domingo, 18 de enero de 2009

Química Física Gastronómica

Me dice un pajarito que la próxima semana va a ser movida en el ámbito gastronómico. El ínclito Santamaría ha sido excluído de un Congreso denominado Madrid Fusión y, enrabietado, ha prometido una especie de Madrid Fusion alternativo en su blog. Por lo menos, en este caso, no podrá hacer caja. Casi el mismo día, una alerta del Blog Khymos me avisa que también Hervé This ha inaugurado recientemente el suyo. Por el momento, no parece muy apetecible porque más que un Blog de Gastronomía parece uno de filosofía empresarial. También me anuncian una nueva edición en mi ciudad de Diálogos de Cocina, con nuevos encuentros entre científicos y cocineros. Vamos, que la bola de nieve crece y crece como si del fútbol se tratara.

Que no se deduzca de la frase anterior que yo me sitúo en el bando del Santa. Entiendo que esta ola de cocina creativa es un aggiornamiento impuesto por la innovación que sacude cualquier actividad humana en fechas recientes (ya veremos si subsiste en tiempos de crisis). Pero me parece que, como en la oleada anterior provocada por la Nueva Cocina Vasca de los setenta y ochenta del pasado siglo, hay que separar el grano de la paja. Que está muy bien que las nuevas generaciones de cocineros conozcan los aspectos más recientes de la Tecnología de Alimentos de la mano de gentes que dedican su vida a ello. Y que gracias a ello y a un mayor flujo de información del que ahora disponen, apliquen su creatividad con todas esas nuevas herramientas. Ejemplos de gentes que lo están haciendo bien, jóvenes y menos jóvenes, están en la mente de todos los que seguimos un poco el asunto. Pero hay otros que no debieran perder de vista que lo que la mayoría de los clientes buscamos en un restaurante es buena comida y ambiente agradable. Y que si además de eso emplean "nuevas tecnologías" para inducirnos a una especie de disfrute plurisensorial, bienvenidas sean. Pero si de lo que se trata es de deslumbrarnos únicamente con ellas, habría que decirles que, como bien explica un amigo mío que sabe de esto mucho más que yo, muchas de las cosas que ahora parecen haber descubierto son más viejas que mear en pared.

Basta con dar un repaso al Léxico cientifico gastronómico, un libro publicado hace un par de años por la Fundación Alicia y elBullitaller, para constatar que la mayor parte de las entradas del libro se refieren, sobre todo, a aditivos (hidrogeles, colorantes, emulsificantes, espumantes, conservantes) que la industria alimentaria ha venido investigando y utilizando desde hace décadas, así como a procedimientos fisicoquímicos que, como la liofilización, los gases licuados, el Soxhlet o el vacío, son herramientas de la Química desde el siglo XIX (o antes). Y para demostrar que los químicos hemos sido sensibles a estas cosas desde hace tiempo, me voy largar una disquisición extraída del polvoriento birrete que me acredita como catedrático de Química Física.

La Química Física tuvo su desarrollo conceptual a finales del siglo XIX. Las figuras que contribuyeron a su implantación son los gigantes a cuyas espaldas hemos medrado unos cuantos insignificantes. Personajes como Arrhenius, Nernst, Gibbs, Ostwald o van t'Hoff, fueron preclaras mentes enciclopédicas que lo mismo servían para un roto que para un descosido, que saltaban entre temas muy dispares con una audacía y una resolución que ahora nos abruma. Las cosas han cambiado mucho y pocos personajes similares a ellos pueden encontrarse en una ciencia hiperespecializada como la actual.

Jacobus Henricus van't Hoff fue un químico holandés con el que se inauguró la nómina de Premios Nobel de Química, en 1901. Cualquier estudioso de la Química Física sabe que su nombre está ligado a los inicios de la estereoquímica, de la cinética química, de los equilibrios químicos y de muchos aspectos relacionados con la termodinámica. Pero el que aquí me interesa es el concepto de ósmosis o presión osmótica. En el propio libro de la Fundación Alicia, al explicar el significado de este término y su influencia en la cocina, se hace mención a un problema que, como el del huevo o la gallina, parece recurrente en los textos gastronómicos: salar la carne antes o despues de hacerla a la plancha, that's the question!.

Los cocineros parecen estar divididos pero lo que poca gente tiene claro, excepto como casi siempre Harold McGee en su monumental libro varias veces mencionado en este Blog, es que el origen del debate parte de una falsa premisa, introducida por otro gigante de la Química. Justus von Liebig fué otro químico ilustre, padre de la moderna Química Agrícola y de los fertilizantes pero, también, inventor de la salsa concentrada de carne que llevó su nombre hasta que una multinacional se comió la empresa originalmente creada por nuestro sabio. En una fecha tan lejana como 1850, el bueno de Justus publicó una obra titulada Researches on the Chemistry of Food (un adelantado, vamos), en la que propugnaba la idea según la cual había que "Sear the meat to seal in the juices". La traducción que Juan Manuel Ibeas ha hecho de la frase en la versión en castellano del libro de McGee me hace sonreir cada vez que la leo: "Socarrar la carne para sellar los jugos dentro". Socarrar es un término que los riojanos usan mucho y que hace tiempo mis amigos de la zona introdujeron en mi vocabulario.

Las ideas de Liebig prendieron rápidamente entre los cocineros y autores de libros de cocina de la época, incluyendo al prestigioso chef francés Auguste Escoffier. Pero unos sencillos experimentos realizados en 1930 y que todo cocinillas puede comprobar, demostraron que esa idea estaba equivocada y que la costra no sella la salida de los jugos de la carne. El continuo siseo que se escucha al cocinarla es debido, precisamente, a la salida del vapor de agua que se escapa de la pieza.

Pero la cuestión de la costra está en el fondo de la polémica que mantienen los que podríamos llamar presalacionistas y postsalacionistas. Según los presalacionistas, la sal se debe añadir al principio para conseguir que el agua del interior, por efecto osmótico, salga al exterior, disuelva la sal añadida e incorpore posteriormente la disolución salina, de forma homogénea, a la casi totalidad de la pieza. En caso de hacerlo con posterioridad, la famosa costra impediría ese transporte de la disolución salina al interior. Para los postsalacionistas, que se hacen eco de la inexistencia de tal costra, añadir la sal al principio provoca una abundante pérdida de jugos que dejan la pieza cocinada mucho más seca. Y ahí sigue el debate, entre otras cosas porque nadie se ha tomado todavía en serio el evaluar las múltiples variables (temperatura, contenido en agua de la carne, tiempo entre el salado y la consumición, cantidad de sal, tiempo de cocción, etc.). De hecho, la temperatura es el factor que más influye en la sequedad final de la carne, por encima de lo que pueda lograr el efecto osmótico. Pero la temperatura es la que provoca, al mismo tiempo, el tostado superficial (la famosa costra) y los aromas y texturas que buscamos, gracias a las reacciones de Maillard.

En conversaciones, discusiones, foros y eventos gastronómicos en los que participe en el futuro, voy a reivindicar la figura de Liebig como la de un auténtico precursor de la Gastronomía Molecular, la Gastronomía Tecnoemocional o como coño quieran llamar a esta movida actual en torno a la colaboración entre cocineros y científicos.

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