lunes, 31 de octubre de 2022

Paneles solares y su reciclado

Esta entrada puede considerarse una continuación de la que escribí hace solo unas semanas sobre el reciclado de las palas de los aerogeneradores. Tras esa entrada, algunos lectores me preguntaron  qué pasaba con los paneles solares y yo me apunté en algún lado el escribir al respecto. Pero como mi memoria es ya la propia de un septuagenario, se me había olvidado. Las pasadas dos semanas hemos andado visitando tierras murcianas y cartageneras y, al ir y al volver, me he vuelto a sorprender con la impresionante granja solar cercana a la cárcel situada en Fontanars dels Alforins y ello ha hecho que, a la vuelta, me ponga con el asunto.

La historia es, de alguna forma, una repetición de lo que ya conté en el caso de las turbinas eólicas. Decía hace poco un artículo publicado en el ACS Central Science que los investigadores y las empresas se están preparando para "un inminente tsunami de residuos fotovoltaicos". Y ello es así, porque la capacidad fotovoltaica se ha multiplicado por 750 en los últimos veinte años y esa energía que proviene del sol genera ya casi el 4% de la electricidad mundial (según cuenta la Agencia Internacional de la Energía). Los paneles fotovoltaicos tienen (igual que los aerogeneradores) una vida útil de unos 25/30 años y se estima que millones de toneladas de estos paneles, ya en desuso, se nos van a ir acumulando en las próximas décadas.

Para ver qué se puede hacer con esos residuos viene bien entender cómo están construidos esos paneles solares. Un panel solar, como el que se ve en la figura que decora el principio de esta entrada, es un conjunto de varios módulos (los rectángulos grandes enmarcados en blanco en esa foto). Y cada módulo es un conjunto de varias células solares (los cuadraditos pequeños). Pero para enterarnos más vamos a destripar uno de los módulos, siguiendo lo que hace la figura siguiente bajo este párrafo, en la que podéis clicar para verla en mayor tamaño.

Un módulo solar es un sandwich de varias capas. El elemento principal (aunque solo suponen el 4% en peso del módulo) lo constituyen las células solares (las coloreadas en azul oscuro) fabricadas, en la mayor parte de los casos, de silicio, aunque pueden usarse otros materiales como el teluro de cadmio, con problemas adicionales por la toxicidad del cadmio.

Las células están interconectadas entre si por hilos de plata, cobre y plomo. Para asegurar su estanqueidad, cada módulo está protegido (¡cómo no!) por dos capas de un polímero denominado genéricamente EVA y que los del ramo llamamos copolímero de etileno y acetato de vinilo. Se trata de un material transparente (la luz tiene que llegar a las células solares) y muy duradero frente a la acción de la luz y el calor. También protege a las celdas de la entrada de humedad, al tener un carácter hidrofóbico.

En la parte que se muestra al sol y sobre el filme de EVA se coloca una capa de vidrio de unos 3 o 4 mm de espesor, especialmente fabricado para resistir todo tipo de impactos que el panel pueda recibir y los cambios bruscos de temperatura. El propio filme de EVA sirve un poco como pegamento entre las células y el vidrio. Por la parte no expuesta al sol, el módulo se recubre de otra capa de polímero, generalmente polipropileno, PET o algún polímero fluorado para asegurar una mayor estanqueidad del conjunto que, finalmente, se enmarca en una estructura de aluminio que protege los bordes del módulo y proporciona una estructura sólida al mismo. Toda la electricidad generada por celdas se recoge en una caja de conexiones.

La pormenorizada (aunque muy simplificada) descripción que os acabo de hacer, viene bien para entender lo complicado del reciclaje de estos paneles que están construidos como para que duren lo más posible, cosa que no pasa como ya hemos dicho. Quitar el marco de aluminio y la caja de conexiones es la parte más fácil. Algo más difícil es despegar el vidrio de las celdas solares y muchas veces los recicladores se limitan a destrozarlo y vender el vidrio contaminado de plástico. Otros tratan de eliminar los plásticos disolviéndolos o aplicándoles calor hasta degradarlos. En cualquier caso, separar la caja de conexiones, el marco de aluminio y el vidrio supone recuperar una parte muy importante de un módulo. Lo que todavía es harto complicado es separar la plata y otros metales de cada una de las células y extraer el silicio que estas contienen.

Algo muy importante. Las obleas viejas de silicio, de unas 200 micras de espesor, no pueden simplemente fundirse y utilizar el fundido para formar nuevas células. Además de restos de metales como la plata, el cobre o el aluminio del marco, esas células contienen los llamados dopantes (boro y fósforo), que juegan un papel fundamental en la captación de la luz solar y su transformación en energía eléctrica. Lo que hace muy complicado llegar a obtener el llamado silicio solar, el adecuado para las células nuevas, que debe tener una pureza mínima del 99,9999% en el mismo. 

Mucha gente está trabajando y mucho dinero se está invirtiendo en aprender a recuperar todo lo que se pueda de estos nuevos artilugios que pueblan nuestros montes y campos. Pero no es una cuestión baladí. Y todo ello sin hablar, porque la entrada se haría larga, del gasto energético que el proceso lleva aparejado.

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jueves, 13 de octubre de 2022

Vinos submarinos

Hace unos días una amiga me regaló una botella de vino blanco de una bodega extremeña. Conocía la bodega y sus buenos (para mi) tintos pero no conocía este blanco. Cuando entré en la ficha de cata del vino en la web de la bodega me encontré con la sorpresa de que lo denominan "vino submarino", la variedad de uva es una "mezcla atlántica de vinos costeros" y, entre otras cosas, se cuenta que las botellas han estado sumergidas ocho meses en la Bahía francesa de Saint Jean de Luz (cerquita de Extremadura como se sabe), a unos ocho grados centígrados de temperatura y una presión de tres bares, lo que implica que las botellas han estado a unos 20 metros de profundidad.

El asunto no era nuevo para mí. Ya había leído cosas sobre la recuperación de botellas o ánforas en barcos hundidos y el buen mantenimiento del vino en ellas guardado. Pero esto es diferente. Hace pocos años se empezó a hablar del envejecimiento intencionado bajo el mar de botellas de vino en un sitio próximo a Plentzia en Bizkaia. O de una bodega que hace lo mismo con unos albariños sumergidos en la ría de Arousa. También algunos vinos canarios se han sumado a la moda. Son producciones muy limitadas y, dados los problemas logísticos que hay que solventar para esa crianza bajo agua, el precio se dispara y uno puede comprar botellas de estas bodegas a precios del orden de los 60/80 €, aunque el vino extremeño que me regalaron era bastante más barato.

Si uno revisa las webs de estas bodegas o los artículos al respecto de algunas conocidas revistas de vino, en ambos sitios se habla de las bondades de tener el vino a esas profundidades. Por ejemplo, otro bodeguero, esta vez en Calpe (Alicante), argumenta que hay cuatro factores presentes en el envejecimiento bajo el agua que son beneficiosos para el vino: "presión, temperatura constante (alrededor de 14 grados), salinidad, ausencia de luz y ruido, y las suaves corrientes constantes del mar". Y que además un envejecimiento de tres meses, a una profundidad de 30 metros, equivale a siete u ocho años de envejecimiento en botella en una bodega tradicional.

Como ya me conocéis y habréis leído mi entrada sobre los vinos biodinámicos, no os extrañará mi escepticismo inicial sobre este nuevo nicho de negocio. Así que voy a tratar de explicar mis objeciones tras hablarlo con mi nariz de oro de referencia, alguien que ya ha colaborado en este Blog escribiendo de cosas del vino y con el que, recientemente, compartí mesa, mantel y un clásico Viña Cubillo de López de Heredia.

Para empezar, lo que se mete en el mar son botellas de vino convencionales. Por ejemplo, en el caso de la Bodega de Calpe, son vinos de la conocida Bodega Enrique Mendoza, como el Estrecho, un tinto 100% Monastrell que ha estado 16 meses en barricas de roble francés. Así que ya tiene todas sus cualidades organolepticas que provienen de la cepa, la tierra, la fermentación y la crianza. Lo que se hace bajo el nivel del mar es el posterior y clásico envejecimiento en botella. Y en ese proceso en botella, es difícil que en el mar, la temperatura, la luz y el ruido sean tan constantes como lo son en los calados riojanos donde las botellas envejecen. Como los de la primitiva Bodega de Federico Paternina en Ollauri (hoy Bodega Conde los Andes) o en las no menos impresionantes pero modernas (2004) instalaciones de Viña Real en Laguardia.

Porque, por ejemplo, la temperatura a las modestas profundidades del mar donde se coloca el vino cambia con las condiciones meteorológicas del exterior. Y la luminosidad, bajo la superficie del mar, oscila entre el día y la noche, las estaciones o la turbidez ocasional del agua. En cuanto a la presión, las botellas de vidrio son recipientes rígidos excepto en la zona del tapón, que podríamos considerar como un émbolo que puede transmitir la presión al interior. Pero, para eso, el tapón tendría que moverse y, para convencerme del efecto de la presión, me la tendrían que medir delante de mis ojos. Y lo mismo pasa con la salinidad. Las botellas son prácticamente estancas porque, en caso contrario, el vino sería cualquier cosa menos vino.

Y, sin embargo, si uno sigue revisando las fichas de cata de estos vinos se encuentra (por ejemplo, en el caso del blanco extremeño) con perlas como "de fragancia sutil, destaca su aroma a maresía que evoca largos paseos junto al mar. Una primera nota salina recuerda a marisco, para dar paso a una nota vegetal propia de algunas especies de algas". O cuando se refiere al paso en boca: "tras una entrada suave, desarrolla toda su expresión con una acidez que confiere a la boca gran tensión, verdadera mineralidad marina".

En una reseña de la revista SelectusWINES sobre el vino producido en Calpe, se cuenta que aunque aún no hay pruebas científicas que puedan avalar las proclamas sobre las peculiaridades de estos vinos, hay Universidades, como la de Almería o la Universidad Católica de Valencia, que han iniciado estudios al respecto. Ya sabéis que una de mis debilidades es la búsqueda bibliográfica de cualquier asunto con ribetes científicos que me mosquee. Y, también en este caso, me he ido a la Web of Science y he hecho las búsquedas pertinentes para ver qué hay por el momento.

Y asi, introduciendo en el buscador el término "wine aging" me salen más de 16000 artículos. Si uso "wine aging in bottle" la cosa se queda en unos 850 y con "underwater wine aging" solo salen 8 que he repasado concienzudamente. Sólo uno de esos artículos tiene que ver con lo que nos puede interesar aquí. Se trata de un ron de Madeira en el que se estudian cambios fisicoquímicos inducidos por una estancia a unos 10 metros de profundidad durante 14 meses, comparándolos con el envejecido a la manera tradicional en botellas y en bodega. Ese ron se obtiene a partir de la fermentación y posterior destilación del zumo del azúcar de caña y se suele también envejecer en barricas de roble. No es un vino al uso, pero es lo que hay por ahora.

Al comparar botellas sumergidas y no sumergidas en el mar, los autores concluían que 14 meses de envejecimiento en el fondo marino inducían cambios perceptibles en las muestras de ron. Se encontró un aumento de las concentraciones de ésteres (particularmente acetato de etilo), junto con la reducción de las concentraciones de algunos alcoholes superiores. Además, se produjeran cambios de color perceptibles por el ojo humano. Por el contrario, ese envejecimiento subacuático no conduce a cambios en los marcadores típicos del envejecimiento del ron en las barricas de roble, ya que la composición de terpenoides y no flavonoides no cambiaban en comparación con las muestras de botellas que no se habían sumergido.

Parece razonable pensar que envejecimientos en botella bajo el agua, en condiciones distintas a las del envejecimiento tradicional en bodega (temperatura y quizás los ciclos luz/oscuridad) puedan generar cambios en algo tan complejo como la evolución química de un vino. Pero de ahí a la "poesía" de algunas fichas de cata.... En cualquier caso, me beberé el blanco de mi amiga con atención y añadiré lo de "underwater wine aging" a la lista de temas que periódicamente reviso en la Web of Science. Y si hay algo relevante aviso.

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jueves, 29 de septiembre de 2022

Ozono, CFCs y otra vez James Lovelock


En una entrada de 2019, hablábamos del papel que, en el fracaso de que la compañía Boeing pudiera lanzar su plan de vuelos supersónicos usando la estratosfera, tuvieron los miedos a que, como consecuencia de esos vuelos, disminuyera la capa de ozono sobre nuestro planeta, con el consiguiente efecto de una menor filtración de las radiación UV y su derivada en forma de los cánceres de piel. Vimos que como posibles causas para una disminución de esa capa estaban los compuestos clorados emitidos por las pruebas con misiles, el vapor de agua generado por los vuelos supersónicos o los óxidos de nitrógeno (NOx) generados por esos mismos vuelos. Estamos hablando de los primeros años de la década de los setenta. Pero en esos mismos años entra en escena nuestro conocido James Lovelock para dar un giro fundamental al asunto del ozono, en lo que se puede considerar la prehistoria de lo que finalmente acabó con la regulación de los gases denominados clorofluocarbonos o CFCs.

En 1972, Lovelock se embarcó en una larga travesía desde su casa en el Reino Unido hasta la Antártida a bordo del buque oceanográfico RRS Shackleton. Lovelock iba provisto de un dispositivo similar al que aparece en la imagen que ilustraba la entrada que le dediqué con ocasión de su reciente fallecimiento (técnicamente un cromatógrafo de gases de la época provisto del detector de captura electrónica inventado por el propio Lovelock).

El objetivo de ese viaje era medir la composición en la atmósfera de diversos productos químicos que se encuentran en ella en composiciones muy pequeñas (trazas), gracias a que la sensibilidad del citado detector permitía medir concentraciones en partes por trillón. Y Lovelock estaba particularmente interesado en medir la concentración de un gas concreto (el triclorofluorometano, CCl3F) que llevaban unos años siendo usado, entre otras cosas, como propelente de envases conteniendo insecticidas, desodorantes y otras sustancias.

La razón de ese interés, tal y como explicaban Lovelock y sus colegas en el artículo [Nature 241, 194 (1973)] en el que contaban sus resultados, radicaba en que habiendo sido descubierto recientemente y siendo extraordinariamente estable, "podía usarse como un marcador para estudiar los procesos de transferencia de masa en la atmósfera y los océanos". Los autores dejaban claro desde el principio que las concentraciones encontradas (unas decenas de partes por trillón) no constituían riesgo alguno y, entre otras conclusiones, apuntaban que la concentración de ese gas iba descendiendo a medida que el RRS Shackleton iba acercándose a la Antártida.

Frank S. Rowland era un profesor de la Universidad de California que andaba esos años a la búsqueda de nuevos temas de investigación. Cuando leyó el artículo de Lovelock le intrigó el hecho de que, dada su estabilidad, todo el CCl3F hasta entonces producido tendría que andar por ahí fuera. Y se preguntó si no existían realmente condiciones en las que ese compuesto pudiera degradarse. O era un compuesto que duraría para siempre (forever). De hecho, aún hoy, se sigue hablando de los compuestos fluorados como los "forever chemicals".

Así que le pasó el asunto a su postdoc mejicano Mario Molina. Quien le sugirió que, efectivamente, parecía no existir ningún sumidero de ese compuesto en la superficie de la Tierra e incluso en la inmediata atmósfera. Pero recordando los primeros miedos sobre el efecto del cloro derivado de las pruebas con misiles en la capa de ozono, propuso a su jefe un mecanismo, posible en la estratosfera, según el cual la intensa luz ultravioleta allí existente rompiera uno de los tres enlaces carbono-cloro y el cloro resultante actuara como catalizador de la destrucción del ozono para dar oxígeno. Y que, además, usando ciertos argumentos ligados a la cinética de esas reacciones, ese efecto sería muy dilatado en el tiempo por lo que para cuando nos diéramos cuenta de que se estaba dando, la destrucción de la capa de ozono sería ya importante.

Estas conclusiones, publicadas en junio de 1974 en el famoso artículo de Rowland y Molina [Nature 249, 810 (1974)], dieron pie a una nueva versión de las alarmas ya citadas sobre la destrucción de la capa de ozono y la posible consecuencia de un incremento en los cánceres de piel, adecuadamente propagada por el propio Rowland en numerosas conferencias de prensa. Pero se encontraron con el incombustible Lovelock quien, solo unos meses más tarde (noviembre 1974) y también en la revista Nature [Nature 252, 292 (1974)], publicaba un artículo de respuesta en el que argumentaba que le resultaba poco creíble que si la única fuente de cloro en la estratosfera fueran el CCl3F y otros CFCs de la familia, el efecto sobre el ozono fuera como para preocuparse en los extremos descritos por Rowland y Molina. Pocos meses después, marzo de 1975, en una respuesta a otro artículo [Nature 254, 275 (1975)] que parecía avalar las tesis de Molina y Rowland, Lovelock replicaba, entre otras cosas, que lo propuesto por estos últimos era solo un modelo "no confirmado por observación directa alguna en la estratosfera". Y aprovechaba la respuesta para proponer otras posibles fuentes de origen natural de cloro, como el cloruro de metilo.

No voy a dar más detalles de la literatura que se generó al respecto en uno y otro lado, pero la cosa degeneró claramente en una "guerra" entre científicos americanos, liderados por Rowland y otros frente a científicos ingleses, cuya cabeza más visible fue Lovelock. Paralelamente, en USA y Canadá, el propio Rowland y algunos políticos empezaron a propugnar medidas para la eliminación completa de los aerosoles a base de CFCs, tratando de implicar a Naciones Unidas para extender globalmente esa prohibición, mientras en Europa había muchas más reticencias al respecto. La controversia duró prácticamente diez años, al final de los cuales incluso llegó a parecer que el cloro en la estratosfera podía formar compuestos con otras sustancias allí presentes (como los óxidos de nitrógeno) y desaparecer como catalizador de la descomposición del ozono.

Pero, en 1985, Joe Farman, un científico perteneciente a la British Antartic Survey (BAS) y que trabajaba en una estación radicada en aquellas remotas latitudes, publicó un artículo[Nature 315, 207 (1985)] en el que daba cuenta de una caída en la concentración de ozono (lo que luego se llamó agujero de ozono) cada mes de octubre, descenso que se correspondía con un incremento de la concentración de CFCs en las extremas condiciones de lo que allí abajo es la incipiente primavera.

Ello reavivó el debate y dio lugar a un par de expediciones científicas a la Antártida para tratar de corroborar las tesis de Farman. En la segunda, en 1987, se empleó un avión especialmente equipado para meterse en la zona en la que se había detectado la anomalía en cuestión y tomar muestras "in situ". El resultado más contundente de los análisis de esas muestras fue que, en las latitudes en las que los científicos de la BAS habían detectado la anomalía, había una relación inversa entre el descenso en la concentración de ozono y el aumento en la concentración del monóxido de cloro, el compuesto que se forma cuando el cloro liberado por la radiación UV a partir de los CFCs, reacciona con ese ozono para dar oxígeno.

Esos resultados tan impactantes (la prueba experimental que pedía Lovelock) coincidieron casi en el tiempo con los intentos de aprobar una prohibición global de los aerosoles a base de CFCs. Y parece que fueron claves en que los escépticos países europeos dieran su acuerdo al llamado Protocolo de Montreal que entró en vigor el 1 de enero de 1989, destinado a reducir los niveles de producción y consumo de la familia de los clorofluorocarbonos (CFCs).

A Rowland y Molina les dieron el Premio Nobel de Química 1995 por su descubrimiento de 1974. Y Lovelock se debió quedar muy chafado con el resultado final de todo el proceso, porque en su libro La venganza de la Tierra no menciona al ozono ni en el índice y, en cuanto a los CFCs, solo los cita en una página, pero en su papel como gases de efecto invernadero.

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sábado, 10 de septiembre de 2022

Polvos de talco, amianto y cáncer

Ese bote verde de polvos de talco Calber que veis a la izquierda me devuelve a mi infancia. En casa de mis padres, cuando era chaval, siempre había uno al alcance de la mano. Lo cual no tiene nada de raro porque ese producto tuvo su origen a principios del siglo XX en Donosti y, más concretamente, en la calle Misericordia 4, donde se radicaba la Perfumería Higiénica Calber. Su publicidad, a base de mujeres y madres con aire parisino, tuvo gran impacto en la época. Ya de Búho mayor, el talco siempre ha estado presente entre nuestros productos de higiene aunque usado de vez en cuando. Pero este agosto ha sido noticia que Johnson & Johnson va a dejar de fabricar en 2023 sus polvos de talco Baby Powder, tras retirarlo en 2020 en los mercados de USA y Canadá. Las noticias, en la mayoría de los medios, relacionan esa retirada con las muchas denuncias presentadas contra la compañía por supuestos casos de cáncer de ovario y la presencia de amianto en ese producto.

Químicamente, el talco es un silicato de magnesio hidratado [Mg3Si4O10(OH)2]. Aunque popularmente se le asocie a los polvos de talco, lo cierto es que ese mineral se utiliza en muchos productos industriales como pinturas, cerámicas, papel, plásticos y caucho, material refractario y otros usos. Solo un 5% se usa en cosmética (coloretes, bases de maquillaje, polvos de cuerpo y cara), así como en la industria farmacéutica como excipiente y contra el apelmazamiento de algunos productos. En la UE está además reconocido como aditivo alimentario (E553b).

En los usos industriales, el talco contiene un cierto porcentaje de impurezas (en algunos casos hasta el 35%) derivadas del hecho de que, en las explotaciones en las que se extrae, suele haber otros tipos de silicatos acompañando al talco propiamente dicho. Pero en el talco que se usa en cosas más sensibles, como las arriba mencionadas, las compañías procuran que se lo suministren explotaciones mineras en las que la pureza del talco está certificada sobre todo de cara a que ese talco no contenga amianto (también llamado asbesto, ya que el término en inglés para amianto es asbestos).

A diferencia del talco (un silicato con fórmula definida), amianto es un nombre genérico que engloba a seis silicatos, de nombres tan exóticos (para uno que no sea geólogo) como crisotila, amosita, crocidolita, antofilita, tremolita y actinolita con capacidad para cristalizar en forma de fibras. Es esa forma fibrosa (o asbestiforme) la que da al amianto las características que se buscaban cuando se empezó a usarlo como aislante.

Desde principios del siglo XX empezaron a ser evidentes, en trabajadores ligados a la industria del amianto, los problemas de todo tipo causados por su exposición al polvo del mismo. Desde fibrosis pulmonares o pleurales, también conocidas como asbestosis, al terrible mesotelioma, un tipo de cáncer que se produce en el mesotelio, la delgada capa que forma el recubrimiento de varias cavidades corporales. Hoy sabemos que son las formas fibrosas de los seis minerales incluidos en el término genérico de amianto las causantes de las afecciones ligadas a la exposición prolongada a ese material. Esos mismos minerales en formas no fibrosas (no-asbestiformes) no causan los mismos problemas.

Ya en los años setenta, empezaron a aparecer en USA algunos informes que hablaban de que podía haber amianto en los polvos de talco, lo que originó un considerable revuelo. Como reacción, en 1976, la americana Asociación de Cosméticos, Artículos de Tocador y Fragancias (CTFA) adoptó voluntariamente un protocolo (el llamado J4-1) para analizar, a la búsqueda de amianto, el talco que empleaba en sus productos. Los proveedores de talco para la industria farmacéutica adoptaron un método similar para certificar que el talco cumplía con el requisito de "Ausencia de amianto" de la Farmacopea de los Estados Unidos (USP).

Esos protocolos han estado vigentes muchos años y se basaban en el empleo de técnicas como la difracción de rayos X (XRD) o la espectroscopia infrarroja (FTir) para detectar químicamente alguno de los seis minerales del amianto y, si la detección era positiva, emplear posteriormente la microscopía óptica de luz polarizada (PLM) para evidenciar la presencia de formas fibrosas de esos minerales. Pero cuando fue evidente que los protocolos no eran 100% fiables, la americana Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA) inició un proceso para mejorarlos y que, básicamente, supuso el empleo adicional de la microscopía electrónica de transmisión (TEM). Los esfuerzos han cristalizado en la publicación de un Libro blanco que resume el estado de los métodos para detectar amianto así como proponer protocolos para la preparación y análisis de las muestras. Los límites actuales de detección de amianto fibroso por parte de la Microscopía electrónica de transmisión son del orden de las decenas de las partes por billón (0.000004%).

La misma FDA lleva años analizando de forma sistemática muestras de todo tipo de cosméticos que utilizan talco a la búsqueda de amianto. Por ejemplo, en 2009, se analizaron veintinueve muestras proporcionadas por cuatro suministradores de talco para cosmética, así como treinta y cuatro productos cosméticos comprados en supermercados, incluido el Baby Powder de Johnson & Johnson. En ningunas de ellas, ni la PLM ni la TEM evidenciaron la presencia de amianto en forma fibrosa. Desde entonces, cada año, se analizan 50 muestras tomadas al azar el mercado. Los resultados de 2021, tampoco encontraron formas fibrosas de los minerales del amianto, como podéis ver aquí. Pero ese no ha sido el caso siempre y, en algunos casos, se han detectado cantidades pequeñas de amianto fibroso, lo que ha provocado la inmediata retirada del mercado de los lotes contaminados.

El interés por el tema y el uso del talco desde hace mucho tiempo, ha hecho que se hayan analizado muestras de talco en envases antiguos. En 2017, por ejemplo, se publicó un artículo [J.S. Pierce y otros, Inhalation Toxicology, 29:10, 443-456] que, usando también los protocolos de la FDA, analizaba ese tipo de muestras vintage (la más vieja era de 1940 y la más reciente de 1977). En ninguna de ellas había amianto en forma de fibras. Pero no se puede asegurar que otras muestras contemporáneas no lo contuvieran. Algo que es muy importante en lo que tiene que ver con la relación entre el talco y el cáncer de ovario.

Asunto que echó a andar de forma acelerada cuando un metanálisis de 2011 [M.C. Camargo y otros, Environ Health Perspect 2011; 119: 1211–1217] ligaba el amianto con el cáncer de ovario en mujeres expuestas al mismo ocupacionalmente (es decir, por su trabajo). A partir de ahí, se ligó el talco contaminado con amianto al cáncer de ovario y una multitud de demandas judiciales de mujeres afectadas por esa enfermedad aparecieron en los despachos de Johnson & Johnson.

La mayoría de las demandas han sido presentadas por mujeres que han usado talco durante años (y décadas) en la higiene de la zona perineal. Y en la mayoría de las demandas, la contaminación del talco con amianto es una parte fundamental de los argumento de las demandantes. La presión no parece haber bajado por ahora y basta poner en Google "talco y cáncer abogados" para encontrar centenares de páginas de despachos de abogados americanos (aunque las páginas aparezcan en castellano) que se prestan a representar a quien tenga un cáncer de ovario y haya usado polvos de talco durante tiempo prolongado.

En mi humilde opinión, es muy difícil que la presencia de cantidades pequeñas de amianto (si las hubiere) en el polvo de talco sean las causantes de esos cánceres de ovario. Aunque es cierto que, en muchos casos, llegan a ser exposiciones prolongadas en el tiempo, casi "ocupacionales", lo cierto es que durante esos mismos años, mucha de la población americana estuvo expuesta al amianto en sus casas y seguro que en niveles mucho más altos. No hace falta más que ver ese programa de la tele que encanta a la Búha, en el que dos gemelos renuevan casas canadienses y americanas, para darse cuenta de que, en muchas de ellas, tienen que empezar la reforma eliminando amianto. Y aunque esa exposición es por inhalación y no por aplicación en la zona genital, conviene recordar que el artículo de Camargo, mencionado arriba, estudiaba la relación entre el cáncer de ovario y la inhalación de amianto en trabajadoras que lo manipulaban.

Pero el asunto tiene aún una última vuelta de tuerca. Cual es el argumentar que incluso el polvo de talco puro, sin amianto, en exposiciones prolongadas, puede ser causa de cáncer de ovario. Hay varios artículos al respecto en los últimos años y las partes litigantes pueden seleccionar entre ellos aquellos que mejor vayan a sus intereses. Pero, en estos temas vidriosos, yo siempre tiendo a fiarme de agencias y organizaciones que me inspiran una cierta seguridad.

Como la propia FDA que en el segundo apartado de este documento deja claro que los estudios que han sugerido una posible asociación entre el uso de polvos que contienen talco en el área genital y la incidencia de cáncer de ovario, "no han demostrado de manera concluyente dicho vínculo o, si tal vínculo existía, qué factores de riesgo podrían estar involucrados".

O la Agencia Internacional para la Investigación sobre el Cáncer (IARC, dependiente de la OMS) que en la página 413 de este informeconcluye que "los estudios epidemiológicos tomados en su conjunto brindan una limitada evidencia sobre una asociación entre el uso perineal de talco corporal y un mayor riesgo de cáncer de ovario". E incluye al talco sin amianto para uso perineal en el grupo 2B, "baja probabilidad cancerígena para los humanos". Y hay que recordar que en ese mismo grupo 2B ha estado el café durante casi 25 años, hasta que recientemente se trasladó al Grupo 3, "no pueden considerarse cancerígenos para el hombre".

O, finalmente, la Sociedad Americana del Cáncer que establece que "Los estudios sobre el uso personal del polvo de talco han tenido resultados mixtos, aunque hay alguna sugerencia de un posible aumento del riesgo de cáncer de ovario. Hay muy poca evidencia en este momento de que cualquier otra forma de cáncer esté relacionada con el uso de polvo de talco por parte del consumidor".

Mientras tanto, en Europa no parece haberse generado similar ansiedad. Después de mucho buscar, sólo he encontrado una pregunta realizada por una europarlamentaria griega en 2016, a la que se le contestó que "hasta la fecha, no ha habido evidencia científica concluyente que apoye un vínculo entre el cáncer de ovario y el uso de talco en productos cosméticos. Por lo tanto, en esta etapa no se están considerando medidas adicionales para restringir el uso de talco en productos cosméticos".

Aunque me da que tenemos polémica para rato. Sobre todo porque hay potentes y muy conocidos bufetes de abogados americanos que ven pingües beneficios en el asunto.

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lunes, 29 de agosto de 2022

Turbinas eólicas y su reciclado

He procurado trasmitir siempre a mis estudiantes la idea de que, en lo relativo a la evidencia científica sobre cualquier tema, y como pasa en otros aspectos de la vida, casi nada es blanco o negro sino que su color anda en la gama de grises. Y en el asunto de las energías alternativas o "verdes" pasa lo mismo. Ni la energía generada por las turbinas eólicas es la solución maravillosa desde el punto de vista ambiental ni la proveniente del gas natural es una caca. Y de turbinas y de los problemas que nos están ya generando con el final de la vida activa de sus palas va esta entrada. Motivada porque, en muy poco tiempo, he dado con dos interesantes artículos sobre el tema, uno centrado en el caso americano, proveniente de mi sempiterno Chemical and Engineering News, y otro que aborda las estrategias europeas al respecto.

Símbolo preclaro de la generación de electricidad verde (a nivel global generaron en 2020 el 6% de la electricidad consumida), estas grandes turbinas eólicas son enormes acumulaciones de acero, cemento y plástico, tres de los cuatro pilares (el cuarto son los fertilizantes) que Vaclav Smil define en su libro How the World Really Works como fundamentales para nuestra vida actual. Y, al mismo tiempo, cuatro procesos industriales que nos va a costar mucho desengancharlos del consumo de combustibles fósiles. Porque como decía hace poco mi antiguo estudiante y amigo, Josu Jon Imaz, Consejero Delegado de Repsol, "electrificar no es descarbonizar".

Los cimientos de esas enormes turbinas son de hormigón armado, sus torres y rotores son de acero y sus enormes palas son principalmente resinas poliméricas (alrededor de 15 toneladas para una turbina de tamaño mediano). Por no hablar de que todas estas piezas gigantes deben ser llevadas al sitio de instalación por camiones de gran tamaño propulsados por gasoil y montadas por grandes grúas de acero. O de la cantidad de lubricantes que deben emplearse para que el rotor rote, generalmente provenientes del petróleo. Pero en esta entrada, como decía antes, nos vamos a centrar en las palas porque son de naturaleza polimérica en gran parte de su estructura y porque un servidor tiene alguna experiencia profesional al respecto que me ayudará a contaros una historia.

Como nada es eterno, las palas de las turbinas eólicas tienen también una vida limitada y acaban por no cumplir la labor para la que se las fabricó y, por tanto, hay que cambiarlas en periodos de tiempo que, se estima, van entre los 15 y 25 años. Y hacer algo con ellas. Solo en Estados Unidos se estima que en 2021 se desmontaron del orden de 8000 palas que equivalen a unas trescientas cincuenta mil toneladas. Y en Europa podemos ya andar por el medio millón de toneladas. En un estudio de 2017, se estimaba que para 2050 y a nivel global, se nos podrían acumular sobre la faz de la Tierra del orden de cuarenta y tres millones de toneladas. Y si queréis leer algo sobre la situación española podéis acudir a este enlace que me ha pasado un lector.

En el momento presente, la gran mayoría de esas palas, sobre todo las americanas, van a parar a vertederos y la principal razón para esa solución poco sostenible es que reciclarlas es harto complicado. En su composición, más del 80% de la masa de la pala es un material compuesto (o composite). Entre el sesenta y el 70 % de la masa de ese material compuesto consiste en fibras de refuerzo, principalmente fibra de vidrio, aunque también algo de fibra de carbono. El resto es una resina polimérica (generalmente epoxi) que aglutina esas fibras largas y rígidas en una matriz sólida, relativamente ligera, en la que fibras y resina están íntimamente mezcladas. Con lo que, para reciclarlas, hay que separarlas.

Esas resinas  son lo que los poliméricos llamamos polímeros termoestables. Para que no os enredéis en estos tecnicismos, usaremos el ejemplo de ese adhesivo que casi todo el mundo conoce y que desde hace años se ha vendido bajo el nombre comercial de Araldit. Se presenta en dos tubos, uno con una resina epoxi propiamente dicha y otro con agentes que van a provocar su endurecimiento (curado) cuando el contenido de ambos tubos se mezcla. Y una vez endurecida, esa resina no puede reciclarse a la manera que hacemos con los termoplásticos o plásticos convencionales, que podemos calentar, fundir y moldear dando vida a un nuevo objeto. De ahí lo de termoestables y de ahí la dificultad de separar la resina de las fibras de vidrio o carbono que une íntimamente.

Del papel de las resinas en las palas algo sabe el Búho. No en vano, a finales de los noventa, nos enseñaron la planta denominada Fiberblade, en Alsasua, donde se empezaron a fabricar, casi de forma manual, las primeras palas de turbina que Gamesa empezó a montar en España. Luego, un amigo fue el artífice del montaje de la primera planta de Gamesa en China y, más tarde, desde el Instituto Polymat tuvimos años de colaboración con Gamesa, a la hora de controlar los procesos de endurecimiento de los preimpregnados de resinas epoxi y fibras (prepegs), de cara a buscar las condiciones idóneas para llevar a cabo el proceso de curado.

Planteado el problema del reciclado de las palas y tratando de que todo no vaya a los enormes vertederos que se necesitan al efecto, la gente del ramo eólico anda ya buscando alternativas a ese desecho. La que parece que ha calado en algunos países como Alemania, consiste en cortar las palas en trozos pequeños y después triturarlos y utilizarlos tal cual en los hornos de las cementeras. Allí se quema la resina (un compuestos de carbono) produciendo parte de la energía necesaria en el funcionamiento del horno, sustituyendo a los combustibles fósiles. Eso, además, deja las fibras libres de resina que, posteriormente, se usan en la preparación de unos cementos especiales, con acomodo en el mercado.

En la fabricación estándar de cemento, se calienta una mezcla de piedra caliza molida y arcilla en un horno rotatorio para producir un material conocido como clínker. Luego se mezcla el clínker con yeso. El proceso convierte el carbonato de calcio, el componente principal de la piedra caliza, en óxido de calcio liberando dióxido de carbono. Una forma bien conocida de reducir las emisiones de CO2 de las cementeras es sustituir una parte de la piedra caliza por materiales ricos en sílice para fabricar tipos alternativos de cemento. La fibra de vidrio de las palas de las turbinas eólicas proporciona ese material rico en sílice.

Otra vía implica no quemar sino pirolizar los trozos en los que se han cortado las palas, esto es, someter al material a altas temperaturas pero sin llama, para conseguir que la resina se acabe descomponiendo en gases y vapores que puedan ser utilizados en procesos químicos de síntesis de nuevos materiales, reemplazando a los derivados de las plantas petroquímicas. Y dejándonos libres las fibras para ulteriores usos. Finalmente, hay también soluciones un tanto esotéricas, como usar trozos relativamente grandes de las palas en el diseño de parques infantiles. O pensar que podemos volver a los viejos molinos de viento y hacer que esas palas, que cada vez tienden a ser más grandes, se puedan fabricar a partir de biomasa, como madera de bambú. O, como me ha escrito un lector en los comentarios, usar resinas de polímeros biodegradables y luego, cuando las palas se retiran, emplear la resina para fabricar....gominolas.

Ya veremos. O ya veréis, porque para cuando esto se aclare me da que yo ya seré polvo de carbono, venteado por las innumerables turbinas que se supone que va a haber.

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