Formaldehído: Formol y vacunas
Hay muchos ejemplos en la historia del siglo XX que demuestran que bastan unas pocas palabras para que la población estigmatice a una sustancia química. En el caso que hoy nos ocupa, el formaldehído, basta con decir que es un “químico” (término usado inadecuadamente, diga lo que diga la Fundéu), sintético y cancerígeno para que pase de ser una herramienta útil, con una excelente hoja de servicios, a convertirse, en manos de desalmados como los que veremos al final, en una herramienta propagandística cargada de sospechas. Durante décadas, los estudiantes de Medicina aprendieron anatomía entre cadáveres conservados en formol (que es como se llama a una disolución acuosa del citado formaldehído). Era, y sigue siendo en muchos lugares, la forma más fiable de disponer de “material” que resista meses o años sin descomponerse. Esa escena romántica que a veces imaginamos, el estudiante asombrado ante la complejidad del cuerpo humano, ha convivido con algo mucho más prosaico: ojos que pican, garganta que se irrita, manos que huelen a formol incluso tras lavarse. Durante años, ello se ha asumido como parte del aprendizaje o el oficio.
Las personas que han trabajado y trabajan en servicios hospitalarios de Anatomía Patológica también conocen bien el olor y los problemas del formol. Se usa, todavía hoy, para “fijar” biopsias y piezas quirúrgicas. Fijar significa “detener el tiempo”: el formaldehído contenido en el formol reacciona con las proteínas y estabiliza el tejido, de manera que el patólogo puede luego cortarlo en láminas finísimas, teñirlo y mirarlo al microscopio. Sin eso, la muestra comenzaría a degradarse, estructuras delicadas desaparecerían y diagnósticos clave, incluidos muchos cánceres, serían mucho más difíciles o imposibles. El formol, por tanto, es una parte muy importante de la cadena que lleva del quirófano a un diagnóstico fiable.
Como hemos explicado al principio, el uso del formol no es inocuo. El formaldehído que contiene es irritante, puede causar dermatitis y existen evidencias de que, cuando se inhala en determinadas condiciones de exposición prolongada y/o concentraciones relativamente altas, puede dar lugar a ciertos cánceres de las vías respiratorias superiores. Por esa razón, la Agencia Internacional para la Investigación en el Cáncer (IARC), perteneciente a la Organización Mundial de la Salud (OMS), que evalúa el carácter cancerígeno de las sustancias y actividades, lo clasifica como cancerígeno para humanos dentro del llamado Grupo 1. Pero cuando esa clasificación llega a la gente a través de medios y redes parece que cualquier exposición, en cualquier dosis, provoca cáncer. Y en esa errónea conclusión tiene una parte de culpa la propia IARC, como ya discutimos en profundidad en una entrada reciente. La IARC advierte del peligro de una sustancia como cancerígena cuando tiene evidencias de que causa cáncer en animales y/o humanos, aunque eso ocurra bajo unas determinadas condiciones de exposición que, muchas veces, son concentraciones mucho más altas que a las que está normalmente expuesta la población general.
Para obviar ese problema, otros centros de referencia como el Instituto Federal Alemán de Evaluación del Riesgo (BfR) evalúan, además del potencial peligro de una sustancia, el riesgo de estar expuestos a ella, es decir, la probabilidad de que una sustancia sea cancerígena bajo determinadas condiciones. O dicho de otra manera, bajo mayores o menores exposiciones, tenemos una mayor o menor probabilidad (eso es precisamente el riesgo) de contraer cáncer. Y así, con esa perspectiva, diferente a la de la IARC que simplemente nos dice que el formaldehído es peligroso en términos de cáncer, el BfR tiene establecido un valor de 0,1 ppm (≈124 µg/m³) como nivel seguro para la población general respecto a la exposición crónica por inhalación ya que, por debajo de ese umbral, no se han observado efectos de irritación ni se espera un riesgo apreciable de cáncer en vías respiratorias superiores.
Merced a esa adecuada estimación del riesgo, hoy en día, en muchas Facultades de Medicina y en muchos hospitales se emplean concentraciones menores en la disolución de formaldehído en agua, se instalan mesas de disección o laboratorios con campanas de extracción para facilitar la evacuación del formaldehído, se monitoriza su concentración ambiental, se usa una protección adecuada (guantes, mascarillas) y, cuando se puede, se buscan alternativas. Aunque, por ahora, no existe el sustituto perfecto al formol de toda la vida. Cada opción tiene costos, limitaciones y efectos en la calidad del aprendizaje o del manejo de muestras. Pero el objetivo debe estar claro: usar menos, usarlo mejor, y no negar la utilidad ni ignorar el riesgo. La Ciencia, cuando funciona, suele parecerse a esto: ajustes, matices, revisiones, mejoras graduales.
Y, hablando de formaldehído y en estos tiempos que corren, la tercera pata del titular de esta entrada es inevitable y no es otra que las vacunas. En el variopinto entorno del actual Secretario de Estado de Sanidad americano, Robert F. Kennedy Jr., y en su propia larga historia de activista antivacunas, es habitual la afirmación de que “las vacunas llevan formaldehído”. Con la coletilla automática de que si es cancerígeno como dice la IARC, ¿cómo puede estar en algo que ponemos a niños pequeños?. La respuesta corta es porque la dosis importa, porque se usa con un propósito muy concreto y, sobre todo, por aquello de “dato mata relato”. La siguiente gráfica (que podéis ampliar clicando en ella) muestra la espectacular caída de los casos de poliomielitis en EEUU, tras la introducción en 1955 de la vacuna Salk, un descubrimiento conseguido gracias a un programa nacional promovido por el presidente Franklin Roosevelt, al que le diagnosticaron la enfermedad con 39 años y que pasó por ello gran parte de su vida en una silla de ruedas. Y la vacunación contra esa enfermedad ha sido fundamental en su progresiva erradicación en el resto del mundo. Como en otras enfermedades.
Pues bien, en algunos procesos de fabricación de las vacunas se emplea formaldehído para desactivar toxinas bacterianas y eliminar su capacidad de causar daño, pero conservando su propiedad de estimular una respuesta inmune. Una vez finalizado el proceso de fabricación, lo que puede quedar de formaldehído en el producto comercializado (la vacuna) son trazas, en concentraciones muy inferiores al formaldehído que nuestro propio metabolismo (incluido el de un niño) produce cada día de manera natural, ya que el formaldehído se genera, por ejemplo, cuando metabolizamos ciertos alimentos. Y ya que hablamos de alimentos, el proceso de ahumado de pescados como el salmón solo es posible gracias al formaldehído contenido en el humo. Y el bacalao puede contener, de forma natural, hasta 200 mg/kg de formaldehído.
Si reunimos estas historias —hospitales, salas de disección, vacunas— vemos un mismo patrón: Una molécula útil entra en nuestra vida tecnológica y médica. Aprendemos, con el tiempo, que tiene efectos adversos posibles. Se estudian dosis, contextos, vías de exposición. Se establecen límites, controles, sustituciones parciales. Pero, paralelamente, aparece el discurso alarmista que borra todos los matices. Y aquí es donde la divulgación tiene un papel incómodo pero necesario cual es el de defender dos ideas a la vez: Sí, hay riesgos reales que no debemos minimizar pero, también, hay beneficios importantes que justifican seguir usando la herramienta, pero de manera más segura. Así que dejaros de tonterías y vacunaros. Y vacunad a vuestros pequeños. Y cuando os vayan a hacer una biopsia, acordaros de los sanitarios que todos los días trabajan con formol. El riesgo de que contraigan un cáncer por su empleo es muy pequeño pero, gracias a su labor, se salvan muchas vidas.
Itzhak Perlman, el famoso violinista, que acaba de cumplir 80 años, fue diagnosticado de polio en 1949, cunado solo tenía cuatro años. En la foto le veis con el aparato ortopédico que llevaba de niño como consecuencia de su enfermedad. Por desgracia para él, la vacuna Salk apareció unos pocos años más tarde, cuando el daño ya estaba hecho. Eso no le ha impedido una carrera portentosa como músico. En este enlace interpreta el tema de la película La lista de Schindler, con la Filarmónica de Los Angeles bajo la batuta de Gustavo Dudamel.
Las personas que han trabajado y trabajan en servicios hospitalarios de Anatomía Patológica también conocen bien el olor y los problemas del formol. Se usa, todavía hoy, para “fijar” biopsias y piezas quirúrgicas. Fijar significa “detener el tiempo”: el formaldehído contenido en el formol reacciona con las proteínas y estabiliza el tejido, de manera que el patólogo puede luego cortarlo en láminas finísimas, teñirlo y mirarlo al microscopio. Sin eso, la muestra comenzaría a degradarse, estructuras delicadas desaparecerían y diagnósticos clave, incluidos muchos cánceres, serían mucho más difíciles o imposibles. El formol, por tanto, es una parte muy importante de la cadena que lleva del quirófano a un diagnóstico fiable.
Como hemos explicado al principio, el uso del formol no es inocuo. El formaldehído que contiene es irritante, puede causar dermatitis y existen evidencias de que, cuando se inhala en determinadas condiciones de exposición prolongada y/o concentraciones relativamente altas, puede dar lugar a ciertos cánceres de las vías respiratorias superiores. Por esa razón, la Agencia Internacional para la Investigación en el Cáncer (IARC), perteneciente a la Organización Mundial de la Salud (OMS), que evalúa el carácter cancerígeno de las sustancias y actividades, lo clasifica como cancerígeno para humanos dentro del llamado Grupo 1. Pero cuando esa clasificación llega a la gente a través de medios y redes parece que cualquier exposición, en cualquier dosis, provoca cáncer. Y en esa errónea conclusión tiene una parte de culpa la propia IARC, como ya discutimos en profundidad en una entrada reciente. La IARC advierte del peligro de una sustancia como cancerígena cuando tiene evidencias de que causa cáncer en animales y/o humanos, aunque eso ocurra bajo unas determinadas condiciones de exposición que, muchas veces, son concentraciones mucho más altas que a las que está normalmente expuesta la población general.
Para obviar ese problema, otros centros de referencia como el Instituto Federal Alemán de Evaluación del Riesgo (BfR) evalúan, además del potencial peligro de una sustancia, el riesgo de estar expuestos a ella, es decir, la probabilidad de que una sustancia sea cancerígena bajo determinadas condiciones. O dicho de otra manera, bajo mayores o menores exposiciones, tenemos una mayor o menor probabilidad (eso es precisamente el riesgo) de contraer cáncer. Y así, con esa perspectiva, diferente a la de la IARC que simplemente nos dice que el formaldehído es peligroso en términos de cáncer, el BfR tiene establecido un valor de 0,1 ppm (≈124 µg/m³) como nivel seguro para la población general respecto a la exposición crónica por inhalación ya que, por debajo de ese umbral, no se han observado efectos de irritación ni se espera un riesgo apreciable de cáncer en vías respiratorias superiores.
Merced a esa adecuada estimación del riesgo, hoy en día, en muchas Facultades de Medicina y en muchos hospitales se emplean concentraciones menores en la disolución de formaldehído en agua, se instalan mesas de disección o laboratorios con campanas de extracción para facilitar la evacuación del formaldehído, se monitoriza su concentración ambiental, se usa una protección adecuada (guantes, mascarillas) y, cuando se puede, se buscan alternativas. Aunque, por ahora, no existe el sustituto perfecto al formol de toda la vida. Cada opción tiene costos, limitaciones y efectos en la calidad del aprendizaje o del manejo de muestras. Pero el objetivo debe estar claro: usar menos, usarlo mejor, y no negar la utilidad ni ignorar el riesgo. La Ciencia, cuando funciona, suele parecerse a esto: ajustes, matices, revisiones, mejoras graduales.
Y, hablando de formaldehído y en estos tiempos que corren, la tercera pata del titular de esta entrada es inevitable y no es otra que las vacunas. En el variopinto entorno del actual Secretario de Estado de Sanidad americano, Robert F. Kennedy Jr., y en su propia larga historia de activista antivacunas, es habitual la afirmación de que “las vacunas llevan formaldehído”. Con la coletilla automática de que si es cancerígeno como dice la IARC, ¿cómo puede estar en algo que ponemos a niños pequeños?. La respuesta corta es porque la dosis importa, porque se usa con un propósito muy concreto y, sobre todo, por aquello de “dato mata relato”. La siguiente gráfica (que podéis ampliar clicando en ella) muestra la espectacular caída de los casos de poliomielitis en EEUU, tras la introducción en 1955 de la vacuna Salk, un descubrimiento conseguido gracias a un programa nacional promovido por el presidente Franklin Roosevelt, al que le diagnosticaron la enfermedad con 39 años y que pasó por ello gran parte de su vida en una silla de ruedas. Y la vacunación contra esa enfermedad ha sido fundamental en su progresiva erradicación en el resto del mundo. Como en otras enfermedades.
Pues bien, en algunos procesos de fabricación de las vacunas se emplea formaldehído para desactivar toxinas bacterianas y eliminar su capacidad de causar daño, pero conservando su propiedad de estimular una respuesta inmune. Una vez finalizado el proceso de fabricación, lo que puede quedar de formaldehído en el producto comercializado (la vacuna) son trazas, en concentraciones muy inferiores al formaldehído que nuestro propio metabolismo (incluido el de un niño) produce cada día de manera natural, ya que el formaldehído se genera, por ejemplo, cuando metabolizamos ciertos alimentos. Y ya que hablamos de alimentos, el proceso de ahumado de pescados como el salmón solo es posible gracias al formaldehído contenido en el humo. Y el bacalao puede contener, de forma natural, hasta 200 mg/kg de formaldehído.
Si reunimos estas historias —hospitales, salas de disección, vacunas— vemos un mismo patrón: Una molécula útil entra en nuestra vida tecnológica y médica. Aprendemos, con el tiempo, que tiene efectos adversos posibles. Se estudian dosis, contextos, vías de exposición. Se establecen límites, controles, sustituciones parciales. Pero, paralelamente, aparece el discurso alarmista que borra todos los matices. Y aquí es donde la divulgación tiene un papel incómodo pero necesario cual es el de defender dos ideas a la vez: Sí, hay riesgos reales que no debemos minimizar pero, también, hay beneficios importantes que justifican seguir usando la herramienta, pero de manera más segura. Así que dejaros de tonterías y vacunaros. Y vacunad a vuestros pequeños. Y cuando os vayan a hacer una biopsia, acordaros de los sanitarios que todos los días trabajan con formol. El riesgo de que contraigan un cáncer por su empleo es muy pequeño pero, gracias a su labor, se salvan muchas vidas.
Itzhak Perlman, el famoso violinista, que acaba de cumplir 80 años, fue diagnosticado de polio en 1949, cunado solo tenía cuatro años. En la foto le veis con el aparato ortopédico que llevaba de niño como consecuencia de su enfermedad. Por desgracia para él, la vacuna Salk apareció unos pocos años más tarde, cuando el daño ya estaba hecho. Eso no le ha impedido una carrera portentosa como músico. En este enlace interpreta el tema de la película La lista de Schindler, con la Filarmónica de Los Angeles bajo la batuta de Gustavo Dudamel.








