Códigos QR y "aditivos" en el vino
Desde el 8 de diciembre de 2023, el vino comercializado debe incorporar en su etiquetado un logo más. Van tantos que ya casi no caben. Es un código QR sobre el que aparece el nombre ingredientes. Y lo hace en virtud de lo establecido en el Reglamento UE 2021/2117. Escaneando uno de esos QR con el móvil, os aparecerá en pantalla una dirección web que, picando en ella, os remitirá a la información contenida en ese código. Como ejemplo, os pongo un enlace a la información del QR de un conocido Rioja donde podéis ver que tiene como ingredientes los siguientes: uvas, reguladores de la acidez(ácido tartárico (L(+)-)), conservantes (sulfitos). También aparece una información nutricional como la de cualquier alimento. La aparición de esa nueva información sobre el vino ha coincidido en el tiempo con una serie de artículos periodísticos un tanto exagerados (y quimiofóbicos) que me sirven de motivo de esta entrada.
El pasado 2 de agosto un artículo publicado en El Confidencial llevaba el siguiente titular: El vino que bebes no es lo que crees, te la están pegando con los aditivos. Según su autor, el vino que bebemos está lleno de aditivos, ya no tiene nada de artesanal y estamos consumiendo “productos industriales disfrazados de vino”. Después se enumeraban algunos de esos “aditivos”, a saber, “levaduras industriales diseñadas para controlar la fermentación, ácido tartárico o málico para controlar la acidez, taninos en polvo para modular la astringencia, chips de roble para simular el envejecimiento en barrica, enzimas sintéticas para potenciar el color y el aroma, e incluso proteínas de origen animal (huevo, leche, pescado o mariscos) para clarificar el vino”. En otro artículo, este en El País, dedicado a los vinos naturales, una investigadora del Instituto de Productos Naturales y Agrobiología (IPNA-CSIC), sostenía que “la gente desconoce que el vino puede tener más de 60 ingredientes: coadyuvantes, aditivos, niveles de sulfitos que van de cero a 400 miligramos/litro,……”. En ese mismo artículo, un productor de vino “natural”, de la región de Valdeorras, acusa a las bodegas convencionales de “llenar de mierda, contaminar y envenenar a la gente” y un enólogo del sector pretende convencernos de la analogía existente entre un zumo de naranja natural y su versión industrial y el zumo de uva (aka vino natural) y el vino “industrial”.
Pero que no cunda el pánico. Lo primero que hay que saber es que estas cosas están reguladas en otro Reglamento europeo [(UE) 2019/934] que, en su Anexo I, parte A, cuadro 2, enumera los compuestos enológicos autorizados en la elaboración de vino, así como sus condiciones y límites de uso. Normativa que no es más que el reflejo de los avances de la Enología, la Ciencia que nos ha ayudado a entender y controlar los complicados mecanismos de la elaboración del vino, y cuyas bases modernas arrancan en el siglo XIX con los descubrimientos de Pasteur sobre el papel de las levaduras. Y aunque es cierto que el Reglamento contempla más de sesenta productos, agrupados en once familias (reguladores de acidez, conservantes, enzimas, etc.), la investigadora arriba citada exagera, dando a entender que cualquier vino que examinemos puede tener 60 ingredientes. Llevo semanas escaneando los QR que se me ponen por delante y el número de sustancias que se listan en el concepto ingredientes rara vez pasa de tres o cuatro, como ocurre también en el ejemplo del enlace de arriba.
El caso de las levaduras es un buen ejemplo de lo que la Enología y la Biotecnología han supuesto con respecto a las prácticas antiguas a las que parece algunos quieren volver. Las levaduras son consustanciales a los procesos de vinificación ya que sin ellas no hay vino, al ser las causantes de la fermentación alcohólica que transforma los azúcares de la uva en alcohol. Aunque se suele hablar de las levaduras Saccharomyces cerevidasae como las causantes de ese proceso, lo cierto es que en las uvas de una región o parcela concreta hay muchos tipos de Saccharomyces, además de otras levaduras (los interesados pueden leer este artículo sobre las que pueblan el paisaje vinícola de Nueva Zelanda). Se las suele denominar levaduras indígenas o salvajes y son las que propugnan los elaboradores del llamado vino “natural”. El pasado nos demuestra que la idea suena bien pero usarlas tal cual puede provocar ciertos resultados indeseados e impredecibles. Para evitar esos problemas algunos enólogos aíslan las cepas de levaduras de su viñedo, las cultivan en bioreactores y las inoculan de forma controlada. Así mantienen el carácter microbiano local (levaduras autóctonas) pero con la seguridad de que la fermentación se completará como debe. Y luego están las levaduras comerciales que cita el periodista, cepas estudiadas y cultivadas para fermentar de forma limpia, rápida o con un perfil aromático concreto, como el que buscan elaboradores de vinos más baratos.
En el artículo de El Confidencial se menciona también el uso de “enzimas sintéticas”, con toda la carga quimiofóbica que conlleva el adjetivo. Las enzimas son proteínas que catalizan reacciones químicas, presentes en todos los organismos vivos, incluidas las uvas y las propias levaduras. Gracias otra vez a la Enología y la Biotecnología, las bodegas utilizan enzimas purificadas para facilitar procesos que, de otro modo, serían más lentos, menos eficientes o más impredecibles. Se obtienen cultivando microorganismos que las producen (hongos como los Aspergillus niger, levaduras…) en condiciones controladas, para luego purificar las enzimas resultantes. El uso de algunas de ellas facilita, por ejemplo, el romper la piel de la uva y las pectinas de la pulpa, con lo que aumentan el rendimiento del prensado al obtener el mosto. Otras facilitan la extracción de color o de aromas “atrapados” por los azúcares, aportando así más expresión aromática al vino.
Gracias al clarificado se eliminan cosas como las levaduras muertas (lías), partículas en suspensión, proteínas o compuestos fenólicos en exceso que enturbiarían el vino o le darían sabores ásperos. Y para hacerlo, en zonas como Burdeos y Rioja, las claras de huevo se han usado desde el siglo XVIII, ya que las proteínas de la albúmina atrapan esas partículas en suspensión, formando agregados que luego se retiran. Ha sido tan común que bodegas clásicas como La Rioja Alta (que conozco bien) lo han recogido en sus publicaciones, como parte de su tradición histórica. Los otros clarificantes de origen animal que El Confidencial cita tampoco son nuevos. Pero es curioso que no mencione otros más recientes como la bentonita o el quitosano (obtenido de hongos, no de crustáceos) que han aparecido, entre otros motivos, por la creciente presión del colectivo vegano, que no puede beber vinos en los que se hayan empleado esos clarificantes de origen animal.
Ácidos, como el tartárico o málico antes citados, son también consustanciales a la uva y el mosto. Sabemos que vasijas de más de 7000 años de antigüedad, descubiertas en zonas de Georgia o Irán, contuvieron uvas o vino porque las modernas técnicas analíticas han sido capaces de detectar en ellas la presencia de ambos ácidos. La Enología nos ha demostrado que la acidez (pH) de un vino es importante, por ejemplo, en la evolución del color de los tintos o evitando ciertos precipitados. Y usando ácidos como los mencionados podemos ajustar ese pH a los valores más adecuados. Los taninos son compuestos polifenólicos igualmente inherentes al vino. Provienen de la piel, las pepitas o los raspones (tallos) de la uva y, si el vino se envejece, de la madera de las barricas. Así que dependiendo de cómo manejemos estas variables el contenido en taninos puede ser muy diferente de vino a vino. A los que aportan cuerpo, color, sabor (astringencia y amargor) y estructura, además de contribuir a su capacidad de envejecimiento. Hoy en día se pueden añadir taninos para regular su contenido, taninos en polvo que se preparan, entre otros métodos, a partir de las propias semillas o pieles de uva. La concentración de taninos también se puede regular usando los denominados chips de madera, fragmentos de madera de roble tostado (francés, americano, húngaro…) que se añaden al vino durante o después de la fermentación y que se retiran posteriormente. Se trata de una práctica relativamente reciente y minoritaria para imitar (parcialmente) los efectos de una crianza en barrica, sin gastarse una pasta en barricas nuevas. En esta entrada del Blog de 2010 tenéis más detalles al respecto de estos curiosos “aditivos”. Si los chips fueran “aditivos”, las barricas también.
Aunque el periodista de El Confidencial no cita a los compuestos que genéricamente se conocen como sulfitos (el ingrediente que más me está apareciendo en los códigos QR), la investigadora del CSIC si lo hace, pero vuelve a exagerar en este caso con lo de los 400 mg/L, una cantidad que, como puede verse en la normativa, solo se permite a vinos muy especiales, generalmente obtenidos de uvas sobremaduradas como el Sauternes, los vinos Tokaji de Hungría o muchos vinos griegos. Sobre el asunto de los sulfitos hay en el Blog otra entrada de 2019, donde cuento el uso ancestral de los llamados aros y pajuelas de azufre, que, con su combustión, proporcionan anhídrido sulfuroso y por tanto sulfitos, para cargarse algunos microorganismos molestos, tanto en las barricas vacías como en las llenas de vino. Eso hace posible que un vino viaje, envejezca y llegue en buen estado al consumidor. Hoy en día, se adicionan al vino compuestos como los bisulfitos de sodio o potasio, que realizan la misma misión de forma controlada. Están regulados sus contenidos máximos autorizados, dependiendo de que el vino sea tinto o blanco, ecológico o no. En cualquier caso, cuando un vino supera los 10 mg/L de contenido en sulfitos, debe llevar la etiqueta “Contiene sulfitos” para alertar a un 1% de la población que puede sufrir alergias con ellos. Dado que las levaduras producen sulfitos de forma natural (en concentraciones entre 5–40 mg/L), puede darse la paradoja de que un vino sin adición alguna de “químicos” esté obligado a la mención “Contiene sulfitos”, al sobrepasar los mencionados 10 mg/L. Los especialistas de marketing de algunas bodegas lo disfrazan con expresiones como “sin sulfitos añadidos”.
En definitiva, la cosa no es lo que parece. La mayoría de las prácticas enológicas que hoy rodean al vino, ya se conocían desde hace décadas o siglos. Solo que ahora tienen una base científica. Y en cuanto a otras afirmaciones contenidas en esos artículos, hay que aclarar (sin entrar en muchos detalles) que, a diferencia del zumo de naranja, consumido casi inmediatamente, el zumo de uva fermenta, envejece en barrica e incluso en botella, variando a lo largo del tiempo su contenido en “químicos”. Y hay que preservarlo con otros para poderlo vender durante años. No tener en cuenta los avances que nos proporciona la Enología nos lleva a los paleovinos de los romanos (preservados en vasijas de plomo) o al uso de resinas en los vinos griegos de retsina (que todavía podéis pedir en ciertos bares de ese país). Poco recomendables y saludables, como lo fueron el txakolí, el ribeiro o algunos otros vinos regionales españoles hace cincuenta años y que hoy han mejorado ostensiblemente gracias a prácticas enológicas modernas. Y en cuanto a la radical postura del ciudadano de Valdeorras arriba mencionado, habría que decirle que, los que bebemos vino con asiduidad, sabemos que lo que nos está envenenando no son los aditivos regulados por la UE, sino el 13% de alcohol que todo vino bien nacido tiene, incluso el suyo.
Curiosamente, esa vuelta a los orígenes en forma de los vinos que El Confidencial nos recomienda como vinos “con una mínima intervención en la bodega, es decir, sin necesidad de usar “químicos”", ha originado una espiral en los precios de los mismos, lo que redunda en pingües beneficios para vinateros y restauradores (a través de sus sumilleres). Espiral alimentada por reclamos como vinos naturales, ecológicos o biodinámicos, así como por las recomendaciones de influencers del sector que casi se vanaglorian de provocar con ellas el fenómeno de la gentrificación del vino, según el cual “cuando un vino se vuelve de culto empieza a alcanzar precios inalcanzables, desplazando a quienes lo bebían al principio”. Vamos, como el fenómeno de la vivienda en mi pueblo, donde los guiris lo compran todo, suben los precios y desplazan a los del país. Luego, que si los jóvenes se pasan a la cerveza.
Y puesto que de beber se trata, el célebre brindis de La Traviata "Libiamo ne' lieti calici" o, lo que es lo mismo, “Bebamos de las copas alegres”. Desde el teatro de la Fenice de Venecia, con Daniel Harding (uno de mis directores favoritos ahora), la soprano Federica Lombardi y el tenor Freddie De Tommaso.
El pasado 2 de agosto un artículo publicado en El Confidencial llevaba el siguiente titular: El vino que bebes no es lo que crees, te la están pegando con los aditivos. Según su autor, el vino que bebemos está lleno de aditivos, ya no tiene nada de artesanal y estamos consumiendo “productos industriales disfrazados de vino”. Después se enumeraban algunos de esos “aditivos”, a saber, “levaduras industriales diseñadas para controlar la fermentación, ácido tartárico o málico para controlar la acidez, taninos en polvo para modular la astringencia, chips de roble para simular el envejecimiento en barrica, enzimas sintéticas para potenciar el color y el aroma, e incluso proteínas de origen animal (huevo, leche, pescado o mariscos) para clarificar el vino”. En otro artículo, este en El País, dedicado a los vinos naturales, una investigadora del Instituto de Productos Naturales y Agrobiología (IPNA-CSIC), sostenía que “la gente desconoce que el vino puede tener más de 60 ingredientes: coadyuvantes, aditivos, niveles de sulfitos que van de cero a 400 miligramos/litro,……”. En ese mismo artículo, un productor de vino “natural”, de la región de Valdeorras, acusa a las bodegas convencionales de “llenar de mierda, contaminar y envenenar a la gente” y un enólogo del sector pretende convencernos de la analogía existente entre un zumo de naranja natural y su versión industrial y el zumo de uva (aka vino natural) y el vino “industrial”.
Pero que no cunda el pánico. Lo primero que hay que saber es que estas cosas están reguladas en otro Reglamento europeo [(UE) 2019/934] que, en su Anexo I, parte A, cuadro 2, enumera los compuestos enológicos autorizados en la elaboración de vino, así como sus condiciones y límites de uso. Normativa que no es más que el reflejo de los avances de la Enología, la Ciencia que nos ha ayudado a entender y controlar los complicados mecanismos de la elaboración del vino, y cuyas bases modernas arrancan en el siglo XIX con los descubrimientos de Pasteur sobre el papel de las levaduras. Y aunque es cierto que el Reglamento contempla más de sesenta productos, agrupados en once familias (reguladores de acidez, conservantes, enzimas, etc.), la investigadora arriba citada exagera, dando a entender que cualquier vino que examinemos puede tener 60 ingredientes. Llevo semanas escaneando los QR que se me ponen por delante y el número de sustancias que se listan en el concepto ingredientes rara vez pasa de tres o cuatro, como ocurre también en el ejemplo del enlace de arriba.
El caso de las levaduras es un buen ejemplo de lo que la Enología y la Biotecnología han supuesto con respecto a las prácticas antiguas a las que parece algunos quieren volver. Las levaduras son consustanciales a los procesos de vinificación ya que sin ellas no hay vino, al ser las causantes de la fermentación alcohólica que transforma los azúcares de la uva en alcohol. Aunque se suele hablar de las levaduras Saccharomyces cerevidasae como las causantes de ese proceso, lo cierto es que en las uvas de una región o parcela concreta hay muchos tipos de Saccharomyces, además de otras levaduras (los interesados pueden leer este artículo sobre las que pueblan el paisaje vinícola de Nueva Zelanda). Se las suele denominar levaduras indígenas o salvajes y son las que propugnan los elaboradores del llamado vino “natural”. El pasado nos demuestra que la idea suena bien pero usarlas tal cual puede provocar ciertos resultados indeseados e impredecibles. Para evitar esos problemas algunos enólogos aíslan las cepas de levaduras de su viñedo, las cultivan en bioreactores y las inoculan de forma controlada. Así mantienen el carácter microbiano local (levaduras autóctonas) pero con la seguridad de que la fermentación se completará como debe. Y luego están las levaduras comerciales que cita el periodista, cepas estudiadas y cultivadas para fermentar de forma limpia, rápida o con un perfil aromático concreto, como el que buscan elaboradores de vinos más baratos.
En el artículo de El Confidencial se menciona también el uso de “enzimas sintéticas”, con toda la carga quimiofóbica que conlleva el adjetivo. Las enzimas son proteínas que catalizan reacciones químicas, presentes en todos los organismos vivos, incluidas las uvas y las propias levaduras. Gracias otra vez a la Enología y la Biotecnología, las bodegas utilizan enzimas purificadas para facilitar procesos que, de otro modo, serían más lentos, menos eficientes o más impredecibles. Se obtienen cultivando microorganismos que las producen (hongos como los Aspergillus niger, levaduras…) en condiciones controladas, para luego purificar las enzimas resultantes. El uso de algunas de ellas facilita, por ejemplo, el romper la piel de la uva y las pectinas de la pulpa, con lo que aumentan el rendimiento del prensado al obtener el mosto. Otras facilitan la extracción de color o de aromas “atrapados” por los azúcares, aportando así más expresión aromática al vino.
Gracias al clarificado se eliminan cosas como las levaduras muertas (lías), partículas en suspensión, proteínas o compuestos fenólicos en exceso que enturbiarían el vino o le darían sabores ásperos. Y para hacerlo, en zonas como Burdeos y Rioja, las claras de huevo se han usado desde el siglo XVIII, ya que las proteínas de la albúmina atrapan esas partículas en suspensión, formando agregados que luego se retiran. Ha sido tan común que bodegas clásicas como La Rioja Alta (que conozco bien) lo han recogido en sus publicaciones, como parte de su tradición histórica. Los otros clarificantes de origen animal que El Confidencial cita tampoco son nuevos. Pero es curioso que no mencione otros más recientes como la bentonita o el quitosano (obtenido de hongos, no de crustáceos) que han aparecido, entre otros motivos, por la creciente presión del colectivo vegano, que no puede beber vinos en los que se hayan empleado esos clarificantes de origen animal.
Ácidos, como el tartárico o málico antes citados, son también consustanciales a la uva y el mosto. Sabemos que vasijas de más de 7000 años de antigüedad, descubiertas en zonas de Georgia o Irán, contuvieron uvas o vino porque las modernas técnicas analíticas han sido capaces de detectar en ellas la presencia de ambos ácidos. La Enología nos ha demostrado que la acidez (pH) de un vino es importante, por ejemplo, en la evolución del color de los tintos o evitando ciertos precipitados. Y usando ácidos como los mencionados podemos ajustar ese pH a los valores más adecuados. Los taninos son compuestos polifenólicos igualmente inherentes al vino. Provienen de la piel, las pepitas o los raspones (tallos) de la uva y, si el vino se envejece, de la madera de las barricas. Así que dependiendo de cómo manejemos estas variables el contenido en taninos puede ser muy diferente de vino a vino. A los que aportan cuerpo, color, sabor (astringencia y amargor) y estructura, además de contribuir a su capacidad de envejecimiento. Hoy en día se pueden añadir taninos para regular su contenido, taninos en polvo que se preparan, entre otros métodos, a partir de las propias semillas o pieles de uva. La concentración de taninos también se puede regular usando los denominados chips de madera, fragmentos de madera de roble tostado (francés, americano, húngaro…) que se añaden al vino durante o después de la fermentación y que se retiran posteriormente. Se trata de una práctica relativamente reciente y minoritaria para imitar (parcialmente) los efectos de una crianza en barrica, sin gastarse una pasta en barricas nuevas. En esta entrada del Blog de 2010 tenéis más detalles al respecto de estos curiosos “aditivos”. Si los chips fueran “aditivos”, las barricas también.
Aunque el periodista de El Confidencial no cita a los compuestos que genéricamente se conocen como sulfitos (el ingrediente que más me está apareciendo en los códigos QR), la investigadora del CSIC si lo hace, pero vuelve a exagerar en este caso con lo de los 400 mg/L, una cantidad que, como puede verse en la normativa, solo se permite a vinos muy especiales, generalmente obtenidos de uvas sobremaduradas como el Sauternes, los vinos Tokaji de Hungría o muchos vinos griegos. Sobre el asunto de los sulfitos hay en el Blog otra entrada de 2019, donde cuento el uso ancestral de los llamados aros y pajuelas de azufre, que, con su combustión, proporcionan anhídrido sulfuroso y por tanto sulfitos, para cargarse algunos microorganismos molestos, tanto en las barricas vacías como en las llenas de vino. Eso hace posible que un vino viaje, envejezca y llegue en buen estado al consumidor. Hoy en día, se adicionan al vino compuestos como los bisulfitos de sodio o potasio, que realizan la misma misión de forma controlada. Están regulados sus contenidos máximos autorizados, dependiendo de que el vino sea tinto o blanco, ecológico o no. En cualquier caso, cuando un vino supera los 10 mg/L de contenido en sulfitos, debe llevar la etiqueta “Contiene sulfitos” para alertar a un 1% de la población que puede sufrir alergias con ellos. Dado que las levaduras producen sulfitos de forma natural (en concentraciones entre 5–40 mg/L), puede darse la paradoja de que un vino sin adición alguna de “químicos” esté obligado a la mención “Contiene sulfitos”, al sobrepasar los mencionados 10 mg/L. Los especialistas de marketing de algunas bodegas lo disfrazan con expresiones como “sin sulfitos añadidos”.
En definitiva, la cosa no es lo que parece. La mayoría de las prácticas enológicas que hoy rodean al vino, ya se conocían desde hace décadas o siglos. Solo que ahora tienen una base científica. Y en cuanto a otras afirmaciones contenidas en esos artículos, hay que aclarar (sin entrar en muchos detalles) que, a diferencia del zumo de naranja, consumido casi inmediatamente, el zumo de uva fermenta, envejece en barrica e incluso en botella, variando a lo largo del tiempo su contenido en “químicos”. Y hay que preservarlo con otros para poderlo vender durante años. No tener en cuenta los avances que nos proporciona la Enología nos lleva a los paleovinos de los romanos (preservados en vasijas de plomo) o al uso de resinas en los vinos griegos de retsina (que todavía podéis pedir en ciertos bares de ese país). Poco recomendables y saludables, como lo fueron el txakolí, el ribeiro o algunos otros vinos regionales españoles hace cincuenta años y que hoy han mejorado ostensiblemente gracias a prácticas enológicas modernas. Y en cuanto a la radical postura del ciudadano de Valdeorras arriba mencionado, habría que decirle que, los que bebemos vino con asiduidad, sabemos que lo que nos está envenenando no son los aditivos regulados por la UE, sino el 13% de alcohol que todo vino bien nacido tiene, incluso el suyo.
Curiosamente, esa vuelta a los orígenes en forma de los vinos que El Confidencial nos recomienda como vinos “con una mínima intervención en la bodega, es decir, sin necesidad de usar “químicos”", ha originado una espiral en los precios de los mismos, lo que redunda en pingües beneficios para vinateros y restauradores (a través de sus sumilleres). Espiral alimentada por reclamos como vinos naturales, ecológicos o biodinámicos, así como por las recomendaciones de influencers del sector que casi se vanaglorian de provocar con ellas el fenómeno de la gentrificación del vino, según el cual “cuando un vino se vuelve de culto empieza a alcanzar precios inalcanzables, desplazando a quienes lo bebían al principio”. Vamos, como el fenómeno de la vivienda en mi pueblo, donde los guiris lo compran todo, suben los precios y desplazan a los del país. Luego, que si los jóvenes se pasan a la cerveza.
Y puesto que de beber se trata, el célebre brindis de La Traviata "Libiamo ne' lieti calici" o, lo que es lo mismo, “Bebamos de las copas alegres”. Desde el teatro de la Fenice de Venecia, con Daniel Harding (uno de mis directores favoritos ahora), la soprano Federica Lombardi y el tenor Freddie De Tommaso.
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