lunes, 28 de abril de 2008

Enfriando el planeta, BPA y el efecto rosal

Hoy inauguro una nueva etiqueta entre las que clasifican mis entradas que voy a denominar Refritos CEN. Desde hace más de veinte años soy miembro de la American Chemical Society. No es ningún mérito, como ya dije en otra entrada, ya que sólo hay que pagar una cuota anual. Uno de los privilegios de esa pertenencia es recibir cada semana (y desde este año electrónicamente) un número de la revista Chemical Engineering News (conocida como CEN), una revista muy interesante para estar à la page de todo lo que se cuece en torno a la Química a nivel global. Y, casi en cada número, hay una serie de noticias, artículos, etc. que llaman mi atención. Lo que pretendo en esta nueva etiqueta de entrada es hacer un condensado de las cosas que me han llamado la atención en el último número.

En el correspondiente al día de hoy, 28 de abril, hay una noticia relativa a la entrada que escribí el 30 de agosto de 2006 sobre la propuesta del Premio Nobel de Química, Paul Crutzen, de inyectar en la atmósfera, desde aviones, cantidades importantes de sulfatos para mitigar el calentamiento global. La propuesta estaba basada en las observaciones posteriores a la erupción del volcán Pinatubo, en las que se demostraba el enfriamiento provocado por las emanaciones de tal erupción, atribuyéndose tal efecto a los aerosoles de sulfato formados, que reflejaban hacia la estratosfera las radiaciones solares. Un artículo, que aparecerá proximamente en Science, pone en cuestión la propuesta, al demostrar que esos mismos aerosoles pueden incrementar, a esas alturas, la producción de cloro a partir de los gases CFC que hemos andado soltando a la atmósfera en las últimas décadas, merced a nuestros frigoríficos y otras modernidades, con lo cual se retrasaría la positiva regresión que se está apreciando en el agujero de ozono.

En otra noticia, el CEN se hace eco de que Canadá va a ser el primer país que prohibe el uso del polímero conocido como policarbonato artículos como los biberones empleados para alimentar a los más pequeños, debido a la posibilidad de que ese plástico contenga Bisfenol A (BPA), una sustancia empleada en la fabricación del citado plástico y que parece puede causar cambios neuronales y de comportamiento. Como ya pasó con el PVC para juguetes o las siliconas para implantes de mama, tendremos que esperar a ver en qué queda el asunto pero, por de pronto, parece que otras autoridades van a seguir la senda de los canadienses y se van a apuntar a la prohibición, por si las moscas. Otros materiales, como un copoliéster llamado Tritan y que fabrica Eastman Chemical, parecen estar llamados a sustituir al policarbonato para los usos indicados.

Y, finalmente, en una de las primeras entradas de este 2008 os hablaba del efecto Flor de Loto, que hacía mención a la sofisticada estructura de las hojas de esa flor, puesta de manifiesto por las potentes herramientas microscópicas de las que disponemos. Gracias a esa estructura, las hojas exhiben un manifiesto carácter hidrofóbico, las gotas de lluvia que se forman en su superficie son muy redondas y, a la mínima inclinación, se van al suelo y, de paso, arrastran la posible suciedad en ellas contenida.

En una reciente publicación de la revista Langmuir, una investigadora china ha acuñado el llamado "efecto rosal". Parece que desde niña se ha sentido fascinada por las resplandecientes gotas, observables en los pétalos de las rosas, cuando les da el sol. Y se ha preguntado por la razón por la que, mientras la flor de Loto casi expulsa a las gotas de agua, los pétalos las retienen. Ella y su equipo han estudiado microscópicamente la superficie de los pétalos, mostrando que presentan una rugosidad parecida a la de las hojas de Flor de Loto, aunque las nano y microestructuras observadas tienen mayores tamaños en los pétalos de rosa. Su hipótesis es que las gotas de agua entran en contacto con la estructura de la Flor de Loto en los puntos más altos de esas estructuras, mientras que, en los pétalos, pueden discurrir por los "valles" existentes entre ellas. Merced a esa diferencia, ruedan fácil en la Flor de Loto y se quedan adheridas en los pétalos. Lo que no hay ninguna duda es que, esto de penetrar con nuestro ojitos (aunque sea con ayuda de potentes técnicas) en tamaños cada vez más pequeños, nos va a dar más de una noticia sorprendente. Tiempo al tiempo y no me dejen de leer este Blog.

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sábado, 26 de abril de 2008

Agua va!!!!.

Los cauces políticos bajan revueltos en la Península por el asunto del agua, e incluso correligionarios de un mismo partido andan a la greña por un no me quite Ud estos metros cúbicos de agua. Cuando yo era estudiante en Zaragoza, el influyente Rafael Usón, a la sazón Catedrático de Química Inorgánica, comenzó una lección sobre el agua (sería algo así como 1970) diciendo: "El agua, un disolvente por el momento abundante y barato...". Y no sabeis las veces que me acuerdo de él. Así que no es de extrañar que cuando el pasado viernes Jorge Malfeito de Acciona Agua vino a Donosti a impartir la lección final en un Curso de nuestro Master sobre Membranas poliméricas y abrimos la sesión a quien quisiera venir, tuvimos problemas de espacio. Su conferencia versaba sobre la ósmosis inversa y su empleo en las plantas desaladoras de agua. Y, gracias a lo que dijo, yo me he trajinado este post en un periquete, mientras en mi ventana se asoma un radiante amanecer sabatino que casi me asegura una buena tarde de golf.

Para empezar me vais a tener que aguantar una pequeña introducción sobre las bases del proceso. Pero que nadie se me asuste ya de entrada, que lo voy a contar como el cuento de Caperucita. Cuando a un lado y a otro de cierto tipo de membranas poliméricas denominadas semipermeables se coloca agua y agua de mar, la termodinámica nos enseña que el agua tiende a pasar a través de la membrana desde el lado en el que está pura al lado en el que está salada
. Para impedir ese paso espontáneo tenemos que aplicar en la cara de la membrana en contacto con el agua salada una cierta presión. Es la llamada presión osmótica de esa disolución de agua y sal, presión que depende de la concentración de sal existente. Por ejemplo, la concentración en el Mar Báltico anda por 28 gramos por litro mientras en el Mar Muerto esa cifra es el doble. Consiguientemente, la presión osmótica de un agua de mar varía de un sitio a otro pero digamos que puede andar entre 25-35 bares o, lo que es igual, 25-35 veces la presión atmosférica, que no es una presión como para olvidarse de ella.

Si aplicamos una presión superior a la osmótica en el lado "salino" de la membrana, se produce la llamada ósmosis inversa en la que el agua contenida en la disolución salina pasa al lado del agua pura, proceso "contra natura" que constituye la base de la desalación del agua de mar por este procedimiento (hay otros procesos para desalar, como la destilación del agua marina).
Ni siquiera con el concurso de la presión la sal es capaz de atravesar la membrana porque ésta se lo impide; de ahí su denominación como semipermeable.

La madre del cordero para que todo funcione bien es pues una portentosa membrana polimérica. Una membrana, bastante sofisticada en su producción, que se suele denominar asimétrica compuesta porque tiene más de un componente y porque su morfología es un poco compleja. El diseño de estas membranas es todo un compromiso. Para obtener producciones importantes de agua potable, la instalación está sujeta a presiones que duplican prácticamente la presión osmótica (50-80 bares) y, por tanto, la membrana debe tener una importante resistencia mecánica a romperse bajo ese tremendo empuje, o andaríamos todo el día de fontaneros. Una posible solución sería que la membrana tuviera un espesor muy gordito pero entonces el paso del agua a su través sería muy lento y aquí estamos para ganar dinero, no para fruslerías. Por el contrario, al disminuir ese espesor, el flujo obtenido crece rápidamente, pero también la posibilidad de ruptura. La solución salomónica está en una membrana asimétrica, en la que sobre una especie de esponja de polisulfona, permeable en grado sumo al agua, se deposita una fina capa de una poliamida que es la que no deja pasar a la sal pero si al agua. Es decir, la fina capa hace su papel separador y la polisulfona esponjosa soporta mecánicamente a todo el conjunto. En el primer minuto de este vídeo (ya lo siento, está en inglés, pero es muy ilustrativo de cómo funcionan los módulos de una planta desaladora) podeis ver la estructura de una membrana comercial en la que, por debajo de la capa de la polisulfona esponjosa, hay todavía otro tejido de poliéster (más polímero), tambien muy poroso, que incrementa aún más la resistencia mecánica del conjunto.

Se puede decir que, tecnológicamente, el problema de la obtención de agua pura a través de un proceso de ósmosis inversa está sustancialmente resuelto. Las eficientes membranas arriba mostradas eliminan con creces el 99% de la sal contenida en el agua del mar con lo que el agua es perfectamente bebible. La eliminación tan exhaustiva de todo tipo de sales que el agua contiene (no sólo el cloruro sódico, principal componente del agua de mar) plantea incluso algunos problemas. Por ejemplo, al carecer prácticamente de calcio (es una agua extraordinariamente blanda) y bicarbonatos, el anhídrido carbónico, que siempre se disuelve algo en el agua, hace que el agua producto de una desaladora sea ligeramente ácida, con pHs que pueden llegar a los 5,5, lo que ocasiona fenómenos importantes de corrosión en tuberías y otros materiales que estén en contacto permanente con ese agua. Por otro lado, la popularización del agua de desaladoras en ciertos países ha llevado, por ejemplo, a los agricultores de Israel a usarla para riego, encontrándose con el problema de que sus tomates no crecen como con el agua de riego tradicional. La razón está, de nuevo, en que ese agua desalada carece de algunos minerales que tiene el agua normal y que, aunque se encuentran en cantidades pequeñas, juegan un papel vital en el crecimiento de los vegetales.

Pero todo eso tiene fácil arreglo. Y así, en las plantas desaladoras, el agua producida se remineraliza por diferentes técnicas antes de ponerla en la red de consumo. Esos procesos de remineralización consisten, básicamente, en adicionar las sales adecuadas para llegar a los niveles estándar de un agua de consumo humano. En otros casos, el paso previo es mezclas el agua de la planta con agua de otras fuentes que no sean desaladoras. Así que el problema de los agricultores judíos se puede resolver de forma similar y no dejan de ser contratiempos que surgen como consecuencia de la progresiva implantación de este tipo de agua. Al hilo de estos comentarios, hay que mencionar el hecho de que, en internet, es fácil encontrar sitios sobre los peligros de beber agua destilada y, en segunda derivada, una agua casi tan pura, como es la proporcionada por las desaladoras. Es una superchería más, destinada a asustar a gentes que ya no se asustan con el infierno. En uno de mis blogs favoritos, El Tamiz, se dedicó una de las entradas de su serie Falacias a este asunto.

¿Dónde están entonces los problemas de tan maravilloso invento para que no acabemos teniendo una desaladora en cada playa?. Pues haberlos, los hay, que para eso la vida es siempre muy complicada y entrópica. Fundamentalmente es un problema energético. Una planta desaladora necesita mucha energía y con los tiempos que corren (calentamiento global, generación de CO2), mentar algo que consuma mucha energía es mentar la bicha. Los tíos del turbante no tienen muchos problemas para instalar desaladoras en sus desiertos porque les sobra oro negro y no tienen más que poner una planta de generación de electricidad a base de su petróleo cerca de la desaladora y a correr. En otros casos, hay una nuclear cerca. Y, cómo no, se está pensando en ligarlas a plantas de producción de energías renovables como la eólica o la fotovoltaíca. Pero ahí andamos. De hecho, Jorge Malfeito nos dió el dato de que casi el 40% del precio de un metro cúbico (mil litros) de agua de un desaladora (incluyendo todos los gastos, hasta la amortización de la planta) es un costo energético. Precio por metro cúbico que, por cierto, es bien barato, se sitúa al nivel del que Odón Elorza nos cobra a los donostiarras y es unas mil (si, he dicho mil) veces inferior a lo que cuesta el agua embotellada más barata.

El otro problema es el asunto de cómo deshacerse de la salmuera o agua muy concentrada en sal que es el subproducto que resulta como consecuencia de quitarle agua pura al agua de mar. Lo habitual suele ser devolverla al propio mar, que debe diluirla en función de su tamaño casi infinito. Pero es un proceso que debe controlarse bien pues esa dilución depende mucho del lugar y la manera en la que se realice y no siempre se ha hecho de la forma más rápida y eficiente posible. El problema ha saltado a la prensa española, al detectarse daños en las praderas de posidonias que tapizan los fondos marinos de la costa mediterránea más próxima. Las posidonias son especialmente sensibles a cambios bruscos en la salinidad y pueden resultar gravemente afectadas si los vertidos no se realizan adecuadamente. Pero, en mi opinión, el problema no tiene porque ser difícil de resolver. Otra cosa es que algunos gestores de desaladoras, como otros gestores en otros ámbitos, sólo piensen en la pela y no adopten las medidas o tecnologías necesarias aunque tengan un costo adicional.

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jueves, 24 de abril de 2008

Levitando en hexafluoruro

La entrada sobre la voz de pito, consecuencia de la inhalación de helio, está dando mucho juego. Me han escrito emails algunos suscriptores, relacionados con la docencia, preguntándome sobre la peligrosidad del experimento. Nos hemos enterado, por un comentario colgado en el Blog, que la gente se suicida dándole al helio. En aquella entrada se mencionaba que el efecto contrario al del helio, una voz grave, se puede conseguir con el hexafluoruro de azufre, un gas que empleamos en nuestro laboratorio de prácticas de Química Física, para enseñar a nuestros alumnos cómo licúan los gases por efecto de la presión. Como consecuencia de mi cierta familiaridad con el fluido en cuestión, conozco muchos parámetros de ese gas, como su temperatura crítica, su densidad o su constante dieléctrica que hace, por ejemplo, que se emplee como aislante en instalaciones eléctricas estancas. Pero, a veces, conocer el dato no es sinónimo de explotar todas sus potencialidades. Y eso me ha pasado en este caso.

La "culpa" la ha tenido, una vez más, el incombustible Xabi Gutiérrez del Restaurante Arzak, que me pidió datos sobre esta sustancia despues de que alguien le mencionara que las cosas levitaban en ella. Enseguida derivé que el hecho de que este gas tenga una densidad varias veces mayor que el aire puede generar efectos curiosos. Es como tener un "cuasilíquido" invisible en el que flotan determinados objetos más o menos livianos. Pero como nada hay para explicar las cosas como la experiencia, aquí os van dos enlaces a YouTube. En el primero, podeis ver a gente de la Universidad alemana de Bonn llenando una especie de pecera con un gas proveniente de una bala. Evidentemente el gas no se ve. Pero al colocar en ese recipiente una lámina de aluminio en forma de barco, ésta flota muy por encima del fondo del recipiente. De hecho, se queda flotando en la superficie del hexafluoruro que, aunque no se ve, y en virtud de su densidad, ha ocupado la mayor parte del recipiente. Cogiendo con un vaso gas del fondo (de nuevo parece magia, porque en el vaso no se ve nada) y vertiéndolo en el barquito de aluminio, éste acaba hundiéndose cuando el aire que contenía es desplazado por el hexafluoruro que vertemos sobre él.

El segundo de los vídeos muestra a una simpática pareja de infantes que, además de explicar que el helio es menos denso que el aire mientras el hexafluoruro lo es más, repiten el experimento del vídeo anterior e inhalan uno y otro gas para mostrar, respectivamente, voces de tiple y de barítono.

Lo que el Búho ya no puede vaticinar es qué maravilla gastronómica acabará inventando el Gutiérrez con ésto...

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martes, 22 de abril de 2008

Revueltos al teflón

Teflón es el nombre comercial del politetrafluoretileno, un polímero descubierto por un joven químico, Roy J. Plunkett, en abril de 1938, en uno más de los episodios científicos que podemos denominar "por chiripa". Ese día, Roy abrió la espita de un depósito lleno de un gas denominado tetrafluoretileno (sin el poli delante), con el que estaba trabajando para obtener un gas refrigerante que gustara a los socios de un proyecto conjunto entre su empresa, DuPont, y otro gigante, la General Motors. Para su sorpresa, la apertura de la espita no generó un flujo airado de gas, a pesar de que el peso del tanque indicara que debía de estar lleno hasta las entretelas del mencionado fluido. Como el joven Dr. Plunkett no debía arredrarse ante los inconvenientes, y despues de ver que la válvula de apertura funcionaba correctamente, serró el tanque (decisión arriesgada) y comprobó que, en lugar de gas, éste contenía un polvo blanco y cerúleo. Enseguida comprendió que, por razones que nunca se llegaron a determinar del todo, el gas tetrafluoretileno se habia convertido en el polímero politetrafluoretileno (alias Teflon), en el interior del depósito.

Pronto los químicos de DuPont descubrieron varios procedimientos para obtener el mismo polvo blanco en condiciones no sujetas al azar. Se trataba de un material más inerte que la arena frente a la acción de ácidos, bases, los disolventes o el calor. Pero casi todos los estudiosos de su historia están de acuerdo en que, como en el caso de otros materiales poliméricos (el caso del polietileno es también ejemplar), si no hubiera sido por la II Guerra Mundial, el pobre Teflón estaría ahora durmiendo el sueño de los justos. Su inclusión como material en procesos relacionados con la obtención de los componentes necesarios para la primera bomba atómica, al ser el único capaz de aguantar a un gas tan agresivo como el hexafluoruro de uranio, le abrió las puertas a la fama. Hoy es un material empleado en juntas resistentes a casi cualquier ataque, en revestimiento de cables sujetos a condiciones extremas, en aplicaciones médicas como prótesis, en las fibras Goretex, en pirotécnia, en revestimientos de paredes exteriores, etc, además de su empleo como material antiadherente en cachivaches de cocina, lo que va a constituir el meollo de este post.

A partir de unos 75ºC, las proteínas de muchos alimentos (como las de los huevos) se vuelven muy reactivas y tienden a unirse con los metales constitutivos de los fondos de los utensilios de cocina. A continuación, se secan y se chamuscan, generando residuos muy amargos y desagradables. Paradójicamente, una limpieza en profundidad del agarrado sólo agudiza el problema, pues dejamos a la intemperie microestrías en las que los metales se ofrecen a las proteínas en todo su esplendor. En 1960, aparecieron las primeras sartenes, cazuelas y moldes revestidos de teflón, como forma de evitar la mencionada pejiguera. No fué fácil llegar a su introducción masiva. Las amas de casa de la América profunda, que no conocían la teoría arriba mencionada, rascaban como locas los fondos de los utensilios culinarios y la capa protectora de teflón era incapaz de resistir unos pocos días tamaño asedio limpiador, con lo que volvíamos a una situación similar. Pero todo se arregló con investigación de altura y a ver quien es el guapo que no tiene hoy en casa una sartén con revestimiento de teflón o una espumadera del mismo material que es fácil de limpiar y aguanta lo que le echen.

Pero en estos tiempos la vida es complicada para cualquier producto químico innovador y, desde principios del siglo XXI, asistimos a un ataque en toda regla contra el uso del teflón en utensilios de cocina. El argumento es que, en las condiciones de temperatura en la que hacemos una fritanga o nos cocinamos una carne o un pescado a la plancha, el teflón genera productos tóxicos. El inicio del quebradero de cabeza para DuPont (líder mundial del mercado del teflón) comenzó cuando, en 2004, tuvo que pagar 300 millones de dólares a unos 50.000 residentes del área próxima a su planta de West Virginia, al haberse demostrado que uno de los elementos empleados en la fabricación de los diversos materiales englobados bajo la etiqueta teflon, el denominado ácido perfluoroctanoico (PFOA), era el origen de una contaminación de aguas de suministro local que había causado diversos problemas de salud, asi como la muerte y deformaciones de muchos pájaros habituales en la zona. DuPont parece que conocía el problema desde hacía años, por lo que la agencia medioambiental americana (EPA) le puso una multa adicional de 16 millones de dólares.

Tirando de ese hilo, una organización ecologista bien implantada, la EWG, le ha estado metiendo el dedo en el ojo a DuPont en los últimos tiempos. Sin embargo, la propia EPA, e incluso agrupaciones de consumidores, han reconocido que el PFOA es un problema que la DuPont tiene que resolver en los entornos próximos a las fábricas de producción de teflon pero que, una vez producido el polímero, éste no contiene restos de PFOA susceptibles de pasar al aire como consecuencia de cualquier proceso a alta temperatura.

Pero la EWG no se ha dado por vencida y su nueva vía de ataque son los procesos de descomposición del teflon a las temperaturas a las que freímos u horneamos. Según la EWA, a esas temperaturas, el teflon se descompone dando ácido trifluoroacético (TFA) y fosgeno, dos peligrosas moléculas que los que trabajamos con polímeros conocemos bien, el primero como disolvente de los polímeros más insolubles en todo y el segundo como materia prima de alguna síntesis.

En una fritura normal, el aceite de oliva puede empezar a humear a unos 200ºC y la carne y los pescados se fríen, o se hacen a la plancha, a temperaturas que, como mucho, llegan a los 250ºC. Aunque es verdad que, en algunos casos, se pueden exceder con mucho esas temperaturas en ciertos puntos "calientes" de los utensilios, también es verdad que cada vez es más corriente disponer de dispositivos con termostatos, como mi plancha eléctrica, que controla que la temperatura se mantenga, como mucho, a 210ºC.Por ello es bastante díficil alcanzar los 370ºC que el Analizador Termogravimétrico (TGA), del que disponemos en mi Departamento, establece como temperatura, a partir de la cual, el Teflon empieza a descomponerse, aunque se necesitan otros cien grados más para que lo haga decididamente. Y digo que es difícil, entre otras cosas, porque, a esas temperaturas, nuestra carne o pescado se chamuscaría en exceso y habría que preguntarse qué sería más peligroso, los derivados de la degradación del Teflón o los benzopirenos que trasegaríamos como consecuencia de las reacciones de Maillard de las que ya he hablado repetidamente en este Blog. En cualquier caso, para que la sartén dure es mejor no dejarla desatendida en el fuego y sin aceite.

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domingo, 20 de abril de 2008

Edward Lorenz

Estoy empezando a pensar que, además de las características propias de un Búho (fijarse mucho), tengo algunas más propias de un brujo. Con el despuntar de marzo, escribí una entrada sobre el helio y la voz de pito y, a los pocos días, en el marco del suicidio de una mujer francesa afectada de una enfermedad espantosa, saltó a los medios el empleo de dicho gas como método de eutanasia activa. Hace sólo diez días la emprendí con un fraile y sus témporas y mencioné de pasada a Edward Lorenz, como pionero en la descripción del tiempo como un fenómeno caótico. Este fin de semana los principales diarios se hacen eco de la muerte de Lorenz (en la foto de la derecha) a los 90 años de edad, con algunas necrológicas francamente interesantes para los que, legos como yo en estas cosas de la Física, hemos picoteado, sin embargo, en un tema que te induce formas distintas de ver las cosas.

Los que conocieron a Lorenz a principios de los sesenta, lo describen trabajando en una habitación del Massachusetts Institute of Technology, el famoso MIT, ocupada por el bosque de cables y tubos de vacío que constituían un ordenador de los de entonces, un Royal McBee que hacía un ruido de mil demonios y que se estropeaba cada semana. En semejante armatroste, nuestro meteorólogo había introducido un programa de simulación casi infantil de la dinámica de la atmósfera, tratando de llegar a un modelo que le permitiera predecir el tiempo. En el fondo de su trabajo latía el sentimiento de que, si eran posibles predicciones anticipadas de fenómenos como los eclipses, en los que la dinámica del Sol, la Luna y la Tierra es bastante compleja, no había razón para no poder predecir las corrientes atmosféricas que dan lugar a las variaciones metereológicas. Todo ello estaba en el contexto de la época, en la que la irrupción de los ordenadores de Von Neumann en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, prometía grandes logros en la solución de problemas ligados a sistemas tan complejos como el tiempo o la economía.

Pero el caso es que un día invernal de 1961, Lorenz debía estar hasta los mismísimos de la lentitud de su ordenador y decidió tomar un atajo en una de sus simulaciones que, por más prolija, prometía ser más larga. Introdujo,
de forma manual, ciertos datos que ya tenía de una simulación anterior, pero con menos cifras significativas, por entender que variaciones en torno al uno por mil no debieran producir resultados muy diferentes a los obtenidos previamente. Dejó al monstruo trabajando y, a la vuelta, se encontró con un resultado absolutamente inesperado en su predicción. Pensó primero que el trasto se había estropeado pero, tras pruebas posteriores, se dió cuenta de que esa, aparentemente despreciable, modificación de las condiciones iniciales era la causante de un comportamiento posterior absolutamente distinto de su "tiempo virtual". Lorenz podía haber pensado también que algo fallaba en su modelo matemático pero su intuición le hizo atisbar que, aunque dichas ecuaciones eran una burda aproximación al tiempo real, lo que le acababa de ocurrir era la prueba de que algo andaba filosóficamente desajustado. Aquel día decidió que los pronósticos metereológicos (y de otros sistemas) en amplios períodos de tiempo estaban condenados al fracaso. Había nacido un tipo de comportamiento que hoy llamamos caos determinista ligado a sistemas con dependencia sensible a las condiciones iniciales. El llamado efecto mariposa que mencionábamos en la entrada de las témporas y que puede aplicarse en muchos órdenes de la vida. No hay más que acordarse de aquello de "por un clavo se perdió una herradura, por una herradura un caballo, por el caballo un jinete......", y así hasta perder un reino.

En una onda similar a ese dicho, Carles Simó de la Universidad de Barcelona, explicaba este sábado, en su necrológica en El Pais, este tipo de sensibilidad a las condiciones iniciales con un ejemplo metereológico. Si una predicción, con ciertas condiciones de partida, lleva a predecir la situación del centro de un anticiclón, tras el trascurso de un sólo día, con una diferencia de 10 Kms con respecto a las predicciones con otras condiciones ligeramente diferentes, la cosa puede dispararse de forma exponencial los siguientes días y el error en la predicción de esa situación puede ser 100 Kms el segundo día y 1000 Kms. el tercero.

Lorenz, fascinado por la idea, abandonó el tiempo y buscó sistemas más sencillos para evidenciar ese comportamiento sensible a las condiciones iniciales. Uno de ellos fue el de su famosa noria, movida por la acción del agua que cae en sus cangilones. Una versión actual del experimento la podeis ver en este vídeo en el que los investigadores de la Universidad de Harvard demuestran que, además de poder imponer condiciones que hacen que la noria gire estacionariamente (de forma continua) a la derecha o la izquierda, como Dios manda, hay otras no muy diferentes en las que la noria tiene un comportamiento casi impredecible, al menos a primera vista. Algo similar, pero llevado a cabo con ecuaciones matemáticas, genera figuras tan extrañas como la que ilustra esta entrada, una imagen mágica que parece reproducir las alas de una mariposa pero también (jeje) los ojitos de un búho, un diagrama de complejidad infinita que permanece siempre dentro de ciertos límites, que denota un desorden puro en el sentido de que ningún punto se repite nunca, pero en la que también es evidente una nueva clase de orden.

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jueves, 17 de abril de 2008

Indicadores biológicos

Hace ya muchos años, un colega nos llevó a una planta situada no lejos de Estella para enseñarnos las cosas que allí se estaban haciendo, basadas muchas de ellas en el desarrollo de sus propias líneas de investigación. Uno de los montajes era un reactor para obtener cetenas, unos compuestos químicos de alta reactividad y toxicidad. Incidentalmente diré que la síntesis de cetenas constituyó los primeros pinitos como investigador de Hermann Staudinger (Premio Nobel de Química 1953), antes de pasarse a estudiar ciertas sustancias incomprendidas que él acabó por bautizar como polímeros o macromoléculas. El reactor de las cetenas de nuestro colega estaba al aire libre, bajo una simple uralita, para no tener muchos gastos en caso de explosión. Pero, en la conjunción de la uralita con el muro que la sustentaba, había unos nidos de pájaros. Nuestro anfitrión nos explicó que esos nidos eran el mejor sensor que tenían en la planta. Si los pájaros aparecían muertos es que había un escape en la instalación.

Este no es el único caso de "sensores biológicos" que yo conozco. En las minas de carbón, ya en el siglo XIX, los mineros bajaban a las mismas con canarios metidos en jaulas. Si los pajarillos empezaban a mostrar ciertos inquietantes síntomas, lo mejor era salir corriendo porque, casi con seguridad, en la mina había monóxido de carbono o metano y uno podía quedarse allí como un pajarito (y nunca mejor dicho) o volar por los aires.

Pero hoy las ciencias adelanta que es una barbaridad y un grupo de investigadores japoneses acaban de publicar [Environmental Health Perspectives 116, 349 (2008)] un artículo en el que demuestran que han sido capaces de producir unos ratones transgénicos que pueden servir como biosensores para la detección de dioxinas y otros cancerígenos relacionados, sin necesidad de que la alternativa para el ratón sea estar vivo o estar muerto.

Es verdad que, hoy en día, los químicos disponemos de técnicas analíticas para poder detectar cantidades de esas sustancias nocivas que rayan ya lo inconmensurable. Los niveles de detección son tan bajos que, como ya he reflexionado en otras entradas, la existencia de esas técnicas se ha convertido en una especie de boomerang contra la propia actividad de los químicos, al venir a demostrar que, en cualquier sitio, hay miles de sustancias peligrosas, aunque sean en cantidades las generaciones que nos han precedido no podrían ni siquiera imaginar ni, por supuesto, evaluar. Pero, en realidad, tan valiosas herramientas no nos pueden decir nada sobre el verdadero riesgo de esas sustancias en los humanos, al ser incapaces de orientarnos sobre su accesibilidad al ámbito biológico o sobre su metabolismo.

Los investigadores de ojos rasgados a los que se hace referencia arriba, han sido capaces de desarrollar ratones transgénicos que cuando el llamado receptor de las dioxinas (AhR en términos técnicos) se activa, en lo que constituye el primer paso en el mecanismo de actuación de estas sustancias tóxicas contra nuestra anatomía, ellos secretan un biomarcador fácilmente identificable, conocido como SEAP, que pasa a su corriente sanguínea y que puede evaluarse con un simple análisis de sangre. Usando esos roedores, los investigadores han llevado a cabo una serie de experiencias, en las que han sido capaces de demostrar que, al ser expuestos a ciertas dioxinas, la activación del AhR se produce a nivel del hígado, mientras que expuestos al humo del tabaco, la activación ocurre fundamentalmente a nivel del pulmón.

El redactor de la noticia que me ha alertado sobre esta publicación concluía su resumen diciendo que parece haberse demostrado que "la ingeniería genética ha sido capaz de crear el equivalente al canario de las minas en su versión siglo XXI" y que "en lugar de ofrecer un control de la contaminación ambiental basado en el binomio vivir/morir, este elegante biosensor permite completar las herramientas existentes, a la hora de evaluar el riesgo real de la salud humana en su exposición a los hidrocarburos aromáticos".

Si consigo enterarme, ya os contaré qué piensan al respecto los defensores de los derechos de los animales porque, morirse en el acto, los ratoncillos no se mueren pero a saber el futuro vital que les espera.

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lunes, 14 de abril de 2008

Almendritas al rico cianuro

Las entradas en las que he mencionado la presencia "natural" de acrilamida en patatas fritas, o benzopirenos en chuletas y pescados a la brasa, han levantado pasiones que he podido constatar entre mis amigos más próximos y los estudiantes que me siguen. ¡Coño, profe, no voy a poder comer nada de lo que pone mi madre!, me dijo uno de estos últimos. Seguro que las preclaras mentes que me leen no están tan inquietas como aparentan pero, en mi intento de dar argumentos contra la Quimifobia, demostrando que llevamos siglos y siglos ingiriendo (y durante mucho tiempo sin saberlo) cantidades importantes de productos químicos que la Naturaleza nos ha puesto delante, tengo que seguir dando ejemplos de peligrosas sustancias tóxicas que nos llevamos al coleto y por las que, sin embargo, nadie se va a morir si las ingiere en cantidades razonables. Y hoy le vamos a dedicar la entrada al cianuro de hidrógeno, tambien conocido como ácido cianhídrico o ácido prúsico (¡toma nombre!).

Los yankees se están volviendo muy civilizados en esto de pasaportar al otro mundo a convictos y confesos de horrendos crímenes (de vez en cuando, también a inocentes). Y, desde hace unos años, ya no se cepillan a casi nadie en la cámara de gas. Pero cuando era una práctica habitual, encerraban al condenado en una cámara sellada en la que habían puesto un recipiente con cianuro potásico. Desde fuera, el verdugo dejaba caer sobre la mencionada sal una cierta cantidad de ácido sulfúrico concentrado, y la reacción que instantáneamente se producía generaba cianuro de hidrógeno (HCN), un gas ligeramente azulado que el pobre condenado veía salir del recipiente. En unos teóricos pocos minutos, y si el reo seguía las instrucciones de aspirar con fruicción el gas, se iba para el otro barrio.

Pues bien, el olor y el sabor del cianuro de hidrógeno es muy fácil de identificar. Basta con masticar alguna almendra amarga (no tostada) o comerse la semilla encerrada en el hueso de algunas frutas como las cerezas, los albaricoques o las pequeñas semillas de las manzanas. Pero que no se me asuste el personal. Aunque el sabor y olor son casi idénticos, la mayor parte de esas sensaciones no la proporciona el cianuro de hidrógeno sino otra sustancia química, el benzaldehído, que, curiosamente, tiene sabor y olor muy similar. Ambas se producen
en esas semillas, y simultáneamente, como consecuencia del ataque de una enzima, llamada emulsina, a un carbohidrato que ellas contienen, la amigdalina, una molécula muy parecida al azúcar corriente y moliente. De hecho, he encontrado una cita que dice que 100 gramos de semillas de manzana contienen 219 miligramos de amigdalina y que, convenientemente machacadas para que la emulsina haga su trabajo, pueden proporcionar 10 miligramos de HCN. Que no es una cantidad baladí. Así que, en lo que se refiere al HCN en todas estas semillas, su presencia no es una ficción y no debiéramos abusar de ellas. También es verdad que parece que donde la emulsina trabaja mejor es en el estómago de los rumiantes, más expuestos a una intoxicación por HCN que el chaval de Hernani que fui y que, en ocasiones sin cuento, mataba el aburrimiento abriendo huesos de albaricoque en una huerta próxima, habitual campo de batalla, por otro lado, de los enfrentamientos con los del barrio vecino. Y aunque sólo fuera por lo inhabitual del amargo sabor, alguna semilla con su benzaldehído y su cianuro se iba a mi tracto digestivo. Dada la práctica desaparición del chaval asilvestrado en aras del niño de buena familia, ningún infante ñoñostiarra se dedica en estos tiempos a romper huesos de albaricoque. Un videojuego tiene otros pelígros, pero al Búho no le consta que contenga cianuro.

La muerte, por tanto, no está muy alejada de los cianuros. Cuando en otra entrada, hace más de dos años, se contaba la triste historia de Wallace Carothers, el padre de los poliésteres y los nylons o poliamidas, se mencionaba allí que, convencido de su fracaso como científico, decidió acabar con su vida con un zumo de naranja en el que había disuelto cianuro potásico, el precursor del cianuro de hidrógeno que he mencionado más arriba. Y en casos muy recientes de eutanasia que han salido en los medios, los cianuros no andaban muy lejos. La vida, sin embargo, está llena de contrastes y una de las teorías propuestas sobre el inicio de nuestra existencia en el planeta Tierra, planteaba reacciones químicas en las que el cianuro de hidrógeno era una pieza esencial.

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viernes, 11 de abril de 2008

Condones y volumen libre

Esto de tener suscriptores comprometidos tiene su morbo. Le halagan el ego a uno con sus comentarios (hasta ahora por correo electrónico, espero que los vayais colgando en el propio Blog), pero también le crean compromisos a los que es difícil resistirse. Hace unos días recibí un email de un fiel seguidor del Blog. Me reenviaba un correo basura, en el que se clamaba contra el uso de los condones. Nada nuevo bajo el sol, pensaba yo al empezar a leer el asunto. Algun católico radical o algún miembro de alguna secta para los que la procreación está en la base de sus creencias. Pero mi inteligente amigo y colega no me reenviaba un spam cualquiera. Si lo había hecho es porque, entre los argumentos que allí se esgrimían, se usaba el nombre de un supuesto (no lo he encontrado en base de datos alguna) experto en polímeros que proclamaba que los condones no son seguros por estar fabricados con látex de caucho o poliuretano. Y tales materiales, al igual que les pasa al resto de los polímeros, son permeables a los fluidos, debido a su inherente volumen libre. Y claro, mentar el volumen libre a un viejo profesor de Química Física Macromolecular es como ponerle un pincho el culo. Y aquí vamos.

Comenzaremos con un toque conceptual. Imaginemos un zulo de unos pocos metros cuadrados y un metro de altura en el que queremos meter a todos los vasquitos que podamos. Los empujamos a conciencia, cual cerrador de puertas del metro de Tokio. Los apretamos unos contra otros, hasta la promiscuidad más obscena. El resultado final es que, lo hagamos como lo hagamos, siempre quedarán huecos entre los cuerpos. Como consecuencia de ello, el volumen del zulo será siempre más grande que la suma de los volúmenes físicamente ocupados por las atribuladas humanidades de los vasquitos. La diferencia entre ambos es el volumen libre de ese sistema, volumen que corresponde precisamente a los espacios no ocupados por el "material" humano.

Cuando tenemos una membrana como la que constituye la pared de un condón, la idea es la misma. Las largas cadenas de átomos de carbono que constituyen al poliisopreno del látex de caucho, "empaquetadas" hasta formar esa membrana, no ocupan todo el volumen de la misma. Quedan huecos sin llenar por el volumen físico de las cadenas. Queda volumen libre. Y el argumento del científico promotor de familias numerosas es que, por esos huecos que dejan los polímeros, pueden pasar los fluidos. Y, dicho así, es verdad. Por esa precisa razón, cuando inflamos un globo con aire y lo cerramos con un buen nudo, el globo se acaba deshinchando al cabo de unos días. Por idéntico motivo, una botella de Coca Cola, fabricada con otro polímero, el polietilen tereftalato (PET), deja pasar por sus paredes, poco a poco, el anhídrico carbónico o CO2 que el brebaje contiene y, al cabo de un cierto tiempo, la famosa chispa de la vida desaparece. Pero, en el caso de los fluidos intervinientes en un affaire sexual, el argumento está cogido con alfileres y es preciso matizarlo debidamente.

Tengo datos suficientes sobre superficie y espesor de los condones, volumen libre de un caucho reticulado como el que en ellos se emplea, dimensiones de los espermatozoides, ecuaciones ligadas a los procesos de difusión de un fluido a través de un caucho y unas cuantas cosas más, como para poder calcular, de manera bastante fiable y en términos de probabilidad que, de los veinte millones de espermatozoides que hay por mililitro de un eyaculado, la cantidad de ellos que pueden pasar a través del látex, en unos diez minutos post-eyaculación (que ya es echarle tiempo al asunto), es sustancialmente inferior al número de ellos que muchos hombres, con graves problemas de infertilidad, colocan en cada relación sin conseguir diana fiable en su objetivo.

La razón de por qué pasan tan pocos bichitos a través de las paredes del condón es que, en términos del volumen libre arriba mencionado, la cabeza del espermatozoide es mucho más grande que los huecos disponibles en ese volumen libre. Para hacerse una idea, el volumen de la cabeza de un espermatozoide es nueve o diez órdenes de magnitud más grande que el volumen de moléculas como las del agua, el anhídrido carbónico de la Coca Cola o los gases del aire del globo, fluidos que, con mayor o menor dificultad, pueden atravesar las paredes del condón. Así que los cabezones no encuentran literalmente sitio por el que pasar. En cualquier caso, tampoco hay que darle muchas más vueltas al asunto. Hay una inconsistencia tan evidente entre los pretendidos peligros proclamados en el email que ha dado pie a esta entrada y los diez mil millones de condones que se fabrican anualmente.... Si fueran tan poco seguros, el negocio que se ha generado en torno a ellos estaría finiquitado hace tiempo.

Como complemento y reafirmación de la seguridad de tan simple e inocuo dispositivo, podeis ver una página de YouTube en la que aparece un vídeo en el que se explica todo el proceso de fabricación de un condón. Se muestran también los procesos de control que se llevan a cabo, llenándolos con aire hasta dimensiones espectaculares, o usando agua para demostrar que, cualquier pequeño defecto por el que ese agua pudiera escapar, es detectable gracias a un sistema electrónico.

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domingo, 6 de abril de 2008

Las témporas del fraile

Los que conocen mi tradicional estado un tanto asténico, saben que se me alegra el ojillo si se me interpela sobre el golf, la Meteorología o la Bolsa. Sobre el golf mejor no hablo mucho, que bastante hay en mi web personal y en este Blog del Búho. En cuanto a la predicción del tiempo, durante muchos años he conservado mi digno nivel de francés gracias al Tele Journal de las ocho de la tarde de Antenne 2, la segunda cadena francesa y, sobre todo, al subsiguiente espacio Méteo, cuyas predicciones para sitios como Biarritz, a pocos kms en línea recta de donde vivo, siempre me han parecido muy fiables. Desde mi adicción a internet, tengo entre mis favoritos o bookmarks las páginas de Euskalmet, el INM español y la de Meteo France. Navegando en sus diferentes opciones he aprendido mucho y, de vez en cuando, hasta me arriesgo a enmendarles la plana, en virtud de mis experiencias vitales a nivel del microclima de ese ángulo especial del Atlántico donde está Donosti. En la Bolsa soy un novato con sólo tres años de experiencia, en los que he ido aprendiendo mucho de gentes mucho más experimentadas, que me han enseñado a entender lo básico de los análisis técnicos y fundamentales de un valor y, sobre todo, a tener paciencia. Gracias a ello, jugándome unos pocos de mis euritos, y a pesar de sobresaltos, turbulencias y subprimes, consigo por ahora batir (tampoco es tan difícil) al magro interés que me ofrecen Cajas y Bancos.

Pero tengo bien claro que, tanto en la Bolsa como en el tiempo (¡y no mentemos el golf!), estamos ante sistemas de funcionamiento caótico, dado el gran número de variables que intervienen. La predicción meteorológica, de la mano de los análisis de Edward Lorenz en los años sesenta, se ha convertido en el ejemplo por excelencia del caos, y casi todo el mundo ha oido hablar alguna vez del "efecto mariposa", según el cual, el aleteo de uno de estos lepidópteros en un cerezo de Japón provoca una tormenta en Argentina. Sin llegar a esos extremos tan literarios, esta misma semana las predicciones a corto plazo habían anunciado que el martes tendríamos una mejoría notable de la época de lluvias que hemos sufrido. El mismo lunes a la noche, las tres agencias meteorológicas arriba mencionadas cambiaron el pronóstico y el martes fue un día de sirimiri total y hasta los huesos. Y sólo porque al anticiclón que nos iba a traer el buen tiempo, y que efectivamente había entrado ya para el martes en nuestra zona, le dió por hacerlo con una componente noroeste mayor de la esperada. Y se fastidió la predicción y hubo que arreglarla a última hora ante el cariz que iba tomando el asunto.

El carácter caótico de la Bolsa, sobre todo para un pequeño inversor como yo, es aún más complicado y sutil. Basta con que unas cuantas manos fuertes (Botín, la Koplovitz, el Amancio de Zara) decidan intercambiar cromos (acciones) de un valor y su cotización sube o baja según les venga bien para sus intereses. Y el Búho a celebrarlo o a agarrarse un cabreo monumental.

Lo cual no quita para que, en uno y otro caso, se hayan desarrollado herramientas potentes de análisis y predicción. De las de la Bolsa prefiero no hablar para no complicar el post y porque, en el fondo, todo lo que tiene que ver con la economía siempre me ha parecido una ciencia a posteriori. Pero la meteorología basa sus predicciones en metodologías científicas y tecnológicas muy potentes, haciendo predicciones a base de complejos modelos de simulación manejados por ordenadores de última generación, en las que se usan como datos de entrada o inputs los resultados experimentales de sensores situados en barcos, boyas, satélites, etc. Gracias a todo ello, los pronósticos son cada vez más fiables aunque, eso sí, más allá de una semana, el porcentaje de acierto baja sustancialmente.

Esta pasada semana se ha celebrado el Día Meteorológico Mundial y, en ese marco, y organizada por el Centro que el INM tiene en el Pais Vasco, impartíó una conferencia un fraile franciscano que lleva años como observador para el INM en su convento de Aránzazu y que ha oficiado en otras épocas de metereólogo de una radio local. Me consta (porque se lo he escuchado a él) que, para ello, empleaba como fuentes las predicciones de los servicios meteorológicos como los arriba indicados, aunque convenientemente sazonadas de ciertas tradiciones populares como las témporas, un "modelo" en el que, por simplificar, uno mira el viento que hace durante tres noches especiales y extrae conclusiones sobre el tiempo que hará en los próximos tres meses. Ni sondas, ni satélite Meteosat, ni radares, ni otras vainas, que son muy caras y no está el convento para dispendios.

Es claro que quien le invitó como estrella a esa Jornada no anduvo muy fino. Y lo que es peor, nuestro insigne Diario Vasco le dedicó, con esa ocasión, una entrevista de página completa en la que el clérigo, además de contarnos sus últimos avances en la forma de observar las témporas, se queja de que no le den dinero para investigar, arremetiendo para ello contra otras investigaciones en las que "se gastan tanto dinero en saber cuántas alas tiene una mosca". Y aunque sólo sea por alusiones a mi amigo Ginés Morata, un laureado bioquímico que de moscas sabe un huevo y por eso, entre otros méritos, le dieron el pasado año el Principe de Asturias, no me ha quedado más remedio que sacar el tema a colación.

La verdad es que, aunque a algunos les parezca que no merece la pena emplear el tiempo en estas cosas, yo mantengo que hay que pelear contras estas acciones de los medios periodísticos que permiten que sigan en candelero prácticas que, como las témporas o la homeopatía, tienen más de magia que de ciencia. Pero no tengo que exprimirme mucho el magín para hacerlo. Como bien decían el viernes siete de mis colegas de la UPV/EHU en un artículo publicado en los diarios del Grupo Vocento, mientras quienes proponen el método de las témporas no pasen la criba cuantitativa que supone un proceso riguroso de comparación entre sus predicciones y los resultados reales, no nos convencerán. Y si yo fuera Director de Política Científica del GV, hasta les daría dinero para hacerlo. Bastaría que siguieran procesos similares a los de la meteorología científica en su pelea por realizar predicciones a más largo plazo que las actuales. Los resultados son todavía pobres, pero los métodos son razonables y en continuo progreso y los procesos de verificación de resultados, rigurosos y verificables por otros científicos. Adicionalmente, se obtiene un avance real en el conocimiento de cosas como las dinámicas de la atmósfera y el océano, avances consustanciales a cualquier actividad científica y de los que las témporas no pueden presumir, aferradas a la misma "metodología" de hace siglos.

En definitiva, los problemas que aún tenemos para entender las cosas no pueden ser sustituidos por la superstición. La medicina aún no puede curar el sida, pero a nadie sensato se le ocurriría pretender curarlo con gotas de agua convenientemente agitadas, según otro modelo que no ha sufrido cambios desde el siglo XIX. Tampoco la ciencia conseguirá nunca detener el que nos hagamos viejos. Pues a asumirlo y a vivir sin supercherías. Basta que haga buen tiempo, que seamos propietarios de un swing elegante y que la Bolsa retome con decisión la senda de las plusvalías.

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miércoles, 2 de abril de 2008

El coche de soja de Henry Ford

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En estos tiempos, uno levanta una piedra y le sale enseguida un firme defensor de los alimentos no transgénicos, de la medicina alternativa o de los plásticos biodegradables y compostables. Así que encontrar airados paladines de todas estas cuestiones tiene poco mérito. Pero eso no ha pasado siempre y, a veces, es conveniente reivindicar la memoria de los pioneros. Y así, por ejemplo, al hilo de los ahora tan en moda bioplásticos (plásticos biodegradables cuyos componentes se derivan totalmente, o casi, de materias primas renovables), bien merece la pena contar una historia que tiene más de setenta años y en la que se demuestra que si alguien se empeña en una idea, y más si se es un magnate de la industria automovilística, la idea acaba materializándose. Aunque luego sea díficil de luchar contra los imponderables de la vida.

Este 7 de abril se cumplirán 61 años de la muerte de Henry Ford, el legendario creador del Ford T que veis en la foto, el inventor de las cadenas de producción para abaratar sus automóviles, el fino pagador del famoso salario de cinco dólares que tenía a sus obreretes más callados que la tumba en la que dormita desde 1947. Ford es un ejemplo de libro de los llamados self-made men o personas hechas así mismas. De origen campesino, llegó hasta donde llegó gracias a su visión de anticipación del futuro, sus ideas innovadoras y su manifiesta tozudez (vamos, lo de siempre, aunque la mayoría de los mortales nos enteramos a posteriori de que éstas son las condiciones para triunfar).

El caso es que Ford no olvidó nunca sus orígenes en la América agricultora profunda y en diferentes fases de su vida desarrolló iniciativas encaminadas a implicar a los agricultores en lo que él pensaba que era el futuro. Y así, por ejemplo, ya en 1907 experimentó con un tractor motorizado que el denominó "automóvil-arado", germen del primer tractor serio que Ford puso a la venta, el Fordson.

Pero a partir de 1928, Ford empezó a acuñar un término que no se muy bien cómo traducir, farm chemurgy, que Ford definía como poner a la Química y a otras ciencias aliadas a trabajar para los granjeros. La filosofía de Ford era encontrar nuevos usos para los productos agrícolas que no fueran meramente los de la alimentación de personas y animales (¿os suena la música?). En 1929 construyó un laboratorio para experimentar con diversas variedades vegetales y en 1931 decidió que lo que de verdad le hacía tilín era la soja, por la versatilidad de los aceites que contiene, su alto contenido en proteínas y su quizás algo más marginal contenido en fibra. A partir de 1932, se dedicó a plantar unas trescientas variedades de soja en unos ocho mil acres de sus fincas y sugirió a los granjeros de Michigan que fueran plantando soja que la Ford ya se encargaba de buscar usos para ella.

Despues de inyectar más de un millón de dólares de la época, en 1933, su Soy Laboratory ya le había proporcionado una serie de derivados del aceite soja con los que fabricar un esmalte de alta calidad para pintar coches, o un líquido para los amortiguadores, o una grasa para engrasar los moldes en los que se fabricaban algunas piezas de los mismos o, incluso, un derivado con el que sustituir algunos aditivos en la producción de cauchos. Estos descubrimientos del laboratorio excitaron el natural espíritu innovador de Ford que, enseguida, pudo disponer de una serie de materiales en los que la soja formaba parte y que fueron siendo utilizados en la fabricación de piezas pequeñas como manillas, tiradores, bocinas, etc. Todo parece indicar (muchas de las formulaciones se han perdido o no se conocen con precisión) que esas piezas, y las que siguieron, se fabricaron con una especie de resina fenólica obtenida a partir de formaldehido y harina de soja (lo que queda despues de prensar la soja original para obtener el aceite de soja, un "residuo" básicamente constituido por proteínas) y formaldehido.

Pero la apoteosis llegó en 1937 cuando el mismo laboratorio, liderado por un joven químico, Robert Boyer, llegó a producir una plancha curvada, de dimensiones mucho más grandes que las piezas anteriores, sobre la que Ford, muy espectacular en sus presentaciones, saltaba y saltaba ante la prensa asegurando que, algún día, ese material sustituiría al acero. Otro día colocó una plancha de ese material sobre la parte trasera de su propio Ford y se dedicó a darle con un hacha para demostrar su fortaleza. Y sobre esa idea siguió trabajando hasta que en agosto de 1941, presentó un prototipo de automóvil (que podeis ver en esta foto de la Fundación Ford) en el que, sobre una estructura tubular de acero, se había colocado una carrocería completa de este tipo de nuevos materiales a base de soja. Pero el pobre prototipo se quedó en eso. Enseguida llegó la Segunda Guerra Mundial, había que trabajar para América y el Gobierno, los plásticos derivados del petróleo aprovecharon el conflicto bélico para despegar de una manera espectacular y cuando en los cincuenta la cosa se estabilizó, había muchos más materiales entre los que elegir. Y ahí se quedó la cosa.

Pero, sin duda, a Henry Ford le encantaría hoy en día saber que su amada soja ataca de nuevo. Además de ser utilizada como una de las posibles materias primas para fabricar biodiésel, un enjambre de nuevos químicos e ingenieros de materiales están usando el aceite de soja para fabricar polioles a partir de una materia prima renovable. Los polioles son sustancias químicas imprescindibles en la fabricación de la gran familia de los poliuretanos y, hasta ahora, se obtenían del petróleo. Con esta nueva vía, que además es muy atractiva en términos tecnológicos por diversas razones, se están generando una importante familia de nuevos polioles y nuevos negocios en torno a ellos.

Así que Ford descansará tranquilo en lo que a la soja de Michigan se refiere.

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