miércoles, 30 de noviembre de 2022

El CO2 y el volcán Mauna Loa


La figura que ilustra esta entrada es la evolución de la concentración de CO2 en la atmósfera desde finales de los años cincuenta, medida en una recóndita estación meteorológica, a más de 3000 metros de altura, construida en la falda del volcán Mauna Loa, en la llamada Isla Grande (o Hawai) del archipiélago hawaiano. Es probable que estos días hayáis visto en los medios que el citado volcán ha entrado en erupción, con espectaculares imágenes de la misma. Lo que ha traído como consecuencia que hoy, cuando he entrado en la página web que actualiza día a día la curva de la figura, me he encontrado con que el día 28 de noviembre la concentración de CO2 fue 417,31 ppm, mientras que la del día 29 no estaba disponible porque se habían suspendido las mediciones a causa de la erupción del volcán.

La gráfica que se muestra arriba se conoce como gráfica Keeling en honor al científico, Charles David Keeling, que comenzó a medir la concentración de CO2 en la atmósfera a mediados de los cincuenta, como proyecto postdoctoral, en el Departamento de Geoquímica del Instituto Tecnológico de California (Caltech). Comenzó tomando muestras de aire y agua en recónditos lugares de Estados Unidos, volviendo con ellas a los laboratorios del Caltech para medir las concentraciones de CO2. Keeling se sorprendió al ver que esas concentraciones aumentaban por la noche y disminuían durante el día, con una concentración vespertina casi constante de 310 partes por millón (ppm), independientemente del lugar en el que se habían capturado las muestras. Pronto comprendió que esos cambios se deben a que durante el día las plantas toman CO2 de la atmósfera para realizar la fotosíntesis con ayuda de la luz solar. 

En 1956, la Oficina Meteorológica de Estados Unidos (hoy incluida en la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica, NOAA), así como otras organizaciones americanas y europeas, estaban preparando programas de investigación para el Año Geofísico Internacional, a celebrar entre 1957 y 1958. La Oficina Meteorológica tenía previsto medir la concentración de CO2 atmosférico en lugares remotos para establecer una línea base de la misma. Keeling propuso a la Oficina Meteorológica y al llamado Instituto Scripps, en la Jolla, California, el uso de una nueva herramienta analítica, un analizador de gases por infrarrojos que, a diferencia del aparato que él venía utilizando, permitía realizar mediciones de CO2 de forma continua en muestras de aire. Después de diversos intentos con el aparato en cuestión en la Antártida y a bordo de barcos y aviones, la primera lectura en Mauna Loa se llevó a cabo el 29 de marzo de 1958, estableciendo la concentración atmosférica de CO2 en esa fecha en 313 ppm.

Dadas las difíciles condiciones en las que se realizaron las primeras mediciones (cortes de luz, problemas logísticos), los datos de 1958 fueron un tanto erráticos pero Keeling no cejó en el empeño y cuando tuvo las medidas del año 1959 completo, quedó claro el comportamiento que se sigue viendo en la gráfica que ilustra esta entrada. En ella se ve una sucesión de pequeños picos, con máximos en torno al mes de mayo y mínimos en noviembre. De nuevo la fotosíntesis tiene algo que ver. Las plantas absorben CO2 en el proceso de fotosíntesis durante el periodo de crecimiento de sus hojas, que va de abril a agosto, reduciendo así los niveles de CO2 atmosférico durante esos meses, mientras que en otoño e invierno, las plantas pierden hojas, capturan menos CO2 y el carbono almacenado en los tejidos vegetales y los suelos se libera a la atmósfera, lo que aumenta las concentraciones del mencionado gas.

Con la curva de Keeling actualizada en la mano nadie puede negar lo obvio. La concentración del CO2 en la atmósfera ha ido creciendo paulatinamente desde las 313 ppm en los inicios de la estación de Mauna Loa (un 0,03% del gas en la atmósfera), a los 417 de este noviembre, a un ritmo que, además, parece acelerarse. Y todo indica que ese crecimiento no tiene precedentes en muchos años atrás, aunque para ello haya que echar mano de medidas que analizan el CO2 atrapado a diferentes profundidades en el hielo permanente de la Antártida y que corresponden a su concentración en épocas pretéritas. Esas medidas muestran que, desde hace 800.000 años (antes de que apareciera el Homo sapiens), el CO2 parece haber variado, llegando incluso a valores muy bajos (150 ppm) que, probablemente, dificultaron la fotosíntesis de las plantas entonces existentes. Pero en los últimos 2000 años, esa concentración parece haberse mantenido constante en unas 280 ppm hasta el advenimiento de la Revolución industrial, cuando empezó a crecer generando el aumento posterior detectado por Keeling en los cincuenta.

Estas reconstrucciones paleoclimáticas, medidas indirectas de una magnitud en el pasado, interesantes para el estudio del clima en el futuro, se llaman Proxies en inglés e Indicadores climáticos en castellano. Hay otros como los anillos en cortes de troncos de árboles centenarios que permiten reconstruir las temperaturas del pasado. O las concentraciones de boro-11 en conchas y caparazones de animales marinos que permiten reconstruir el pH del agua del océano en épocas pretéritas. Pero, todo hay que decirlo, el uso de los proxies ha estado envuelto en diversas polémicas (a veces bastante agrias) entre climatólogos. Cosa que no puede pasar con datos tan contrastados como los obtenidos por la estación de Mauna Loa y otros concordantes medidos en otras estaciones a lo largo y ancho del mundo.

Ahora, la carretera que lleva a la estación se ha visto cortada por un río de lava proveniente de la erupción y los científicos andan a la carrera trasladando los equipos a lugares seguros. Cuánto tiempo durará la incidencia y qué implicaciones tendrá en las medidas futuras es un poco una incógnita. Pero el espíritu del concienzudo y testarudo Keeling andará en el ambiente para solucionarlo. Mientras tanto, esas otras estaciones que acabo de mencionar seguirán con su trabajo.

Leer mas...

martes, 15 de noviembre de 2022

Parabenos diez años después

Nada como un día de San Alberto (patrón de los químicos) para ponerse a escribir una entrada que ya he decidido que le voy a poner la etiqueta Quimiofobia. Hace unos días una lectora me envió un comentario a una entrada en el Blog sobre los parabenos, entrada que tiene la friolera de diez años. Literalmente me decía: "Ni parabenos ni cualquier otro tóxico que pueda ser perjudicial para la piel. No es fácil dar con el desodorante o producto de cosmética ecológica idóneo el cuidado de nuestro cuerpo. Algunos herbolarios o incluso supermercados tienen apartados específicos para este tipo de productos que verdaderamente son ecológicos, BIO y solo usan ingredientes naturales. Una vez que das con ellos y compruebas que funcionan y cubren tus necesidades es una gozada. Yo ya no compro las marcas tradicionales que anuncian en todos los sitios, prefiero pagar algo más y garantizar el cuidado de mi piel (y del planeta)".

A pesar de ser de Hernani, procuro ser bastante discreto y conciliador en mis respuestas a comentarios con los que (como este) discrepo radicalmente. Hice como que no había leído lo de los herbolarios, supermercados y similares, le di las gracias por su comentario, le dije que cada cual se gasta el dinero en lo que quiere y le prometí poner al día el asunto de la toxicidad de los parabenos. Pero el comentario me parece un ejemplo palmario de la Quimiofobia que impera en los ámbitos de la cosmética.

La entrada a la que la lectora hacía referencia se publicó en octubre de 2012 y ponía al día otra de 2010. Voy a tratar de condensar ambas para que no os las tengáis que leer. Los parabenos son ésteres del ácido para-hidroxibenzoíco (PHBA) y es común encontrar nombres como metilparabeno, etilparabeno, propilparabeno o butilparabeno en las etiquetas de muchos productos de cosmética (aquí nos centraremos en los desodorantes) y, también, en alimentos y fármacos, ya que los dos primeros de esa serie están registrados como aditivos alimentarios con su correspondiente código E-. Así que, merced a alimentos y fármacos con parabenos, los ingerimos de manera bastante habitual. Una vez en nuestro tracto gastrointestinal se absorben rápidamente, se hidrolizan en el hígado y los productos que se generan se eliminan por la orina en cuestión de horas.

Tanto en alimentos y fármacos como en cosmética, el papel de los parabenos es preservar esos productos contra la acción de determinados microorganismos que puedan contaminarlos y arruinarlos. Y se emplean en concentraciones que, rara vez, superan el 0.3% del preparado que sea. Algunos, como el metil parabeno, se encuentran en productos naturales como las fresas que nos comemos, aunque los parabenos que se emplean en cosmética se sintetizan en su casi totalidad.

En 2004, un grupo encabezado por Philippa Darbre, de la Universidad de Reading en Inglaterra, publicó un artículo [J. Appl. Toxicol. 25, 5 (2004)] en el que analizaban 20 muestras extraídas de tumores de mama, encontrando en todos ellas niveles de varios nanogramos por gramo de muestra de los cuatro parabenos ya mencionados y de otros dos más (isobutil parabeno y bencil parabeno). El hecho de que aparecieran los parabenos tal cual y no los productos en los que se suelen descomponer en el tracto gastrointestinal humano cuando se ingieren por vía oral, hizo que los autores formularan la hipótesis de que eran absorbidos directamente a través de la piel en la zona en la que se aplican los desodorantes. Y esa hipótesis ha generado en años posteriores un importante números de publicaciones científicas dedicadas a estudiar diversos aspectos de la toxicidad de los parabenos.

Hoy sabemos (ver, por ejemplo, este informe de los Centros para el Control y Prevención de las enfermedades, CDCs, un prestigioso organismo gubernamental americano) que las enzimas de la piel también metabolizan rápidamente los parabenos y lo convierten en el PHBA del que se derivan. Además, también sabemos que los parabenos que acaban penetrando, lo hacen en grado inversamente proporcional a su tamaño, así que el metil- es el que menos se absorbe, luego el etil-, luego el propil-, etc. Otra característica de los parabenos, que ya el trabajo de la Darbre alertaba es que imitan el comportamiento de los estrógenos, cuyo papel está bien establecido en el crecimiento de los tumores. Pero hoy sabemos que los parabenos son decenas o millones de veces menos potentes, en lo que a actividad estrogénica se refiere, que el estradiol, una hormona sexual importantísima para las mujeres y producida en sus ovarios.

Aseveraciones más explícitas que han ido refutando las tesis de la Prof. Darbre en lo relativo a la relación parabenos/cáncer de mama pueden encontrarse en las páginas de las agencias que velan por nuestra salud como la FDA americana (última pregunta) o la EFSA europea (página 7, apartado 3.1).

Revisiones más recientes, como esta de 2021, dejan claro ya en su resumen inicial que, aunque se hayan publicado estudios sobre la toxicidad de los parabenos en animales y en pruebas in vitro, no pueden tomarse en serio a la hora de discutir los riesgos sobre la salud humana, dadas las poco realistas condiciones en las que esos estudios se han llevado a cabo. También se concluye que muchos estudios han demostrado que los parabenos no son cancerígenos, ni mutagénicos (es decir, no alteran el material genético de las células) ni teratogénicos (no producen alteraciones en el feto durante su desarrollo en el útero). De hecho, los más comunes  (el metil-, el etil- y el propil-) se consideran seguros para su uso en cosmética y farmacia.

Pero da igual. Ya en la entrada de 2010 arriba citada, este vuestro Búho aventuraba un negro futuro a los parabenos, a pesar de su eficacia, tradición, precio y de la inocuidad de su uso. Y es una profecía que se ha cumplido. Particularmente en USA, ya casi ningún desodorante contiene parabenos porque la industria cosmética no quiere líos y han ido introduciendo nuevos sistemas protectores contra el desarrollo de microorganismos en los cosméticos. Y los contrarios a esa industria, como mi comunicante, prefieren los productos naturales, BIOs y ecológicos que, en cuanto a su seguridad, tendrían que estudiarse con idéntica intensidad y metodologías como las empleadas con los parabenos tras la alerta de la Prof. Darbre.

Y si uno bucea un poco en las páginas de desodorantes sin parabenos puede encontrarse con contrasentidos como los de esta página de BAN, una conocida marca de desodorantes americana. Bajo el título "Parabenos en desodorantes: la verdad que no conoces", se explica prácticamente todo lo que acabo de explicar yo en líneas precedentes. Para, finalmente, proclamar a los cuatro vientos que como quieren asegurarse de que todos sus clientes se sientan seguros usando sus productos y algunos consumidores eligen evitar el uso de parabenos, confirman que ninguno de sus productos los contienen. ¡Toma lógica aplastante!.

Ah, y en cuanto a lo de cuidar el planeta que decía mi comunicante, el mismo documentos de los CDCs, arriba mencionado, explica al que quiera entender que los parabenos no persisten en el medio ambiente ya que se degradan fotoquímicamente en el aire y se biodegradan en el agua.

Leer mas...

Powered By Blogger