Tecnología sin complicaciones
Con esto de Bolonia parece que se han descubierto cosas tan viejas como el que los estudiantes tengan que trabajar en equipo o exponer pequeños trabajos en público haciendo uso, eso sí, de las TICs omnipresentes en nuestra vida diaria. Quitando este último detalle, nada nuevo bajo el sol. Es verdad que entre el profesorado (y no sólo entre el más ancianito) la cosa genera sus recelos, pero no creo que sea por las actividades en sí mismas, sino por la dificultad en controlar al 100% la información en la que se basan los estudiantes para generar sus trabajos, algo arduo en estos tiempos, incluso para un docente con el culo pelado. Pero ésta es una discusión complicada, con partidarios y detractores que creo que no llegará nunca a término, por mucho que las cosas parezcan claras a las autoridades y pedagogos que nos guían con mano firme.
El caso es que mis estudiantes de primero tienen que preparar una presentación de entre 15-20 minutos, elaborada en equipo, sobre diferentes aspectos de esa Química Física cercana a diferentes cuestiones cotidianas. Y así, lo mismo tienen que hablar de la medida de la temperatura que de los nuevos tipos de combustible o de los fundamentos de los frigoríficos. Y en este último tema andábamos el otro día, cuando el grupo al que le tocó la china, ilustró el final de su presentación con una corta referencia al botijo, como un método tradicional de refrigeración del agua. Al seguir su argumento no pude menos que sonreir interiormente y acordarme de mis interacciones con el uso de semejante instrumento.
La primera vez que fuí a golfear con mi chica a Los Belones (en Murcia) era junio y hacía un calor propio de la zona. Y nos llamó mucho la atención el encontrar, cada un cierto número de hoyos, una especie de techumbre bajo la cual, y a la sombra, pendían unos cuantos botijos de arcilla blanca, como los que se ven en la foto de la entrada, colgados de unos ganchos similares a los que también ahí se ven. El agua estaba deliciosa y tuve que explicar a la sanitaria que me estaba ganando al golf (as habitual) las razones químico-físicas del asunto.
Unos meses más tarde, cayó en mis manos un libro de Óscar Giménez que, bajo el título "Si Galileo levantara la cabeza", recopilaba casi doscientos ejemplos de procesos e investigaciones divertidas, con fines divulgativos. Entre ellos estaba la curiosa historia de lo que todavía hoy, tras quince años transcurridos, se conoce en la red como el "efecto botijo", derivado de un artículo publicado en una revista americana [Chemical Engineering Education 29, 96 (1995)] por un par de profesores de la ETSII de la Politécnica de Madrid, J.I. Zubizarreta y G. Pinto. Una de las cosas más curiosas del artículo es que asumiendo que los americanos, en su infinito desconocimiento de todo lo que no han generado ellos, no tuvieran ni repajolera idea de lo que es un botijo, los autores decidieron incluir una foto del mismo y definirlo como "the earthenware pitcher with spout and handle" o, traducido a la lengua de Cervantes, "cántaro hecho de barro con pitorro y asa", botijo para los amigos.
El artículo es un poco complejo para los no iniciados en cuestiones de balances de materia y energía, pero es bastante fácil de resumir en términos divulgativos. Y, además, tiene cierta relevancia en los tiempos que corren, en los que las arcillas están volviendo a estar de moda, dada la actual disponibilidad de polvos de las mismas en los que el tamaño de las partículas es de unos pocos nanometros, resultando utilizables en diversos ámbitos. Sin ir más lejos, y arrimando el ascua a mi sardina (los polímeros), porcentajes muy pequeños (0-5%) de nanoarcillas, dispersadas en un polímero, confieren a éste propiedades singulares, en un efecto descubierto por los científicos de Toyota en los años noventa.
En un experimento fácil de reproducir, Gabriel Pinto se dedicó a pesar un botijo y a medir la temperatura del agua en el interior del mismo, tras haber introducido en él 3,2 litros de agua y mantenerlo en una estufa de laboratorio a 39ºC y una humedad del 42% (para reproducir así días clásicos del Sur español). Las medidas mostraban que el botijo perdía peso a lo largo del tiempo y que, al cabo de 7 horas, la temperatura en su interior llegaba a bajar 15º, alcanzando la nada tórrida temperatura de 24º. Posteriormente, el botijo comenzaba a calentarse poco a poco y, al cabo de tres días, cuando casi no quedaba agua en el mismo, la temperatura era casi la del ambiente.
Como digo, la explicación cualitativa es sencilla. La arcilla del botijo es un material poroso que permite que el agua del interior tenga una cierta tendencia a exudar hacia la cara exterior. Allí se evapora, pero el proceso de evaporación necesita una cierta cantidad de energía (o calor latente de vaporización) que el agua que se va a evaporar toma del agua que se queda dentro, con lo cual ésta se enfría. Algo parecido ocurre cuando los animales y humanos sudamos. La evaporación de ese sudor sobre la superficie de la piel nos proporciona una agradable sensación de fresquito, particularmente si el embiente en el que estamos es bastante seco. No así si la humedad ambiente es muy alta, porque entonces el sudor no se evapora y la única sensación que tenemos es la de estar mojados y atufados. Pues lo mismo pasa con los botijos. Cuanto más seco está el ambiente y más brisita pasa cerca de su superficie, más acusado es el efecto enfriador.
Con independencia de las ecuaciones empleadas en el trabajo original para modelar el proceso, el agua permea a través de las paredes del botijo empujada por una fuerza impulsora que nace del hecho de que la humedad relativa en el interior del botijo es del 100% mientras en el exterior es del 42%. Es un efecto similar a por qué una piedra cae siempre desde un punto más alto a uno más bajo. Los físicos lo atribuyen a que la piedra busca la situación de menor energía potencial, que depende de la altura. En nuestro caso, los químico-físicos decimos que el agua va buscando su menor potencial químico que, en este caso, depende de la humedad relativa. Lo que ocurre cuando el proceso se extiende a los tres días mencionados es algo más complejo y tampoco es cuestión de incordiar al personal.
El caso es que mis estudiantes de primero tienen que preparar una presentación de entre 15-20 minutos, elaborada en equipo, sobre diferentes aspectos de esa Química Física cercana a diferentes cuestiones cotidianas. Y así, lo mismo tienen que hablar de la medida de la temperatura que de los nuevos tipos de combustible o de los fundamentos de los frigoríficos. Y en este último tema andábamos el otro día, cuando el grupo al que le tocó la china, ilustró el final de su presentación con una corta referencia al botijo, como un método tradicional de refrigeración del agua. Al seguir su argumento no pude menos que sonreir interiormente y acordarme de mis interacciones con el uso de semejante instrumento.
La primera vez que fuí a golfear con mi chica a Los Belones (en Murcia) era junio y hacía un calor propio de la zona. Y nos llamó mucho la atención el encontrar, cada un cierto número de hoyos, una especie de techumbre bajo la cual, y a la sombra, pendían unos cuantos botijos de arcilla blanca, como los que se ven en la foto de la entrada, colgados de unos ganchos similares a los que también ahí se ven. El agua estaba deliciosa y tuve que explicar a la sanitaria que me estaba ganando al golf (as habitual) las razones químico-físicas del asunto.
Unos meses más tarde, cayó en mis manos un libro de Óscar Giménez que, bajo el título "Si Galileo levantara la cabeza", recopilaba casi doscientos ejemplos de procesos e investigaciones divertidas, con fines divulgativos. Entre ellos estaba la curiosa historia de lo que todavía hoy, tras quince años transcurridos, se conoce en la red como el "efecto botijo", derivado de un artículo publicado en una revista americana [Chemical Engineering Education 29, 96 (1995)] por un par de profesores de la ETSII de la Politécnica de Madrid, J.I. Zubizarreta y G. Pinto. Una de las cosas más curiosas del artículo es que asumiendo que los americanos, en su infinito desconocimiento de todo lo que no han generado ellos, no tuvieran ni repajolera idea de lo que es un botijo, los autores decidieron incluir una foto del mismo y definirlo como "the earthenware pitcher with spout and handle" o, traducido a la lengua de Cervantes, "cántaro hecho de barro con pitorro y asa", botijo para los amigos.
El artículo es un poco complejo para los no iniciados en cuestiones de balances de materia y energía, pero es bastante fácil de resumir en términos divulgativos. Y, además, tiene cierta relevancia en los tiempos que corren, en los que las arcillas están volviendo a estar de moda, dada la actual disponibilidad de polvos de las mismas en los que el tamaño de las partículas es de unos pocos nanometros, resultando utilizables en diversos ámbitos. Sin ir más lejos, y arrimando el ascua a mi sardina (los polímeros), porcentajes muy pequeños (0-5%) de nanoarcillas, dispersadas en un polímero, confieren a éste propiedades singulares, en un efecto descubierto por los científicos de Toyota en los años noventa.
En un experimento fácil de reproducir, Gabriel Pinto se dedicó a pesar un botijo y a medir la temperatura del agua en el interior del mismo, tras haber introducido en él 3,2 litros de agua y mantenerlo en una estufa de laboratorio a 39ºC y una humedad del 42% (para reproducir así días clásicos del Sur español). Las medidas mostraban que el botijo perdía peso a lo largo del tiempo y que, al cabo de 7 horas, la temperatura en su interior llegaba a bajar 15º, alcanzando la nada tórrida temperatura de 24º. Posteriormente, el botijo comenzaba a calentarse poco a poco y, al cabo de tres días, cuando casi no quedaba agua en el mismo, la temperatura era casi la del ambiente.
Como digo, la explicación cualitativa es sencilla. La arcilla del botijo es un material poroso que permite que el agua del interior tenga una cierta tendencia a exudar hacia la cara exterior. Allí se evapora, pero el proceso de evaporación necesita una cierta cantidad de energía (o calor latente de vaporización) que el agua que se va a evaporar toma del agua que se queda dentro, con lo cual ésta se enfría. Algo parecido ocurre cuando los animales y humanos sudamos. La evaporación de ese sudor sobre la superficie de la piel nos proporciona una agradable sensación de fresquito, particularmente si el embiente en el que estamos es bastante seco. No así si la humedad ambiente es muy alta, porque entonces el sudor no se evapora y la única sensación que tenemos es la de estar mojados y atufados. Pues lo mismo pasa con los botijos. Cuanto más seco está el ambiente y más brisita pasa cerca de su superficie, más acusado es el efecto enfriador.
Con independencia de las ecuaciones empleadas en el trabajo original para modelar el proceso, el agua permea a través de las paredes del botijo empujada por una fuerza impulsora que nace del hecho de que la humedad relativa en el interior del botijo es del 100% mientras en el exterior es del 42%. Es un efecto similar a por qué una piedra cae siempre desde un punto más alto a uno más bajo. Los físicos lo atribuyen a que la piedra busca la situación de menor energía potencial, que depende de la altura. En nuestro caso, los químico-físicos decimos que el agua va buscando su menor potencial químico que, en este caso, depende de la humedad relativa. Lo que ocurre cuando el proceso se extiende a los tres días mencionados es algo más complejo y tampoco es cuestión de incordiar al personal.
8 comentarios:
No sabes cuanto me gustó esta explicación, mira que siempre me había llamado la atención de estos cántaros con forma rara que la gente antigua usa en los campos para tener agua fresca...Y claro, cuando tenemos fiebre y transpiramos, ésta baja por este mismo proceso de enfriamiento...De puro simple, no lo sabía!!
Felicidades por la didáctica empleada, la sencillez de la explicación. Le pago (si me lo permite) con la moneda de la gratitud, del elogio, de la satisfacción en permitirme leer cada uno de sus escritos.
Gracias por la atención, un abrazo, Ramón
Ya que has puesto a "currar" al alumnado y aunque no tengo muy clara su "efectividad" para conservar la comida, cuando no había neveras se guardaba (guardábamos) la comida o los alimentos que almacenábamos(pocos)en la "fresquera" (pequeño receptáculo de madera cubierto por una gasa (para evita la entrada de mosquitos)colocado a la sombra en lugar aireado).¿tenia esta "fresquera" alguna característica químico-física en la conservación real de alimentos?.
Un saludo
Yo también recuerdo la fresquera de mi abuela materna. Aparte de que circulara por ella una corriente de aire más frío, por aquello de estar a la sombra, y el que las temperaturas fueran más bajas a la noche, no creo que haya ningún otro efecto de relieve.De hecho, ahora que lo pienso, la fresquera de mi abuela estaba orientada al Sur. Menos mal que tenía una casa delante y muy cerca que la mantenía en sombra casi todo el día.
He tardado unos días en leerlo, pero como he tenido contacto con la persona que comentas que escribió el artículo, se lo voy a enviar para que también lo lea.
un abrazo. Isabel
Un honor, Isabel.
El libro "Si Galileo levantara la cabeza" no es de Antonio Jiménez, sino del periodista Óscar Giménez, quien nunca ha trabajado para "El País".
Muchas gracias Anónimo. Ya lo he corregido.
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