viernes, 30 de abril de 2021

Calentadores químicos

Hace ya casi diez años decidí, un poco por libre, proponer a mis estudiantes de primer año de Química el que buscaran temáticas relacionadas con ella que les llamaran la atención o les preocuparan. La idea, que no era mía sino copiada, buscaba que trabajaran sobre esos temas y que, posteriormente, los presentaran en público ante estudiantes y profesores de mi Facultad, en forma de breves comunicaciones o sesiones de posters. La propuesta cayó bien entre la muchachada y la verdad es que se apuntaron temas muy interesantes. Desde la edad de la Sábana Santa, medida por isótopos de carbono, a las causas de los accidentes provocados en los buzos en el proceso de descompresión. Además de otros muchos. Y un trío de chicas, listas como el hambre, me propusieron hablar de calentadores químicos. Dos de ellas eran esquiadoras desde pequeñas y estaban acostumbradas a llevar en los bolsillos de su equipamiento unos dispositivos en forma de bolsitas para calentarse las manos en ambientes gélidos.

Ahora me he acordado de ellas, porque una vez más mi espalda me ha dado una semana un poco complicada. Hasta he tenido que dejar de jugar al golf algún día, no os digo más. Ante la "magnitud" del problema, mi cuñadísima (el título es por ser bilbaína consorte) me propuso una solución terapéutica consistente en una suave faja como la que veis en la imagen que, según la propaganda, te mantiene la espalda calentita con el consiguiente alivio, sin necesidad de usar las tradicionales mantas eléctricas ni recurrir a fármacos. Y ese dispositivo tiene mucho que ver con lo que mis estudiantes Maite, Miren y Naroa, contaron en la sesión de pósters de un día de primavera de 2015.

Las celdas que se ven en la imagen, embutidas en la faja blanca contienen una serie de ingredientes que, según la marca fabricante de la que yo compré, contienen una mezcla de virutas de hierro, algo de sal común, otra sal denominada tiosulfato sódico, un polímero de ácido acrílico, parecido a lo que se emplea en pañales y compresas (que retiene algo de agua) y un poco de carbón pulverizado (carbón activo). Estas fajas vienen dentro de una bolsas estancas de aluminio y plástico que impiden que entren en contacto con el oxígeno del aire.

Lo que ocurre cuando se abre una de esas bolsas estancas, estuvo muy bien explicado por mis alumnas en su póster. Pero claro, su auditorio eran profes y estudiantes de Química, cosa que no es el caso aquí. De forma mas sencilla diremos que cuando sacamos la faja de la bolsa y nos la ponemos en el cuerpo, las virutas de hierro reaccionan con el oxígeno del aire y el agua presente en el poliácido acrílico.  Y al mismo tiempo, en ese proceso, se genera calor (es un proceso exotérmico decimos los químicos). La sal común (cloruro sódico) es un catalizador de esa reacción. Su presencia en mayor o menos proporción hace que el proceso vaya más rápido o más lento, de forma que la generación de calor también sea más o menos rápida. Ello tiene que ver con la temperatura máxima que alcanzan las celdas y el tiempo que se mantiene calientes. En las que yo me compré, la sensación de calor no es muy intensa y duró un tiempo de unas 8 o 9 horas. Con cantidades mayores de sal, la temperatura será más elevada pero el tiempo con la sensación de llevar algo caliente en la espalda disminuirá.

El carbón y el tiosulfato tienen otras misiones en el interior de las bolsas, pero sería algo tedioso de explicar para los no iniciados en Química. El caso es que, al final, harto de no perseguir bolas blancas en una alfombra verde y sin mascarilla, me armé un día con mi liviana faja y me fui a mi club. No alteraba mi delicado swing y me mantenía la espalda calentita. Pero también os tengo que decir que, al quitármela y esperar un rato, la sensación de alivio desapareció enseguida. No a las 8 horas siguientes, que era lo que decía el envase.

Así que tuve que recurrir a otra propuesta química, en forma de un conocido antiinflamatorio, para acabar con el episodio en un par de días.

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miércoles, 14 de abril de 2021

Jamón y umami

Durante las últimas semanas he tenido la sensación de haber malgastado mi dinero comprando el Diario Vasco. Ha habido días en los que más de la mitad de sus páginas tenían que ver con la final de la Copa del Rey en la que hemos conseguido doblegar a los leones. Tengo que reconocer que aunque no soy futbolero, esto último no me ha disgustado, pero lo cierto es que, esos días, no había casi nada que leer salvo las excelencias del equipo donostiarra y su afición. Así que no es de extrañar que el jueves 25, harto de pasar hojas con marchamo realista, mi cansada vista acabara posándose en una página entera de publicidad en la que me encontré, bajo el título "Bienvenidos al quinto sabor", con que una conocida marca nos cantaba las excelencias de sus jamones, poniendo un especial énfasis en el hecho de poder disfrutar con ellos del quinto sabor, un recién llegado a la tradicional lista de los amargo, ácido, salado y dulce. El llamado umami o sabroso, sobre el que este modesto Blog, por ejemplo, tiene una entrada de hace doce años, describiendo ese sabor, explicando que está ligado a la cocina asiática, que lo hace prevalente por el uso de algas añadidas al proceso de cocción de los alimentos.Y algunas otras cosas interesantes al respecto.

El subtítulo de la página es un auténtico ejemplo del sinsentido del marketing. En él se dice que "La marca líder del mercado (omito el nombre) es la primera en incorporar el concepto umami y un mapa de cata en su gama de productos". Después nos hablan del "perfil nutricional saludable" de su jamón, contándonos las vitaminas y minerales que contiene. Pero no nos cuentan de dónde procede ese nuevo y distintivo sabor de sus piezas. Cuando el asunto es más viejo que mear en pared. Basta con poner en Google el título de esta entrada y te salen miles de referencias, muchas de ellas con años de antigüedad. Así que no sé lo que reivindica la empresa en cuestión cuando dice que es la primera en incorporar el concepto umami al jamón.

Este vuestro Búho, en sus primeros tiempos de bloguero y seguidor de Blogs, había aprendido mucho sobre el umami de uno de mis Blogs favoritos desde hace años (desgraciadamente poco activo en los últimos), lamargaritaseagita.com, el blog de Jorge Ruiz Carrascal (Orges para los amigos), reputado especialista en Tecnología de Alimentos, Catedrático de la Universidad de Extremadura, Profesor invitado de la Universidad de Copenhage y con el que, antes de la pandemia, he compartido cervezas y cenas cuando, como experto internacional en muchos temas gastronómicos, ha venido a Donosti invitado por el Basque Culinary Center. Y, en lo que se refiere a esta entrada, hay que decir que es uno de los que más sabe sobre el jamón ibérico en este país.

Lo que no dicen los de la empresa anunciadora, y que todo el mundo sabe a poco que esté puesto en gastronomía, es que ese sabor umami se debe, fundamentalmente, a una sustancia química conocida como glutamato monosódico (GMS o MSG, según uséis el acrónimo en castellano o en inglés). Ahora poned en Google glutamato monosódico o monosodium glutamate. Y os encontraréis, respectivamente, con centenares de miles o millones de referencias, la mayoría de las cuales contando males sin cuento derivados de la ingestión de esa sustancia, con literatura científica al efecto que se empezó a publicar a finales de los años sesenta, en lo que se conoce como el síndrome del restaurante chino.

Una consecuencia de la alarma con el glutamato fue que, desde esos finales de los 60, se estudiaron muchos alimentos a la búsqueda del mismo en ellos, usando las cada vez más sofisticadas técnicas instrumentales que los químicos fuimos introduciendo en nuestros laboratorios. Con el "sorprendente" resultado de que nuestra dieta de glutamato es bastante variada. Hay glutamato en cantidades importantes en quesos como el Roquefort o el parmesano, en vegetales como los guisantes, en la leche que produce de forma natural la glándula mamaria de la hembra humana y que ingieren nuestros más tiernos infantes y, para lo que aquí interesa, en el jamón ibérico. Gracias a una de las entradas del Blog de Jorge, en el que reivindicaba el papel realizado por él y otros colegas extremeños en el estudio del contenido de glutamato en el jamón ibérico, he podido leer un artículo de 1994, en el que se evalúa ese contenido a lo largo de todo el proceso de curado, desde que se sacrifica al cerdo hasta que el jamón sale de las bodegas de curado [Juan J. Córdoba y otros, J. Agric. Food Chem. 1994, 42, 2296-2301].

Echando unas cuentas con sus datos, he llegado a calcular que en los jamones analizados por los investigadores extremeños en el artículo (un total de 58), el valor medio de glutamato libre es de unos 588 mg por cada 100 gramos de jamón curado. Hay cantidades mayores en algunos quesos parmesanos (del orden de 1200 mg/100g) e inferiores en alimentos como las patatas y los guisantes (del orden de 200) o en la leche humana antes mencionada y en el salmón (del orden de 20).

No merece la pena volver mucho sobre un tema que ya es muy viejo y en el que la seguridad alimentaria está más que bien sentada. En julio de 2017, la Agencia Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA) publicó su última evaluación del glutamato como aditivo, revisando toda la literatura existente sobre él. La EFSA no considera al glutamato ni cancerígeno ni mutagénico, aunque si reconoce que dosis muy altas de glutamato (como las que se metieron en su día a algunos ratones de laboratorio y sirvieron para extraer conclusiones alarmistas) pueden producir algunos efectos similares a los del síndrome del restaurante chino. Pero no a la Dosis de Ingesta Diaria establecida para el glutamato por la EFSA en 2,1 g/día. Que para que se entienda lo que eso quiere decir, los primeros problemas podrían surgir si consumimos el equivalente a 350 gramos de jamón ibérico todos los días de nuestra vida durante una vida media de 70 años. Un poco demasiado jamón, hasta para mí, un adicto del mismo. Y un poco caro.

Pero, en realidad, la entrada quiere denunciar la facilidad con la que las casas comerciales manejan a su antojo todo lo que tiene que ver con las sustancias químicas en sus estrategias de marketing. En lo que al glutamato se refiere, he visto en algunas etiquetas de empresas de alimentación la frase "sin glutamato" provocando así el rechazo de la gente a un aditivo alimentario reconocido (E621), un excelente potenciador de sabor y más sano que la sal de mesa (otro potenciador de sabor pero con más sodio en su molécula). Y en este caso, en el que esa misma sustancia está en un jamón ibérico, y ha estado siempre como componente "natural", se opta por usar el sabor umami como concepto atractor pero ocultando (no se menciona ni una sola vez en la página de propaganda) que ese sabor proviene de la misma (exactamente la misma) molécula química que no han querido añadir en otros alimentos.

Me voy a hacer unos garbancitos con verduras a los que añadiré un par de cubitos de caldo de pollo deshidratado (los Maggi de toda la vida) con su glutamato correspondiente.

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