viernes, 31 de enero de 2014

Mucha "nanomúsica" en las hojas de las flores

Ya os decía hace poco que, a veces, no reconozco mi verbo fluído en algunos de los párrafos de las entradas de mi Blog. Es más, otras veces no me acuerdo ni de haber tratado ciertos temas. Y esto es lo que me ha pasado entre ayer y hoy cuando, organizando material para este post, me he dado cuenta de que, sobre el asunto del que quería escribir, ya os había ilustrado en unas breves líneas contenidas en una entrada del 28 de abril de 2008 (nada más y nada menos). Ello me va a privar de hacer una introducción como la que ya tenía en la cabeza, pero no de escribir la entrada pensada. Porque también de actualizaciones se vive en los Blogs y la que ahora voy a contar está recién salidita del horno de una revista de prestigio.

En otra entrada aún más antigua que la arriba mencionada (enero de 2008), hablábamos del llamado "efecto Loto" o "efecto flor de loto", referido al hecho de que las hojas de dicha flor tiene una superficie que presenta una gran repulsión por el agua (lo que en jerga técnica se conoce como superficies superhidrófobas). Ello resulta en que las gotas de agua que se depositan sobre las hojas adoptan una forma casi esférica (técnicamente ángulos de contacto superiores a 150º). Una ligera inclinación de la hoja hace que la gota ruede perfectamente por la superficie, arrastrando partículas que pueda haber sobre ella (polvo, por ejemplo) y ejecutando un "efecto autolimpiable". Una simulación de este comportamiento la podéis ver en este bonito y corto vídeo (solo dura medio minuto) colgado en YouTube, en el que se aprecia la estructura de la superficie sobre la que rueda la gota que, como voy a explicar, juga un papel fundamental en este comportamiento.

En la entrada de abril de 2008, sin embargo, os comentaba brevemente que una situación diferente se produce en los pétalos de rosa (que no hay que ser muy original para bautizar como "efecto pétalo de rosa"). La superficie de esos pétalos también es superhidrófoba y las gotas, como veis en la foto que ilustra este post, adoptan igualmente formas cuasiesféricas pero, en este caso, no ruedan cuando se les somete a inclinaciones. Es más, en determinados tamaños de gota, se puede voltear el pétalo y la gota de agua sigue tan pichi, anclada al pétalo.

En los últimos años, se han publicado bastantes artículos que, inspirados en ese comportamiento que se da en la Madre Naturaleza, han tratado de reproducirlo en el laboratorio, empleando como soporte superficies de materiales convencionales como metales o plásticos. El truco está en conferir a esas superficies, de forma deliberada, una rugosidad en forma de estructuras tipo cono o tronco parabólico, cuya altura sobre la superficie del material es de unos pocos nanometros. Estas estructuras así creadas pasan desapercibidas al ojo humano y, como en el caso de la flor de loto y en los pétalos, son solo visibles mediante el empleo de las más sofisticadas técnicas de microscopía de las que disponemos ahora. Se trata de un ejemplo más de cómo dichas técnicas nos están enseñando cosas a niveles de lo pequeño que no habíamos visto antes y que han cristalizado en nuevos conocimientos en los que se sustentan nuevas aplicaciones hasta ahora impensables.

En muchos de los artículos a los que hago mención en el párrafo anterior, se han conseguido sorprendentes resultados que imitan a la Naturaleza en los comportamientos descritos. Resultados que han servido, además, para generar otros, de corte más académico, en los que se proponen modelos y teorías que explican tan dispares comportamientos de dos superficies que comparten un muy parecido carácter superhidrófobo (modelos en los que no entraré para no aburrir). Pero la mayoría de los productos obtenidos en esos trabajos lo han sido a pequeña escala, con limitadas posibilidades de llevarlos a un nivel que pueda resultar interesante para su comercialización.

Eso parece cambiar en un trabajo que acaba de publicar una conocida revista sobre temas de superficies [Langmuir 2014, 30 (1), pp 325–331], en el que cuatro investigadores de Singapur, con nombres que a uno le hacen parecer tartamudo, nos anuncian que han conseguido imitar el efecto pétalo de rosa en láminas de un polímero convencional, el policarbonato, ampliamente empleado en fabricar CDs y DVDs, cascos para motoristas y, antes del lío del Bisfenol A, hasta biberones irrompibles. Y lo que es más importante, mediante un método conocido como nanolitografía, que permite producir estos materiales de forma continua como quien produce hojas de periódico.

Me voy a atrever a colgar un vídeo donde se demuestra lo que ocurre con una gota de agua depositada sobre esas superficies. Pero no estoy seguro de que todo el mundo lo pueda ver, ya que pende de la web de una revista científica en principio de pago.


Si llego (y no me aburro del Blog), ya os haré una nueva actualización allá por el 2020.

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lunes, 27 de enero de 2014

El entomólogo que comía DDT

Tengo que manifestar mi debilidad por los perdedores. Quizás sea simplemente por llevar la contraria a la mayoría (como me acusa uno de mis mejores amigos), quizás porque me voy haciendo mayor y, cuando eso pasa, uno se da cuenta de no haber alcanzado casi ninguno de los objetivos propuestos sobre lo que hubiera querido ser o hacer e, irremediablemente, se convierte en uno más del batallón de perdedores y, por tanto, solidario con todos los perdedores que en el mundo han sido. Por una u otra razón, el caso es que acabo siempre coleccionando historias de gentes que estando al mismo nivel, o quizás superior, que otras a las que se considera triunfadores natos, acabarán, si nada lo remedia, literalmente olvidados incluso para esa especie de testigo mudo que todo lo guarda y que llamamos internet.

En 1962, Rachel Carson publicó su libro Silent Spring, del que ya he hablado aquí varias veces. En muchos sitios, ese libro se considera como el núcleo sobre el que germinaron los incipientes movimientos ecologistas americanos y algunos apuntan, además, que fue la causa del nacimiento posterior de la Environmental Protection Agency (EPA) americana. En humilde opinión del Búho, habría que apuntar también en su "haber" el ser el origen de la extendida Quimiofobia que ahora nos invade pero, dado que tengo muchos números para ser etiquetado como perdedor, no debiérais hacer mucho caso a opiniones políticamente incorrectas del que suscribe.

Cuando el libro se publicó, J. Gordon Edwards estaba encantado, según el mismo describe en una conferencia que dio en 1992. A fin de cuentas pertenecía a varias organizaciones de defensa del medio ambiente, tenía poco respeto al mundo de la empresa y los negocios y había escrito artículos de corte ecologista. En ese año y los dos anteriores había estado haciendo trabajo de campo, como entomólogo, en una estación de la Universidad de Wyoming y había trabajado como Coordinador biológico del Servicio de Parques Nacionales en el Glacier National Park, parque nacional en el que finalmente murió. Pero cuando se fue metiendo en la lectura del libro de la Carson, se dio cuenta de que (y reproduzco sus palabras) "mucho de lo que en él se contaba era falso, aunque yo estaba dispuesto a no tenérselo muy en cuenta dado que provenía de una colega". Pero cuando llegó a la mitad, se dió cuenta de que "Carson estaba tergiversando los hechos y escribiendo ciertas frases de forma y manera que implicaban ciertas cosas sin realmente decirlas".

El libro, como todo el mundo sabe, tenía como núcleo central un agresivo ataque contra los plaguicidas y, particularmente, contra el DDT, siglas del Dicloro Difenil Tricloroetano, una molécula descubierta en 1874 por el químico alemán Othmar Zeidler pero que solo sesenta y cinco años después y en Suiza, Paul Muller repitió su síntesis y descubrió su uso como potente agente contra insectos diversos. Muller se llevó el Premio Nobel de Química en 1948 por ese descubrimiento.

Edwards entró en contacto con el DDT durante su estancia en Italia en la Segunda Guerra Mundial, cuando recibió la orden de aplicar DDT en polvo a todos los soldados de su compañía, en un intento de frenar una plaga de piojos que estaba infestando al ejército americano y que había propagado durante la guerra una epidemia de tifus que se estima mató a tres millones de personas en los años anteriores y posteriores a la guerra. El tratamiento se repitió entre Edwards y sus colegas durante dos semanas y se controló el problema. Tras la guerra, y dice él que influido por el incidente, Edwards obtuvo su doctorado en Entomología en la Ohio State University y, tras varios avatares académicos, acabó como profesor en la San Jose State University, de la que se jubiló tras treinta años impartiendo Entomología Médica.

Hasta su muerte en el año 2004, Edwards fue un activo detractor del libro de la Carson y, sobre todo, de la más importante de sus consecuencias, la prohibición en 1972 por parte de la EPA del empleo del DDT, una decisión que fue seguida posteriormente por muchos países y que hoy se mantiene. En un trabajo publicado meses después de su muerte, titulado "DDT: Un caso a estudio sobre el Fraude Científico"; Edwards hace un repaso de los argumentos que condujeron a la prohibición del DDT, poniéndolos literalmente en solfa. Y arremete con virulencia contra el Administrador de la EPA, William Ruckelshaus, que, en el documento de 40 páginas en el que fundamentaba dicha prohibición, "omitía la mayor parte de datos científicos aportados durante la vista previa de siete meses de duración y 9300 páginas, confundía los nombres de la mayor parte de los productos químicos a los que hacía referencia, como cuando proponía a los agricultores usar organofosfatos como el Carbaryl (cuando el Carbaryl no es un organofosfato). O recomendaba Parathion como alternativa, mucho más letal que el DDT". El mismo Ruckelshaus, en una carta al presidente de la asociación de granjeros americana, reconoció años después que la decisión de prohibir el DDT fue una decisión política.

Hoy en día, casi nadie discute que el DDT es la mejor arma para combatir la malaria que ha tenido la humanidad, aunque su empleo en los años en los que se fabricó fue desmesurado (ciertamente hay fotos de propaganda de su uso que dan miedo). Algunos siguen propugnando los mismos males que Carson denunció en su libro,  mientras otros aducen que las consecuencias se exageraron y que un uso razonable del DDT hubiera salvado a millones de personas de los países más pobres de azotes como la malaria, la fiebre amarilla, el tifus, el dengue u otros similares.

En cualquier caso, la decisión no tuvo ni tiene vuelta de hoja. La EPA, en una de las páginas de su web (DDT - A brief History and Status), sigue hablando de su carácter bioacumulativo en los tejidos grasos, de la génesis de insectos resistentes y de su carácter de "probable cancerígeno" basado en estudios con animales. Esta última es una definición muy suave para ese carácter y no parece corresponderse con el hecho de que la aplicación masiva durante treinta años haya incrementado posteriormente, de forma significativa, el cáncer de hígado, que es el que se detecta en los estudios con animales. La página reconoce que en 2006 la Organización Mundial de la Salud declaró su apoyo al uso controlado del DDT, en los términos descritos en la llamada Convención de Estocolmo, como forma efectiva de acabar con la malaria y si los gobiernos nacionales toman la correspondiente decisión.

No creo que Edwards se hubiera contentado con esa decisión, porque estaba convencido de que, por ejemplo, el DDT no era cancerígeno. Tanto es así que existen testimonios gráficos de que, en varias de sus charlas, se tomaba una cucharada de DDT ante sus oyentes (en internet podéis ver la noticia en el magazine Esquire a poco que enredéis en Google). No parece que le afectara mucho a su hígado. A sus 84 años, el profesor Edwards murió de un ataque al corazón mientras subía a la Divide Mountain en el ya mencionado Glacier National Park, un parque nacional en el que era el héroe local.

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sábado, 18 de enero de 2014

Fosfano (Fosfina) y misterios

En los últimos dos meses de 2013, dos referentes en el mundo de la divulgación científica en castellano, los amigos César Tomé y Francis R. Villatoro, han publicado hasta tres entradas en sus respectivos Blogs, alojados en la plataforma Naukas, sobre la llamada Combustión Humana Espontánea (CHE). En todos los casos, tras leerlas, estuve tentado de publicar esta entrada que ahora os ofrezco, aunque las notas preliminares se habían quedado vagando en mi mesa por esas intangibles razones que, a veces, no dejan nacer un post. Hasta esta semana, cuando se ha conocido la noticia de que los forenses achacan el desgraciado accidente que ha costado la vida a tres personas de una familia de Alcalá de Guadaira, a la acción de una sustancia química conocida como fosfano o fosfina (el primero es el nombre ahora recomendado, el segundo es el que se ha usado tradicionalmente). Y es que la conexión de esta entrada con las dos de Francis y la de César tiene que ver con el fosfano y la CHE. El fosfano es un gas que se genera cuando ciertas sales o fosfuros entran en contacto con agua. Ese proceso se usa para luchar contra ciertas plagas en almacenes y silos de cereal y parece estar en el origen del fatal accidente sevillano.

La combustión espontánea humana (CHE) es un término que se usa para describir la incineración de personas vivas sin una fuente externa aparente que haya provocado el fuego. Hay documentados decenas de casos de este misterioso proceso desde el siglo XVII e, incluso, ha sido recogido en ciertas novelas como en la titulada Casa Desolada, de Charles Dickens (1853). En todos esos casos, el cuerpo incinerado aparece fundamentalmente consumido en la zona central del cuerpo o torso, pero las partes finales de las extremidades y la cabeza parecen menos afectadas. Otro elemento común es que el fuego no se propaga generalmente a los elementos circundantes de la habitación en la que se da el accidente.

Hay algunas fotos bastante macabras en la red que os evitaré, tanto porque sois espíritus muy sensibles como porque, además, mi comadrona me lo ha pedido expresamente. La comunidad científica ha sido y es bastante escéptica sobre la espontaneidad de la CHE, al entender que alguna fuente debe existir para la ignición inicial. Francis explica en sus posts las últimas investigaciones relacionadas con el tema a la hora de resolver, igualmente, otro relativo misterio, cual es el del posible combustible que mantenga el proceso porque, como os he dicho ya varias veces y al igual que el Arzobispo de Canterbury, todos nosotros somos un 75% agua y no parece que el agua arda muy bien. En esa literatura científica parece abogarse por términos alternativos como Combustión sostenida por la grasa humana, que indicaría que es la grasa subcutánea, fundamentalmente existente en el torso, la que realmente arde, aunque para empezar el incendio se necesitaría algo como una chispa o un cigarrillo encendido.

Mi iniciación en este misterioso asunto (y la razón por la que se me ocurrió una entrada al leer las de mis colegas) se produjo con la lectura, hace ya años, del libro de mi admirado John Emsley titulado "The 13th Element. The Sordid Tale of Murder, Fire and Phosphorus", publicado en el año 2000 y cuyo último capítulo se titula específicamente "Spontaneus human combustion and other horrors". También Emsley se manifiesta escéptico sobre el carácter espontáneo del fenómeno, así como sobre algunas teorías existentes al respecto del mismo, como la que propugna que los más susceptibles en convertirse en teas humanas por este procedimiento sean los gordos alcohólicos. Pero introduce una nueva posible hipótesis del misterio, sobre la base de un artículo publicado en 1993 en la prestigiosa revista Angewandte Chemie, International Edition in English que, por tanto, era relativamente reciente para el tiempo en el que el libro se escribió. En ese artículo, dos autores alemanes, G. Gassmann y D. Glindemann, daban a conocer la posibilidad de detectar fosfano, en cantidades en torno a las decenas o cientos de nanogramos por kilo, en los intestinos de vacas y cerdos, atribuyendo su formación a la acción de microorganismos similares a los que generan metano y otros gases constitutivos de las incómodas ventosidades de los mamíferos. Sobre tan escatológico tema podéis encontrar aquí una ya muy antigua entrada (la número 100) de mi Blog.

Los autores se plantearon, posteriormente, si esa producción de fosfano puede darse también en el cuerpo humano, lo cual parece lógico ya que la fuente del fosfano son los fosfatos y nosotros consumimos muchos alimentos que contienen el anión fosfato. Cuando analizaron heces humanas e incluso las fermentaron en un medio anaerobio (sin aire) no solo encontraron fosfano en cantidades del orden de cien nanogramos por kilo, sino también su dímero o difosfano. En su trabajo, los autores no identificaron al microorganismo causante de esa transformación química que, en principio, está prohibida por las reglas de la Termodinámica cuando intentamos realizarla en un matraz sin el concurso de los bichitos, pero su descubrimiento permite a Emsley divagar, en ese capítulo final de su libro, sobre la posible incidencia del fosfano y el difosfano, producidos en condiciones anaerobias, en dos tradicionales "misterios" que han dado mucho juego a la fantasía popular: los fuegos fatuos y la Combustión Humana Espontánea.

En las condiciones de las marismas (que pueden ser anaerobias), donde también se produce metano con facilidad y donde, igualmente, podrían generarse fosfano y difosfano, este último, sumamente inflamable en contacto con oxígeno, podría ser la fuente primigenia de ignición, dando  lugar a esos fuegos que parecen surgir de las aguas pantanosas. Y en el intestino de una persona, las cantidades de hidrógeno y metano existentes, podría echarse a arder cuando, acompañadas de pequeñas concentraciones de fosfano y difosfano, llegaran al ano en forma de ventosidad y los compuestos de fósforo entraran en contacto, al salir al exterior, con el oxígeno del aire.

Como dice Emsley, "al menos en teoría".


Nota: Esta entrada participa en la XXXI Edición del Carnaval de Química, cuyo blog anfitrión es ::ZTFNews

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martes, 31 de diciembre de 2013

El Sr. Perkin y las cuentas de la vieja

Fin de año que, en lo tocante al Blog, no ha cumplido las expectativas que para él me había puesto. Quería haber llegado a la entrada 400 y me voy a quedar en la 387, lo que quiere decir que tenía que haber escrito una entrada más por mes. Pero ni el magín ni el tiempo han dado para más y, a veces, tengo la sensación de que esto se va acercando a su fin de una forma asintótica que, en algún momento, habrá que interrumpir. Es verdad que repasando estos días entradas antiguas uno tiene una doble sensación. La primera, y algo extraña, es que hay entradas que ni recordaba haberlas escrito. Es más, en algunos párrafos casi ni me reconozco. Lo cual debe ser un signo de decrepitud. Y, segundo, que en ese repaso, aunque rápido, uno se da cuenta de que no ha dedicado una entrada a cuestiones que pueden ser de lo más interesantes desde el punto de vista de un Blog de divulgación.

Por ejemplo, aprovechando que estos días ando, como ya dije, buscando casos históricos en los que la chiripa ha jugado un papel fundamental en un determinado descubrimiento, me he dado cuenta de que aunque he dedicado alguna entrada a los colorantes alimentarios y los miedos que su uso suscita, no lo he hecho con los colorantes sintéticos que revolucionaron la industria química del siglo XIX y que hoy sirven para que nos vistamos de los más variados colores.

Revolución que comienza con el descubrimiento de la mauveina en 1856 por W.H. Perkin. Con independencia de la chiripa también implícita en ese descubrimiento, el origen del mismo está en lo que algunos han llamado "un error de síntesis" pero que, en el fondo, no fué más que la aplicación consecuente de algo que, en la época, se consideraba como conocimiento bien asentado. Perkin, con sólo 18 años, era asistente de un famoso químico de la época, A.W. von Hofmann, contratado entonces por el Royal College of Chemistry en Londres. Y en unas vacaciones de Pascua en las que su jefe cerró el laboratorio para irse de vacaciones a su Alemania natal, el imberbe investigador se llevó literalmente el trabajo a casa, ya que era hijo de familia de posibles y tenía laboratorio propio. Trataba así de ganar tiempo para alcanzar algo que les traía de cabeza. Lograr una vía sintética para obtener quinina, un potente remedio contra la malaria, que interesaba mucho a los militares ingleses para sus campañas, y que sólo podía obtenerse a partir de la corteza de árboles de la familia de las Cinchonas, no muy abundantes en muchos sitios.

La síntesis que Perkin andaba ensayando esos días implica una estrategia que, supongo, era la verdad absoluta en aquellos tiempos y que, con lo que sabemos hoy en día, podríamos denominarla algo así como "las cuentas de la vieja" aplicada a la síntesis. La quinina tiene de fórmula molecular C20H24N2O2. La alil toluidina, una sustancia que Hofmann y Perkin habían obtenido de la toluidina, un compuesto que, a su vez, les era accesible del entonces popular alquitrán de hulla, tiene de fórmula C10H13N. Así que, de acuerdo con las "cuentas" arriba mencionadas, bastaría con juntar dos moléculas de alil toluidina, adicionarle 3 oxígenos y quitarle una molécula de agua. O, dicho en términos operacionales, hacer reaccionar la alil toluidina con un "productor" de oxígeno como el dicromato potásico y calentar para que el agua se fuera.

Hoy es evidente que la cosa no podía funcionar. La estructura de la alil toluidina y la quinina tienen poco que ver y hay otras múltiples razones, sólo para iniciados, (como los cuatro carbonos asimétricos de la quinina) que hacen imposible lo que Perkin y su jefe pretendían. Por muy bien asentada que pareciera en aquellos momentos la estrategia que estaban utilizando.

Pero mira, las vacaciones le cundieron un montón, porque harto ya de la alil toluidina y los inservibles productos que la reacción indicada producía, decidió un día probar con una molécula relacionada y mucho más simple, la anilina, descubriendo por casualidad el primer colorante artificial que, incidentalmente, le hizo de oro. Porque además de ser el primero (lo que abrió la puerta a otros muchos más en pocos años), proporcionaba a los tejidos un color largamente buscado, el púrpura o malva, carísimo hasta entonces porque se obtenía, con bajísimo rendimiento, a partir de unos moluscos mediterráneos. Como no podía ser de otra manera, uno de los primeros beneficiarios del invento fue la corona británica, en la persona de la Reina Victoria de Inglaterra, que lució los primeros vestidos coloreados por el colorante en cuestión, que coloreó así mismo el famoso penny lilac que veis en la foto de arriba y en el que también aparece la misma soberana.

Los colorantes que le siguieron después tuvieron en muchos casos su origen en la propia anilina. Reminiscencia de ese activo período de la Química es el nombre comercial del gigante BASF, en la que la A del acrónimo se deriva del nombre anilina en alemán (Badische Anilin und Soda Fabrik).

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miércoles, 11 de diciembre de 2013

La EFSA revalúa la toxicidad del aspartamo

La figura que veis a la izquierda es lo más suave que podeis encontrar en la web si poneis en Google la palabra aspartame (en inglés) o aspartamo (en castellano). Lo más normal es encontrar imágenes más tremebundas, que asocian este edulcorante con males sin cuento para la salud de las personas. Ya sé, por otro lado, que hay gente que no se cree lo que dicen las agencias que velan por nuestra salud. Tampoco es de extrañar, visto el maremagnum en el que nos meten algunos, como la Ministra de Sanidad española con la legalización de los preparados homeopáticos, pero yo prefiero leerme este informe de 263 páginas, producido por científicos que trabajan para la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA), que el mismo número de páginas web sobre el tema redactadas por oscuras gentes que pululan por internet.

Con ese informe, publicado el lunes, la EFSA ha cumplido lo que había prometido hace meses, en el sentido de reconsiderar, a la vista de nuevos estudios, la seguridad de consumir alimentos que contengan el aditivo alimentario E 951 o, lo que es lo mismo, el edulcorante artificial conocido con el nombre de aspartamo, presente en muchas comidas y bebidas y, emblemáticamente, en las latas de Coca-Cola sin azúcar o Coca-Cola Zero.

El aspartamo es una molécula relativamente complicada para un no químico pero que, cuando es asimilada por el organismo, se hidroliza para dar tres moléculas bien conocidas, dos de las cuales, el ácido aspártico y la fenil alanina, son dos aminoácidos esenciales, es decir, aminoácidos que nuestro organismo necesita pero que no puede sintetizar y que, por tanto, los tiene que extraer a partir del metabolismo de los alimentos. La tercera de las sustancias es el metanol o alcohol de madera, el hermano pequeño del alcohol que ingerimos en las bebidas alcohólicas (etanol).

El ácido aspártico, y algunas de sus sales, se generan en nuestro cuerpo cuando metabolizamos alimentos como los espárragos, los aguacates, los copos de avena, ciertas carnes y un sin fin más. La fenil alanina se produce cuando se metaboliza la leche materna de los mamíferos, pero también cuando consumimos cosas como carne, pescado, huevos, legumbres, frutos secos o soja. Los humanos afectados por la enfermedad genética conocida como fenilcetonuria tienen un inconveniente grave si metabolizan alimentos que proporcionen fenil alanina. En virtud de ese defecto genético, no disponen de las enzimas que degradan la fenilalanina para producir tirosina, inocua para nuestro organismo. Por el contrario, en esos pacientes, la fenilalanina se degrada para producir otra molécula, el fenil piruvato, una sustancia neurotóxica que afecta gravemente al cerebro durante su desarrollo, de ahí la peligrosidad de consumir alimentos que produzcan fenil alanina en niños de corta edad.

Pero el principal problema aducido sobre la peligrosidad del aspartamo es la formación de metanol. El metanol se metaboliza despues en el hígado para dar formaldehído y posteriormente ácido fórmico, lo que puede causar muchos problemas en un ser humano, incluída la ceguera, algo que ha pasado en muchas bebidas alcohólicas contaminadas con metanol. Pero hay que aclarar que estamos ingiriendo metanol continuamente cuando consumimos verduras, legumbres, sidra o zumo de tomate, sin que ocurran trastornos dignos de mención, dadas las cantidades que ingerimos. De hecho, en el informe arriba mencionado y entre las páginas 187 y 190, se proporciona una extensa Tabla de los contenidos en metanol de muchos alimentos habituales, en muchos casos derivados de la degradación de la pectina.

Pues bien la EFSA en esas 267 páginas del informe analiza los recientes estudios realizados sobre la toxicidad tanto del aspartamo como de las tres sustancias arriba mencionadas (ácido aspártico, fenil alanina y metanol), generadas como consecuencia del metabolismo del edulcorante. No os voy a aburrir con detalles de cada uno de ellos, porque la conclusión final que nos interesa es sencilla de contar y cuantificar. Según la EFSA, la actual Dosis Diaria Admisible (conocida por las siglas ADI, en inglés) recomendada para el aspartamo, cifrada en 40 miligramos por kilo de peso y día, no necesita revisión alguna, al considerarse segura a todos los efectos.

Y, ¿en qué se traduce esa conclusión en lo que a nuestra infame lata de Coca-Cola se refiere?. Pues que el establecimiento de esa dosis segura de aspartamo implica que podemos ingerir diariamente, durante toda una vida media de 70 años y para una persona media de 70 kilos, 2.8 gramos diarios de aspartamo. Dado que una lata de Coca-Cola Zero tiene 0,18 gramos de edulcorante, las matemáticas dicen que tendríamos que beber 16 latas de Coca-Cola Zero diarias durante todo nuestro tránsito por este mundo, para sobrepasar ese valor ADI del aspartamo. Cantidad que no os recomiendo en absoluto (aunque alguno que conozco no andará muy lejos), pero a veces es bueno echar cuentas. Y si os resulta obsceno lo de hablar en términos tan artificiales como los de una Coca-Cola, debeis saber que un vaso de 250 mL de zumo de tomate recién preparado en una licuadora contiene 6 veces más de metanol que el que se pueda producir en nuestro organismo tras bebernos una lata de Coca-Cola Zero y sus 0.18 gramos de aspartamo. Solamente por señalar....

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