martes, 22 de abril de 2025

Polímeros y superficies de las bolas de golf


Tanto si se trata de golfistas profesionales como de golfistas aficionados como un servidor, los últimos golpes dentro de esa delimitada superficie (o green) donde se coloca la bandera que marca el fin de cada hoyo, son determinantes. En el caso de los profesionales para ganar torneos y dinero y, en el caso de los aficionados, para salir con la moral más alta de cara al siguiente día que juguemos o ganarle a un compañero de partida una cerveza. Esta semana, diversos medios se han hecho eco de una noticia que, en teoría, viene a mejorar los resultados en esa superficie en torno al hoyo. Y de eso va esta entrada, una nueva versión de otra que ya tiene diecinueve años y que dediqué, sobre todo, a la historia de los materiales que constituyeron y constituyen las bolas de golf. La versión 2025 de esa vieja entrada se centra en los materiales que han formado y forman parte de la superficie externa de las bolas y que, como los que constituyen hoy el interior, son polímeros.

La historia de la relación entre bolas de golf y materiales poliméricos arranca a mediados del siglo XIX, cuando irrumpen en Occidente los cauchos naturales que, como seguro sabréis, son también polímeros o cadenas constituidas por la repetición de una unidad o monómero. Antes de ello, las bolas prehistóricas fueron de cuero, rellenas de plumas, como las que los romanos usaban en un juego llamado paganica. Muchos siglos después, los primeros jugadores escoceses golpeaban bolas de madera maciza, aunque en algún momento del siglo XVII recogieron el testigo de las primitivas bolas de plumas solo que ahora sometían a las mismas a un proceso en agua hirviendo antes de usarlas como relleno (las llamadas featherie). Pero, como decía arriba, hacia 1850, con la popularización de los cauchos naturales en diferentes ámbitos, entra en escena la bola denominada gutty. Un diminutivo de un árbol de origen tropical llamado gutapercha al que, cuando se hacen incisiones en su tallo, el árbol trata de curar esa herida exudando un látex que, convenientemente manejado, genera una goma elástica que se puede enrollar hasta formar una bola maciza. Esas bolas (las gutties) marcaron un antes y un después en la historia del golf, no sólo por las mayores distancias alcanzadas sino porque eran prácticamente indestructible.

A finales del siglo XIX (1899) Coburn Haskell y Bertram Work, un empleado de la empresa de caucho Goodrich de Ohio, patentaron la bola Haskell, el precedente más próximo de las actuales bolas de golf. Fabricadas en torno a un núcleo sólido (generalmente de madera o de caucho vulcanizado y duro), ese núcleo se envolvía con hilos de otro caucho natural derivado, en este caso, del árbol denominado Hevea Brasiliensis. Para darle el aspecto final se recubría el conjunto con una capa final de la ya mencionada gutapercha o de otro caucho similar, derivado de un tercer árbol tropical llamado balata. Durante mucho tiempo, incluso cuando yo empecé a jugar en los 90, balata era sinónimo de bolas de calidad, casi legendarias.

Desde tiempos de las gutties era obvio que cuando la superficie se deterioraba y no era lisa del todo, la bola volaba mejor, con lo que los introductores de la bola Haskell ya la dotaron de surcos o deformaciones superficiales de forma deliberada, precedentes de los actuales hoyuelos o dimples que contribuyen a la aerodinámica de la bola, reduciendo la resistencia al aire cuando vuelan, al crear una capa de aire turbulento alrededor de la bola que reduce la resistencia al mismo. Por otro lado, ayuda a generar una mayor sustentación en el aire, debido al denominado efecto Magnus cuando la bola gira. Eso hace que una bola bien golpeada pueda volar más alto y más lejos. Cosas de la Física.

A finales de los años 50, la DuPont desarrolló un tipo de copolímero a base de etileno y ácido acrílico. Neutralizando el ácido con hidróxido sódico se obtuvo un material bautizado como ionómero que, vendido bajo el nombre comercial de Surlyn, sigue todavía en el mercado para múltiples aplicaciones. Entre esas aplicaciones, el Surlyn ha encontrado un nicho de negocio como material de esa superficie externa de las bolas de golf. Cuando las vigentes cubiertas de balata se cambiaron por otras de Surlyn los resultados fueron espectaculares, no solo en las distancias alcanzadas sino en el control de los golpes a cortas distancias, porque permitían el control del retroceso de las bolas (spin), una vez tocado el green. En los ochenta y noventa, estuve suscrito a una sección del denominado Chemical Abstracts Service que, cada quince días, me hacía llegar una especie de revista en la que se listaban los títulos, autores y resúmenes de todos los artículos científicos y patentes recientemente publicados sobre materiales poliméricos. En cada ejemplar, era normal encontrar unas cuantas patentes sobre nuevas superficies para bolas de golf, casi todas a base de ese copolímero de etileno y ácido acrílico, pero cambiando ligeramente la composición del copolímero o neutralizando el ácido acrílico con cationes diferentes al sodio habitual del Surlyn primitivo, como los de magnesio o zinc.

Desde los inicios del siglo XXI, se empezaron a popularizar, sobre todo en las bolas más caras, las superficies a base de poliuretano termoplástico. Aunque se introdujeron en los años 80, tuvieron que vencer ciertos obstáculos antes de poder rivalizar con las de cubiertas a base de Surlyn, como su mayor fragilidad y su dificultad para el moldeo. Resueltos esos problemas, hoy todas las grandes marcas tiene su gama alta a base de superficies de poliuretano. Las ventajas que se suelen aducir sobre las de Surlyn es que generan más efecto retroceso (spin) en las distancias cortas, mejoran la sensación en el impacto y, en línea de lo que sigue a continuación, ofrecen mayor control en el green.

La noticia a la que hago referencia al principio y que ha motivado esta entrada, tiene que ver con un trabajo que se ha presentado en la reciente reunión de primavera de la American Chemical Society (ACS) celebrada en San Diego entre el 23 y el 27 de marzo. En esa comunicación, un científico y empresario ha dado a conocer un recubrimiento aplicable a la superficie de las bolas de golf que, según él, puede resultar relevante para los golfistas de todos los niveles. Un problema a la hora de ajustar el golpe que pueda acabar con la bola en el interior del hoyo es que, a veces, la hierba de la superficie del green está húmeda por el rocío de la mañana o una lluvia reciente (algo bastante habitual en mi campo donostiarra) mientras que, en otros, la hierba de la superficie está seca por calor o porque no ha llovido o no se ha regado convenientemente. En estos últimos, a igualdad de fuerza proporcionada con el palo a la bola, ésta corre más que en los greenes de superficie húmeda, haciendo complicada y muy variable la estrategia que el jugador tiene que usar en esos golpes finales.

El autor de la comunicación al Congreso de la ACS viene a decir que, en virtud de un especial recubrimiento aplicado a la superficie de la bola, ésta puede correr más de lo habitual en las superficies mojadas y menos en las secas, homogeneizando así la reacción ante una determinada fuerza aplicada. Evidentemente, la composición de ese recubrimiento es secreto de sumario pero el mismo autor ha avanzado que es una mezcla de sílice amorfa, arcilla y ciertos polímeros hidrofílicos que interactúan con la mayor o menor cantidad de agua en el green de una manera especial, aunque no afectan a las condiciones de vuelo cuando se ejecutan golpes de larga y media distancia en el resto del recorrido de un determinado hoyo. Todo ello lo ha venido a demostrar con ayuda del dispositivo que se muestra aquí, muy conocido entre los profesionales que cuidan los campos de golf y que se llama Stimpmeter. El autor dice que ya ha patentado el recubrimiento y que espera que las grandes instituciones que establecen las reglas del golf, la USGA americana y la R&A inglesa no se opongan a que se puedan usar en torneos, lo que permitiría su comercialización.

Ya veremos. Yo soy muy escéptico con los resultados que se presentan en Congresos por muy prestigiosos que sean. Posteriormente, en bastantes casos, esos resultados no aparecen en revistas más cuidadosas con la revisión por pares que los comités de los Congresos. En cualquier caso, no creo que a este vuestro Búho le sirva de mucho el invento. Premonitoriamente, en la entrada de 2006 arriba mencionada, a propósito de lo que disfrutaba entonces con este juego, ya preveía que cuando tuviera más tiempo para jugar, probablemente mi físico no me acompañara, como me está pasando. Así que si estáis pensando en jugar al golf cuando os jubiléis, mejor os lo pensáis dos veces y empezáis antes.

He escrito esta entrada a ratos libres durante los días de Semana Santa. Y había pensado en poner como música final un extracto de otro Réquiem, a los que soy aficionado, aunque no le haga mucha gracia a mi amigo Juanito E. Cuando el lunes de Pascua ya tenía configurada la entrada, va y se muere el Papa Francisco. Así que razón de más. Del Réquiem de Mozart, un extracto de Lacrimosa, grabado en la catedral de Salzburgo el 16 de julio de 1999 por la Filarmónica de Berlín dirigida por Claudio Abbado, en homenaje a Herbert von Karajan, muerto diez años antes.

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martes, 15 de abril de 2025

Aniversario y Quimiofobia

Este año, en octubre, hará cincuenta años que 117 estudiantes iniciaron sus estudios de Química en mi Facultad. Era la primera promoción del Centro y me tuvieron que aguantar desde el principio. Echando la vista atrás, no se cómo conseguimos que llegaran a buen término cinco años después, dadas las dificultades que hubo que enfrentar en aquellos convulsos años. Pero el caso es que la cosa no ha salido tan mal, como podéis comprobar en este artículo que el actual Decano del Centro y un servidor hemos publicado en la revista Anales de Química. El documento puede que no interese más que a gente de Donosti y próxima a las actividades de la Facultad pero, como ya he dicho otras veces, este Blog es mi diario (cuaderno de bitácora lo llamaban los primitivos blogueros) y quiero dejar aquí constancia “para la posteridad”. Mi otra participación en los diversos eventos programados para celebrar el redondo aniversario, es una charla sobre la Quimiofobia, que impartí en la Facultad la semana pasada y que voy a resumir brevemente en esta entrada.

Pedirme que imparta una charla de cincuenta minutos sobre la Quimiofobia, es ponerme en un brete. Tengo tanta información acumulada que es difícil buscar un hilo conductor de mis argumentos. Pero, tras darle muchas vueltas, lo hice sobre algunos causantes de la misma que resultaran un tanto sorprendentes a mis oyentes, dejando constancia al mismo tiempo de lo importante que es educar a la población, desde pequeños, en conceptos sencillos de Toxicología.

Para empezar, expliqué que el increíble avance de las técnicas analíticas, desde los años cincuenta del siglo pasado, ha resultado ser un paradójico catalizador de la Quimiofobia, al proporcionar esa sensación tan extendida en la población de la ubicuidad de las sustancias químicas en cualquier medio en el que busquemos. Y todo ello debido a la creciente sensibilidad de esas técnicas, que han ido haciendo que podamos detectar un gramo de una sustancia pretendidamente peligrosa en una cantidad de gramos de muestra escrita con la unidad seguida de doce ceros (o, en terminología de los analíticos, 1 parte por trillón o 1 ppt). Y, previsiblemente, vamos a poder ir más lejos. Pero detectar una sustancia no quiere decir que ello pueda poner en riesgo nuestra salud.

Peligro (hazard en inglés, al menos en el ámbito toxicológico) y Riesgo (risk) son dos palabras que manejamos muchas veces como sinónimos sin fijarnos que, tal y como las usa la Toxicología, son dos cosas distintas. Un peligro es cualquier fuente de daño o efectos adversos en la salud de alguien. Por ejemplo, conducir un coche es un peligro. 1.154 personas (muchas de ellas conductores) fallecieron en España en siniestros de tráfico en carretera durante 2024.

El riesgo es la posibilidad o probabilidad de que una persona se vea perjudicada o experimente un efecto adverso para la salud si se expone a un peligro. Por ejemplo, en España, hay unos 28 millones de personas con permiso de conducir vehículos de todo tipo y, por tanto, en peligro de morir en un accidente de tráfico. Así que, en el caso más extremo de que todos los muertos en España sean conductores, una persona que conduce un vehículo tiene una probabilidad (o riesgo) de 1 entre 24000 (o 1154 muertos entre 28 millones de personas con carnet de conducir) de fallecer anualmente en un accidente de tráfico. Las autoridades que velan por nuestra salud tratan de minimizar ese riesgo con adecuadas medidas, pero todos somos conscientes de que cuando conducimos estamos expuestos a un peligro. Algo similar ocurre con las sustancias químicas, sean naturales o puramente sintéticas, con las que convivimos. Y evaluar sus riesgos es lo que tratan de hacer organizaciones como la Organización Mundial de la Salud (OMS), la Agencia Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA) o la americana Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA), entre otras.

Al hilo de la evidente conexión entre la Quimiofobia y el miedo al cáncer, aproveché para explicar en la charla que también determinadas instituciones, con sus decisiones en principio bienintencionadas, han sido inductores o catalizadores sutiles de esa fobia. Una de esas decisiones es el uso de la llamada Cláusula Delaney por parte de la FDA americana, que expliqué con detalle en esta entrada de 2018. Según esa cláusula, cualquier sustancia que haya demostrado ser cancerígena en estudios con animales, no puede usarse en alimentación humana. Como ejemplo de la decrepitud de esta norma mostré en esa entrada la prohibición (entre otros aditivos) del metil eugenol sintético, tras aducir que producía cáncer en estudios con ratas de laboratorio a las que se atiborró durante dos años con dosis de esa sustancia que son entre 220.000 y 890.000 veces más altas que la exposición estimada a la misma de humanos que consuman productos con ese aditivo. Recalcando además que esa sustancia es el mismo metil eugenol que se vende como aceite esencial derivado de plantas que lo contienen y que nosotros consumimos, por ejemplo, cuando usamos la albahaca como especia.

La última víctima de la Claúsula Delaney es el llamado Colorante Rojo nº 3, químicamente conocido como eritrosina, un aditivo que, desde 1902, ha sido empleado en cosmética y en productos farmacéuticos o de confitería. Un par de artículos publicados en los ochenta (por ejemplo este) encontraron que producía cáncer en ratas macho a las que se les había eliminado parcialmente la glándula tiroides (no entiendo bien el por qué de esa cirugía como fase previa del estudio, pero estoy en ello). Eso hizo que la FDA prohibiera en 1990 el uso de ese colorante en cosmética (pintura de labios) pero no en fármacos o alimentos. Ahora, en enero de este año, la FDA lo ha prohibido totalmente  tras una petición de una serie de ONGs que presentaron esos artículos como evidencias y exigían el uso de la cláusula Delaney.

Pero si uno se lee con cuidado el informe de la FDA, constata varias cosas. Una, que las altas dosis empleadas en esos estudios son cientos de veces las que están permitidas por las agencias que velan por nuestra salud en los productos hasta ahora permitidos. Dos, que desde esas lejanas fechas de los artículos de las ratas machos, no ha habido nuevas pruebas de que el colorante sea cancerígeno en otros animales ni en humanos. Y tres, que, a pesar de lo anterior, no le queda más remedio que prohibirla en virtud de lo aducido por las ONGs y la dichosa Cláusula.

El otro caso que propuse a consideración en la charla es el del glifosato, el popular herbicida sobre el que hablé en esta entrada. El caso es que la llamada Agencia Internacional para los Estudios sobre el Cáncer (IARC) perteneciente a la OMS, tiene establecida una clasificación del carácter cancerígeno de las sustancias en tres grupos, uno dividido en dos subgrupos. En marzo de 2015, la IARC incluyó al glifosato en el Grupo 2A. Esto quiere decir que es “probablemente cancerígeno para el ser humano”. En ese grupo, comparten honores con el glifosato sustancias como la acrilamida, que se genera al freír y dorar las patatas de nuestros huevos fritos o tostar café. O actividades tan habituales como beber bebidas muy calientes o comer carne roja. En ese grupo están también determinadas profesiones como trabajar en una peluquería o ser soplador de vidrio. Cosas con las que convivimos en nuestra vida normal, a pesar de saber que son peligrosas, asumiendo que el riesgo lo tenemos más o menos controlado.

Pero, frente a esa clasificación de la IARC, a día de hoy, hay cientos de estudios e informes de organismos oficiales que concluyen que es poco probable que el glifosato sea cancerígeno para los humanos. ¿Cómo puede ser posible esa discrepancia?. Pues el Instituto alemán para la Evaluación de Riesgos (BfR) lo explicaen base a esos conceptos de peligro y riesgo que hemos visto anteriormente. Dicho en forma resumida, el BfR aclara que la evaluación de la IARC está basada en el peligro y la de otros organismos en el riesgo. O, en otras palabras, la IARC no calcula la probabilidad de que el glifosato sea cancerígeno o no, dependiendo de las cantidades a la que nos expongamos.

En el fondo, no realizar una evaluación de las probabilidades que existen al exponerse a una sustancia peligrosa es abandonar el viejo paradigma de Paracelso (1493-1541) quien, ya en el siglo XVI, dijo aquello de “Todo es veneno y nada es veneno, solo la dosis hace el veneno”. Pero, en los últimos tiempos, hay una serie de indicios que parecen indicar que algunos científicos e Instituciones están por abandonar ese paradigma de la Toxicología. Lo que puede tener consecuencias en la difusión de la Quimiofobia o en la prohibición radical de algunos productos que consumimos. Pero eso da para otra charla y, por supuesto, para una próxima entrada.

Hoy tengo para acabar una pieza musical que he descubierto recientemente en Mezzo, la cadena de música clásica, ballet y jazz, a la que estoy suscrito. De Shostakovich, el Allegretto de Lady Macbeth from Mtzensk. Con la Filarmónica de Berlin, en uno de esos conciertos al aire libre que se organizan en verano. En este caso el Waldbühne 2011, donde el director era Riccardo Chailly.

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