viernes, 31 de marzo de 2023

Sobre un sexto sabor y la detección de los olores

Andaba estos días poniendo al día una charla que di ya hace algún tiempo y que titulé Todo en el Vino es Química, charla que tengo que volver a dar en el mes de mayo. Y, en ese proceso, volví a sentirme cautivado por la complejidad del mundo de los olores y sabores que los humanos somos capaces de detectar, gracias a nuestra nariz y nuestra boca, en muchos casos en cantidades infinitesimales. Y mientras estaba en ello, la pasada semana me llegaron además un par de noticias sobre el gusto y el olfato, lo que me da pie para preparar esta nueva entrada.

La primera de esas noticias, de la que me enteré en El País, hacía referencia a un artículo publicado por Nature Metabolism el pasado 20 de marzo, en el que un grupo de investigadores chinos y americanos, trabajando con la mosca de la fruta (Drosophila melanogaster), había identificado la vía por la que esta mosca era capaz de identificar sabores alcalinos, es decir, sabores proporcionados por sustancias con un pH elevado (muy superior a 7 en una escala entre 0 y 14). La noticia de El Pais hablaba en su titular del descubrimiento de un "sexto sabor", que se sumaría así a los cuatro que tradicionalmente nos han enseñado (ácido, amargo, dulce y salado) más un quinto, el umami o sabroso, al que le ha costado más de un siglo el ser aceptado por todo el mundo, tras su identificación como sabor inherente a una tradicional sopa japonesa, el dashi, elaborada a partir de algas kombu (Laminariaceae Bory).

En 1909, un investigador japonés llamado Kikunae Ikeda anunció en la revista de la Sociedad Química del Japón el aislamiento, a partir de esas algas, de una mólecula de fórmula C5H9NO4, cuyas propiedades se correspondían a las de un aminoácido llamado ácido glutámico, que forma parte de las largas cadenas de proteínas existentes no sólo en el kombu sino en otros alimentos como el queso, los espárragos, el tomate o incluso en la lecha materna de los mamíferos. Cuando esas cadenas se rompen por acción del calor u otros efectos, el ácido glutámico queda liberado, formando diversas sales o glutamatos. Ikeda se hizo rico fabricando posteriormente uno de ellos, el glutamato monosódico (GMS), que aún levanta pasiones en el ámbito de los aditivos alimentarios y sobre el que podéis leer una vieja entrada en este Blog. La localización de los receptores específicos en la lengua humana por los que detectamos el sabor umami solo se produjo en 2002.

Desde entonces, existen diversos estudios que han tratado de encontrar en la lengua (y el paladar) receptores específicos para otros pretendidos sabores que constituirían el llamado "sexto sabor". En años recientes se ha hablado del sabor graso, aunque todavía no hay suficiente consenso al respecto. Y ahora tenemos la proclamación como tal del sabor alcalino. Aunque la mosca de la fruta se ha empleado en innumerables estudios para tratar de desentrañar intricadas cuestiones de genética y enfermedades humanas, como me enseñaron las divertidas charlas que el Prof. Ginés Morata ha impartido en Donosti, lo cierto es que, a pesar del titular de El País, el que se haya descubierto que las moscas puedan detectar ese sabor no implica que eso ocurra en humanos, aunque todo el mundo que sabe de esto parece estar de acuerdo en que este estudio es un importante paso en llegar a saber si los humanos también tenemos un receptor específico para detectar ese sabor.

La otra noticia tiene que ver con el sentido del olfato. Nuestro sentido del olfato es capaz de detectar un vasto número de moléculas aromáticas, químicamente diversas, que nos permiten identificar olores característicos. Esta tarea se logra cuando esas moléculas penetran en nuestra nariz y se adhieren al epitelio olfativo situado en la parte alta de la misma, en la que se alojan unos 400 receptores. El modo de interacción entre la molécula aromática y el receptor, que acaba generando la señal que nuestro cerebro identifica como "olor", es un tema todavía sujeto a debate y sobre el que existen algunas teorías.

Una de ellas, la más aceptada, propugna que hay un reconocimiento específico mediante la forma, tamaño y estructura electrónica de la molécula odorante que encajaría, de una forma particular, en algún lugar del sitio receptor, que suele ser una compleja molécula de una proteína. Ese modelo de reconocimiento específico se suele conocer como modo "llave-cerradura".

Pues bien, en un artículo publicado el día de mi cumple (15 de marzo) de este año, un equipo de investigadores americanos, con inclusión de elementos franceses y españoles, han conseguido elucidar, usando crio-microscopía electrónica, la estructura tridimensional de uno de esos receptores, el llamado OR51E2, así como la forma en la que este interacciona con un aroma característico del queso suizo tipo Emmental, el ácido propiónico, generado por las bacterias Propionibacter shermani, cuando estas consumen el ácido láctico de la leche original durante la fermentación. Un segundo subproducto de ese proceso es el CO2 que queda atrapado en la masa resultante, generando a posteriori los peculiares agujeros de ese tipo de queso.

Los autores reconocen que la pareja odorante/receptor que ellos han estudiado es una de los millones de parejas que se pueden dar en nuestra nariz, pero estiman que el conocimiento al que han llegado de su particular interacción (a nivel atómico) sienta un precedente en nuestro intento de entender la intrincada maraña de interacciones que nos hacen oler (bien y mal).

Al día estáis.

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sábado, 18 de marzo de 2023

Semana rara

Esta semana que ahora acaba ha sido mi cumpleaños. Pero el día anterior, habíamos despedido en el cementerio a un ser querido. Así que no he tenido mucho tiempo para escribir la entrada que pensaba escribir y que, por ahora, se ha quedado encima de la mesa. Así que este sábado, con algo más de tranquilidad, voy a hacer un par de apuntes de cosas que me han pasado estos siete complicados días. Sobre mi cumple poco que decir, uno ya es un septuagenario y no tiene ningún sentimiento particular que pueda resultar interesante a nadie. Pero lo de los cementerios es otra cosa. Hacía más de veinte años que no me veía envuelto en la vorágine de tener que planificar, en pocos minutos, la despedida a un difunto, usando y comprobando el funcionamiento de una empresa de servicios funerarios.

Funerarias ecológicas

Los servicios funerarios son una maquinaria prodigiosa, que funciona las 24 horas del día todos los días del año. Y ciertamente un buen negocio, dadas las necesidades perentorias que todos tenemos cuando acabamos en una oficina funeraria o en un tanatorio. Alrededor de la muerte de una persona medran toda una serie de burócratas, floristas, carpinteros, maquilladores, empresas de sepulturas y losas, gestorías en asuntos testamentarios y hasta periódicos. Todo, como digo, con precisión milimétrica y profesionalidad decorada con tonos compungidos.

Lo que más me ha llamado la atención en esta ocasión es el aura ecologista con la que se está adornando el negocio. Desde flores provenientes de cultivos ecológicos, recordatorios en papel reciclado o coches funerarios híbridos, a féretros de madera en cuya producción se emplea materia prima que proviene de talas controladas de árboles, acompañadas de una posterior reforestación de lo talado, dicen que ajustando todo ello lo más posible para evitar el desperdicio de madera. Nos han contado que hasta el serrín generado en la fabricación del ataúd sirve como combustible para calderas de biomasa, que producen la energía utilizada para el agua caliente de las empresas fabricantes.

Si se opta por una cremación (lo que ha sido nuestro caso), la empresa te cuenta que, para garantizar que en los servicios de cremación se reduzcan las emisiones nocivas a la atmósfera, se han sustituido los barnices de disolventes sintéticos en los féretros por otros al agua. Lo que no dicen es qué pasa con el posible mercurio que generen las amalgamas del cadáver y sobre lo que ya hablamos aquí en su día. Tras la cremación, uno puede elegir entre diversos modelos de urnas para contener las cenizas, donde no faltan las elaboradas con material biodegradable. Si el cadáver no se va a incinerar, se apuesta por el uso de sudarios biodegradables.

Nada que objetar a estas prácticas, acordes con los tiempos que nos ha tocado vivir. Aunque lo mismo que me pasa en temas como los vinos ecológicos o biodinámicos, sobre las que ya he escrito entradas, mi escéptico olfato me dice que todo ello contribuye a que el pobre muerto pague, desde sus ya innecesarios ahorros (o desde los de sus familiares), una cantidad adicional, destinada a enterrarle de manera "mas verde". Como si ya no fuera caro el morirse.

Un libro interesante

Dado que como consecuencia de todos los avatares acontecidos, esta semana he dormido aún peor que lo que ya es habitual en mi, he repasado, en su versión en castellano, un libro que había leído (y releído) con anterioridad en inglés. Se trata de "Cómo funciona el mundo" de Vaclav Smil. Resulta curioso que el título en castellano sea idéntico a otro escrito diez años antes por el lingüista y activista geopolítico Noam Chomsky. Y digo que es curioso porque, en las versiones en inglés de ambos, el libro de Chomsky (2012) se titula "How the world works", mientras que el de Smil (2022) se titulaba "How the world really works".

En cualquier caso, el libro de Smil está, desde hace unas pocas semanas, en las librerías y en su versión en castellano, publicada por Debate. Y si os queréis formar una opinión propia, en torno a toda esa marabunta que nos asalta diariamente sobre cuestiones energéticas ligadas a la transición derivada del cambio climático, os recomiendo vivamente su lectura. Reconozco que es un libro en el que, en algunos momentos, Smil apabulla con la cantidad de datos que es capaz de manejar y con la erudición sobre estos temas que ha acumulado en sus más de veinte libros dedicados a la energía.

No pretendo contaros el libro ni realizar una revisión del mismo, algo para lo que no estoy particularmente dotado, pero si quiero que sepáis que, a lo largo del mismo, Vaclav Smil pretende, en el primer capítulo, ayudaros a comprender la energía, en términos de los combustibles fósiles empleados en su producción y de la electricidad, la forma más flexible de utilización de esa energía. El segundo está dedicado a comprender la producción de alimentos y la necesidad de combustibles fósiles para dar de comer a tanta gente como la que puebla la Tierra. En el tercer capítulo, el que más veces he releído, el autor define cuatro materiales que llama pilares de la civilización moderna: acero, hormigón, amoniaco y plásticos, mostrando lo complicado que va a ser descarbonizar la producción de esos materiales.

Tras dedicar el capítulo cuarto a la evolución de lo que ha acabado llamándose globalización, el quinto se dedica a comprender los riesgos que nos han acechado y acechan, desde los volcanes a los virus y las dietas. El sexto se destina a comprender el entorno y evaluar cómo afectan los cambios ambientales y climáticos a nuestras tres necesidades vitales: agua, oxígeno y comida, para presentar después sus puntos de vista sobre el calentamiento global. Y terminar, en el séptimo, con un análisis de las dificultades para comprender el futuro, atrapados entre los catastrofistas (que todo lo ven mal) y los tecno optimistas (que todo lo ven bien). Ni unos ni otros han predicho particularmente bien el futuro en décadas pasadas, así que es razonable que tampoco lo hagan en las siguientes.

En cualquier caso, si estáis dudando en comprarlo, acercaros a una librería y leed la introducción titulada ¿Por qué necesitamos este libro?. Tras esa lectura la suerte estará definitivamente echada. No admite medias tintas.

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