Recuerdos de celofán
En agosto estamos. Tiempo de éxodo y molicie donde los haya. Buen mes para el Buho. Apalancado en su casa donostiarra, todo parece indicar que con más fresquito (y lluvia) que en el agobiante y finiquitado mes de julio. Casi sin llamadas telefónicas ni emilios que contestar en sus matutinas jornadas en la Facultad, donde se puede dedicar a ordenar la mesa y discutir con tranquilidad con los pocos miembros del Grupo que no nos vendemos por un agosto cualquiera. Y cuando los demás vuelvan en setiembre, con ansias renovadas por cambiar la UPV/EHU y la Ciencia, desaparecerá discretamente con su chica al menos por una semana. El Blog puede que se resienta porque la calma chicha lo invade todo pero unas cuantas entradas más verán la luz durante este mes. O eso espero, que ya los temas menudean y parece que me acerco a un límite asintótico inexorable.
Los que ya disfrutamos de una edad provecta vamos ejecutando una especie de precipitación selectiva de recuerdos de nuestros años pasados. Algunos van desapareciendo con el tiempo, mientras otros se afianzan con más fuerza. Algunos que parecían perdidos parecen retomar, de repente, una fuerza inusitada como consecuencia de la acción catalítica de alguna noticia, alguna foto inesperada o algún comentario. Eso me ha pasado a mi con el celofán, aparcado en alguna recóndita esquina llena de telarañas de mi memoria.
Andaba estas noches releyendo un libro de E. S. Stevens, “Green Plastics. An Introduction to the New Science of Biodegradable Plastics” que me compré en el 2002 y que nunca me ha acabado de convencer del todo. Pero lo he usado en mis clases, se lo he dejado a estudiantes y, de vez en cuando, le doy algún tiento para ver si cambio mi opinión sobre él. De repente, en una de esas acometidas, me encuentro con una frase que seguro que he leído otras veces pero que, en esta ocasión, ha catalizado algún oculto resorte: “One well-stablished bioplastic that has survived the growth of the synthetic plastics is cellophane, a sheet material derived from cellullose”. Celofán, celofán, ahí estaba la clave.
La casa de mi abuela materna era la primera a la izquierda según se mira de frente el Ayuntamiento de Hernani en la que antes se llamó Plaza de los Gudaris Muertos (traducción literal del euskera, algo tremendo, ayatoliano) y que ahora lo han suavizado por aquello del cambio en el gobierno municipal y lo han dejado en Plaza de los Gudaris. La casa ya no existe porque la tiraron y han hecho una nueva. Falta hacía, porque creo que no se cayó durante años gracias al apoyo del propio edificio municipal y a unas losas gigantescas, herculianas, existentes en el portal y que asentaban el equilibrio del edificio entero. En el último piso, de equilibrio más metaestable, estaba el domicilio de mi abuela, una burgalesa lista como el hambre que lo mismo cocinaba como los ángeles que te preparaba un ungüento a base de petróleo que te salvaba de un herpes o de una pulmonía.
En los años que ahora recuerdo mi abuela vivía con la hermana más joven de mi madre y ambas se sacaban un sobresueldo manufacturando unas bolsitas de celofán a partir de material suministrado por la que hoy se llama Papelera de Zikuñaga y unos utensilios sencillos que consistían en una brochita y una cola cuyo olor no recuerdo y que, si lo recordara, podría ser objeto de otra entrada. La idea era sencilla. La Papelera suministraba a hernaniarras bien dispuestos unos fajos de filmes de celofán de ciertas dimensiones con los que preparar, brochita y cola en ristre, bolsitas para caramelos, garrapiñadas y todo tipo de alimentos u objetos embolsables. No me acuerdo de lo que pagaban pero intuyo que la unidad de medida andaría en los cientos o miles de bolsas finiquitadas. Y allí solía colaborar yo algunos días, sentado en una silla de enea que me ponían al efecto, ejecutando sistemáticamente una serie de movimientos que acababan configurando la bolsita en cuestión. O atando con una gomita de caucho las decenas o centenares de bolsitas que habíamos terminado en una sesión.
El celofán es, en efecto, un material polimérico derivado del tratamiento químico de uno de los polímeros naturales más extendidos, la celulosa existente en la madera de los árboles, en plantas como el algodón, así como en otros vegetales y verduras. Ya hemos mencionado varias veces a la celulosa, clasificándola como un polisacárido, de fórmula estructural idéntica a la del almidón, consistente en la repetición de muchas unidades de glucosa encadenas entre sí, pero de características muy distintas. Nuestro organismo descompone con facilidad al almidón, produciendo unidades de glucosa que nos sirven de combustible a nuestro metabolismo y que, si nos pasamos en la dosis, nos puede engordar y, en último caso, matar. La celulosa, sin embargo, es inocua en nuestro metabolismo. Entra cuando comemos verduras, fruta, cereales y sale por donde tiene que salir, sin sufrir muchas transformaciones. Eso sí, parece que contribuye a la buena salud de nuestro colon. Todo esto ya está dicho en otra entrada.
La diferencia para estos comportamientos tan dispares está en la forma en la que unidades de glucosa se unen para formar uno u otro polisacárido. La organización en el almidón es aparentemente más sencilla. Las unidades de glucosa se van encadenando unas a otras, manteniendo la simetría con respecto al plano del anillo de seis miembros que aparece en la figura. En la cadena de la celulosa, por el contrario, la situación es distinta. Si nos fijamos en las dos unidades en rojo que aparecen en la figura de abajo, es claro que la simetría con respecto al ciclo no se mantiene. En la primera de las unidades el grupo CH2OH está situado bajo el plano y en la siguiente sobre el plano.Eso confiere las peculiaridades de uno y otro polisacárico.
El hecho de que nuestro organismo asimile el almidón y no la celulosa se debe fundamentalmente a que ésta última cristaliza y esos cristales, que suponen en torno al 30 o 40% de la celulosa y que se agrupan en fibras de celulosa, no se disuelven en agua y, por tanto, no permiten la acción de enzimas que, como en el almidón, van rompiendo la molécula y produciendo las unidades libres de glucosa que nuestro organismo necesita.
El conseguir de alguna manera la disolución de esas fibras está en el origen del celofán. A finales del siglo XIX, tres científicos británicos, Cross, Bevan y Beadle consiguieron, tras múltiples pruebas, algo que han legado a la posteridad. Trataron fibras de celulosa provenientes de algodón y de madera con hidróxido sódico (sosa caústica), como forma ya conocida de atacar las fibras y al menos disgregarlas, gracias a la acción enérgica de la sosa. Posteriormente trataron el resultado con disulfuro de carbono, lo que originaba el xantato de celulosa que se va progresivamente disolviendo en la disolución acuosa de sosa. El resultado es un líquido viscoso que puede hilarse, dando lugar a lo que todavía hoy conocemos como viscosa, o puede procesarse en forma de filme, dando lugar al celofán.
A lo largo de los primeros años del siglo XX se establecieron una serie de industrias que fabricaban Celofán en diferentes puntos de Europa, hasta que en los primeros años de la postguerra española también llegaron a España. Primero en Hernani donde fue una especie de apuesta piloto de la entonces Papelera Española que, años más tarde, acabó por eliminar el negocio celofanero en esa planta. Sobre todo porque en 1949 y gracias a un consorcio entre esa papelera y la belga SIDAC, se estableció en Burgos La Cellophane Española que cerró definitivamente hace unos seis años ante la imposibilidad de seguir manteniendo el tipo ante polímeros para embalajes mucho más baratos y, también, ante lo contaminante del proceso, sobre todo por el uso del disulfuro de carbono y del ácido sulfúrico empleado en etapas intermedias. Similar suerte han corrido otras factorías hermanas como la British Cellophane Ltd, radicada en Bridgwater y cerrada el año pasado.
Pero no sé si este va a ser el final definitivo del celofán o la cosa puede reactivarse. El celofán es un material absolutamente biodegradable. De hecho, si no se procesara conjuntamente con otros aditivos puede biodegradarse en uno o dos meses. Esa biodegradabilidad manifiesta ha hecho necesario el que los filmes de celofán tengan que ser modificados para los usos a los que últimamente estaba destinado y que incluían los envases antes mencionados en alimentación o el embalaje de productos como cigarros y puros. En esa modificación ha sido bastante habitual el colocar delgadas capas superficiales de un polímero sintético, primo del PVC, el policloruro de vinilideno (PVDC), como una forma de retrasar esa biodegradabilidad y añadir además algunas otras propiedades adicionales.
Pero en la nueva era de productos ecológicos que nos espera a la vuelta de la esquina, el celofán podría ser de nuevo considerado, buscando nuevos procesos en su obtención que fueran más respetuosos con el medio ambiente, buscando tratamientos superficiales en la misma onda y aprovechando el carácter de biodegradable que, hoy en día, es un valor añadido por si mismo.
Para entonces, la mayoría de los hernaniarras que conocieron la irrupción inicial del celofán en la España de los 40 habrán desaparecido, probablemente sin haber valorado el papel que dicho material jugó en la economía de guerra de mi pueblo durante aquellos años.
Los que ya disfrutamos de una edad provecta vamos ejecutando una especie de precipitación selectiva de recuerdos de nuestros años pasados. Algunos van desapareciendo con el tiempo, mientras otros se afianzan con más fuerza. Algunos que parecían perdidos parecen retomar, de repente, una fuerza inusitada como consecuencia de la acción catalítica de alguna noticia, alguna foto inesperada o algún comentario. Eso me ha pasado a mi con el celofán, aparcado en alguna recóndita esquina llena de telarañas de mi memoria.
Andaba estas noches releyendo un libro de E. S. Stevens, “Green Plastics. An Introduction to the New Science of Biodegradable Plastics” que me compré en el 2002 y que nunca me ha acabado de convencer del todo. Pero lo he usado en mis clases, se lo he dejado a estudiantes y, de vez en cuando, le doy algún tiento para ver si cambio mi opinión sobre él. De repente, en una de esas acometidas, me encuentro con una frase que seguro que he leído otras veces pero que, en esta ocasión, ha catalizado algún oculto resorte: “One well-stablished bioplastic that has survived the growth of the synthetic plastics is cellophane, a sheet material derived from cellullose”. Celofán, celofán, ahí estaba la clave.
La casa de mi abuela materna era la primera a la izquierda según se mira de frente el Ayuntamiento de Hernani en la que antes se llamó Plaza de los Gudaris Muertos (traducción literal del euskera, algo tremendo, ayatoliano) y que ahora lo han suavizado por aquello del cambio en el gobierno municipal y lo han dejado en Plaza de los Gudaris. La casa ya no existe porque la tiraron y han hecho una nueva. Falta hacía, porque creo que no se cayó durante años gracias al apoyo del propio edificio municipal y a unas losas gigantescas, herculianas, existentes en el portal y que asentaban el equilibrio del edificio entero. En el último piso, de equilibrio más metaestable, estaba el domicilio de mi abuela, una burgalesa lista como el hambre que lo mismo cocinaba como los ángeles que te preparaba un ungüento a base de petróleo que te salvaba de un herpes o de una pulmonía.
En los años que ahora recuerdo mi abuela vivía con la hermana más joven de mi madre y ambas se sacaban un sobresueldo manufacturando unas bolsitas de celofán a partir de material suministrado por la que hoy se llama Papelera de Zikuñaga y unos utensilios sencillos que consistían en una brochita y una cola cuyo olor no recuerdo y que, si lo recordara, podría ser objeto de otra entrada. La idea era sencilla. La Papelera suministraba a hernaniarras bien dispuestos unos fajos de filmes de celofán de ciertas dimensiones con los que preparar, brochita y cola en ristre, bolsitas para caramelos, garrapiñadas y todo tipo de alimentos u objetos embolsables. No me acuerdo de lo que pagaban pero intuyo que la unidad de medida andaría en los cientos o miles de bolsas finiquitadas. Y allí solía colaborar yo algunos días, sentado en una silla de enea que me ponían al efecto, ejecutando sistemáticamente una serie de movimientos que acababan configurando la bolsita en cuestión. O atando con una gomita de caucho las decenas o centenares de bolsitas que habíamos terminado en una sesión.
El celofán es, en efecto, un material polimérico derivado del tratamiento químico de uno de los polímeros naturales más extendidos, la celulosa existente en la madera de los árboles, en plantas como el algodón, así como en otros vegetales y verduras. Ya hemos mencionado varias veces a la celulosa, clasificándola como un polisacárido, de fórmula estructural idéntica a la del almidón, consistente en la repetición de muchas unidades de glucosa encadenas entre sí, pero de características muy distintas. Nuestro organismo descompone con facilidad al almidón, produciendo unidades de glucosa que nos sirven de combustible a nuestro metabolismo y que, si nos pasamos en la dosis, nos puede engordar y, en último caso, matar. La celulosa, sin embargo, es inocua en nuestro metabolismo. Entra cuando comemos verduras, fruta, cereales y sale por donde tiene que salir, sin sufrir muchas transformaciones. Eso sí, parece que contribuye a la buena salud de nuestro colon. Todo esto ya está dicho en otra entrada.
La diferencia para estos comportamientos tan dispares está en la forma en la que unidades de glucosa se unen para formar uno u otro polisacárido. La organización en el almidón es aparentemente más sencilla. Las unidades de glucosa se van encadenando unas a otras, manteniendo la simetría con respecto al plano del anillo de seis miembros que aparece en la figura. En la cadena de la celulosa, por el contrario, la situación es distinta. Si nos fijamos en las dos unidades en rojo que aparecen en la figura de abajo, es claro que la simetría con respecto al ciclo no se mantiene. En la primera de las unidades el grupo CH2OH está situado bajo el plano y en la siguiente sobre el plano.Eso confiere las peculiaridades de uno y otro polisacárico.
El hecho de que nuestro organismo asimile el almidón y no la celulosa se debe fundamentalmente a que ésta última cristaliza y esos cristales, que suponen en torno al 30 o 40% de la celulosa y que se agrupan en fibras de celulosa, no se disuelven en agua y, por tanto, no permiten la acción de enzimas que, como en el almidón, van rompiendo la molécula y produciendo las unidades libres de glucosa que nuestro organismo necesita.
El conseguir de alguna manera la disolución de esas fibras está en el origen del celofán. A finales del siglo XIX, tres científicos británicos, Cross, Bevan y Beadle consiguieron, tras múltiples pruebas, algo que han legado a la posteridad. Trataron fibras de celulosa provenientes de algodón y de madera con hidróxido sódico (sosa caústica), como forma ya conocida de atacar las fibras y al menos disgregarlas, gracias a la acción enérgica de la sosa. Posteriormente trataron el resultado con disulfuro de carbono, lo que originaba el xantato de celulosa que se va progresivamente disolviendo en la disolución acuosa de sosa. El resultado es un líquido viscoso que puede hilarse, dando lugar a lo que todavía hoy conocemos como viscosa, o puede procesarse en forma de filme, dando lugar al celofán.
A lo largo de los primeros años del siglo XX se establecieron una serie de industrias que fabricaban Celofán en diferentes puntos de Europa, hasta que en los primeros años de la postguerra española también llegaron a España. Primero en Hernani donde fue una especie de apuesta piloto de la entonces Papelera Española que, años más tarde, acabó por eliminar el negocio celofanero en esa planta. Sobre todo porque en 1949 y gracias a un consorcio entre esa papelera y la belga SIDAC, se estableció en Burgos La Cellophane Española que cerró definitivamente hace unos seis años ante la imposibilidad de seguir manteniendo el tipo ante polímeros para embalajes mucho más baratos y, también, ante lo contaminante del proceso, sobre todo por el uso del disulfuro de carbono y del ácido sulfúrico empleado en etapas intermedias. Similar suerte han corrido otras factorías hermanas como la British Cellophane Ltd, radicada en Bridgwater y cerrada el año pasado.
Pero no sé si este va a ser el final definitivo del celofán o la cosa puede reactivarse. El celofán es un material absolutamente biodegradable. De hecho, si no se procesara conjuntamente con otros aditivos puede biodegradarse en uno o dos meses. Esa biodegradabilidad manifiesta ha hecho necesario el que los filmes de celofán tengan que ser modificados para los usos a los que últimamente estaba destinado y que incluían los envases antes mencionados en alimentación o el embalaje de productos como cigarros y puros. En esa modificación ha sido bastante habitual el colocar delgadas capas superficiales de un polímero sintético, primo del PVC, el policloruro de vinilideno (PVDC), como una forma de retrasar esa biodegradabilidad y añadir además algunas otras propiedades adicionales.
Pero en la nueva era de productos ecológicos que nos espera a la vuelta de la esquina, el celofán podría ser de nuevo considerado, buscando nuevos procesos en su obtención que fueran más respetuosos con el medio ambiente, buscando tratamientos superficiales en la misma onda y aprovechando el carácter de biodegradable que, hoy en día, es un valor añadido por si mismo.
Para entonces, la mayoría de los hernaniarras que conocieron la irrupción inicial del celofán en la España de los 40 habrán desaparecido, probablemente sin haber valorado el papel que dicho material jugó en la economía de guerra de mi pueblo durante aquellos años.
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