lunes, 24 de junio de 2024

Alarma que algo queda


Hace casi tres años publiqué una entrada en la que me metía con una concejala del Consistorio de Donosti, perteneciente a la lista que yo había votado, por su decisión de dejar crecer libremente las hierbas en los alcorques de los árboles de la ciudad, con el argumento de evitar el empleo de herbicidas como el glifosato. Aclaraba allí que el asunto del glifosato y sus inseparables compañeras de viaje, las plantas modificadas genéticamente, no es asunto de mi negociado, fundamentalmente porque en España hay divulgadores que saben mucho más que yo al respecto. Desde entonces, la concejala ha subido a Delegada del Gobierno en Euskadi (espero que lo del glifosato no haya sido considerado como mérito). Y el estatus del glifosato en las Agencias que velan por nuestra salud, y que allí describía, ha cambiado algo.

Hace unos días, disfrutando de la placidez de la Ría de Arosa, recibí muchas alertas de un artículo sobre el glifosato que hace difícil el que me pueda resistir a escribir algo al respecto. Firmado por investigadores franceses, el artículo se titula “Presencia de glifosato en el esperma humano: Primer informe y correlación positiva con estrés oxidativo en una población de franceses infértiles”. Los investigados fueron 128 varones de parejas con problemas de infertilidad, controlados por un Centro médico próximo a Tours, en una región agrícola que los autores conceptúan como gran consumidora de herbicidas y otros plaguicidas.

El resultado más relevante, tal y como se puede leer en las primeras tres líneas de las propias conclusiones del trabajo, es que, en el 60% de las 128 muestras investigadas, se había detectado la presencia de glifosato. La reacción en los medios no se hizo esperar y algunos decían cosas como este titular de la publicación digital Environmental Health News: “Encuentran glifosato en más de la mitad de muestras francesas de esperma”. Lo que, evidentemente, tiene poco que ver con los detalles del artículo. Y, en el mismo tenor, se produjeron titulares alarmistas en medios de comunicación importantes como The Guardian o Sky News.

Hay un asunto semántico que conviene aclarar sobre el empleo de la palabra sperm en el titular del artículo en cuestión, escrito en inglés por franceses. Mientras que la palabra semen no aparece en el diccionario Larousse de la lengua francesa, la palabra sperme se refiere literalmente al “líquido opaco, blanquecino, ligeramente fibroso y pegajoso producido durante la eyaculación y que contiene espermatozoides”. Sin embargo, en inglés, y esto lo dejan muy claro tanto el diccionario Cambridge como la propia Wikipedia, no es lo mismo semen que esperma. Esperma (sperm) se refiere, estrictamente hablando, al conjunto de los espermatozoides que, en su largo viaje a la búsqueda del óvulo, lo hacen en el seno de un líquido (o plasma) seminal. El conjunto de unos y otro es lo que deberíamos denominar semen. En castellano también hay cierta ambigüedad sobre ambas palabras (reconocida por el propio diccionario de la RAE).

Viene esto a cuento porque, a pesar de que el título del artículo hace referencia a la presencia de glifosato en el esperma, los autores no analizan glifosato en el conjunto de los espermatozoides, sino en el líquido acompañante, que ellos separan por centrifugación para su posterior análisis. Y la matización es importante. Porque, con independencia de que el término vaya en el titulo del artículo deliberadamente o como consecuencia de una ambigüedad lingüística, la carga genética que pudiera verse alterada por el glifosato está en los espermatozoides y no en los líquidos acompañantes. Y, además, unos y otros se generan en sitios distintos del organismo..

Y quizás esa sea la causa de otro resultado que me ha llamado la atención. Los autores, además del análisis químico de la presencia de glifosato en el líquido seminal, cuantifican también tres parámetros que suelen ser habituales en la medida de la calidad de los espermatozoides como tal: su número, la movilidad de los mismos y la presencia o no de morfologías anómalas. Y no encuentran diferencias significativas en esos parámetros al comparar muestras con y sin glifosato. Lo que vendría a indicar que el glifosato, en las cantidades detectadas en el estudio (partes por trillón), no parece afectar a las características de los espermatozoides que importan para la fecundación.

Desde un punto de vista metodológico, resulta igualmente llamativo que, a diferencia de lo que suele ser habitual en toxicología, el estudio solo utilice muestras provenientes de varones que parecen tener problemas de infertilidad (esa es la razón de su presencia en el Centro de fertilidad de Tours). En una planificación científica al uso, parecería lógico haber empleado una muestra de control a base de habitantes de Tours, con similares edades y extracción social y con fertilidades manifiestas.

Podría seguir mencionado otras inconsistencias y proclamas poco entendibles en un artículo científico. Como, por ejemplo, la de que los autores acaben el artículo propugnando la eliminación del glifosato en base al principio de precaución, vigente en la UE, cuando la propia Europa acaba de prorrogar el permiso para usar glifosato durante otros diez años.

Pero, habiendo tantas sustancias químicas que pueden afectar a la calidad de los espermatozoides, la fijación exclusiva en el glifosato, una de las moléculas más estudiadas, no deja de ser sorprendente. Sin abandonar la región de Tours y la clínica que les ha proporcionado los pacientes, los autores podrían haber fijado su atención en otros plaguicidas más tradicionales, como los compuestos de cobre, usados desde siempre por los viticultores de toda Francia (Tours incluido) para combatir el mildiu de las viñas y de otras plantas como los tomates o patatas. Algo que mis amigos de La Rioja han llamado desde siempre sulfatear. Me estoy refiriendo al empleo del famoso caldo bordelés o (en français) “Bouillie bordelaise”, una mezcla de sulfato de cobre e hidróxido de calcio, una etiqueta vintage de la cual podéis ver debajo.
Entre los microelementos que influyen en la fertilidad masculina, está claramente demostrado en la bibliografía que, tanto el exceso como el defecto en las concentraciones de cobre habituales en nuestro organismo, empeoran la calidad de los espermatozoides y perturban la función reproductora en los mamíferos. Y en cantidades superiores a lo habitual, se conocen otros efectos tóxicos. De hecho, el cobre es más tóxico que el glifosato y, además, es considerado un disruptor endocrino, cosa que no parece ser el glifosato, al menos si uno hace caso a los últimos informes de la EFSA (véase la última frase de la página 4 de este informe de 2023) y la EPA (véase el apartado Human Health de este informe, que desmonta también el carácter cancerígeno del herbicida).

Además, y esto es una maldad que me encanta contar a todos los que me pretenden vender vinos ecológicos, el caldo bordelés y su cobre está permitido en el Reglamento 889/2008 de la Union Europea sobre producción y etiquetado de los productos ecológicos. Es decir, cualquier viticultor os puede vender vino etiquetado como ecológico, orgánico o biológico (es lo mismo para la UE), a pesar de que emplee el caldo bordelés en el tratamiento de sus plagas (véase la página L250/37, apartado 6, autorización A de este documento). Con la curiosa precisión de que el argumento para permitirlo está en la propia definición de ese apartado 6: Otras sustancias utilizadas tradicionalmente en la agricultura ecológica (el resaltado es mío). Un argumento de peso, como veis. Una auténtica pescadilla que se muerde la cola.

En fin, para recuperar un poco la serenidad de la ría de Arosa (que ya no tengo a mano) y dado que veo que lo de la música al final de las entradas os gusta, os dejo con la pieza Nimrod de las Variaciones Enigma de Edward Elgar por la Filarmónica de Berlín bajo la dirección de Sir Simon Rattle. Aunque Elgar no era químico, le gustó jugar a los químicos, como bien contó mi amigo Dani Torregrosa en esta deliciosa entrada de su Blog en 2015.

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domingo, 2 de junio de 2024

La mariposa del mar y la acidificación de los océanos

Uno de los iconos de la llamada acidificación de los océanos, un proceso derivado del aumento de la concentración de dióxido de carbono (CO2) en la atmósfera como consecuencia de la quema de combustibles fósiles, son las llamadas mariposas del mar (cuyo nombre científico es Thecosomata), pertenecientes al grupo de los pterópodos, unos minúsculos caracoles de mar que son capaces de nadar en el mismo (cual mariposas en el aire) gracias a unas delicadas alas (ver foto arriba) que emergen de la concha que les protege. El pequeño tamaño y la extrema delgadez, tanto de las alas como de las paredes de la concha (con espesores inferiores al diámetro de un cabello humano), es la causa fundamental de ese carácter icónico, al entenderse que son extremadamente vulnerables a dicha acidificación que acabaría disolviendo unas y otra. Aunque, como siempre, la vida real tiene más matices.

En una breve nota en Nature en el año 2003, y en el subtítulo de la misma, Caldeira y Wickett introdujeron el término acidificación para explicar el hecho de que, como consecuencia de la mayor disolución del CO2 en los océanos, el agua de los mismos iría rebajando su pH, ese número que nos dice si una disolución es ácida (menos que 7) o básica (más de 7). El agua de mar anda ahora en torno a 8.0 y es, por tanto, básica pero el hecho de que vaya disminuyendo está en el origen del término acidificación, que fue el principal causante de que me enganchara al seguimiento del cambio climático y sus implicaciones, dada la cercanía del tema con mis tareas como profesor de Química Física.

El término se convirtió enseguida en viral en la literatura científica relacionada. Incluyendo la de agencias gubernamentales como la americana NOAA (National Oceanic and Atmospheric Administration) que, poco después, nos alertaba con este documento y la gráfica que veis a continuación, de que cuando la concentración del CO2 disuelto en el mar subiera al doble de la que había en tiempos preindustriales (línea azul), el pH (línea roja) bajaría de 8,17 a 7,83.
No deja de ser algo sorprendente que esa gráfica (con precisión de dos decimales en el valor del pH) siga colgada de la web de una agencia tan prestigiosa como la NOAA, a pesar de las críticas que ha recibido por ello. La figura arranca con valores de pH en 1850, algo que la misma NOAA considera imposible conocer porque, en esa época y varias décadas después, no existían ni el concepto de pH ni instrumentos para medirlo. Y en cuanto a los valores en 2100, en el otro extremo de la gráfica, se trata de extrapolaciones muy arriesgadas, dadas las cortas series históricas de datos experimentales de las que se dispone, medidos mediante las técnicas que la Agencia establece como fiables.

Dejando de lado estos comentarios quisquillosos de un jubilata al que le gusta bucear en la literatura porque tiene tiempo para ello, lo cierto es que, en estos veinte últimos años, he ido acumulando mucha información sobre la acidificación y, paralelamente, sobre el comportamiento de nuestra sutil mariposa del mar en esos medios más “acidificados”.

Una de las cosas que he aprendido leyendo artículos como este de Nature es que, a pesar de que los esqueletos óseos de la mariposa de mar estén constituidos por carbonato cálcico, que se disolvería en el agua de mar a partir de un cierto valor de pH, la superficie de esos esqueletos en contacto directo con el mar no es carbonato cálcico. De la misma forma que la pintura exterior de un coche sirve para proteger a la estructura metálica de la carrocería frente a la corrosión ambiental, el carbonato cálcico del esqueleto de los pterópodos lleva un revestimiento orgánico superficial denominado periostracum que le protege del efecto “corrosivo” del agua de mar.

Es verdad que ese revestimiento puede dañarse por muchas razones, entre ellas el ataque de su principal enemigo, otro miembro de los pterópodos (los llamados ángeles del mar) que atrapan a las mariposas con sus tentáculos antes de inmovilizarlas y comérselas. Si el ataque falla y la mariposa escapa, puede que se lleve un recuerdo de su atacante en la delgada capa del periostracum. Esa herida puede hacer que carbonato cálcico bajo ella quede expuesto al agua de mar de bajo pH y se produzca su disolución progresiva.

Pero las mariposas del mar pueden ser minúsculas pero no por ello dejan de ser unas resistentes. En el mismo artículo de Nature arriba mencionado, se demuestra que son capaces de regenerar la capa de periostracum y restablecer así sus defensas contra el pH del medio marino. Un comportamiento que resulta fascinante en seres tan minúsculos.

La otra cuestión resulta algo más difícil de explicar pero voy a ver si lo consigo sin abusar de vuestra paciencia. Cuando el mar se acidifica y el pH se hace menor, disminuye la concentración de iones carbonato disueltos en al agua de mar, en beneficio de la formación de los iones bicarbonato. Si la formación de las conchas se entiende como la precipitación progresiva de carbonato cálcico sobre ellas, una disminución de iones carbonato en el agua implicaría que el proceso de calcificación fuera más lento y, por debajo de cierta concentración de carbonato en el agua, prácticamente inexistente. Lo que es particularmente grave en los ejemplares juveniles.

Pero aquí también la cosa es algo más complicada. La existencia de esa capa orgánica protectora de la concha o periostracum hace poco creíble que se produzca esa precipitación directa del carbonato cálcico como forma de hacer crecer las conchas. Parece que la hipótesis que se está abriendo paso es que, en realidad, es el CO2 disuelto en el agua de mar el que atraviesa ese revestimiento orgánico y una vez dentro (entre él y el esqueleto, en el llamado fluido calcificante), se transforma en bicarbonato mediante la acción de enzimas. Un complicado mecanismo posterior transforma en ese fluido los bicarbonatos en carbonatos que, en presencia de iones calcio, forman las capas de carbonato cálcico de las conchas por debajo del periostracum.

Una hipótesis que, por ahora, necesita ser confirmada en más de un extremo. Así que la Ciencia de todo esto no es, ni mucho menos, un asunto cerrado y tiene implicaciones en las que sería largo entrar. Sobre todo porque ya me he pasado un poco de las mil palabras, que suele ser mi límite para una entrada.

Y para acompañar al delicado aleteo de nuestras mariposas, un poco de música: Leonard Bernstein otra vez (se me nota el sesgo) pero, en esta ocasión, como compositor. El vals de su Divertimento para orquesta con Gustavo Dudamel dirigiendo a la Filarmónica de Berlín.

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