viernes, 28 de abril de 2023

Oxígeno. Casi inextinguible y traicionero.

El oxígeno es el segundo gas más abundante en la atmósfera (21%) solo por debajo del nitrógeno que constituye el 78%. Es también el elemento más abundante en la corteza terrestre aunque, en este caso, combinado en diversas sustancias químicas que como el agua, los carbonatos, los silicatos o los óxidos lo incluyen en su composición. El oxígeno contenido en el aire nos sirve, obviamente, para respirar, un proceso sin el cual no continuaríamos vivos, aunque andan por el mundo pirados que compiten por ver quién es el campeón mundial de la apnea. Así que si el oxígeno se acabara, nos podríamos dar por muertos. Pero no parece que eso vaya a ocurrir. Desde hace 2.500 millones de años, cuando las llamadas cianobacterias existentes en los océanos empezaron a emitir oxígeno, éste se empezó a acumular en la atmósfera y su concentración en ella, durante los últimos 500 millones de años, ha oscilado entre un mínimo de un 15% y un máximo de un 35%, hasta descender al mencionado nivel actual del 21%, que se mantiene bastante constante.

Aunque, acorde con el nivel catastrofista imperante, hay gente que piensa que podemos quedarnos sin oxígeno como consecuencia de la quema de combustibles fósiles. No en vano, el CO2 es el resultado de la combustión del carbón con oxígeno. Entre las sonoras proclamas que he visto en las redes sobre esta cuestión, ninguna como un mensaje en Twitter del presidente francés Macron. En agosto de 2019, en tono dramático, decía que los incendios que asolaban en esa época la selva tropical del Amazonas, estaban quemando "el pulmón que genera el 20% del oxígeno de nuestro planeta"y abogaba por una reunión de emergencia de los miembros del G7.

Pues va a ser que no, Monsieur. Con todo lo terrible y condenable que son esos incendios en una área privilegiada como la Amazonía, su efecto en la concentración estacionaria del oxígeno en el aire que respiramos es ridículo. Según un cálculo de Vaclav Smil en su libro "Harvesting the Biosphere", la masa forestal terrestre contiene 500.000 millones de toneladas de carbono y aunque se quemara toda a la vez, consumiría alrededor del 0,1% del oxígeno de la atmósfera. Además, los árboles y otros vegetales actúan tanto de fuentes como de sumideros del oxígeno. Produciendo oxígeno (y carbohidratos) durante el proceso diurno de la fotosíntesis y consumiendo casi la misma cantidad de oxígeno durante su respiración nocturna, en la que los carbohidratos generados durante la fotosíntesis son utilizados para la producción de energía y los compuestos necesarios para el crecimiento vegetal. Así que en lo que se refiere a las plantas y en lo relativo al oxígeno, lo comido por lo servido.

Es también cierto que, merced a precisas técnicas instrumentales a nuestra disposición, estamos detectando una disminución muy pequeña pero sostenida de las concentraciones de oxígeno en el aire que, cuantitativamente, puede correlacionarse con el incremento en la combustión de combustibles fósiles y las emisiones antropogénicas de CO2. Ese descenso hasta ahora es minúsculo, del orden de un 0,002% anual, según ha ido midiendo la Scripps Institution of Oceanography. Así que podemos estar tranquilos en cuanto a disponibilidad de oxígeno para respirar. De ahí lo de (casi) inextinguible del título de la entrada. Por cierto, la palabra inextinguible siempre me recuerda a la sinfonía nº 4 del compositor danés Carl Nielsen. Aquí podéis escuchar su primer movimiento. 

Pero ese "gas de la vida" que es el oxígeno es también muy peligroso para ella. Respiramos del orden de diez/doce veces por minuto y respirar es un peligro casi tan notorio (o más) que tomar el sol sin protección. Aproximadamente el 20% de la población mundial muere o morirá por cáncer y la principal causa última  es respirar oxígeno. El daño provocado en nuestro organismo por ese gas sin olor, color o sabor proviene de la formación de radicales libres (nombre con el que ganan mucho dinero empresas de cosmética, farmacias y los suplementos dominicales de los principales periódicos).

Esos radicales libres son moléculas químicas de una extraordinaria reactividad, que tratan de combinarse con todo lo que se les pone a tiro. A partir del oxígeno que ingerimos, ocurre a veces que éste, por alguna razón, da lugar al denominado ion superóxido (una molécula igual a la del oxígeno, O2, pero con una carga negativa), lo que le convierte en más reactivo que el propio oxígeno y que, además, puede evolucionar hasta dar origen a los radicales hidroxilo OH·, los oxidante naturales más importantes en la química troposférica.

Uno de los procesos en los que ocurre esa transformación del oxígeno en ion superóxido y posteriormente en radicales libres, se da durante el funcionamiento normal de nuestro organismo. En él, la reacción con oxígeno (en este caso no la llamamos combustión, porque no hay llama, sino respiración celular) de algunas sustancias que ingerimos en nuestra alimentación, tiene lugar en las llamadas mitocondrias, pequeñísimas cápsulas existentes en cada una de los miles de millones de células que nos conforman. El resultado final es la obtención de la energía necesaria para el funcionamiento de las células y los órganos que las albergan. Pero, en esa respiración celular, aparecen como subproductos pequeñas cantidades de productos indeseables entre los que, al final, tenemos los radicales de marras. Hay estimaciones que sugieren que entre el 1 y el 2% del oxígeno disponible por las células se convierte en iones superóxido, llegando hasta un 10% cuando se está practicando un ejercicio vigoroso, al respirar más aceleradamente.

Esos radicales se escapan de las mitocondrias, con lo que su presencia en nuestro organismo es absolutamente ubicua. Al ser extraordinariamente reactivos atacan a casi cualquier molécula con la que se encuentran, dañando, por ejemplo, todo el intrincado entramado de nuestra carga genética, como el ADN que programa y construye nuevas células. Casi todos los daños son reparados por un evolucionado conjunto de enzimas pero, inevitablemente, algún radical se les despista de vez en cuando y, de esos errores en la reparación, nacen células defectuosas que, tras complejos mecanismos en los que no entraré y que implican incluso el suicidio de algunas de ellas (algo que siempre me ha fascinado), dan lugar a células cancerosas, totalmente incontrolables por nuestro sistema de seguridad.

Y contra ese hecho hay poco que hacer. Así como en el caso de las peligrosas radiaciones solares podemos poner los medios para que eso no ocurra (cremas solares), de respirar no hay forma de librarse. O si lo intentamos todavía es peor como, con cierta ironía, ya explicó el Premio Nobel de Medicina 2001, Timothy Hunt, hace tiempo en una rueda de prensa en Bilbao en 2007: "Podemos intentar dejar de respirar y, entonces, seguro que no nos morimos de cáncer". E ironizó también sobre el que una alimentación rica en verduras y frutas sea una fórmula para evitar el cáncer, con un argumento que a mi en esa lejana fecha me impactó: quien come bien, vive más y si se vive más, se respira más tiempo y hay más posibilidades de que el cáncer haga de las suyas.

Así que, queridos míos, no os comáis la olla con soluciones mágicas.

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jueves, 20 de abril de 2023

Bolas de billar y activismo climático

En la serie interminable de actos organizados por los activistas climáticos estos últimos tiempos, esta vez le ha tocado, por increíble que parezca, a una sala de billar. Tras acciones como la de pintar las puertas de un banco, impedir aterrizajes en aeropuertos o la circulación en autopistas, lanzar salsa de tomate a un Van Gogh o derramar leche en supermercados, este pasado lunes un activista de Just Stop Oil se subió, en el Crucible Theatre de Sheffield, el "templo" del snooker, a una mesa en la que se jugaba una partida del Mundial de esa modalidad de billar y la tiñó de naranja. Tras una primera reacción de asombro, el motivo de esta acción estuvo más que clara para este vuestro Búho.

Las bolas de billar hoy en día se fabrican con baquelita, un mítico polímero introducido a principios del siglo XX y que se obtiene a partir de fenol y formaldehído. El fenol se fabrica, a su vez, a partir de cumeno, una sustancia que se puede obtener de la destilación de la hulla y el petróleo (el malvado oil). El formaldehído se obtiene a partir de metanol que, a su vez, se produce a través del gas de síntesis, derivado también del carbón o del petróleo. Así que la motivación está clara. Pero las bolas de billar tienen una larga historia que voy a resumir aquí para haceros olvidar un poco a gente tan cansina.

Hacia la mitad del siglo XIX, el uso extendido del marfil en las empuñaduras de cubiertos de todo tipo, en los teclados de los pianos, en joyería y, sobre todo, en las bolas de billar, hizo empezar a temer por las poblaciones de elefantes, a los que se mataba por sus colmillos de ese material. El caso de las bolas de billar era particularmente importante, pues su consumo se estaba incrementando y posibles materiales sustitutivos, como la madera maciza de procedencia arbórea diversa, no tenían las propiedades adecuadas para el choque casi elástico requerido por profesionales cualificados en tal disciplina. Así que el más importante fabricante americano de bolas de billar, Phelan and Collander, instituyó, en la década de los sesenta de ese siglo XIX, un preciado premio de 10.000 dólares, destinado al inventor que pudiera proporcionar un material que sustituyera al marfil de sus bien amadas bolas (de billar).

Los años siguientes a la institución del premio vieron desarrollarse una historia bastante tormentosa sobre los intentos de obtener alternativas al marfil, cuyos detalles podéis ver en esta entrada. Implicaron a diferentes materiales a base de nitrato de celulosa, denominados con nombres como colodión, parkesina o celuloide. El nitrato de celulosa es un material muy inflamable y, ya desde el principio de su utilización, fue evidente que las bolas de billar, con él fabricadas, podía ponerse a arder si les caía encima la colilla de un cigarro o, incluso, con un golpe un poco fuerte del taco sobre ellas, podían provocar una pequeña explosión con un ruido parecido a un disparo. La cosa no era para tomársela a broma porque ya se sabe que, en aquella época, a todo el mundo los dedos se les volvían huéspedes a la hora de desenfundar las armas que llevaban al cinto. Finalmente, mezclando el nitrato de celulosa con alcanfor (lo que dio lugar al celuloide) se solventó en parte el problema, pero ya era tarde.

Porque, en 1907, Leo Hendrik Baekeland, un químico de origen belga que emigró a los EEUU en 1889, patentó la mencionada baquelita, que resultó ser un polímero económico, no inflamable y versátil. Esta patente se suele conceptuar como el comienzo de la industria moderna de los plásticos. Hoy en día, la baquelita se sigue usando en muchas aplicaciones como, por ejemplo, en pastillas de freno, en laminados decorativos tipo Formica o para aglomerar arena en los machos en los que se vierten las coladas en las fundiciones. De las primeras épocas de la baquelita han quedado objetos "vintage" bastante codiciados en la actualidad, como los primeros teléfonos, los enchufes e interruptores oscuros, los tiradores de puertas, botones, etc. El Búho ha tenido mucha relación con la baquelita pues, no en vano, desde los años 60, una empresa que ha sido relevante en la fabricación de este material ha estado situada en la carretera que une Hernani, donde viví mi adolescencia, con la frontera con Navarra.

Y desde hace ahora cien años, cuando la empresa SALUC, también belga, radicada en el pequeño pueblo de Callenelle, introdujo las bolas de billar de marca Aramith, las bolas de baquelita han consolidado a este material como el más adecuado para la práctica de esta actividad deportiva.

Supongo que los de Just Stop Oil no propugnarán volver al marfil como forma de dejar a los forofos del billar jugar tranquilos. Y espero que, tirando del hilo, no se les ocurra meterse con otros deportes en los que materiales derivados del petróleo se emplean como elementos clave. O acabaremos todos usando nuestro tiempo libre en mirar a las musarañas.

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martes, 11 de abril de 2023

Huevos y dioxinas

En agosto de 2006, cuando yo era un incipiente bloguero, (mi Blog nació a finales de febrero de ese año), leí en el periódico de mi pueblo (el Diario Vasco) un artículo de opinión de una representante de un colectivo que se oponía a la instalación de una incineradora en las proximidades de Irún y Hondarribia. El artículo hacia referencia a una noticia publicada meses atrás por el diario francés Le Figaro, relativa a la contaminación por dioxinas en huevos producidos en granjas cercanas a la incineradora de Besançon, una ciudad francesa próxima a la frontera suiza. Fue mi primer encuentro con el asunto de las dioxinas y los huevos. Yo quería publicar una entrada al respecto, pero me pareció mejor ceder la tribuna a mi colega y amigo Javier Ansorena, en la época Jefe de Servicio de Medio Ambiente de la Diputación Foral de Gipuzkoa, que del asunto sabía mucho. El fue quien escribió la entrada que podéis visitar aquí y hoy (16 años después) la leo y creo que sigue vigente. Javier desmontaba, con su contundencia habitual, los argumentos del artículo de opinión.

Hace pocas semanas, el mismo Diario Vasco recogía otra noticia, en la que se aludía, una vez más, a huevos y dioxinas. En ella se mencionaban los análisis realizados por una Fundación holandesa denominada ToxicoWatch en el entorno de la planta incineradora situada en Zubieta, la única que funciona en Gipuzkoa, análisis realizados antes y después de su puesta en marcha definitiva en 2020. La noticia aludía a altos contenidos de dioxinas en huevos de una granja de Andoain, que se habían cuadruplicado desde el inicio del funcionamiento de la planta. El informe mencionado en la noticia, hasta donde yo he podido encontrar, no es un informe al uso sino, como podéis ver aquí, un compendio de tablas, datos en formato Excel y fotografías que me ha costado entender. Supongo que tarde o temprano habrá un informe más convencional.

Esta Fundación apareció en la prensa europea como consecuencia de su colaboración con otra organización medioambiental, Zero Waste Europe, en el estudio de diversas incineradoras situadas en Europa. Una de las primeras en ser estudiada fue la de Harlingen (Holanda). Una incineradora que se puso en marcha en 2011 y de la que, en 2018, publicaron un estudio titulado Emisiones Escondidas, redactado de forma convencional, no como el de Zubieta. En él, se hacía un seguimiento de las emisiones de esa planta holandesa y se analizaba el contenido en diversas sustancias químicas, entre ellas dioxinas, furanos y bifenilos policlorados (PCBs), en huevos de gallinas criadas en el entorno de la incineradora, así como en musgos, agujas de pinos y hojas de acebos y otras plantas, también cercanas a las instalaciones.

Ciñéndonos al estudio del contenido en dioxinas de los huevos cercanos a Harlingen, ToxicoWatch hacía referencia a un artículo publicado en 2014 y firmado por el que luego sería el redactor del informe sobre la incineradora (A. Arkenbout). Allí se decía que “Todos los huevos de gallinas de pequeñas granjas cercanas a Harlingen, en un radio de 2 km desde la incineradora, mostraron una concentración de dioxinas mucho más alta que la permitida por la legislación europea”. Algo que no es del todo correcto a la vista de lo que se ve en la Figura 1 del estudio de ToxicoWatch mencionado en el párrafo anterior.

Además, en un estudio, posterior a ese de 2014, llevado a cabo en ese tipo de granjas por varias Instituciones y cubriendo todo el territorio holandés, se llegó a la conclusión de que "los niveles observados anteriormente alrededor de Harlingen (Arkenbout, 2014) no eran inusuales para las gallinas de propietarios privados en otros lugares de los Países Bajos". Estos últimos autores lanzan la hipótesis de que el origen de esas dioxinas puede estar en la realización de pequeñas hogueras y/o en el uso de las cenizas en ellas generadas como abono rico en potasio, hierro, calcio, etc en tierras de cultivo y que podrían contener dioxinas.

En lo que se refiere al contenido en dioxinas y sus primos (furanos y PCBs) de los huevos de granjas próximas a Zubieta, ya en 2019, sin la planta en funcionamiento, los huevos de tres granjas próximas tenían niveles por encima del límite establecido por la Union Europea. El propio estudio de ToxicoWatch aducía para explicarlo que, en el entorno de la incineradora, hay otras plantas industriales y mucho tráfico que pueden estar en el origen de esas cifras. En las muestras tomadas a lo largo de 2021, tras la puesta en marcha de la incineradora, solo una granja situada en Andoain, la que mencionaba la nota del Diario Vasco, había casi cuadruplicado su nivel de dioxinas y se situaba por encima del límite permitido. La granja está a 3,6 km de la incineradora y, además de la Nacional I, tiene cerca una planta de asfalto y otra de reciclado de plásticos, todas ellas potenciales fuentes de dioxinas. Pero, curiosamente, otras granjas que en el 2019 se pasaban del limite de la Unión Europea, en las muestras tomadas en 2021, con la incineradora funcionando, no lo hacían.

Abundando en la contaminación de huevos por dioxinas, furanos y PCBs, en la zona de la incineradora después de su puesta en marcha, Biodonostia, un Instituto de Investigación Sanitaria, radicado en Donosti, publicó, en octubre de 2022 y en la web de Medio Ambiente del Diputación Foral de Gipuzkoa, un informe en el que se analizaban muestras de huevos, leche y suelos, recogidas en caseríos próximos a la incineradora de Zubieta. En 2021 se recogieron y se analizaron 54 muestras (21 de leche, 17 de huevos y 16 de suelo) y en 2022 otras 57 muestras (22 de leche, 18 de huevos y 17 de suelo). Solo la leche de un caserío de Lasarte sobrepasaba los límites de la Unión Europea pero, en lo que se refiere a los huevos, las 35 muestras analizadas estaban todas por debajo de los contenidos establecidos por la legislación europea. Así que algo raro pasaba en ese caserío concreto.

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