viernes, 10 de agosto de 2012

Malos tiempos...

Para todos, pero también para los homeopáticos. En cuestión de meses  y semanas se les están acumulando los frentes en los que las cosas no van bien. Sin ir más lejos, el pasado mes de julio saltaba la noticia de que la ministra de Salud de Holanda había prohibido a los laboratorios de medicinas homeopáticas que consignen en la etiqueta las dolencias que el producto cura, a menos que la efectividad del "medicamento" haya sido probada científicamente. Como muy bien ha detallado el amigo Fer Frías en un excelente artículo en Amazings, eso no quiere decir que la legislación holandesa, una transposición de la normativa europea, haya cambiado sustancialmente. Lo que ha ocurrido, simplemente, es que la ministra se ha hartado ya de los manejos del lobby homeopático y ha decidido que tienen que cumplir la ley como todo el mundo.

Como Fer lo ha contado con todo lujo de detalles, propios de alguien que lleva siguiendo mucho tiempo el tema, si estais interesados en la normativa vigente y las artimañas que se han usado por parte de las tramposas empresas que venden estos productos, os recomiendo encarecidamente la lectura del post arriba mencionado. Pero por si eso era poco, durante el mes de agosto han pasado muchas cosas más en el progresivo declinar del negocio, de las que dos son las que más me han llamado la atención, porque rayan ya en la zona del chiste (si no fuera por las peligrosas implicaciones que el propio negocio homeopático tiene).

En marzo de 2011, la agencia inglesa Medicines and Healthcare products Regulatory Agency (MHRA) envió una serie de cartas a distribuidores de "medicinas" homeopáticas como Ainsworths, Helios y otros para que revisaran sus websites y eliminaran todo tipo de anuncios sobre una serie de kits homeopáticos que contenían productos que no estaban ni registrados ni autorizados. De hecho Helios tenía registrados en ese momento solo una veintena y Ainsworth 33, mientras ambos se vanaglorian de tener cientos o miles de productos contra todo tipo de males.

La carta ha provocado una serie de réplicas y contrarréplicas entre las industrias mencionadas y la MHRA en las que no voy a entrar, porque el que esté interesado puede verlas con mucho detalle aquí. Pero entre esa parafernalia de argumentos hay uno que resulta muy peculiar y que ha sido resaltado por Martin Robbins en un artículo en The Guardian. En uno de los escritos a la MHRA y tras una serie de quejas sobre la "campaña" que contra la homeopatía se está haciendo en redes sociales (para que luego digan que son pasatiempos de jovencillos imberbes), la empresa Helios se declara dispuesta "si es necesario, a revisar el método de preparación, el etiquetado de la botellas y los kits para presentarlos como no-medicinas y no-homeopáticas y venderlas como GOLOSINAS". Toma del frasco! (y nunca mejor dicho).

El otro hecho que me ha resultado estrambótico es el que ayer mismo contaba Andy Lewis (uno de los tuiteros más activos contra la homeopatía, bajo su nombre de guerra  @lecanardnoir) en su The Quackometer Blog. Resulta que la FDA americana ha decidido inspeccionar a la empresa inglesa Nelson, fabricante también de varias pócimas homeopáticas, en virtud de que dicha empresa las exporta a Estados Unidos. Así que, ni corta ni perezosa, la FDA envió a sus técnicos a la factoría en la que Nelson prepara sus productos, siguiendo el mágico ritual homeopático, y éstos se dedicaron a inspeccionar el proceso siguiendo clásicos Manuales de Calidad. Y hay párrafos de la carta de la FDA a Nelson que son para partirse de risa, si no fuera porque si eso le pasa a una industria cualquiera se le cae el pelo. Los investigadores de la FDA habían descubierto que:

1. En la zona de empaquetado de los viales había restos de vidrio, supuestamente de viales que se habían roto durante el proceso, por lo que se acusa a Nelson de ser poco cuidadoso y poder provocar que algunos de esos trozos acaben en los viales.

2. Nelson no tiene manuales escritos de calidad que aseguren que los productos finales tengan la identidad, calidad y pureza que se supone posee cualquier preparado que se vende bajo una cierta denominación.

3. Durante la preparación de una de las pócimas, el agente de la FDA observó que una de cada seis botellas no recibía la dosis prescrita de la disolución homeopática madre porque, como consecuencia de las agitaciones y movimientos de la máquina, la dosis.... se caía fuera del vial!!!.

Para un escéptico homeopático como yo, lo del vidrio es preocupante pero las otras dos objeciones son irrelevantes porque estoy convencido de que, en esos preparados, no hay más que agua o agua y etanol. Pero no me digais que no tiene guasa que en lugar de meterse en el meollo de la cuestión (no hay nada), la FDA se dedique a comprobar que en una de cada seis botellas, además de no haber nada, no hay nada de nada...

En cualquier caso, creo que vamos en el buen camino. Y necesitamos que en el mercado español vayan pasando cosas similares y no que farmaceúticos y políticos miren a otro lado mientras se venden cientos de productos homeopáticos (o miles, si creemos a Boiron), cuando el propio Ministerio, y solo muy recientemente, ha aprobado los primeros doce. Necesitamos un Edzard Ernst en alguna Facultad española. Y muchos Fer Frías....

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lunes, 30 de julio de 2012

Clonando un agua de diseño

Hace ahora casi un año me abrí una cuenta en Twitter, tras la sugerencia de un amigo de que ello podría redundar en una mejor difusión de este Blog. El resultado no ha sido espectacular, salvo en algunas entradas en las que me he puesto un poco borde con el asunto de la Quimifobia, lo cual tampoco es raro porque esto no va de fútbol o recetas de cocina. Pero la experiencia ha resultado francamente interesante por otros aspectos que, en su día, no consideré. Sigo, por ejemplo, a un interesante colectivo de buenos divulgadores de la Ciencia, me han invitado a participar en el proyecto Amazings y he hecho nuevos amigos a través de esa red social, a algunos de los cuales he conocido (desvirtualizado, dicen en Twitter) personalmente despues de mantener con ellos conversaciones virtuales de menos de 140 caracteres, como imponen las normas de los tuiteros.

Uno de esos amigos via Twitter es Jose, J. Manuel López Nicolás, que en Twitter es conocido como @ScientiaJMLN, un bioquímico que enseña e investiga en la Universidad de Murcia y que tuvo el detalle de venir a conocerme este enero a mi retiro de todas las Navidades en Los Belones (Murcia). Mantiene, además, un activísimo blog en el que, en los últimos tiempos, la tiene tramada con el asunto de los alimentos funcionales, ese sofisticado timo por el que un fabricante de los yogures de toda la vida (por poner un ejemplo que todos conoceis), nos los vende "enriquecidos" con algo que nos rejuvenece, elimina nuestro colesterol o nos arregla las tripas. Este fin de semana, Jose se ha roto el menisco pero, aún y así, nos ha dejado en el blog una entrada que es una pieza maestra de la mala leche que podemos tener los oscuros y calladitos científicos cuando nos tocan mucho nuestras partes pudendas (algo que últimamente parece haberse puesto de moda, como también vereis al final de este post).

En esa entrada, Jose y Adrián, uno de sus estudiantes, usando estrictamente la legislación europea, preparan en cuatro minutos un agua enriquecida que, de acuerdo con esa misma legislación, proporciona mas de una treintena de beneficios contrastados para nuestra salud. Basta con un poco de agua y un poco de calcio, potasio y magnesio, disponibles en forma de sales en cualquier laboratorio que se precie. Mientras me reía viendo el vídeo y leyendo la entrada, me ha venido a la mente algo que se me había quedado olvidado en la pila de fotocopias que me recuerdan temas para nuevas entradas en este Blog.

He hablado en más de una ocasión del blog khymos que Martin Lersch, un químico inorgánico enamorado de la gastronomía, mantiene desde hace años. Es un blog de temática ligada a la mal llamada Cocina Molecular, donde uno puede encontrar explicaciones científicas a muchos hechos gastronómicos y más de una atrevida propuesta.

A principios de este año, y como continuación de otra entrada anterior, Martin colgaba la propuesta de clonar las aguas minerales más conocidas del mercado. El asunto tiene algo que ver con la entrada de mi amigo Jose porque, como supongo sabeis, en esto del agua hay tambien mucho timo y uno puede encontrar en los restaurantes de postín cartas de agua con ejemplares que valen más que muchos buenos crianzas y reservas. El asunto consiste en ser lo suficientemente listos y buscarse un manantial debajo de un cráter hawaiano, en un fiordo islandés o en un apartado paraje neozelandés, poner un envase de diseño y hacer un marketing adecuado para que alguien pique y compre la botella por snobismo o para hacerse el enterado sorprendiendo a alguien.

En esa entrada, al final, Martin colocó una hoja Excel que se puede uno bajar y que nos ayudará a clonar el agua que elijamos. En esa hoja, lo primero que hay que hacer es conocer la composición del agua de nuestro grifo, que es la que usaremos como agua de partida. Yo, por ejemplo, me he conseguido los datos del agua del embalse del Añarbe que bebemos los donostiarras y que controla mi antigua alumna Itziar Larumbe. Los he colocado en una tabla ad hoc, rellenando los apartados de contenidos en iones calcio, magnesio, sodio, potasio, bicarbonatos, sulfatos, cloruros y nitratos.

Luego he elegido el agua que quiero fusilar en un menú que te proporciona la misma hoja Excel. Por ejemplo, la San Pellegrino, un agua italiana que se lo ha montado muy bien a propósito de las aguas de diseño, patrocinadora además de esa clasificación mundial de restaurantes que este año ha cabreado tanto a Martin Berasategui. Pues bien, una vez elegida el agua, la hoja Excel me proporciona automáticamente lo que tengo que añadir a diez litros de agua del Añarbe para convertirla en diez litros de una San Pellegrino. Concretamente: algo menos de un gramo de cloruro sódico, 40 miligramos de bicarbonato potásico, 360 miligramos de cloruro magnésico, 5 gramos de sulfato magnésico heptahidratado, 5 gramos de sulfato cálcico y 1,4 gramos de carbonato calcico. Le pasamos un chorro de anhídrido carbónico (CO2) proveniente de una bombona como las que se usan para servir cerveza, dejamos que las sales se disuelven bien, la enfriamos y a disfrutar....

En la entrada, Martin da una serie de instrucciones derivadas de su experiencia, la más importante de las cuales es la de conseguir sales que se vendan para uso alimentario, lo cual no es difícil pues hasta Amazon las tiene y te las vende por internet.

P.D. Esta entrada va dedicada a mi colega, amigo del alma desde tiempos inmemoriales y colaborador de este Blog en varias ocasiones, Javier Ansorena, recientemente "purgado" de su puesto de Director de Medio Ambiente de la Diputación Foral de Gipuzkoa por el nuevo Diputado del Área. Las razones exhibidas son una supuesta "disparidad de criterios técnicos", criterios que Javi nunca ha podido contrastar con nadie cualificado desde que Bildu se hizo con el poder. El CV de mi amigo, extenso y reconocido internacionalmente en el campo de los residuos urbanos, se enriquecerá, sin duda, con tamaña tropelía. Hace ya años, Javi fue el inductor de mi primera entrada sobre aguas de diseño.

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viernes, 27 de julio de 2012

Poliuretanos

El 13 de noviembre de este año 2012 se cumplirán 75 años de la fecha en la que a un químico alemán, Otto Bayer, se le otorgara lo que constituye la patente fundamental de una versátil familia de materiales que están presentes en muchas aplicaciones de nuestra vida diaria, los poliuretanos. Quizás la más conocida sean las espumas de poliuretano, que se usan como aislantes acústicos y térmicos en casas y frigoríficos, para fabricar colchones y para otras muchas cosas. Pero también hay adhesivos de poliuretano, termoplásticos (o plásticos) de poliuretano y toda una gama de otros materiales con los que no os voy a aburrir. Lo que me interesa aquí es contar otra historia, relacionada con la Química, en la que la cabezonería de unos investigadores acabó poniendo las bases de un producto que ha sido fundamental en el éxito de una empresa tan importante como Bayer (cuyo nombre no se deriva del mencionado Otto Bayer, sino de otro Bayer que la creó y no tenía nada que ver con él).

Con sólo 31 añitos y en 1934, Otto Bayer llegó a ser el Director del Laboratorio Científico Central de la empresa en Leverkusen, un cargo que ponía bajo su mandato a muchos investigadores, en general mayores que él. Al principio no le quedó más remedio que lidiar con lo que se estaba entonces haciendo sobre colorantes sintéticos, cuyo mercado acaparaba la química alemana. Pero Bayer pronto comprendió que para prosperar había que diversificar y además de abrir líneas sobre plaguicidas, quedó prendado de la eclosión de nuevos materiales macromoleculares (lo que hoy llamamos polímeros o plásticos) y, particularmente, del trabajo que en la americana DuPont estaba realizando Wallace Carothers, el padre de las fibras de poliéster y de poliamida (podeis ver una entrada completita sobre el malogrado Carothers aquí).

Como contaba en esa entrada, la idea de Carothers parece sencilla ahora, pero en la época no era obvia. Tomemos el ejemplo de un éster, el acetato de etilo, el mismo que da ese olor a Pegamento Imedio antiguo a los vinos que se han echado a perder. El proceso es consecuencia de que el alcohol etílico o etanol, contenido en cualquier botella de vino que se precie, puede oxidarse en contacto con el aire a ácido acético, cuyas disoluciones en agua llamamos vinagre. De hecho, un vinagre se diferencia de un vino en que, básicamente, casi todo el alcohol se ha convertido en ácido acético. Si esa transformación ocurre en ciertas condiciones, el ácido acético que va apareciendo poco a poco reacciona con el propio etanol y forma acetato de etilo y agua, en una reacción que hasta los de Letras suelen conocer si han sido estudiantes aplicados: ácido más alcohol éster más agua. Y la reacción se acaba ahí, dando en nuestro caso el acetato de etilo, una molécula pequeñaja.

Carothers pensó, con buen criterio, que si en lugar de emplear una molécula con un grupo ácido (como el acético del vinagre) y otra con un grupo alcohol (como el etanol del vino) empleamos un diacido, con dos grupos ácidos, uno en cada extremo, y un diol, con dos grupos alcohol, uno en cada extremo, la reacción entre esos grupos de forma consecutiva tendría que dar lugar a una cadena con cientos o miles de grupos ésteres en su interior, por lo que lo llamamos poliéster. Y, dicho y hecho, lo consiguió, casi al mismo tiempo que a Bayer le hacían jefe del cotarro alemán. Extendiendo despues la jugada a reacciones entre diácidos y diaminas para dar poliamidas o nylons.

El amigo Otto había andado jugando durante su Tesis con una reacción parecida, la del fenil isocianato con aminas para dar ureas que, en este caso, no proporciona agua. Y razonando igual que Carothers pensó que si tuviera un diisocianato podría conseguir reacciones parecidas a las del americano. Pero, en aquella época, mentar un isocianato en Alemania era mentar la bicha porque, para producir isocianatos, la vía existente implicaba utilizar fosgeno, un gas de triste memoria, usado por primera vez por los alemanes, contra las tropas inglesas, en la primera Guerra Mundial en Bélgica, en diciembre de 1915. Así que cuando Bayer propuso la idea a sus inmediatos superiores hubo alguno que le dijo que "no parecía la persona más correcta para dirigir el Laboratorio Central". Algún otro, más experimentado en el uso del fosgeno, le invitó a abandonar la idea sobre la base de que "si hubiera intentado alguna vez obtener un isocianato a partir de fosgeno, no se le ocurriría obtener encima un diisocianato", prometiéndole desdichas sin cuento, desde ridículos rendimientos a explosiones sin control.

Pero nuestro hombre no se rajó y con ayuda de otros, tan piraos como él, consiguió una vía de síntesis a partir de tolueno que, convenientemente nitrado, daba una mezcla de 2,4- y 2,6-dinitrotolueno, que se reducían despues a los correspondientes diamino toluenos para, finalmente, y reaccionando con el odiado fosgeno daban los toluen diisocianatos (TDI) buscados.

Sin embargo, las tribulaciones no habían hecho más que empezar. Con esos TDIs y unos dioles, los químicos de Bayer obtuvieron un material del que sus colegas alemanes del momento se despepitaban. Lo que Bayer presentaba era una masa pringosa, pegajosa y consistente que dificilmente se hilaba como sus primos americanos de éxito (las poliamidas y los poliésteres, particularmente las primeras). Algunos ensayos se complicaban porque, en ciertas condiciones, el material se llenaba de burbujas, lo que provocó algún comentario irónico como el que "el material era muy adecuado para obtener imitaciones de queso suizo".

Pero haciendo del problema de las burbujas una idea a perseguir, Bayer y sus muchachos descubrieron que podían controlar a voluntad la formación de esas burbujas, usando algo tan simple como el agua, con lo que llegaron a obtener, finalmente, el material precursor de lo que hoy llamamos espumas de poliuretano.

El colmo de la mala suerte fue que cuando esas espumas estaban ya casi para ser fabricadas a gran escala, llegó la segunda Guerra Mundial. Y la cosa no estaba para espumas ni durante ni, sobre todo, despues de la Gran Guerra. Los aliados confiscaron la empresa, la partieron en pedazos y, solo a principios de los 50, la nueva Bayer resurgió de sus cenizas y las espumas de nuestro amigo pudieron empezar a fabricarse con éxito en 1952.


Setenta y cinco años despues de la patente original, una de nuestras estudiantes de Doctorado anda batiéndose el cobre con nuevas formulaciones de poliuretanos que tengan mejores propiedades frente al fuego. También es bastante cabezona y, por tanto, digna "nieta" o "biznieta" del gran Otto.

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jueves, 28 de junio de 2012

Un cromatógrafo por nariz

James Lovelock, autor de la hipótesis Gaia, y la bióloga Rachel Carson, autora del libro "La primavera silenciosa" (publicado en 1962), son considerados por muchos como los padres del ecologismo imperante. La historia de esa paternidad arranca con el debate en Estados Unidos, a principios de los sesenta, sobre los efectos del DDT, el insecticida cuya producción se triplicó entre los años 1953 y 1959. La Carson murió joven, víctima de cáncer, sin poder paladear la influencia de sus tesis. Lovelock, por su parte, se ha convertido en un abuelo gruñón, pronuclear y, más recientemente, con un toque negacionista sobre el cambio climático. Pero en esta entrada no nos vamos a meter en esos complicados jardines, prefiriendo resaltar la figura de Lovelock como la del inventor del llamado detector de captura electrónica (ECD), un dispositivo que revolucionó los niveles de detección de sustancias químicas, mediante una técnica que ha pasado a ser un clásico en los laboratorios de Química, la cromatografía de gases (GC en la prepotente terminología anglosajona).

En esa técnica, una muestra minúscula de una mezcla de gases o vapores se introduce en una corriente continua de un gas que actúa meramente como portador (helio, nitrógeno). El conjunto se hace pasar por una delgada columna metálica, rellena de un material capaz de interactuar con los componentes de la mezcla de forma diferenciada. Como consecuencia de ello, sustancias con estructuras químicas dispares interaccionan de forma diferente con el relleno de la columna, "entreteniéndose" más o menos tiempo en su interior y saliendo al exterior a diferentes tiempos, donde el detector ECD es capaz de dar un aviso de su salida y cuantificar las proporciones de esos componentes en la mezcla. Con lo que, contándolo de forma sencilla, podemos saber cuantos componentes hay en la mezcla y en qué cantidades relativas se encuentran dichos componentes. Eso se traduce en un diagrama que se llama cromatograma y cuya pinta podeis ver sin más que buscar chromatogram en Google.

Lovelock entró en contacto con la técnica cromatográfica en el verano de 1951, cuando unos colegas del londinense National Institute of Medical Research (NIMR) introdujeron la GC en el Instituto, como consecuencia de su creciente fama en los medios analíticos. La técnica estaba siendo fundamental para la incipiente industria petroquímica, que necesitaba una técnica rápida de separación y detección de las complejas mezclas existentes en sus líneas de producción. También había interesado a bioquímicos y analíticos, como posibilidad de separar productos similares en cantidades muy pequeñas. Y, de hecho, ese era el problema que preocupaba a Lovelock, interesado en los efectos de la criogenización de tejidos y fluidos vitales y, más concretamente, en cómo evolucionaban en esa situación los ácidos grasos de los lípidos constituyentes de las membranas celulares. Lo que implicaba medir pequeñas variaciones de concentración de esas sustancias, dado el tamaño de las muestras de tejidos de animales empleadas en el laboratorio. Aunque desde los colegas del NIMR se le hizo llegar el clásico consejo de los que nos hemos dedicado a caracterizar sustancias y materiales, "no me vengas con muestras tan pequeñas, procura tener más cantidad acumulando experimentos", alguien le sugirió que, para alcanzar sus fines, quizás fuera mejor desarrollar un detector más sensible que el empleado en cromatografía hasta entonces. Y lo consiguió.

Desde el invento de Lovelock, la sensibilidad de los detectores ECD ha evolucionado y, actualmente, ronda las 10 ppc (partes por cuatrillón) o, lo que es igual, es capaz de detectar un miligramo de una sustancia química concreta en cien mil toneladas de una muestra compleja. Lo que quiere decir que, en el plazo de unas cinco décadas, hemos alcanzado sensibilidades a pesticidas y otros productos químicos cien millones de veces mayores que las que tenía el primer detector de Lovelock, que andaba por la parte por millón (ppm).

La cromatografía de gases ha permitido resolver muchos y muy intrincados problemas. Se pueden aducir cosas muy sofisticadas, pero también nos podemos quedar en algo tan prosaico como el sabor a corcho de algunos vinos. Tradicionalmente, el efecto se ha asociado a una mala conservación del mismo en sitios expuestos a la luz, cambios bruscos de temperatura, incorrecta colocación, etc., pero esas no son sino condiciones asociadas a la aparición del verdadero problema. Como siempre que tiene que ver con sabores u olores, en el origen hay una sustancia química. En un principio, se propusieron como culpables de ese problema olfativo y gustativo compuestos como el 1-octen-3-ona,1-octen-3-ol o el 2-metil isoborneol (MIB). A medida que se fueron afinando las técnicas de detección y análisis de compuestos minoritarios en vinos (con la GC en primera línea), se incluyeron otros posibles culpables, como el 2,4,6-tricloroanisol (TCA), que hoy en día se tiene como la principal causa del gusto a corcho en vinos.

Olores y aromas son una parte importante de nuestra sofisticada vida moderna, en ambientes como la cosmética, la cocina tecno-emocional (molecular, o como se llame), los alimentos industriales, etc. ¿Por qué?. Porque nuestra nariz es un cromatógrafo perfecto, capaz de inducir al cerebro sensaciones agradables (o desagradables), gracias a su capacidad para detectar determinados compuestos volátiles en cantidades que se encuentran próximas a las que detecta un verdadero cromatógrafo. Por ejemplo, el característico y apetecible olor a determinadas setas y hongos, debido al 1-octen-3-ol arriba mencionado, puede ser detectado por nuestra nariz a concentraciones del orden de 3 ppt, trescientas veces más altas que las detectables por un sofisticado cromatógrafo de miles y miles de euros. Pero la comparativa anterior no debe inducir a error en detrimento de nuestra nariz y sus capacidades. Una parte por trillón (ppt) sigue siendo algo minúsculo e implica "encontrar" un miligramo de una sustancia en un millar de toneladas de una mezcla compleja.

Sin embargo, hay una diferencia fundamental entre una nariz y un cromatógrafo. La respuesta de éste último es puramente cuantitativa y si dos moléculas se encuentran en concentraciones muy diferentes aparecerán en el cromatograma dos picos de alturas muy diferentes y proporcionales a las cantidades. En la nariz, la cosa cambia. Por ejemplo, la rotundona, una molécula que da su aroma característico a la pimienta negra, y que también juega su papel en el aroma de vinos provenientes de la variedad de uva conocida como shiraz, es para la nariz humana, a igual concentración, varios cientos de veces más intensa que la vanillina, la molécula que proporciona el aroma característico a la vainilla y que también se encuentra en whisky escocés envejecido en madera.

Estas diferentes características a la hora de la detección de una determinada molécula, han dado lugar a una curiosa simbiosis entre hombre y máquina, la llamada cromatografía de gases/olfatometría, en la que el cromatógrafo hace la separación de los compuestos contenidos en una muestra y una nariz humana, colocada a la salida de la columna (ver la foto que ilustra el post), trata de identificar sustancias que, aunque sean minoritarias en la muestra en cuestión, pueden ser relevantes a la hora de proporcionar a la mezcla en estudio sus características organolépticas. Porque, en muchos de los aromas complejos que nos atraen en la naturaleza, o en un perfume generado por el hombre,  la clave no está siempre en la concentración.

Claro que esa inusual combinación tiene sus inconvenientes, ya que cada nariz humana es diferente de la del vecino y sus sensores olfativos también. Lo que introduce un matiz subjetivo en la detección basada en panelistas, que es como se conoce a las personas cuya nariz les da de comer a base de olfatear lo que sale de una columna cromatográfica. Por ello, los expertos en olfatometría necesitan de un entrenamiento riguroso, de cara al establecimiento de unos criterios lo más consistentes posibles a la hora de comparar los resultados proporcionados por narices distintas.

Pero la técnica está más que consolidada y ha permitido, por ejemplo, que las grandes firmas de perfumería desarrollen esencias exclusivas, basadas en moléculas que no necesitan estar en proporciones mayoritarias dentro de la compleja mezcla que es hoy un perfume de alta gama. Ese es el caso de un aroma que tiene una larga historia: el almizcle o musk, segregado por un pequeño cérvido asiático (Moschus Moschiferus) en la piel de su abdomen. El análisis de esas secreciones revela que contiene colesterol, éteres de ácidos grasos y una pequeña proporción de una cetona, la muscona, que es la que proporciona el olor característico a almizcle. Para no andar matando cervatillos al ritmo que pudieran dictar las grandes marcas, casi toda la muscona que se utiliza es de origen sintético.

P.D. Este artículo fue publicado online el día 25 de junio en Amazings, probablemente el mayor esfuerzo conjunto de divulgación de temas científicos existente en España y cuya web os recomiendo vivamente.

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martes, 12 de junio de 2012

Botellas de agua, calvados y acetaldehído

Una entrada reciente del blog gominolas de petróleo, al que estoy suscrito desde sus comienzos en abril del año pasado, se refería a los problemas derivados de reutilizar las botellas de plástico de agua embotellada. La entrada en si está bien escrita, como habitualmente, pero estoy en desacuerdo con su conclusión final que invita a no reutilizarlas. Mi desacuerdo no tiene ninguna importancia, dada mi escasa relevancia, pero lo que más me preocupa son los comentarios que la entrada ha generado en muchos de sus lectores y que evidencian el nivel de quimifobia reinante. Yo también podría haber dejado un comentario, pero he preferido escribir una nueva entrada al respecto sobre la ya vieja polémica de la contaminación del agua embotellada, como consecuencia de la migración desde el plástico de una serie de sustancias pretendidamente dañinas para el consumidor. Es una historia que ya ha salido varias veces en este blog a lo largo de sus seis años y 340 entradas de funcionamiento, pero que siempre es bueno revisar de cuando en cuando, dada la recurrente actualidad del tema.

Según esa conclusión final de la entrada (algo también propugnado por la OCU años atrás), no es bueno reutilizar botellas de agua porque en su reuso, y consiguiente envejecimiento, podemos provocar que, desde ellas, migren al agua sustancias como antimonio, formaldehído y acetaldehído provenientes del plástico (PET) que las conforma. Debe ir por delante que está bien establecido que dichas sustancias pueden encontrarse en botellas que se vayan a abrir por primera vez y no solo en las que se reutilicen. El antimonio proviene de restos del catalizador empleado en la síntesis del polímero, mientras que los otros dos aldehídos son consecuencia de procesos de degradación que sufre el mismo, al someterlo a las altas temperaturas necesarias para moldearlo en forma de botella, junto con la simultánea acción del omnipresente oxígeno del aire.

Sobre el antimonio en el agua embotellada hay una vieja entrada del Blog del Búho, relacionada además con la vida de Mozart, que podeis leer aquí. En resumen, lo que allí se mantenía, es que todos los días inhalamos una cierta cantidad de antimonio, proveniente de la contaminación ambiental, que éste no se acumula en el organismo y que para llegar a esa cantidad diaria bebiendo agua embotellada que contenga antimonio, por migración desde el plástico, deberíamos beber mas de mil quinientas botellas diarias de agua (¡toma intoxicación acuosa o potomanía!). Sobre el formaldehído hay otra entrada, de la misma época, que podeis leer aquí si os place, aunque no tiene que ver específicamente con las botellas de agua. Dado que las conclusiones que pueden extraerse sobre el formaldehído, en lo relativo al consumo de agua embotellada, son de menor relieve que las que voy a exponer a propósito del malvado acetaldehído, nos centraremos en este último.

Las prevenciones sobre el acetaldehído surgen de su relación con el cáncer de boca y vías anexas como la faringe y el esófago (tracto digestivo superior, dicen los finos matasanos). Hoy parece bien probado que ese tipo de problemas se deben, en una gran parte, a la ingestión de bebidas alcohólicas en general y a algunas en particular, como consecuencia de la concentración de acetaldehído inherente a la bebida y al que posteriormente se genera en la propia cavidad bucal. Algunas bebidas alcohólicas como el calvados contienen concentraciones de acetaldehído del orden de 100-200 ppm, mientras que en otras, como el vodka, es difícil detectarlo. El vino tinto anda por las 10-12 ppm y la cerveza por 5-6. Todo es cuestión de la materia prima (muchas frutas como la manzana del calvados o las uvas de vino ya contienen acetaldehído) y del proceso de elaboración.

Pero ahí no se acaba la cosa. Cuando uno ingiere una bebida alcohólica, con independencia de que contenga o no acetaldehído antes de la ingestión, ciertas bacterias presentes en la saliva generan esa sustancia en la cavidad bucal, a costa del etanol presente en la bebida. Las concentraciones finales de acetaldehído dependen de los hábitos del bebedor, de su higiene bucal, de si fuma o no al mismo tiempo (el humo del tabaco también contiene acetaldehído), etc. En cualquier caso, y dado que el contenido alcohólico se diluye con el agua de la saliva, las cantidades de acetaldehído no llegan a los valores que arriba se indican pero, en muchos casos, se han detectado cantidades superiores a las 20 ppm. Dicen los organismos internacionales que el contenido tolerable en acetaldehído para no tener problemas debe estar por debajo de las 4/6 partes por millón (ppm), una cifra que se ha establecido con ayuda de sufridos ratones a los que se ha puesto ciegos de acetaldehído.

Podemos comparar esos datos con los contenidos de acetaldehído en el agua embotellada "de primer uso". Entre ellos, he elegido como representativo un artículo publicado por investigadores del Instituto de la Salud japonés en 2006, un trabajo que comparaba veinte aguas embotelladas en PET de Japón, Francia, Italia, Reino Unido, Canadá y Estados Unidos. Ocho de ellas contenían acetaldehido en cantidades inferiores a 5 ppb (todas francesas) mientras que el resto andaban entre 30/50 ppb, 1000 y 100 veces inferiores, respectivamente, al límite peligroso que mencionábamos arriba. El que se lleguen a esos valores u otros tiene mucho que ver con el proceso de moldeo del PET en forma de botellas y con los tratamientos posteriores que los fabricantes aplican a las mismas.

Hay también muchos estudios analíticos que siguen el contenido en acetaldehido de aguas embotelladas sujetas a temperaturas más elevadas (40º o más) durante varios meses. Los resultados son bastante concluyentes y parecen indicar que las cantidades de acetaldehído que contiene un agua sujeta a temperaturas del orden de 40º durante períodos del orden de 3-4 meses alcanzan concentraciones de acetaldehído que llegan a estar incluso por encima del nivel peligroso arriba descrito (5 ppm).

Pero aunque eso pasara con algún despistado que haya dejado la botella en tan inadecuadas condiciones y durante tanto tiempo, tenemos un chivato que nos haría desecharla con rapidez. El acetaldehído es el causante del sabor a plástico que, a veces, detectamos en determinadas botellas mal conservadas. Y es muy importante conocer, para la polémica que nos entretiene, que nuestras papilas gustativas detectan ese sabor a plástico a cantidades muy pequeñas de acetaldehído. Hay muchos estudios que han tratado de evaluar la concentración umbral, a partir de la que los humanos somos capaces de detectar el acetaldehído en botellas de agua embotellada. Aunque, como es lógico, hay discrepancias en las cifras de los investigadores, todas ellas andan entre las 10 y las 50 ppb, es decir en el entorno de las cantidades detectadas en el estudio de los japoneses, pero 100 veces inferiores a la concentración tenida por peligrosa. Y más de mil veces inferior a la del calvados donde, por razones obvias, nuestras papilas se despistan en la búsqueda del acetaldehído.

Y, finalmente, estoy en desacuerdo con la conclusión de la entrada arriba mencionada porque a pesar de que en ella se menciona algún estudio que parece indicar que el sucesivo llenado provoca que la migración vaya a más, ese resultado es difícil de asumir. Una botella de PET contiene el antimonio, el formaldehído y el acetaldehido que contiene por su propio proceso de fabricación. Y, a partir de ahí, el plástico no procrea esas sustancias. Desde luego en el caso del antimonio eso es indiscutible. Así que cada llenado y vaciado implica la salida de una cierta cantidad del mismo y, tras un cierto número de procesos, se acabará el antimonio para siempre. En el caso del formaldehído y el acetaldehído es verdad que pudieran surgir nuevas cantidades como consecuencia de procesos de degradación ulteriores a su fabricación, pero en las condiciones normales de empleo ese proceso es practicamente inexistente.

Un poco largo ha quedado esto pero, en conclusión, yo no me asustaría por beber agua embotellada y menos por reutilizar las botellas. Es cierto que hay que tener compasión con los fabricantes y no querer tener una botella para toda la vida, así que con cambiarla de vez en cuando aquí paz y despues gloria. Y si el miedo al acetaldehído persiste, la solución es volverse abstemio de agua embotellada (¡viva el agua de grifo!) y de bebidas alcohólicas, sobre todo de algunas que uno se mete a pequeños chupitos.

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