miércoles, 11 de junio de 2008

Fenol

Si os gusta la Fórmula 1, habreis observado, sobre todo en imágenes a cámara lenta, cómo se ponen al rojo vivo los discos de freno de los bólidos en las frenadas bruscas que muchas veces tienen que hacer. No sé si se ve muy bien, pero es lo que he querido mostrar en la figura del Renault que aparece a la izquierda. Bajando la larga pendiente que conecta la autovía de Pamplona con la Nacional I, en las inmediaciones de Andoain, he podido comprobar muchas veces cómo esos grandes camiones, que estos días andan huelgueando, ponen sus discos de freno al rojo vivo. En esas circunstancias, cuando uno está cerca de uno de esos monstruos de la carretera, un cierto olor a chamusquina se le cuela por las ventanas o las entradas de aireación.

El origen de ese olor radica en las altas temperaturas alcanzadas por el disco, que hacen que se carbonicen unos polímeros, denominados resinas fenólicas, que se usan como aglomerantes de ciertos óxidos metálicos para dar forma a las pastillas o zapatas, la otra pieza del freno que actúa sobre el disco para parar la rueda. Sin llegar a esos niveles críticos del disco al rojo, todos los coches provocan con sus frenazos deterioros paulatinos de las pastillas y de ahí el molesto polvo negro que suele tapizar las llantas delanteras de nuestros automóviles.

Las resinas fenólicas se obtienen a partir de la reacción entre el fenol y el formaldehido, dos moléculas orgánicas bien conocidas desde los principios de la Química Orgánica. El resultado es una cadena polimérica de características un tanto diferentes, según la reacción se lleve a cabo en medio ácido o básico, pero sobre eso no os quiero aburrir. Lo que me interesa aquí recalcar es que, en la mayoría de las aplicaciones, las resinas fenólicas son polímeros que sufren reacciones posteriores a su propia síntesis, convirtiéndose en lo que "especialistas" como el Búho (¡vaya pegote!) llaman un polímero termoestable que, a diferencia de los termoplásticos o plásticos, una vez obtenido, ya no puede ponerse blandito por acción del calor. Como mucho, se chamusca, como pasa en las pastillas de freno. Me interesa también recordar que estas resinas están en el mercado desde los albores del siglo XX, antes incluso de que el concepto de polímero o macromolécula fuera aceptado, a regañadientes, por los poderosos popes alemanes de la Química Orgánica del momento.

Y digo que no quiero dar mucho la brasa con las resinas fenólicas porque mi protagonista de esta entrada no son ellas sino el fenol. Ya en otras entradas de la anterior fase del Blog del Búho, he hablado de aromas intensos, ligados a sustancias o procesos químicos, que se han quedado para siempre en mi memoria asociados a mi infancia. Los olores de una fábrica de curtidos, el olor a aguarrás o el olor a benceno.... En esa misma onda, el olor a fenol lo asocio a las visitas a nuestra casa de un amigo de mi padre, trabajador de una empresa radicada en la ribera del río Urumea que, desde los años 60, ha controlado el mercado de las resinas fenólicas dentro de la piel de toro. Ahora parece que la van a cerrar con la sempiterna disculpa de la globalización.

El caso es que Perico, el amigo de mi padre, olía a fenol. Olor que sólo identifiqué, años más tarde, en uno de mis primeros días en el laboratorio de Química Orgánica de la Universidad de Zaragoza. Se trata de un olor fuerte, pero que nunca me ha resultado desagradable y, aún hoy, cada año, durante las prácticas de laboratorio con mis estudiantes, respiro con una cierta avidez el aroma que surge de unos tubos de ensayo con agua y fenol que los estudiantes utilizan para visualizar cómo ambos componentes se mezclan para dar una disolución homogénea, clara y transparente, o cómo se separan en dos fases bien diferenciadas, según la temperatura a la que estén.

El fenol, además de materia prima para la obtención de resinas fenólicas, es también un ingrediente esencial en la síntesis de la aspirina. Pero, a mi entender, el mayor mérito de este compuesto es haber jugado un papel fundamental en el desarrollo de la medicina tal y como hoy la entendemos. James Y. Simpson, un aguerrido cirujano escocés que fué de los primeros en emplear cloroformo como anestésico, decía a finales del siglo XIX que "un hombre yaciendo en una tabla de operaciones de uno de nuestros hospitales quirúrgicos, tenía más posibilidades de morirse que si hubiera participado en la batalla de Waterloo", ejemplo de la época de batalla particularmente mortífera. Sin embargo, a partir de 1867, otro cirujano, de origen cúaquero, Joseph Lister, dió lugar a una de esas mutaciones que surgen en la Ciencia casi por chiripa, y que acabó con el dramatismo de la afirmación de Simpson. Lister era un enamorado de la cirugía pero, al mismo tiempo, consciente de la mortandad inherente a los hospitales en los que se practicaba.

Tras conocer los resultados de Pasteur sobre la pasteurización, experimentó con ella, comprobando las dificultades para llevar a cabo el proceso sobre un ciudadano yacente en una mesa de operaciones (algo obvio, pues no es fácil hervir a cada paciente a operar). Sin embargo, su instinto fue capaz de adivinar las potencialidades en cirugía de un proceso que nada tenía que ver con ella. A mediados de los sesenta del siglo XIX, Lister conoció el hecho de que en la ciudad de Carlisle se trataba con ácido carbólico (el nombre con el que entonces se denominaba al fenol) el forraje destinado al ganado, en una práctica que pretendía enmascarar ciertos olores desagradables habituales durante su almacenamiento. Ese forraje, así tratado, parecía no tener parásitos de los que causaban enfermedades a las vacas que se los comían. Tirando del hilito, Lister concluyó que el fenol podía ser un verdadero asesino de gérmenes y comenzó a experimentar con él y sus pacientes.

En un principio, vaporizaba fenol en la sala de operaciones y, al mismo tiempo, aplicaba vendajes empapados de fenol en la herida a intervenir. Lo primero hubo que eliminarlo enseguida porque la piel, y sobre todo los pulmones, de los facultativos se resentían con rapidez. Pero lo segundo, y aunque tuvo que aguantar durante un tiempo la resistencia de afamados cirujanos de la época, acabó siendo tan eficaz que hoy es reconocido como el origen de los antisépticos y de la más moderna asepsia, una de las revoluciones de la Medicina (con la anestesia) del siglo XIX.

El asunto de los antisépticos hizo ricos a Lister y sus descendientes. Basándose en la misma idea de moléculas con características antisépticas, la Lambert Pharmaceutical Company desarrolló un producto para enjuagues bucales a base de un primo del fenol, el timol, que ha pasado a la posteridad bajo el nombre de Listerine, nombre comercial en el que se reconoce la contribución de nuestro prócer. ¡No todo es ciencia en la vida!.

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