jueves, 29 de septiembre de 2022

Ozono, CFCs y otra vez James Lovelock


En una entrada de 2019, hablábamos del papel que, en el fracaso de que la compañía Boeing pudiera lanzar su plan de vuelos supersónicos usando la estratosfera, tuvieron los miedos a que, como consecuencia de esos vuelos, disminuyera la capa de ozono sobre nuestro planeta, con el consiguiente efecto de una menor filtración de las radiación UV y su derivada en forma de los cánceres de piel. Vimos que como posibles causas para una disminución de esa capa estaban los compuestos clorados emitidos por las pruebas con misiles, el vapor de agua generado por los vuelos supersónicos o los óxidos de nitrógeno (NOx) generados por esos mismos vuelos. Estamos hablando de los primeros años de la década de los setenta. Pero en esos mismos años entra en escena nuestro conocido James Lovelock para dar un giro fundamental al asunto del ozono, en lo que se puede considerar la prehistoria de lo que finalmente acabó con la regulación de los gases denominados clorofluocarbonos o CFCs.

En 1972, Lovelock se embarcó en una larga travesía desde su casa en el Reino Unido hasta la Antártida a bordo del buque oceanográfico RRS Shackleton. Lovelock iba provisto de un dispositivo similar al que aparece en la imagen que ilustraba la entrada que le dediqué con ocasión de su reciente fallecimiento (técnicamente un cromatógrafo de gases de la época provisto del detector de captura electrónica inventado por el propio Lovelock).

El objetivo de ese viaje era medir la composición en la atmósfera de diversos productos químicos que se encuentran en ella en composiciones muy pequeñas (trazas), gracias a que la sensibilidad del citado detector permitía medir concentraciones en partes por trillón. Y Lovelock estaba particularmente interesado en medir la concentración de un gas concreto (el triclorofluorometano, CCl3F) que llevaban unos años siendo usado, entre otras cosas, como propelente de envases conteniendo insecticidas, desodorantes y otras sustancias.

La razón de ese interés, tal y como explicaban Lovelock y sus colegas en el artículo [Nature 241, 194 (1973)] en el que contaban sus resultados, radicaba en que habiendo sido descubierto recientemente y siendo extraordinariamente estable, "podía usarse como un marcador para estudiar los procesos de transferencia de masa en la atmósfera y los océanos". Los autores dejaban claro desde el principio que las concentraciones encontradas (unas decenas de partes por trillón) no constituían riesgo alguno y, entre otras conclusiones, apuntaban que la concentración de ese gas iba descendiendo a medida que el RRS Shackleton iba acercándose a la Antártida.

Frank S. Rowland era un profesor de la Universidad de California que andaba esos años a la búsqueda de nuevos temas de investigación. Cuando leyó el artículo de Lovelock le intrigó el hecho de que, dada su estabilidad, todo el CCl3F hasta entonces producido tendría que andar por ahí fuera. Y se preguntó si no existían realmente condiciones en las que ese compuesto pudiera degradarse. O era un compuesto que duraría para siempre (forever). De hecho, aún hoy, se sigue hablando de los compuestos fluorados como los "forever chemicals".

Así que le pasó el asunto a su postdoc mejicano Mario Molina. Quien le sugirió que, efectivamente, parecía no existir ningún sumidero de ese compuesto en la superficie de la Tierra e incluso en la inmediata atmósfera. Pero recordando los primeros miedos sobre el efecto del cloro derivado de las pruebas con misiles en la capa de ozono, propuso a su jefe un mecanismo, posible en la estratosfera, según el cual la intensa luz ultravioleta allí existente rompiera uno de los tres enlaces carbono-cloro y el cloro resultante actuara como catalizador de la destrucción del ozono para dar oxígeno. Y que, además, usando ciertos argumentos ligados a la cinética de esas reacciones, ese efecto sería muy dilatado en el tiempo por lo que para cuando nos diéramos cuenta de que se estaba dando, la destrucción de la capa de ozono sería ya importante.

Estas conclusiones, publicadas en junio de 1974 en el famoso artículo de Rowland y Molina [Nature 249, 810 (1974)], dieron pie a una nueva versión de las alarmas ya citadas sobre la destrucción de la capa de ozono y la posible consecuencia de un incremento en los cánceres de piel, adecuadamente propagada por el propio Rowland en numerosas conferencias de prensa. Pero se encontraron con el incombustible Lovelock quien, solo unos meses más tarde (noviembre 1974) y también en la revista Nature [Nature 252, 292 (1974)], publicaba un artículo de respuesta en el que argumentaba que le resultaba poco creíble que si la única fuente de cloro en la estratosfera fueran el CCl3F y otros CFCs de la familia, el efecto sobre el ozono fuera como para preocuparse en los extremos descritos por Rowland y Molina. Pocos meses después, marzo de 1975, en una respuesta a otro artículo [Nature 254, 275 (1975)] que parecía avalar las tesis de Molina y Rowland, Lovelock replicaba, entre otras cosas, que lo propuesto por estos últimos era solo un modelo "no confirmado por observación directa alguna en la estratosfera". Y aprovechaba la respuesta para proponer otras posibles fuentes de origen natural de cloro, como el cloruro de metilo.

No voy a dar más detalles de la literatura que se generó al respecto en uno y otro lado, pero la cosa degeneró claramente en una "guerra" entre científicos americanos, liderados por Rowland y otros frente a científicos ingleses, cuya cabeza más visible fue Lovelock. Paralelamente, en USA y Canadá, el propio Rowland y algunos políticos empezaron a propugnar medidas para la eliminación completa de los aerosoles a base de CFCs, tratando de implicar a Naciones Unidas para extender globalmente esa prohibición, mientras en Europa había muchas más reticencias al respecto. La controversia duró prácticamente diez años, al final de los cuales incluso llegó a parecer que el cloro en la estratosfera podía formar compuestos con otras sustancias allí presentes (como los óxidos de nitrógeno) y desaparecer como catalizador de la descomposición del ozono.

Pero, en 1985, Joe Farman, un científico perteneciente a la British Antartic Survey (BAS) y que trabajaba en una estación radicada en aquellas remotas latitudes, publicó un artículo[Nature 315, 207 (1985)] en el que daba cuenta de una caída en la concentración de ozono (lo que luego se llamó agujero de ozono) cada mes de octubre, descenso que se correspondía con un incremento de la concentración de CFCs en las extremas condiciones de lo que allí abajo es la incipiente primavera.

Ello reavivó el debate y dio lugar a un par de expediciones científicas a la Antártida para tratar de corroborar las tesis de Farman. En la segunda, en 1987, se empleó un avión especialmente equipado para meterse en la zona en la que se había detectado la anomalía en cuestión y tomar muestras "in situ". El resultado más contundente de los análisis de esas muestras fue que, en las latitudes en las que los científicos de la BAS habían detectado la anomalía, había una relación inversa entre el descenso en la concentración de ozono y el aumento en la concentración del monóxido de cloro, el compuesto que se forma cuando el cloro liberado por la radiación UV a partir de los CFCs, reacciona con ese ozono para dar oxígeno.

Esos resultados tan impactantes (la prueba experimental que pedía Lovelock) coincidieron casi en el tiempo con los intentos de aprobar una prohibición global de los aerosoles a base de CFCs. Y parece que fueron claves en que los escépticos países europeos dieran su acuerdo al llamado Protocolo de Montreal que entró en vigor el 1 de enero de 1989, destinado a reducir los niveles de producción y consumo de la familia de los clorofluorocarbonos (CFCs).

A Rowland y Molina les dieron el Premio Nobel de Química 1995 por su descubrimiento de 1974. Y Lovelock se debió quedar muy chafado con el resultado final de todo el proceso, porque en su libro La venganza de la Tierra no menciona al ozono ni en el índice y, en cuanto a los CFCs, solo los cita en una página, pero en su papel como gases de efecto invernadero.

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sábado, 10 de septiembre de 2022

Polvos de talco, amianto y cáncer

Ese bote verde de polvos de talco Calber que veis a la izquierda me devuelve a mi infancia. En casa de mis padres, cuando era chaval, siempre había uno al alcance de la mano. Lo cual no tiene nada de raro porque ese producto tuvo su origen a principios del siglo XX en Donosti y, más concretamente, en la calle Misericordia 4, donde se radicaba la Perfumería Higiénica Calber. Su publicidad, a base de mujeres y madres con aire parisino, tuvo gran impacto en la época. Ya de Búho mayor, el talco siempre ha estado presente entre nuestros productos de higiene aunque usado de vez en cuando. Pero este agosto ha sido noticia que Johnson & Johnson va a dejar de fabricar en 2023 sus polvos de talco Baby Powder, tras retirarlo en 2020 en los mercados de USA y Canadá. Las noticias, en la mayoría de los medios, relacionan esa retirada con las muchas denuncias presentadas contra la compañía por supuestos casos de cáncer de ovario y la presencia de amianto en ese producto.

Químicamente, el talco es un silicato de magnesio hidratado [Mg3Si4O10(OH)2]. Aunque popularmente se le asocie a los polvos de talco, lo cierto es que ese mineral se utiliza en muchos productos industriales como pinturas, cerámicas, papel, plásticos y caucho, material refractario y otros usos. Solo un 5% se usa en cosmética (coloretes, bases de maquillaje, polvos de cuerpo y cara), así como en la industria farmacéutica como excipiente y contra el apelmazamiento de algunos productos. En la UE está además reconocido como aditivo alimentario (E553b).

En los usos industriales, el talco contiene un cierto porcentaje de impurezas (en algunos casos hasta el 35%) derivadas del hecho de que, en las explotaciones en las que se extrae, suele haber otros tipos de silicatos acompañando al talco propiamente dicho. Pero en el talco que se usa en cosas más sensibles, como las arriba mencionadas, las compañías procuran que se lo suministren explotaciones mineras en las que la pureza del talco está certificada sobre todo de cara a que ese talco no contenga amianto (también llamado asbesto, ya que el término en inglés para amianto es asbestos).

A diferencia del talco (un silicato con fórmula definida), amianto es un nombre genérico que engloba a seis silicatos, de nombres tan exóticos (para uno que no sea geólogo) como crisotila, amosita, crocidolita, antofilita, tremolita y actinolita con capacidad para cristalizar en forma de fibras. Es esa forma fibrosa (o asbestiforme) la que da al amianto las características que se buscaban cuando se empezó a usarlo como aislante.

Desde principios del siglo XX empezaron a ser evidentes, en trabajadores ligados a la industria del amianto, los problemas de todo tipo causados por su exposición al polvo del mismo. Desde fibrosis pulmonares o pleurales, también conocidas como asbestosis, al terrible mesotelioma, un tipo de cáncer que se produce en el mesotelio, la delgada capa que forma el recubrimiento de varias cavidades corporales. Hoy sabemos que son las formas fibrosas de los seis minerales incluidos en el término genérico de amianto las causantes de las afecciones ligadas a la exposición prolongada a ese material. Esos mismos minerales en formas no fibrosas (no-asbestiformes) no causan los mismos problemas.

Ya en los años setenta, empezaron a aparecer en USA algunos informes que hablaban de que podía haber amianto en los polvos de talco, lo que originó un considerable revuelo. Como reacción, en 1976, la americana Asociación de Cosméticos, Artículos de Tocador y Fragancias (CTFA) adoptó voluntariamente un protocolo (el llamado J4-1) para analizar, a la búsqueda de amianto, el talco que empleaba en sus productos. Los proveedores de talco para la industria farmacéutica adoptaron un método similar para certificar que el talco cumplía con el requisito de "Ausencia de amianto" de la Farmacopea de los Estados Unidos (USP).

Esos protocolos han estado vigentes muchos años y se basaban en el empleo de técnicas como la difracción de rayos X (XRD) o la espectroscopia infrarroja (FTir) para detectar químicamente alguno de los seis minerales del amianto y, si la detección era positiva, emplear posteriormente la microscopía óptica de luz polarizada (PLM) para evidenciar la presencia de formas fibrosas de esos minerales. Pero cuando fue evidente que los protocolos no eran 100% fiables, la americana Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA) inició un proceso para mejorarlos y que, básicamente, supuso el empleo adicional de la microscopía electrónica de transmisión (TEM). Los esfuerzos han cristalizado en la publicación de un Libro blanco que resume el estado de los métodos para detectar amianto así como proponer protocolos para la preparación y análisis de las muestras. Los límites actuales de detección de amianto fibroso por parte de la Microscopía electrónica de transmisión son del orden de las decenas de las partes por billón (0.000004%).

La misma FDA lleva años analizando de forma sistemática muestras de todo tipo de cosméticos que utilizan talco a la búsqueda de amianto. Por ejemplo, en 2009, se analizaron veintinueve muestras proporcionadas por cuatro suministradores de talco para cosmética, así como treinta y cuatro productos cosméticos comprados en supermercados, incluido el Baby Powder de Johnson & Johnson. En ningunas de ellas, ni la PLM ni la TEM evidenciaron la presencia de amianto en forma fibrosa. Desde entonces, cada año, se analizan 50 muestras tomadas al azar el mercado. Los resultados de 2021, tampoco encontraron formas fibrosas de los minerales del amianto, como podéis ver aquí. Pero ese no ha sido el caso siempre y, en algunos casos, se han detectado cantidades pequeñas de amianto fibroso, lo que ha provocado la inmediata retirada del mercado de los lotes contaminados.

El interés por el tema y el uso del talco desde hace mucho tiempo, ha hecho que se hayan analizado muestras de talco en envases antiguos. En 2017, por ejemplo, se publicó un artículo [J.S. Pierce y otros, Inhalation Toxicology, 29:10, 443-456] que, usando también los protocolos de la FDA, analizaba ese tipo de muestras vintage (la más vieja era de 1940 y la más reciente de 1977). En ninguna de ellas había amianto en forma de fibras. Pero no se puede asegurar que otras muestras contemporáneas no lo contuvieran. Algo que es muy importante en lo que tiene que ver con la relación entre el talco y el cáncer de ovario.

Asunto que echó a andar de forma acelerada cuando un metanálisis de 2011 [M.C. Camargo y otros, Environ Health Perspect 2011; 119: 1211–1217] ligaba el amianto con el cáncer de ovario en mujeres expuestas al mismo ocupacionalmente (es decir, por su trabajo). A partir de ahí, se ligó el talco contaminado con amianto al cáncer de ovario y una multitud de demandas judiciales de mujeres afectadas por esa enfermedad aparecieron en los despachos de Johnson & Johnson.

La mayoría de las demandas han sido presentadas por mujeres que han usado talco durante años (y décadas) en la higiene de la zona perineal. Y en la mayoría de las demandas, la contaminación del talco con amianto es una parte fundamental de los argumento de las demandantes. La presión no parece haber bajado por ahora y basta poner en Google "talco y cáncer abogados" para encontrar centenares de páginas de despachos de abogados americanos (aunque las páginas aparezcan en castellano) que se prestan a representar a quien tenga un cáncer de ovario y haya usado polvos de talco durante tiempo prolongado.

En mi humilde opinión, es muy difícil que la presencia de cantidades pequeñas de amianto (si las hubiere) en el polvo de talco sean las causantes de esos cánceres de ovario. Aunque es cierto que, en muchos casos, llegan a ser exposiciones prolongadas en el tiempo, casi "ocupacionales", lo cierto es que durante esos mismos años, mucha de la población americana estuvo expuesta al amianto en sus casas y seguro que en niveles mucho más altos. No hace falta más que ver ese programa de la tele que encanta a la Búha, en el que dos gemelos renuevan casas canadienses y americanas, para darse cuenta de que, en muchas de ellas, tienen que empezar la reforma eliminando amianto. Y aunque esa exposición es por inhalación y no por aplicación en la zona genital, conviene recordar que el artículo de Camargo, mencionado arriba, estudiaba la relación entre el cáncer de ovario y la inhalación de amianto en trabajadoras que lo manipulaban.

Pero el asunto tiene aún una última vuelta de tuerca. Cual es el argumentar que incluso el polvo de talco puro, sin amianto, en exposiciones prolongadas, puede ser causa de cáncer de ovario. Hay varios artículos al respecto en los últimos años y las partes litigantes pueden seleccionar entre ellos aquellos que mejor vayan a sus intereses. Pero, en estos temas vidriosos, yo siempre tiendo a fiarme de agencias y organizaciones que me inspiran una cierta seguridad.

Como la propia FDA que en el segundo apartado de este documento deja claro que los estudios que han sugerido una posible asociación entre el uso de polvos que contienen talco en el área genital y la incidencia de cáncer de ovario, "no han demostrado de manera concluyente dicho vínculo o, si tal vínculo existía, qué factores de riesgo podrían estar involucrados".

O la Agencia Internacional para la Investigación sobre el Cáncer (IARC, dependiente de la OMS) que en la página 413 de este informeconcluye que "los estudios epidemiológicos tomados en su conjunto brindan una limitada evidencia sobre una asociación entre el uso perineal de talco corporal y un mayor riesgo de cáncer de ovario". E incluye al talco sin amianto para uso perineal en el grupo 2B, "baja probabilidad cancerígena para los humanos". Y hay que recordar que en ese mismo grupo 2B ha estado el café durante casi 25 años, hasta que recientemente se trasladó al Grupo 3, "no pueden considerarse cancerígenos para el hombre".

O, finalmente, la Sociedad Americana del Cáncer que establece que "Los estudios sobre el uso personal del polvo de talco han tenido resultados mixtos, aunque hay alguna sugerencia de un posible aumento del riesgo de cáncer de ovario. Hay muy poca evidencia en este momento de que cualquier otra forma de cáncer esté relacionada con el uso de polvo de talco por parte del consumidor".

Mientras tanto, en Europa no parece haberse generado similar ansiedad. Después de mucho buscar, sólo he encontrado una pregunta realizada por una europarlamentaria griega en 2016, a la que se le contestó que "hasta la fecha, no ha habido evidencia científica concluyente que apoye un vínculo entre el cáncer de ovario y el uso de talco en productos cosméticos. Por lo tanto, en esta etapa no se están considerando medidas adicionales para restringir el uso de talco en productos cosméticos".

Aunque me da que tenemos polémica para rato. Sobre todo porque hay potentes y muy conocidos bufetes de abogados americanos que ven pingües beneficios en el asunto.

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