y, enseguida, me acuerdo del Blog Mujeres con Ciencia que edita la incansable Marta Macho Stadler, profesora del Departamento de Matemáticas de la UPV/EHU. Y, si se tercia, escribo algo como modesta contribución al mismo. Esta vez la cosa ha venido rodada. Leí a principios de julio un interesante artículo de Andy Extance en Chemistry World sobre Dorothy June Sutor, una cristalógrafa cuya historia está relacionada con la de Rosalind Franklin, tanto por el ámbito científico en el que se movieron, como en los sitios en los que desarrollaron su actividad científica. Y, finalmente, en la influencia que en sus vidas tuvo el comportamiento poco ético de algunos colegas masculinos que les rodearon. Además, la pasada semana, se cumplían 99 años del nacimiento de Rosalind Franklin. Así que todo se prestaba a escribir lo que el pasado martes 30 de julio se publicó en el Blog cuyo logo se ve arriba. Aquí tenéis el enlace. Hay partes del texto un poco "para químicos", pero creo que la historia que subyace merece la pena.

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