El oxígeno que (probablemente) nos matará
Dentro de unos días cumplo la respetable edad de sesenta y cinco tacos. Y si hiciera caso a todo lo que se publica sobre los peligros que nos acechan en la vida moderna, puedo considerarme un auténtico superviviente. La casa de mis padres en Hernani, en la que pasé mi adolescencia, no debe estar a mucho más de dos o tres kilómetros en línea recta de una planta que fabrica una gran parte del PVC que se consume en España. Como ya conté en otra entrada, en los primeros tiempos de esa empresa, el PVC (policloruro de vinilo, un plástico) se obtenía por procedimientos poco seguros a partir de su materia prima o monómero, el cloruro de vinilo, un compuesto gaseoso que es considerado (y con razón) un reputado cancerígeno. Afortunadamente, el procedimiento de hoy en día no permite que los trabajadores o los habitantes más próximos entren en contacto con ese gas. Pero, cuando había peligro, yo no vivía muy lejos del mismo.
Algo más cerca que la planta de PVC, mi casa paterna estuvo también en el área de influencia de varias papeleras que nos atufaron (y alguna sigue todavía en ello) con los efluvios de sus tratamientos para eliminar la lignina que siempre acompaña a la celulosa, procesos que generalmente implican algún compuesto de azufre (fundamentalmente sulfuros y sulfitos) que son los que cantan. O una siderúrgica, ya desaparecida, que nos poblaba la atmósfera con un delicado polvo marrón claro que entraba por nuestros poros y orificios a falta de protección eficaz alguna. Y para rematar el marco idílico de nuestra house, por encima de ella y desde mi más tierna infancia, ha pasado una linea de alta tensión, a poco más de treinta metros de altura de nuestro tejado.
Desde esa infancia he estado expuesto a un cóctel de sustancias químicas. Yo jugaba los fines de semana en una empresa curtidora de pieles para suelas de zapato que dirigía mi padre. Mi dilecta madre tenía la manía de eliminar cualquier mancha de grasa en las prendas o moquetas a base de benceno (benzina era el nombre acuñado por el droguero de mi pueblo), cuyo vapor distribuía con generosidad por el ambiente gracias al calor generado por el brío con el que frotaba las manchas. Ese mismo benceno, y otros disolventes no especialmente benignos para la salud, me acompañaron durante los casi cuatro años de mi Tesis Doctoral como elementos indispensables para disolver los polímeros con los que trabajé en ella. Y no voy a hablar de otros vapores que, con bastante asiduidad, han poblado durante años los pasillos de la Facul de la que ya soy un querido pero invisible jubilado. En otro orden de cosas, me encantan las gambas, las verduras, la carne o cualquier otro alimento a la plancha, a pesar de que conozco que las partes bien chamuscadas contienen hidrocarburos aromáticos policíclicos a discreción y, entre ellos, el peligroso benzopireno. He bebido y bebo vino (con su pernicioso alcohol etílico incluido) de cualquier región española que se precie de mejorar sus tintos. Y aunque no mucho, fumo.
Me he librado, eso sí, de tener una nuclear cerca, dicen que gracias al celo de los partidarios del EZ, EZ, EZ (NO, NO, NO para los que me lean en el resto de la innombrable España), pero ni olvido ni perdono los "métodos expeditivos" que se emplearon hasta conseguir pararla. Y puede que no llegue a ver la puesta en marcha de una incineradora próxima que, según sus detractores, acabaría conmigo a base de dioxinas, arsénico y mercurio. Todavía no se han enterado que las modernas plantas de incineración más que productoras de dioxinas son sumideros de las mismas.
Pero, sobre todo, tengo suerte de haber aguantado un persistente proceso que consiste en respirar el oxígeno del aire unas diez/doce veces por minuto a lo largo de mis pasados sesenta cinco años, lo que hace el bonito número de casi 376 millones de inspiraciones. Y es que respirar es un peligro casi tan notorio (o más) que fumar o tomar el sol sin moderación. Solo que, en los dos últimos casos, podemos poner los medios para que eso no ocurra (no fumar y tomar el sol con protección) pero de respirar no hay forma de librarse. O si lo intentamos todavía es peor como, con cierta ironía, ya explicó el Premio Nobel de Medicina 2001, Timothy Hunt, hace tiempo en una rueda de prensa en Bilbao: "Podemos intentar dejar de respirar y, entonces, seguro que no nos morimos de cáncer". Evidentemente, y ya hablando en serio, el científico alertó del problema del tabaco y relativizó que una alimentación rica en verduras y frutas sea una fórmula para evitar el cáncer, con un argumento que a mi en esa lejana fecha me impactó: quien come bien, vive más y si se vive más, se respira más tiempo y hay más posibilidades de que el cáncer haga de las suyas.
James Lovelock, autor de la Hipótesis Gaia, es considerado por muchos, según ya conté en otra entrada, y junto con Rachel Carson (la autora de La Primavera Silenciosa) como los padres del ecologismo imperante. Cuando ya era un octogenario, Lovelock sorprendió a muchos con un libro que, en castellano, se titulaba “La venganza de la Tierra” y cuya tesis fundamental es que la única alternativa energética viable de cara a futuro es la energía nuclear. No voy a entrar en el conjunto del libro, primero porque ya tiene diez años y porque muchas de las cosas que dice sobre el calentamiento global, la eficiencia energética y el tema nuclear no me convencieron cuando lo leí (2007) y ahora todavía menos. Pero, al hilo de lo que estoy contando, si me interesa apuntar que, en ese libro, Lovelock analiza la razón de nuestros miedos a la energía nuclear, argumentando que el miedo a lo nuclear y el miedo al cáncer van indisolublemente unidos. Y para Lovelock (y cito textualmente) "si sobrevivimos a la tragedia del calentamiento global, los historiadores dirán que uno de nuestros mayores errores fue tener tanto miedo al cáncer".
A partir de ahí, Lovelock trata de minimizar los peligros de contraer cáncer junto a una central nuclear, contraponiéndolos a los peligros derivados del oxígeno, ese gas sin color, ni olor, ni sabor, que todas las criaturas necesitamos perentoriamente para seguir vivos, aunque respirándolo juguemos, literalmente, con fuego. Y, a tono con lo que Hunt decía en Bilbao, Lovelock postula que el 30% de nosotros morirá de cáncer y que, la principal causa del mismo, será haber respirado oxígeno. El daño provocado en nuestro organismo proviene de la formación de radicales libres (nombre muy de moda en los apartados de salud y estética de los suplementos dominicales). No es fácil explicar a quien no tenga conocimientos de Química qué son los radicales libres. Los definiremos como moléculas químicas de una extraordinaria reactividad, que tratan de combinarse con todo lo que se les pone a tiro. A partir del oxígeno que ingerimos, ocurre a veces que éste, por alguna razón, da lugar a una especie de primo de Zumosol que llamamos ion superóxido, un compuesto más reactivo que el propio oxígeno y que puede evolucionar hasta dar origen a los llamados radicales hidroxilo, un importante miembro de la familia de los radicales libres.
Uno de los procesos en los que ocurre esa transformación del oxígeno en ion superóxido y, posteriormente, en radicales libres se da durante el funcionamiento normal de nuestro organismo. Este no es sino una especie de motor que, en lugar de gasolina, consume como combustible los alimentos que ingerimos. Como ocurre también cuando el combustible es gasolina, no hay reacción química que pueda tildarse de combustión si no participa el oxígeno. En nuestro organismo, la combustión de los alimentos tiene lugar en las llamadas mitocondrias, pequeñísimas cápsulas existentes en cada una de los miles de millones de células que nos conforman. En esas mitocondrias, la comida que ingerimos se combina (reacciona) con el oxígeno que respiramos y, en esa reacción de combustión (sin llama), aparecen como subproductos pequeñas cantidades de productos indeseables entre los que, al final, tenemos los radicales hidroxilo y otros similares. Hay estimaciones que sugieren que en un organismo normal se generan hasta 15.000 radicales de ese tipo por célula y día, cantidad que puede duplicarse en un deportista de élite.
Esos radicales se escapan de las mitocondrias con lo que su presencia en nuestro organismo es absolutamente ubicua. Al ser extraordinariamente reactivos atacan a casi cualquier molécula con la que se encuentran, dañando, por ejemplo, todo el intrincado entramado de nuestra carga genética, como el ADN que programa y construye nuevas células. Casi todos los daños son reparados por un evolucionado conjunto de enzimas (no hay una enzima madre y prodigiosa, Sra. Milá, haga caso al bioquímico por mucho que esté algo llenito) que, en lo tocante a estos procesos destructivos, podemos considerarlas como nuestros ángeles de la guarda. Pero, inevitablemente, algún radical se les despista de vez en cuando y de esos errores en la reparación nacen células defectuosas que, tras complejos mecanismos en los que no entraré y que implican incluso el suicidio de algunas de ellas (algo que siempre me ha fascinado), dan lugar a células cancerosas, totalmente incontrolables por nuestro sistema de seguridad.
Así que, queridos lectores, no aspiréis a Matusalenes del futuro haciendo ejercicios violentos en esos nuevos templos que se llaman gimnasios. Puede resultar contraproducente. Además, para acabar cayendo inexorablemente en una especie de infancia inversa (babas, pañales, purecitos), no se si merece mucho la pena alcanzar edades bíblicas.
Algo más cerca que la planta de PVC, mi casa paterna estuvo también en el área de influencia de varias papeleras que nos atufaron (y alguna sigue todavía en ello) con los efluvios de sus tratamientos para eliminar la lignina que siempre acompaña a la celulosa, procesos que generalmente implican algún compuesto de azufre (fundamentalmente sulfuros y sulfitos) que son los que cantan. O una siderúrgica, ya desaparecida, que nos poblaba la atmósfera con un delicado polvo marrón claro que entraba por nuestros poros y orificios a falta de protección eficaz alguna. Y para rematar el marco idílico de nuestra house, por encima de ella y desde mi más tierna infancia, ha pasado una linea de alta tensión, a poco más de treinta metros de altura de nuestro tejado.
Desde esa infancia he estado expuesto a un cóctel de sustancias químicas. Yo jugaba los fines de semana en una empresa curtidora de pieles para suelas de zapato que dirigía mi padre. Mi dilecta madre tenía la manía de eliminar cualquier mancha de grasa en las prendas o moquetas a base de benceno (benzina era el nombre acuñado por el droguero de mi pueblo), cuyo vapor distribuía con generosidad por el ambiente gracias al calor generado por el brío con el que frotaba las manchas. Ese mismo benceno, y otros disolventes no especialmente benignos para la salud, me acompañaron durante los casi cuatro años de mi Tesis Doctoral como elementos indispensables para disolver los polímeros con los que trabajé en ella. Y no voy a hablar de otros vapores que, con bastante asiduidad, han poblado durante años los pasillos de la Facul de la que ya soy un querido pero invisible jubilado. En otro orden de cosas, me encantan las gambas, las verduras, la carne o cualquier otro alimento a la plancha, a pesar de que conozco que las partes bien chamuscadas contienen hidrocarburos aromáticos policíclicos a discreción y, entre ellos, el peligroso benzopireno. He bebido y bebo vino (con su pernicioso alcohol etílico incluido) de cualquier región española que se precie de mejorar sus tintos. Y aunque no mucho, fumo.
Me he librado, eso sí, de tener una nuclear cerca, dicen que gracias al celo de los partidarios del EZ, EZ, EZ (NO, NO, NO para los que me lean en el resto de la innombrable España), pero ni olvido ni perdono los "métodos expeditivos" que se emplearon hasta conseguir pararla. Y puede que no llegue a ver la puesta en marcha de una incineradora próxima que, según sus detractores, acabaría conmigo a base de dioxinas, arsénico y mercurio. Todavía no se han enterado que las modernas plantas de incineración más que productoras de dioxinas son sumideros de las mismas.
Pero, sobre todo, tengo suerte de haber aguantado un persistente proceso que consiste en respirar el oxígeno del aire unas diez/doce veces por minuto a lo largo de mis pasados sesenta cinco años, lo que hace el bonito número de casi 376 millones de inspiraciones. Y es que respirar es un peligro casi tan notorio (o más) que fumar o tomar el sol sin moderación. Solo que, en los dos últimos casos, podemos poner los medios para que eso no ocurra (no fumar y tomar el sol con protección) pero de respirar no hay forma de librarse. O si lo intentamos todavía es peor como, con cierta ironía, ya explicó el Premio Nobel de Medicina 2001, Timothy Hunt, hace tiempo en una rueda de prensa en Bilbao: "Podemos intentar dejar de respirar y, entonces, seguro que no nos morimos de cáncer". Evidentemente, y ya hablando en serio, el científico alertó del problema del tabaco y relativizó que una alimentación rica en verduras y frutas sea una fórmula para evitar el cáncer, con un argumento que a mi en esa lejana fecha me impactó: quien come bien, vive más y si se vive más, se respira más tiempo y hay más posibilidades de que el cáncer haga de las suyas.
James Lovelock, autor de la Hipótesis Gaia, es considerado por muchos, según ya conté en otra entrada, y junto con Rachel Carson (la autora de La Primavera Silenciosa) como los padres del ecologismo imperante. Cuando ya era un octogenario, Lovelock sorprendió a muchos con un libro que, en castellano, se titulaba “La venganza de la Tierra” y cuya tesis fundamental es que la única alternativa energética viable de cara a futuro es la energía nuclear. No voy a entrar en el conjunto del libro, primero porque ya tiene diez años y porque muchas de las cosas que dice sobre el calentamiento global, la eficiencia energética y el tema nuclear no me convencieron cuando lo leí (2007) y ahora todavía menos. Pero, al hilo de lo que estoy contando, si me interesa apuntar que, en ese libro, Lovelock analiza la razón de nuestros miedos a la energía nuclear, argumentando que el miedo a lo nuclear y el miedo al cáncer van indisolublemente unidos. Y para Lovelock (y cito textualmente) "si sobrevivimos a la tragedia del calentamiento global, los historiadores dirán que uno de nuestros mayores errores fue tener tanto miedo al cáncer".
A partir de ahí, Lovelock trata de minimizar los peligros de contraer cáncer junto a una central nuclear, contraponiéndolos a los peligros derivados del oxígeno, ese gas sin color, ni olor, ni sabor, que todas las criaturas necesitamos perentoriamente para seguir vivos, aunque respirándolo juguemos, literalmente, con fuego. Y, a tono con lo que Hunt decía en Bilbao, Lovelock postula que el 30% de nosotros morirá de cáncer y que, la principal causa del mismo, será haber respirado oxígeno. El daño provocado en nuestro organismo proviene de la formación de radicales libres (nombre muy de moda en los apartados de salud y estética de los suplementos dominicales). No es fácil explicar a quien no tenga conocimientos de Química qué son los radicales libres. Los definiremos como moléculas químicas de una extraordinaria reactividad, que tratan de combinarse con todo lo que se les pone a tiro. A partir del oxígeno que ingerimos, ocurre a veces que éste, por alguna razón, da lugar a una especie de primo de Zumosol que llamamos ion superóxido, un compuesto más reactivo que el propio oxígeno y que puede evolucionar hasta dar origen a los llamados radicales hidroxilo, un importante miembro de la familia de los radicales libres.
Uno de los procesos en los que ocurre esa transformación del oxígeno en ion superóxido y, posteriormente, en radicales libres se da durante el funcionamiento normal de nuestro organismo. Este no es sino una especie de motor que, en lugar de gasolina, consume como combustible los alimentos que ingerimos. Como ocurre también cuando el combustible es gasolina, no hay reacción química que pueda tildarse de combustión si no participa el oxígeno. En nuestro organismo, la combustión de los alimentos tiene lugar en las llamadas mitocondrias, pequeñísimas cápsulas existentes en cada una de los miles de millones de células que nos conforman. En esas mitocondrias, la comida que ingerimos se combina (reacciona) con el oxígeno que respiramos y, en esa reacción de combustión (sin llama), aparecen como subproductos pequeñas cantidades de productos indeseables entre los que, al final, tenemos los radicales hidroxilo y otros similares. Hay estimaciones que sugieren que en un organismo normal se generan hasta 15.000 radicales de ese tipo por célula y día, cantidad que puede duplicarse en un deportista de élite.
Esos radicales se escapan de las mitocondrias con lo que su presencia en nuestro organismo es absolutamente ubicua. Al ser extraordinariamente reactivos atacan a casi cualquier molécula con la que se encuentran, dañando, por ejemplo, todo el intrincado entramado de nuestra carga genética, como el ADN que programa y construye nuevas células. Casi todos los daños son reparados por un evolucionado conjunto de enzimas (no hay una enzima madre y prodigiosa, Sra. Milá, haga caso al bioquímico por mucho que esté algo llenito) que, en lo tocante a estos procesos destructivos, podemos considerarlas como nuestros ángeles de la guarda. Pero, inevitablemente, algún radical se les despista de vez en cuando y de esos errores en la reparación nacen células defectuosas que, tras complejos mecanismos en los que no entraré y que implican incluso el suicidio de algunas de ellas (algo que siempre me ha fascinado), dan lugar a células cancerosas, totalmente incontrolables por nuestro sistema de seguridad.
Así que, queridos lectores, no aspiréis a Matusalenes del futuro haciendo ejercicios violentos en esos nuevos templos que se llaman gimnasios. Puede resultar contraproducente. Además, para acabar cayendo inexorablemente en una especie de infancia inversa (babas, pañales, purecitos), no se si merece mucho la pena alcanzar edades bíblicas.
10 comentarios:
Que los dioses (todos, tanto monoteístas como politeístas) te cuiden y disfrutes de felicidad en esos 65 "tacos". Te lo desea alguien mayor, que ya está al borde de su "infancia inversa" (genial esa denominación).
Muchas gracias amiga. Y espero que sigamos dando guerra juntos.
Increíble la colección de empresas contaminantes alrededor y sobre tu casa, Búho!Sirve para comprobar que tu genética manda y te hace indestructible, pero no la torees fumando, mira que el humo sí o sí hace más mal que el oxígeno...
¿Celebrarás los "ticinco" en París...o en Venecia?
Un gran abrazo desde el fin del mundo.
En los parises he estado hace poco. Me quedo aquí por mi cumpleaños. Pero el 2 de abril me voy a Murcia y estaré con gente que tú conoces como @ScientiaJMLN y @DaniEPAP.
El Búho, que demuestra encontrarse en plena forma,está claro que acabó dedicándose a la Química por "Inmersión"( Me libré de trabajar en la empresa del PVC porque estaba en otra cuando me llamaron y hasta me entrevisté con su Consejero Delegado. Afortunadamente acabé pronto en la enseñanza hasta la jubilación).Ya recorro la infancia inversa( opino como Aurora: genial)y respiro por si acaso. El poeta Celaya le diría a nuestro Búho, en verso, que respira afanosamente pero con demasiada lentitud. Pero si así le va bien, adelante.
Tres correcciones: Me he librado, eso sí... En el cuarto párrafo: Tadavía no se han enterado de que...y en el sexto: Lovelock analiza el porqué.
Gracias Alex. Corregido. Aunque alguna no la he encontrado.
Soy un quimiofóbico que disfruta informándose de la visión de un "quimiofílico objetivo" y bie informado. Un abrazo y sigue apagando mis miedos a todas las sustancias desconocidas que llegan a mis oidos.
Soy un quimiofóbico que disfruta informándose de la visión de un "quimiofílico objetivo" y bie informado. Un abrazo y sigue apagando mis miedos a todas las sustancias desconocidas que llegan a mis oidos.
Comentarios como el tuyo dan ánimos. Gracias, Tomás.
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