martes, 26 de febrero de 2019

Agujetas y plásticos biodegradables

Los amigos de Maldita Ciencia, cuya web os recomiendo, recordaban la semana pasada que, en contra de lo que se ha dicho (y enseñado en las escuelas), las llamadas agujetas, ese punzante dolor muscular que aparece tras la realización de un esfuerzo acusado, y generalmente inusual, no están causadas por cristales acerados de ácido láctico que se clavan en nuestros músculos. Lo cual no implica que no se produzca ácido láctico durante los ejercicios violentos o inusuales. En la generación de un esfuerzo, nuestro organismo quema ese combustible a nuestro alcance, tantas veces mencionado en este Blog, la glucosa, produciendo en esa combustión anhídrido carbónico (CO2) y agua. Pero, como en toda combustión, se necesita la presencia del oxígeno. Para conseguirlo durante el esfuerzo, el organismo necesita asegurarse una buena oxigenación. Si el esfuerzo es muy importante, muy prolongado o no estamos bien entrenados para ello, el aporte de oxígeno no es el adecuado y la glucosa no se quema eficientemente.

En lugar de ello, en presencia de esa atmósfera sin el oxígeno necesario, la glucosa sufre una serie de reacciones químicas que mediante la formación de un intermedio, el ácido pirúvico, conduce finalmente a la formación de ácido láctico. Pero hoy parece probado que la mayor parte del ácido láctico generado acaba transformándose en lactato, con lo que la concentración real de aquel es baja y no daría lugar a suficientes agujas cristalinas como para hacernos ver las estrellas. Y la sensación de dolor se debería más a pequeñas roturas de fibras musculares. Pero esto se escapa a las capacidades de este vuestro Búho, aunque leer sobre estas cosas en la web de Maldita Ciencia, me ha recordado una vieja entrada de los inicios del Blog que creo que ha llegado el tiempo de actualizar.

En determinadas ocasiones y en relación con el bombardeo que estamos sufriendo en los medios en torno a la presencia de basura de plásticos en todo nuestro entorno, y particularmente en el mar, se postula como posible alternativa la sustitución de los plásticos convencionales por plásticos con la etiqueta "bio". Ya he alertado aquí en varias ocasiones que hay que tener cuidado con el término. Hoy se emplea el prefijo bio para designar plásticos que provienen de fuentes de biomasa renovables pero, en algunos de los casos, una vez transformadas en un plástico, éste es exactamente igual que el obtenido a partir de derivados de petróleo. El caso más significativo es el polietileno de las bolsas de basura y otros usos. Para producirlo necesitamos etileno, un gas que puede extraerse de plantas de petroquímica o de biomasa como la caña de azúcar. Pero una vez polimerizado para obtener el polietileno, éste es exactamente igual venga de donde venga y el problema de su existencia como basura es idéntico. La solución mas aceptable (aunque no exenta de problemas) es que el polímero obtenido de fuentes renovables, una vez utilizado, se degrade totalmente en el ambiente para dar solo CO2 y agua. Son los llamados plásticos biodegradables. Y de uno de ellos, que tiene que ver con las agujetas, va esta entrada de largo preámbulo.

El ácido láctico presente en la naturaleza se produce generalmente mediante procesos de fermentación de sustratos ricos en glucosa, lactosa o polisacáridos, merced al concurso de microorganismos como la bacteria Bacillus acidilacti. Como tal ácido láctico está presente en la leche y otros derivados lácteos y se usa también, en otros productos alimenticios, como sustancia capaz de regular el pH (su código en estos usos es E-270). Pero donde adquiere mucho mayor valor añadido es en el ámbito de la cosmética, donde junto con un "primo", el ácido glicólico, se emplea para paliar el paso del tiempo en nuestro físico. Adecuadas pociones o incluso infiltraciones de estos alfa-hidroxi ácidos se venden como poderosos agentes antiarrugas, como potenciadores de mejores tonos y texturas de la piel, como protectores solares, etc. No voy a entrar demasiado en el tema. El mundo de la cosmética es un tema del que no me siento particularmente orgulloso como químico y no tenéis más que seguir los libros, las charlas o la web de mi hermano murciano José Manuel López Nicolás para haceros una idea de ello.

El ácido láctico puede polimerizarse para dar lugar a largas cadenas de un polímero plástico que se denomina poliácido láctico (PLA), nombre que nunca me ha convencido porque lo que realmente se obtiene es un poliéster. La reacción en la que el ácido láctico da lugar al poliéster es una reacción complicada y el polímero resultante suele tener cadenas relativamente cortas (bajo peso molecular), algo poco recomendable para muchas aplicaciones convencionales en las que se emplean plásticos. Sin embargo, hay una vía alternativa. A partir del ácido láctico es posible obtener un compuesto llamado lactida, que son dos unidades de ácido láctico unidas en un ciclo de seis miembros. Con adecuados catalizadores es posible abrir ese ciclo y generar el mismo polímero que con el ácido láctico sólo que, está vez, es posible llegar a pesos moleculares más altos y, por tanto, a materiales más interesantes.

Hasta principios de este siglo, el plástico PLA era un material poco relevante, aunque de alto valor añadido, que había encontrado un cierto nicho en el mercado de las aplicaciones biomédicas como hilo de sutura, clavos empleados en la recomposición de fracturas óseas, como soporte de ciertos medicamentos administrados en forma de parches de dosificación controlada, etc. En todas esas aplicaciones, la biocompatibilidad del polímero (es decir, su no rechazo por parte del organismo humano) y su biodegradabilidad a lo largo del tiempo han sido los parámetros clave.

Y así, en el caso de los clavos en cirugía traumatológica o las pequeñas prótesis a base de PLA, su uso es muy interesante. Cuando se trata de reparar una fractura, necesitamos sujetar las dos partes resultantes de la misma con algún dispositivo que asegure su contacto mientras ambas partes se pegan, como consecuencia de la regeneración del tejido óseo. El empleo de clavos metálicos tenía el problema de dejarlos allí permanentemente, con los problemas que un alojamiento prolongado tiene, o bien tener que realizar una nueva operación ulterior para eliminarlos una vez que han cumplido su misión. Con los clavos de PLA la cosa es distinta. Se van biodegradando desde que son implantados pero están calculados para resistir mecánicamente el tiempo necesario para que se produzca la regeneración ósea. Posteriormente, van desapareciendo poco a poco sin causar problema alguno al organismo que los albergaba.

Pero el salto a la fama definitivo del PLA se produjo en los primeros años de este siglo, cuando empezaron a comercializarse diversos productos, capaces de competir con los polímeros convencionales en el mundo del envase, las fibras y otros. Y ello ocurrió como consecuencia de un consorcio o joint-venture de dos empresas colosales: Cargill una empresa que controla la mayor parte de la producción de maíz, tanto en USA como en otros países, así como el muchas otras semillas y productos y Dow Chemical, uno de los nombres míticos de la Industria Química.

Hoy Dow ha desaparecido del consorcio y ha sido reemplazada por PTT Global Chemistry, la mayor empresa química de Tailandia. Sobre la base de materia prima de origen exclusivamente vegetal como maíz, azúcar o trigo y mediante procesos fermentativos que generan el ácido láctico y posteriormente la lactida, como los descritos líneas arriba, el consorcio, de nombre NatureWorks, produce una variada gama de productos a base de PLA que, bajo el nombre comercial de Ingeo, se emplean en diversas aplicaciones como láminas que se transforman en envases de alimentos o vasos de café para llevar, fibras de todo tipo y, más recientemente, como materiales para las impresoras 3D, como los filamentos que se ven en la foto que ilustra esta entrada. La firma, radicada en Blair, Nebraska, USA, produce 150.000 toneladas anuales de PLA y tiene representantes y negocio por todo el mundo. En 2016 abrió un laboratorio de investigación orientado a la obtención de ácido láctico a partir de metano por procesos fermentativos.

Esa variedad de materiales, a partir de un compuesto químico del mismo nombre, puede llegarse a obtener porque el ácido láctico es una molécula quiral (una introducción al tema puede verse aquí), lo que quiere decir que tenemos en realidad dos moléculas distintas de ácido láctico, tan iguales o distintas como nuestras dos manos, que nunca pueden superponerse una sobre otra en la misma posición. Son los isómeros L y D del ácido láctico, que podemos combinar en las cadenas del polímero final, dando lugar a copolímeros de ambos con ordenaciones, y correspondientes propiedades, muy dispares.

Pero, ¿qué suponen los polímeros realmente biodegradables hoy en día en el mercado de los plásticos?. Pues en realidad no mucho. Los verdaderos plásticos biodegradables, como el PLA y otros, son menos del 0,3% de la producción total de plásticos en el mundo. Hay informes que hablan de que de aquí al 2023 habrá crecimientos del orden del 60% pero, aún y así, la implantación en el mercado seguirá siendo poco representativa.

Así que habrá que esperar a ver qué pasa. Yo no soy muy optimista sobre la implantación de materiales como el PLA. Una parte de mi vida académica ha estado ligada a estos materiales y siempre han sido eternos aspirantes a plásticos de futuro. Pero siempre ha habido algo que ha frustrado su salto a la fama.

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jueves, 14 de febrero de 2019

Ozono y vuelos supersónicos

Casi todo el mundo está más o menos informado sobre el asunto de la capa de ozono, su papel en el filtrado de las radiaciones ultravioletas y su desaparición merced a la influencia de los gases denominados clorofluorocarbonos (CFCs). Empleados en aerosoles, frigoríficos y otras aplicaciones fueron prohibidos por el protocolo de Montreal en 1987, un auténtico hito en poner de acuerdo a la totalidad de países de nuestro mundo en una estrategia medioambiental. El que quiera un resumen del asunto puede leerse esta vieja entrada del Blog, donde lo expliqué de manera muy simplificada. Que en el asunto del llamado "agujero" de ozono (que no es tal) no todo es blanco o negro, sino gris (y con diversas tonalidades). Pero hoy no vamos a profundizar en estas cosas para contar una historia colateral.

A finales de los cincuenta y principios de los sesenta, todo el mundo ligado a la industria aeronáutica parecía estar de acuerdo en que el futuro de la aviación comercial estaba en los vuelos supersónicos (es decir, por encima de la velocidad del sonido). Como consecuencia de ello, tres proyectos diferenciados liderados por EEUU (Boeing 2707), la URSS (Tupolev-144) y un consocio franco-británico (Concorde) echaron a andar. Ninguno de los tres ha tenido viabilidad a largo plazo. El Tupolev dejó de operar comercialmente en junio de 1978, el Concorde en noviembre de 2003 y el Boeing no funcionó nunca. Las razones de este fracaso son, como casi siempre, variadas y complejas pero, en el caso del avión americano, los miedos a su posible influencia en la disminución del ozono en la atmósfera jugaron un papel fundamental, aunque hoy parece estar demostrado que tales miedos eran injustificados.

En esa América de los sesenta, en la que los grupos ecologistas fueron ganando influencia en círculos periodísticos y políticos, el posible impacto de los vuelos supersónicos se concretó primero en el ruido, en forma de explosión, producido por estos aparatos al sobrepasar la barrera de la velocidad del sonido. Pero enseguida se puso la lupa en el efecto que los gases que resultan de la quema de los combustibles en sus potentes motores pudieran tener en la estratosfera. A diferencia de los aviones convencionales o subsónicos, los supersónicos vuelan a alturas situadas en el dominio de la estratosfera, por encima de los 10 kilómetros de altitud, una zona particularmente estable, con temperatura casi constante y en la que el poco aire existente se mueve poco.

La primera de las inquietudes relacionadas con lo que los aviones supersónicos pudieran soltar en la estratosfera, se derivó de algo que ya era evidente en esa época. Los aviones subsónicos o convencionales dejaban estelas blancas (contrails), debidas al vapor de agua que, al salir de sus tubos de escape, formaban cristales de hielo y se hacen visibles en el cielo durante un cierto tiempo. Si eso ocurría en la troposfera o parte baja de la atmósfera, las estelas dejadas en la estratosfera durarían mucho más tiempo dada su estabilidad, provocando, si el número de vuelos estratosféricos crecía, una especie de nubes permanentes que, en principio, contribuirían al calentamiento del planeta. Sin embargo, ese tipo de problemas fueron considerados poco probables en un congreso celebrado en Estocolmo en el verano de 1970, dos meses después de la exitosa celebración del Primer Día de la Tierra. El Congreso respondió al título Study of Critical Environmental Problems (SCEP) y ha pasado a la historia como el primero que abordó el problema de los efectos que los humanos podíamos causar en la atmósfera.

Pero la verdadera piedra de toque en el declive de los proyectos de los vuelos supersónicos vino de la mano del ozono. Para los astrónomos de los años 30, la capa de ozono era un verdadero incordio porque les impedía registrar bandas de radiación provenientes de las estrellas, al resultar bloquedas por esa capa. Así que hubo alguien, Sidney Chapman, un pionero en la investigación del ozono, que propuso la peregrina idea de abrir deliberadamente un agujero en la capa de ozono para "ver" mejor esas radiaciones. La propuesta implicaba que un avión diseminara un desozonizador que actuara como catalizador de la reacción de descomposición del ozono, acelerándola.

La idea no tuvo recorrido pero recordándola, Harry Weler, Director de Investigación del Servicio Meteorológico americano, preguntó en 1962 a un químico amigo qué compuesto podría hacer ese papel. A lo que el químico contestó que una bomba que esparciera cloro o bromo en las zonas polares podría lograr ese efecto. Esa respuesta hizo que Wexler empezara a considerar, y a divulgar, el inadvertido papel que las pruebas que se estaban haciendo con misiles, que emitían cloro en sus gases de escape, pudieran dar lugar a la destrucción de ozono. Así como los peligros que ello conllevaba, por el papel del mismo en el filtrado de las radiaciones UV más peligrosas. Wexler murió muy pronto y sus ideas se difundieron poco. Sin embargo, a principios de los setenta y coincidiendo con los trabajos del Congreso y Senado de los EEUU para conceder una subvención millonaria a Boeing para proseguir con el desarrollo de su avión supersónico, la sociedad americana se sobresaltó con un par de noticias científicas que, según algunos historiadores del asunto, resultaron relevantes en el rechazo de ambas cámaras a esa subvención. Y que tenían que ver con el ozono.

James McDonald era un especialista en las propiedades de los cristales de hielo en la atmósfera y había contribuido en los sesenta a desmitificar el peligro de los contrails que hemos ya contado. Pero a principios de los setenta, la National Academy of Science (NAS) le pidió que reconsiderase el asunto. McDonald estaba entonces muy preocupado por el papel que la pérdida de ozono podía tener en los cánceres de piel y así informó a la NAS. La cosa trascendió a periodistas y políticos y Mc Donald acabó testificando en el Congreso en marzo de 1971, dos semanas antes de la votación en el Congreso de la propuesta de subvención a Boeing ya mencionada.

En su testimonio, aseguró que el ozono podía destruirse merced al papel catalizador del vapor de agua y los radicales libres producidos por él y que un descenso de solo el 1% de la concentración del ozono en la capa en la que se aloja, podría originar hasta 10.000 nuevos cánceres de piel al año, solo en EEUU. La víspera de la votación en el Congreso, el senador Proxmire presentó en una rueda de prensa una serie de decenas de testimonios de científicos que avalaban la tesis de McDonald. Fuera en virtud de este temor o no, el Congreso votó en contra de la subvención (215-204) el 18 de marzo y el Senado hizo lo mismo (51-46) el 25 de marzo. Las tesis de McDonald no tuvieron, sin embargo, mucho predicamento entre sus colegas, entre otras cosas por la compleja personalidad del científico, firme defensor de los OVNIS y de la influencia de los alienígenas en ciertos episodios de la vida americana, como una serie de cortes de luz que ocurrieron en los 50. McDonald acabó suicidándose pocas semanas después de su testimonio

Pero la Administración Nixon, consiguió reabrir el proceso por solo 4 votos de diferencia el 13 de mayo de 1971 y volvió a enviar el debate al Senado. Dos días antes de que el Senado votara, H. Johnston, de la Universidad de California apareció en muchos medios que reproducían una noticia de un periódico californiano según la cual una flota de unos 500 aviones supersónicos (como la que Boeing pensaba podía ponerse en el aire), volando unas siete horas al día, producirían en menos de un año la reducción de la capa de ozono en un 50%, con lo que "todos los animales del mundo, se volverían ciegos si se aventuraran a salir a la luz del día". Johnston apuntaba a un causante de esa rápida desaparición del ozono, que no era el agua y los radicales derivados, sino los óxidos de nitrógeno (NOx) expedidos por los aviones supersónicos en la estratosfera. Aunque Johnston ha mantenido posteriormente que su estudio fue mal interpretando por los medios y que lo del 50% y la ceguera solo era el peor escenario de los posibles (ver, por ejemplo, su testimonio aquí), nunca sabremos si esa fue la causa determinante de que el 19 de mayo de 1971, el Senado americano se opusiera de nuevo, con más fuerza que la vez anterior (58-37) a que la Boeing recibiera nuevos fondos para seguir con su 2707. Y ahí, casi prácticamente, se acabó la aventura estratosférica americana.

La tesis de Johnston encontró enseguida oposición entre sus colegas. Dos de ellos, Foley y Ruderman, le contestaron en 1973 que solo con las pruebas atómicas de EEUU, entre octubre de 1961 y diciembre de 1962, se había generado en la estratosfera más NOx que la famosa flota de aviones de Johnston volando no uno sino cinco años seguidos. El estado actual de la cuestión es suficientemente complicada como para no extenderse aquí, pero hoy parece claro que el papel de los NOx emitidos por los aviones supersónicos tiene un impacto pequeño en la disminución del ozono. Pero eso solo ha sido posible saberlo, después de una millonaria investigación de varios organismos a mediados finales de los 90. Cuando ya casi nadie se acordaba de Johnston y del asunto de los animales ciegos. Y cuando el Concorde, que seguía operando, solo había conseguido poner menos de una veintena de aparatos en el aire, que hoy andan exhibidos como rarezas en varios sitios del mundo.

Y sobre todo porque, para entonces, ya llevaba años en liza otro nuevo frente sobre el ozono: el de los CFCs, que ya citaba al principio. Algún día igual vuelvo sobre el tema, que la entrada arriba mencionada se ha quedado un poco viejilla.

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