martes, 26 de noviembre de 2024

Descubierto un esquivo producto en el agua de grifo

He escrito muchas veces en el Blog sobre los procesos que permiten que nuestra humilde agua de grifo (lo digo por su precio) sea algo que podamos consumir sin problemas, gracias a la cloración de la misma. Esta pasada semana se ha publicado un artículo que algunos medios han propagado como la identificación de una misteriosa sustancia química, subproducto del tratamiento del agua de grifo con cloramina, un método de clorar bastante corriente en los EEUU. En esta entrada os doy cuenta de ese descubrimiento, revisando y poniéndola en el contexto de otras entradas de este Blog desde que, hace más de diez años, hablé sobre la historia de la cloración del agua de la ciudad de Jersey, el evento que marcó un antes y un después en la necesidad de disponer de agua que se pudiera beber, sin arriesgarse a los tifus y cóleras de épocas anteriores. Solo tres meses más tarde, en otra entrada, os conté el descubrimiento, las inquietudes provocadas y la resolución del problema de la aparición en al agua clorada de los llamados trihalometanos (THMs), de los que enseguida hablaremos.

Hace ahora 116 años y después de un tormentoso proceso, la ciudad de Jersey empezó a disponer de agua potable libre de los patógenos que venían causando repetidos brotes de cólera y tifus en ciudades con un cierto tamaño de población, como la propia Jersey o las más famosas epidemias de Londres a mediados del siglo XIX. La solución estuvo en el tratamiento del agua, antes de su distribución a los grifos y fuentes, con dos procesos sencillos y baratos: su filtración por lechos de arena y su posterior tratamiento (cloración) con disoluciones de unas sales denominadas hipocloritos. El éxito del tratamiento hizo que, en las siguientes décadas, se fuera progresivamente implementando en la mayoría de los núcleos urbanos de Europa y Estados Unidos.

Pero en 1974, décadas después de la inauguración de la planta de Jersey, la conocida revista americana Consumer Reports publicó una serie de artículos titulados Is the water tap safe to drink?, que cuestionaban la seguridad de beber agua de grifo. Escritos por dos jóvenes científicos pertenecientes a la entonces incipiente (y hoy poderosa) organización ecologista Environmental Defense Fund (EDF), su tesis era que el agua potable de muchas ciudades americanas contenía cantidades importantes de sustancias químicas, provenientes de vertidos industriales, que podían ser cancerígenas para los ciudadanos. Los artículos de Consumer Reports no eran sino el reflejo, a nivel de los consumidores, de una serie de evidencias científicas que se estaban acumulando desde unos pocos años antes.

Un actor importante en la obtención de esas evidencias fue un científico del Servicio de Aguas de Rotterdam, Johannes Rook, que había trabajado para la compañía cervecera Amstel. Rook empezó a analizar el agua de la ciudad con una técnica, la cromatografia de gases con espacio de cabeza (HS-GC), que había utilizado en Amstel para detectar y cuantificar ciertos aromas indeseados en la cerveza. En 1971, Rook pudo confirmar que en el agua de grifo de Rotterdam había cloroformo, un compuesto muy volátil y al que se podían atribuir algunos de los casos de cáncer antes mencionados. Similares resultados, en la misma época y de forma independiente, se obtuvieron en los laboratorios de la conocida Agencia de Protección Ambiental Americana (EPA). Pero cuando los análisis del agua de grifo de más ciudades se fueron acumulando pudo comprobarse, no sin sorpresa, que el cloroformo estaba presente en prácticamente cualquier agua potable que se analizara, con independencia de que en su origen hubiera o no fuentes susceptibles de ser contaminadas por vertidos industriales.

Y no solo eso. En todos esos análisis, al cloroformo le acompañaban, en cantidades mucho más pequeñas, otras sustancias con él relacionadas, como el bromoformo, el diclorobromometano y el dibromoclorometano, conocidos en su conjunto como Trihalometanos (THMs). En el verano de 1974, Rook comunicó a un amigo, que trabajaba en la EPA americana, que esos compuestos eran la consecuencia de la reacción de los compuestos de cloro, empleados en las plantas de tratamiento de agua, con la materia orgánica natural existente en ella, generalmente derivada de la descomposición de materia vegetal. El impacto de la revelación de Rook en su colega americano fue de tal magnitud que éste lo trasladó inmediatamente a la EPA y, entre otras razones, fue determinante para que el presidente americano Gerald Ford firmara a finales de ese mismo año, el 16 de diciembre de 1974, la llamada Safe Drinking Water Acta que, por primera vez, regulaba en su territorio los niveles de concentración de muchas sustancias químicas en el agua potable.

Hoy en día, la mayor parte de los laboratorios que controlan la calidad del agua potable de las ciudades, analizan de forma rutinaria los contenidos de THMs, que están regulados por la legislación vigente. Por ejemplo, durante 2023, el agua de mi grifo, proveniente del embalse del Añarbe, en la frontera entre Navarra y Gipuzkoa, fue objeto de 100 análisis a la búsqueda de THMs. El valor más alto detectado fue 19 ppb y el valor medio fue 8.9 ppb, muy por debajo de las 100 ppb (o 100 microgramos por litro), que es el límite establecido por la legislación europea. Este tipo de análisis permite alertar de problemas, como los que ocurrieron en la región de Murcia tras las copiosas lluvias de diciembre de 2016. En una serie de depósitos que surten de agua proveniente del río Taibilla a algunos pueblos de la región, se detectaron cantidades ligeramente superiores a los 100 ppb establecidos como límite. El origen estaba claro. El agua del río llevaba esos días más materia orgánica de lo normal como consecuencia de esas inundaciones, lo que repercutía en la génesis de THMs al tratarla con compuestos de cloro. Las autoridades prohibieron beber el agua de grifo durante unos días y cuando el nivel de THMs bajó por debajo del límite permitido se levantó la prohibición.

Pero la implantación, a lo largo de los ochenta, del test de Ames, del que hablábamos aquí hace poco, demostró que había una relación entre el carácter mutagénico (y potencialmente cancerígeno) del agua potable y su previa cloración, así como con la concentración los compuestos de cloro empleados. Pero ese carácter mutagénico no podía atribuirse sólo a nuestros THMs. Así que hubo que buscar en el agua a los misteriosos compuestos responsables de esos resultados del test de Ames. La cosa llevó su tiempo, pero al final se identificaron y cuantificaron los ácidos haloacéticos, moléculas similares al ácido acético del vinagre, al sustituir uno o varios hidrógenos por cloro y otros halógenos en virtud del tratamiento del agua. O el llamado entonces Mutágeno X (MX), un acrónimo para denotar a un compuesto cuyo nombre completo es (¡perdón!) ácido (Z)-2-cloro-3-diclorometil-4-oxobutenoico, clasificado por la Agencia Internacional para la Investigación del Cáncer (IARC) como un carcinógeno del grupo 2B, "posiblemente carcinógeno para los humanos". Aunque, hay que aclararlo, la concentración de MX en el agua potable es de 100 a 1000 veces más baja que la de los trihalometanos. De hecho, está a tales niveles que incluso su detección resultó muy complicada para muchos laboratorios, lo que motivó su inicial bautizo como X.

La preocupación por las consecuencias del tratamiento de agua con hipocloritos y, sobre todo, la alarma (infundada) creada por algunos de los productos mencionados arriba hizo que, a finales del siglo pasado, algunas ciudades optaran por otras alternativas para asegurar la potabilidad del agua, como la llamada cloramina. Un tratamiento que, como el basado en los hipocloritos, no está exento de generar similares subproductos. Por ejemplo, la cloramina genera, entre otros productos, N-nitroso dimetil amina (NDMA), aún más cancerígena que el misterioso MX. Y la misma cloramina tiene una cierta capacidad de disolver al plomo que se sigue utilizando en algunas redes de distribución, lo cual también es preocupante. Aún y así, se estima que, actualmente, el 30% de las estaciones de tratamiento de agua potable americanas usan cloramina, un número no despreciable.

Pero en los años 80, los que estudiaban los subproductos derivados del tratamiento con cloramina, identificaron un nuevo compuesto que aunque, desde entonces, ha sido objeto de diversos proyectos financiados por la EPA, los científicos implicados han sido incapaces durante estos cuarenta años de aislarlo y de determinar su exacta estructura química. Por eso, desde entonces y a la manera del Mutágeno X arriba mencionado, ha sido conocido como “el producto no identificado” o “Unidentified product (UP)”. Ahora, en el trabajo mencionado al principio de esta entrada, científicos de la Universidad de Arkansas, de la propia EPA y de un Centro de Investigación suizo, han sido capaces de desvelar la huidiza estructura de ese compuesto. Se trata del anión nitrocloroamida, un compuesto de cloro, nitrógeno y oxígeno que ni siquiera aparecía en la base de datos del Chemical Abstract Service, una “biblia” que contiene 219 millones de sustancias químicas distintas. Los autores, finalmente, han sido capaces de separarlo e identificarlo mediante las más sofisticas técnicas experimentales.

El siguiente paso, que también se relata en el trabajo, fue comprobar la presencia de este compuesto en muestras de agua potable actualmente tratadas con cloramina y en muestras que se habían ido archivando desde hace cuarenta años en los laboratorios implicados. Todas ellas contenían el mencionado anión en cantidades entre 1 ppb y 120 ppb, superiores en este último caso a las regulaciones existentes para otros subproductos de la cloración.

Ahora solo queda evaluar la toxicidad de este “misterioso” producto en estas concentraciones, algo que la EPA ha asegurado que se hará inmediatamente. Pero, mientras tanto, los autores y la propia EPA han dicho aquello de que no cunda el pánico por beber agua tratada con cloramina, un método que, dicho sea de paso, es poco frecuente en España.

Y la música de rigor. Veo mucho a la Filarmónica de Berlín en programas de la cadena Mezzo TV e incluso he estado suscrito al Digital Concert Hall de la orquesta. Y siempre he admirado a Emmanuel Pahud, que me parece un flautista excepcional. Aquí le podéis ver con su orquesta en un solo del Entreacto de Carmen de Bizet, todos bajo la batuta de Gustavo Dudamel.

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miércoles, 13 de noviembre de 2024

El Búho y las setas


La Búha y un servidor fuimos activos setalaris (buscadores de setas) desde nuestra más tierna convivencia. En un determinado momento, hace treinta años, decidimos dejarlo. En parte porque empezamos a jugar al golf (de ahí el guiño de la figura que ilustra este entrada) y en parte porque, en esa época, ciertos navarros alegres y combativos empezaron a dañar coches con matrícula SS (algo que denotaba nuestro origen guipuzcoano), aparcados en carreteras secundarios de Arruiz, de Areso o de Jaunsarás, como forma de intimidar a los que allí íbamos a la búsqueda de hongos y setas. En esa época, yo disfrutaba más recolectando setas y estudiándolas que consumiéndolas porque mantenía que las setas, más que un alimento, eran una aventura gastrointestinal. Al menos para mí. Porque, además de agua (80-90%), las setas y hongos contienen quitina, un polisacárido que forma también parte del esqueleto de insectos y otros artrópodos (es la causante del ruido cuando pisamos una cucaracha). Y que mi delicado estómago digiere muy lentamente. Así que para evitarme problemas, entonces y ahora, prefiero cocinarlos bastante. Se van muchos compuestos aromáticos valiosos pero la quitina se rompe en cadenas más cortas y ya tengo así un predigestión hecha. Pero esta entrada va de efectos más perniciosos que una simple mala digestión.

En esos años ochenta y principios de los noventa yo era un auténtico estudioso de las setas y los hongos. Todavía recuerdo la cara de asombro de mi admirado Txema Asúa y otros contertulios cuando su idolatrado Profesor Bernard Delmon, un monstruo de la catálisis heterogénea que profesaba en la francófona universidad belga de Louvain-la-Neuve y también un experto en setas, empezó a hablar conmigo de asuntos micológicos. Pronto nos dimos cuenta de que era un lío hablar de setas y hongos si él empleaba la denominación de los mismos en francés y yo los nombres en castellano o euskera que conocía. Así que optamos por seguir hablando en francés pero usando los nombres en latín de las setas a las que queríamos referirnos.

Esa pericia amateur hizo que también conociera bastante bien las setas y hongos peligrosos, al menos las de mi zona. Porque no deja de ser curioso que, después de siglos de consumo de setas, la gente siga teniendo intoxicaciones graves, y a veces mortales, tras ingerirlas. Y que siga tratando de buscar “trucos” que nos muestren cuales son peligrosas y cuales no. En el País Vasco, tierra de setalaris confesos, casi todos los años se produce alguna intoxicación que, en la mayoría de los casos, es por confundir una seta peligrosa con alguna comestible de aspecto similar. Y esta semana, un articulo recién aceptado en la revista Angewandte Chemie International Edition, me ha recordado algunas setas causantes de esos problemas y que yo conozco.

La Amanita muscaria, tambien conocida como matamoscas (musca es mosca en latín) es también la seta de los enanitos. Como todas las Amanitas, excepto la Amanita del César (Amanita caesarea), que por algo se llama así, la Amanita muscaria es tóxica, provocando trastornos digestivos y de tipo nervioso con síntomas de borrachera o alucinaciones. De hecho ha sido empleada por chamanes y similares para entrar en trance. Curiosamente también, el extracto de esa seta, convenientemente (y extraordinariamente) diluido se usa en homeopatía con el nombre de Agaricus muscarius. Según el principio de similitud de la homeopatía (Similia similibus curantur), que data de 1790 y ahí se mantiene inmutable, una sustancia que provoca síntomas similares a una enfermedad ,debe curarla. Así que no es de extrañar que el Agaricus muscarius que vende Boiron, la multinacional de la homeopatía, se propugne como remedio contra algunos desórdenes espasmódicos, con síntomas como temblores, movimientos involuntarios, tics faciales o dificultades para coordinar los miembros. Y la Ministra de Sanidad negándose a meterles mano. En fin, esto ha sido un desahogo.

Durante muchos años se pensó que la causa de la toxicidad de la Amanita muscaria era una molécula que los químicos denotamos como L-(+)-muscarina o muscarina a secas. Ello probablemente fuera debido a que esa sustancia fue la primera toxina de setas y hongos identificada (hace más de 150 años) y, en estado puro, puede considerarse uno los productos fúngicos más tóxicos. Pero hoy sabemos que otras sustancias como el ácido iboténico o el muscimol están detrás de muchos de los síntomas que provoca el consumo de esta seta. Entre otras cosas porque la concentración de muscarina en la Amanita muscaria es muy baja, del orden del 0,0003%.

Lo que me ha llamado la atención del artículo tiene que ver con la presencia de muscarina en otras setas que yo he tenido siempre por peligrosas e incluso mortales pero que no sabía que era a causa de esa toxina. Ese es el caso de la Clitocybe rivulosa, que se suele confundir con la popular senderuela (Marasmius oreadis) y que, en 1990, provocó una intoxicación a varios vecinos de Elgoibar aunque, afortunadamente, sin consecuencias fatales. También puede haber muscarina en setas del género Inocybe, como la variedad Patouillardi, que se suele confundir con la conocida ziza de primavera (en el Pais Vasco) o seta de San Jorge (en otros sitios de España). Se han dado casos mortales por su ingestión en Europa, aunque no en el Pais Vasco.

Lo que los autores del artículo vienen a demostrar en el mismo es que, en su ámbito natural, esas setas contienen mezclas de muscarina “libre” y de otras sustancias que pueden considerarse como precursores de la muscarina. Concretamente, los autores detectan y cuantifican una sustancia denominada 4-fosfomuscarina que no es intrínsecamente tóxica. Solo cuando la seta es dañada, ya sea cortándola, cocinándola o ingiriéndola, una enzima transforma el precursor (4-fosfomuscarina) en muscarina, incrementando el contenido libre de ésta y aumentando las posibilidades de una reacción adversa del organismo.

El ejemplo de la Clitocybe rivulosa y otras demuestra la complejidad del mundo químico implícito en estas especies y que, en este caso, tiene que ver con los complicados mecanismos por los que las setas y hongos se defienden de sus depredadores. Y que nos dice que, para un depredador como nosotros, es irrelevante si ingerimos sustancias tóxicas puras o precursores de las mismas. Lo que nos debe hacer pensar que identificar correctamente setas comestibles es (todavía hoy) importante para un consumo sin problemas de un menú a base de las mismas.

La música de hoy me conmueve siempre que la oigo y no me importaría que se interpretara en mi funeral. Pero en la voz de Jessye Normann. En un ambiente bastante psicodélico, acorde con los efectos de la Amanita, os enlazo aquí el famoso lamento de Dido: "When I am laid in earth" ("Cuando yazca bajo la tierra"), de la ópera Dido y Eneas de Henry Purcell.

P.D: Curiosamente, cuando ya casi había terminado de escribir este texto, ayer a la tarde, me llegó una alerta de una nueva entrada en el Blog Compound interest de Andy Brunning, en la que se habla de los compuestos químicos que dan el color y su carácter tóxico y alucinógeno a la Amanita muscaria, así como del caso especial de los renos que se ponen ciegos a comérselas sin que aparentemente les pase nada. Igual es que andan colocados todo el día. Os propongo esa entrada como una interesante lectura adicional a este tema.

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viernes, 1 de noviembre de 2024

En la muerte de Bruce Ames (1928-2024)


A finales de los 90, y como consecuencia de lecturas como “The Same and not the Same” (1995) de Roalf Hoffmann, Premio Nobel de Química 1981, empecé a acumular historias diversas en torno a la Química y a hacer algunos pinitos de divulgación. Más tarde, muchas de esas historias cristalizaron en el frenético ritmo con el que inicié este Blog en 2006. Y entre las muchas cosas que me interesaron en esa época, leí bastante sobre Toxicología, de la que no sabía nada. No para convertirme en un aprendiz de toxicólogo sino para tener las suficientes ideas claras como para explicar, a nivel divulgativo, las claves que hacen que una sustancia sea tóxica, que no lo sea o que pueda ser las dos cosas a la vez. Y en esas mis incursiones sobre el tema descubrí el llamado test de Ames.

Bruce N. Ames, al que hace referencia ese test fue un bioquímico, profesor emérito de la Universidad de California en Berkeley, que ha muerto este pasado 5 de octubre, a punto de cumplir 96 años, como consecuencia de las complicaciones de una caída. En 1973, Ames y sus colaboradores Frank D. Lee y William E. Durston, del Departamento de Bioquímica de la Universidad arriba mencionada, introdujeron un método sencillo, rápido y barato, basado en el empleo de bacterias del género Salmonella, para evaluar si un producto químico es mutágeno (o mutagénico), es decir, si puede inducir daños en el ADN de los organismos vivos. Puesto que el cáncer está vinculado a menudo (pero no siempre) con el daño en el ADN, los autores propugnaban que su test también servía como un ensayo rápido para estimar el potencial cancerígeno de un compuesto. En el ámbito de la investigación toxicológica, el test de Ames, por su rapidez y economía, sigue siendo utilizado para la evaluación inicial del potencial carcinogénico de un compuesto.

En la foto que ilustra esta entrada se ve a Ames en 1976, en plena vorágine sobre el uso de su test, tanto en el mundo académico como en el industrial. Ames nunca patentó el test y durante mucho tiempo se prestó a facilitarlo a quien quisiera utilizarlo. En las siguientes líneas, y al hilo del uso del test, trataré de retratar la figura de Ames, usando para ello no solo la documentación que he ido acumulando sobre él durante años, sino lo que él mismo contó en una serie de entrevistas que uno de sus antiguos colaboradores le hizo entre 2019 y 2020 para el Oral History Center de la misma Universidad de California en Berkeley.

Una de las cosas curiosas (al menos para mi) de nuestro bioquímico es que siempre fue un auténtico defensor de la implicación de los estudiantes de licenciatura (undergraduates) en sus líneas de investigación. Ha dicho varias veces que los undergraduates se tomaban “con más entusiasmo” el torrente de ideas que continuamente emanaban de él, algo que ha seguido ocurriendo incluso después de que hubiera cumplido noventa años. Así que cuando, en los primeros años del desarrollo del test, este se convirtió en una especie de juguete del laboratorio, Ames animó a sus undergraduates a buscar, en su vida diaria, todo tipo de muestras en las que pensaran que pudiera haber mutágenos. Aunque la mayoría de las que trajeron y se evaluaron dieron negativo, un estudiante trajo un día un tinte de pelo de su novia y el test dio positivo. Ames mandó a una de sus colaboradoras, con cien dólares de la época, a comprar cuantos tintes de pelo pudiera encontrar en el mercado y ¡bingo!, todos ellos daban positivo en el test. Hoy sabemos que, en todos ellos, se usaban aminas aromáticas. Ames avisó a los fabricantes, que buscaron soluciones alternativas sin mutágenos. En esa misma época se confirmó mediante el test el carácter mutagénico del humo del tabaco, lo que constituyó la primera evidencia clara de ese carácter.

Ames no tenía especial simpatía por las agencias reguladoras americanas, con independencia de a qué se dedicaran. Ante la alarma popular que suscitaba la muerte, relativamente habitual, de niños en sus cunitas, como consecuencia de incendios provocados por los cigarrillos de sus padres, una de esa agencias propuso el uso de un retardante a la llama, el tris-BP [Tris(2,3-dibromopropil) fosfato] en los pijamas infantiles, como forma de solucionar los problemas. Ames usó el test para demostrar que el tris-BP era mutagénico y para convencer a la agencia en cuestión de que, en la orina de niños que usaban pijamas con el retardante, aparecía no sólo el tris-BP sino otros mutágenos de él derivados. Mientras que ello no ocurría en los niños que no usaban ese tipo de pijamas, como sus propios hijos, a los que los Ames compraban pijamas sin retardantes a la llama en sus viajes a Europa.

Teniendo en cuenta el ambiente existente en EEUU en la época de la que estamos hablando, principios/mediados de los setenta, es fácil comprender que Ames se convirtió en un ídolo para las ONGs que habían comenzado a proliferar y hacerse notar en los medios, después del libro de Rachel Carson “La primavera silenciosa” (1962). De hecho fue ese libro el verdadero causante de la prohibición del DDT en 1972 por parte de la EPA (otra agencia a la que Ames no tenía particular simpatía). Sobre la prohibición del DDT ya hemos hablado en este Blog. Incidentalmente diré que en esas entrevistas de 2019 y 2020 que he mencionado, Ames no estaba del todo conforme con la prohibición. Tenía claro (como otros) que el DDT había salvado millones de vidas humanas y que no se tenía que haberlo demonizado tan rápido como se hizo. Bastaba con una adecuada regulación de su uso seguro. El tiempo les ha dado la razón. Curiosamente, el DDT da negativo en el ensayo de Ames.

Pero pronto esa sintonía entre Ames y los grupos de ecologistas se fue resquebrajando. Hasta el advenimiento de su test, el principal método para determinar el potencial efecto cancerígeno de una sustancia, estaba basado en la administración a animales de laboratorio de dosis diarias desmesuradas de esa sustancia (la llamada Dosis Máxima Tolerada), a lo largo de toda su vida. Los resultados parecían indicar que la mitad o más de las sustancias investigadas por este método en esa época (casi todas sintéticas pero también algunas naturales), conducían a tumores cancerosos en los animales. De donde se inducía su peligrosidad para los humanos.

Este alto porcentaje de resultados positivos en animales hizo saltar las alarmas escépticas de Ames. Empezó a comparar los resultados de esos ensayos con los de su propio test. Y comprobó que, en la mayoría de los casos, las sustancias tenidas por cancerígenas tras los ensayos con animales, daban negativo en el test de Ames. El caso del glutamato es buen ejemplo. Y no se cortó un pelo al decir que eran las condiciones en las que se hacían los ensayos con animales, y no las sustancias investigadas, las que causaban los procesos cancerosos y que, por tanto, los tests con animales a esas dosis grandes no daban una información fiable sobre los riesgos a bajas dosis. Eso le metió en incontables y agrias polémicas ya que, como él contaba, “los científicos que habían dedicado sus vidas a hacer esos tests con animales estaban francamente cabreados con nosotros”. Su trabajo contó con el significativo apoyo de la revista Science, lo que provocó un encendido debate con Samuel Epstein, un conocido médico americano en temas de cáncer.

Pero la cosa no acabó ahí. En 1987 Ames y su colaboradora Lois Gold, empezaron a clasificar los riesgos de cáncer de plaguicidas sintéticos y naturales y descubrieron que los riesgos debidos a residuos de plaguicidas en frutas y verduras son minúsculos en comparación con el potencial cancerígeno de algunos productos químicos naturales existentes en las plantas y verduras que consumimos. Como él contaba en una entrevista con The Scientist "Escribimos una reseña señalando que cada planta tiene unos cien productos químicos tóxicos (plaguicidas naturales) para matar insectos, animales y otros depredadores, y que estábamos obteniendo 10.000 veces más de ellos que de plaguicidas artificiales”. Por ese trabajo y otros similares, Ames y Gold han sido criticados por las mismas ONGs que antes los ensalzaban, mediante la clásica maniobra de acusarles de estar al servicio de la industria de los plaguicidas, a pesar de que nunca hayan aceptado dinero que provenga de ellas.

Comprenderéis que por cosas como estas, y muchas más que se explican en detalle en esas entrevistas que he mencionado arriba y que me han dado variados argumentos contra la Quimiofobia, he sentido mucho su muerte. Y siempre le recordaré por su carácter libre, escéptico, enamorado de la Ciencia y optimista radical sobre su papel en nuestro mundo y sobre sus futuras posibilidades.

A Ames le gustaba Mozart y en sus primeros años en Berkeley llegó a tocar el clarinete con un grupo de amigos. Así que nada mejor para acabar este mi recuerdo que un pequeño extracto del Concierto para clarinete de Mozart. Con Wenzel Fuchs, un clarinetista de la Filarmónica de Berlín como solista, acompañado por su Orquesta y dirigidos todos por Alan Gilbert.

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