El volcán Pinatubo y su amigo el Nobel de Química
Parece que el verano se acaba. Si la cosa se pone fea en cuanto a horas de insolación y a temperatura ambiente, mi casa se convierte en un horno. Y mi Facultad en una sauna, que ya quisiera yo saber las razones profundas de esta segunda evidencia. Pero, por este año, parece que no vamos a sufrir nuevos agobios como los de la segunda quincena de julio. Ni nos van a asustar con más alertas de Instituto Nacional de Meteorología. Ni se van a morir más viejos por el calor, algo que, como mi admirado Miguel Delibes padre dice, está por demostrar, ya que él mantiene que los viejos más que de calor se mueren de aburrimiento. El caso es que ya se ha convertido en una constante del verano el asunto del calentamiento global, el cambio climático, la sequía (pertinaz sequía se decía en tiempos de Franco, así que también entonces andaban preocupados) y todas las demás derivadas del llamado efecto invernadero.
El efecto invernadero es, en principio, un efecto natural que ayuda a que los humanos tengamos, en amplias regiones de la tierra, temperaturas agradables para vivir. En ese efecto, que ahora explicaremos en más detalle, gases que se encuentran en la atmósfera como el CO2, el agua o el metano CH4, que se generan en muchos procesos en los que no interviene la actividad humana (respiración de los animales, actividad volcánica, evaporación del agua de mar, etc.), provocan que nuestro amado planeta esté a una temperatura media global de unos 15º C. Si esos gases no estuvieran en la atmósfera, la temperatura media de la tierra sería -18ºC, así que en algunas zonas de la misma se sobrepasarían los -70.
El fundamento del efecto invernadero es bastante fácil de explicar. Nuestra fuente de calor es la luz del sol, luz que nos llega a la superficie de la tierra como conjunto de una serie de “luces” que conocemos como ultravioleta, visible o infrarrojas. Para nosotros la más obvia es la visible que es la que impresiona nuestras retinas. A su vez, la luz visible es un conjunto de luces monocromáticas como puede comprobarse en el arco iris, en el que gracias al agua de lluvia la luz visible se descompone en sus siete “luces” de diferentes colores. También nos afectan las ultravioletas, que llevan mucha más energía acumulada y que puedan dañar seriamente nuestra piel en exposiciones prolongadas y sin protección. Las luces infrarrojas son menos importantes para nosotros, pero volveremos sobre ellas más adelante.
De todo ese espectro de luz solar que viaja desde el Astro Rey a la Tierra, un 26% no llega a ella al ser reflejada o desviada por nubes y otras partículas atmosféricas en suspensión. Otro 19% es absorbido por nubes y gases como el ozono que lo emplean para diversos procesos físicos y químicos, gastando la energía mencionada. El 55% restante llega a la superficie terrestre aunque un 4% es reflejada por la propia Tierra y devuelta al espacio exterior. Así que nos queda más de la mitad de energía en forma de luz solar para estar calentitos, evaporar agua de mares y ríos, fundir el hielo de las cumbres y casquetes polares y contribuir al proceso denominado fotosíntesis, llevado a cabo por las plantas y en el que a partir de CO2, agua y la energía de la luz se genera glucosa y oxígeno, proceso importantísimo para el asunto del calentamiento global y sobre el que volveremos.
El calentamiento provocado por la luz del sol en la Tierra convierte a ésta en un foco de irradiación de calor. Aunque no es obvio para mucha gente, esa energía que irradia la Tierra caliente es una forma de luz infrarroja. Para los que no se lo crean, basta que recuerden los sensores infrarrojos que se utilizan para detectar personas sobre la base de la temperatura a la que están. O mapas como el que se ve en la cabecera en el que diferentes colores indican diferentes temperaturas. En definitiva, de la Tierra sale, en todas las direcciones radiación infrarroja. Sin embargo la mayor parte no llega al espacio externo, sino que es absorbida por los gases que hemos mencionado al principio (agua, metano, anhídrido carbónico), calentándose y reenviando ese calor en todas las direcciones, llegando fundamentalmente a la superficie terrestre. Nuestra atmósfera es, por tanto, una especie de techo de un invernadero que impide que esa radiación desaparezca en el Universo. Si no existieran esos gases, la radiación se escaparía y sería imposible alcanzar en la Tierra las temperaturas que disfrutamos.
Así que el “efecto invernadero” es una fuente de confort para nuestra vida. ¿Dónde está entonces el problema?. El asunto es que la concentración de esos gases, y de otros que no se generan de forma natural, se ha ido incrementando en nuestra atmósfera desde el comienzo de la Revolución Industrial. El CO2, por ejemplo ha pasado de 280 ppm en el siglo XVIII a los casi 400 actuales como consecuencia sobre todo de la combustión de carbón y derivados del petróleo en medios de transporte, factorías, calefacciones, etc.. Se han incorporado nuevos gases a la atmósfera como consecuencia de nuestras actividades, como los óxidos de nitrógeno, que también surgen de muchos procesos de combustión y como consecuencia del uso de abonos nitrogenados en forma intensiva. O los clorofluorocarbonos, ahora en declive, gracias al Protocolo de Montreal (1987) que implicó un compromiso para su eliminación, recuperando así la capa de ozono. O el metano, que ha crecido un 150% en el mismo período de tiempo. Aquí el origen de ese crecimiento no es estrictamente achacable a actividades industriales sino a procesos agrícolas. Está perfectamente demostrado que una parte sustancial de ese crecimiento del contenido en metano proviene de la proliferación de arrozales en China e India, fundamentalmente. Los campos de arroz, con extensiones de agua en calma y la acumulación de materia orgánica que se degrada en ella, provocan la generación de grandes cantidades de metano.
Todos estos aumentos en la cantidad de gases “invernadero” son, para los científicos, los causantes de un calentamiento global observado desde finales del siglo XIX y que la NASA estimaba en una media de 0.6ºC para el período 1880-2002. Algunas predicciones para la mitad del siglo XXI estiman que la temperatura global puede ser entre uno y tres grados superior a la actual. No todo el mundo tiene claro lo que eso pueda originar. Por ejemplo, hay modelos que tienen en cuenta que el calentamiento global podría generar una mayor evaporación de agua de mares y ríos, con lo que la masa nubosa se incrementaría y la cantidad de energía radiante que llegara a la Tierra pudiera disminuir sustancialmente, compensando en parte el calentamiento debido al efecto invernadero. Pero hay además efectos que pueden escapar al actual análisis del problema. La Agencia Espacial Europea (ESA) dedicaba hace poco su 'imagen de la semana' a la tomada por el satélite Envisat el pasado 7 de agosto, a una zona de Siberia, que se extiende por el norte hasta el océano Artico y hasta Kazajistán, Mongolia y China por el sur, zona que atraviesa el río Yenisei, el quinto río más largo del mundo, con 4.023 kilómetros de recorrido.
Esta zona de Siberia, que se ha calentado tres grados en los últimos 40 años, alberga los depósitos más grandes del mundo de turba, un suelo esponjoso y húmedo compuesto principalmente por vegetación en descomposición y que ahora, por primera vez en 11.000 años, ha comenzado a descongelarse. Los depósitos contienen miles de millones de toneladas de gases de efecto invernadero, como el metano y el dióxido de carbono, que se emitirán a la atmósfera si acaban descongelándose, lo que contribuirá, notablemente, según la ESA al calentamiento global del planeta.
El caso es que la Ciencia y los Gobiernos empiezan a tomarse en serio el problema y a buscar soluciones paliativas. Una disminución en las emisiones de los gases invernadero es una de las soluciones. Una economía basada en energías alternativas como el hidrógeno, la fotovoltaica, la eólica, etc. es una de las estrategias posibles. El secuestro del CO2, como gas mayoritario en el efecto invernadero es otra posibilidad. Se están ensayando diversas alternativas, aunque no hay que olvidar que una de las que más a mano tenemos es no deforestar la Tierra, permitiendo que las plantas realicen su fotosíntesis y nos conviertan el CO2 en saludable oxígeno.
Pero hay quien ha pensado en soluciones más drásticas. En 1991, el volcán Pinatubo en las Filipinas entró en un período de actividad importante, convirtiéndose en una especie de aerosol gigantesco que inyectó cantidades masivas de gases y partículas en la atmósfera, llegando hasta la estratosfera e impidiendo la llegada de la luz del Sol a muchas regiones durante extensos períodos de tiempo. La temperatura global de la Tierra disminuyó en más de medio grado en los dos años subsiguientes a la erupción principal, volviendo a retomar posteriormente el ascenso. En ese período de tiempo, la concentración de CO2 disminuyó, sin que esté muy claro por qué. Unos hablan de que al bajar la temperatura global, la actividad de fotosíntesis disminuye. Sin embargo, otros han mostrado que el aumento de nubosidad provoca un aumento en los procesos de fotosíntesis. Ambos procesos se excluyen mutuamente, así que la cosa se complica.
Pero en lo que parecen estar de acuerdo muchos científicos, y Pinatubo parece haberlo confirmado, es que el calentamiento global hubiera sido mucho más importante si no fuera por el incremento de partículas, inyectadas en la atmósfera en forma de aerosoles; que nuestra propia actividad industrial ha generado. Partículas polvo, sal marina, humo, carbón y sobre todo sulfato amónico, generado por reacción de anhídrido sulfuroso y amoníaco. Estas partículas contribuyen a reenviar al espacio exterior una parte de la energía radiante del sol que, de esa forma, no llega a la superficie y no puede participar del posterior efecto invernadero.
En un artículo publicado en el número de agosto de la revista Climatic Change, el Premio Nobel de Química 1995, Paul J. Crutzen propone una radical estrategia frente al calentamiento global, basado en la experiencia del volcán Pinotubo. Crutzer estima que la erupción del volcán filipino inyectó en la atmósfera del orden de 6 billones (americanos) de kilos de azufre que transformados en los aerosoles de sulfato produjeron el descenso de temperatura mencionado. Crutzer propone inyectar en la estratosfera compuestos de azufre como el anhídrido sulfuroso o el ácido sulfhídrico (horror, el de los huevos fétidos que comprábamos de chavales en Krinda, el rey de las fiestas, al lado de mi casa). O, lanza la hipótesis de que quizás la Santa Química y los químicos sean capaces de generar moléculas con azufre adecuadas a la estrategia de producir aerosoles de sulfato.
La idea de Crutzer tiene toda la pinta de generar una gran controversia en medios científicos. Por de pronto, el editor de Climate Change ha propuesto un panel de media docena de autores que elaboren próximos artículos sobre la propuesta. Continuará.
El efecto invernadero es, en principio, un efecto natural que ayuda a que los humanos tengamos, en amplias regiones de la tierra, temperaturas agradables para vivir. En ese efecto, que ahora explicaremos en más detalle, gases que se encuentran en la atmósfera como el CO2, el agua o el metano CH4, que se generan en muchos procesos en los que no interviene la actividad humana (respiración de los animales, actividad volcánica, evaporación del agua de mar, etc.), provocan que nuestro amado planeta esté a una temperatura media global de unos 15º C. Si esos gases no estuvieran en la atmósfera, la temperatura media de la tierra sería -18ºC, así que en algunas zonas de la misma se sobrepasarían los -70.
El fundamento del efecto invernadero es bastante fácil de explicar. Nuestra fuente de calor es la luz del sol, luz que nos llega a la superficie de la tierra como conjunto de una serie de “luces” que conocemos como ultravioleta, visible o infrarrojas. Para nosotros la más obvia es la visible que es la que impresiona nuestras retinas. A su vez, la luz visible es un conjunto de luces monocromáticas como puede comprobarse en el arco iris, en el que gracias al agua de lluvia la luz visible se descompone en sus siete “luces” de diferentes colores. También nos afectan las ultravioletas, que llevan mucha más energía acumulada y que puedan dañar seriamente nuestra piel en exposiciones prolongadas y sin protección. Las luces infrarrojas son menos importantes para nosotros, pero volveremos sobre ellas más adelante.
De todo ese espectro de luz solar que viaja desde el Astro Rey a la Tierra, un 26% no llega a ella al ser reflejada o desviada por nubes y otras partículas atmosféricas en suspensión. Otro 19% es absorbido por nubes y gases como el ozono que lo emplean para diversos procesos físicos y químicos, gastando la energía mencionada. El 55% restante llega a la superficie terrestre aunque un 4% es reflejada por la propia Tierra y devuelta al espacio exterior. Así que nos queda más de la mitad de energía en forma de luz solar para estar calentitos, evaporar agua de mares y ríos, fundir el hielo de las cumbres y casquetes polares y contribuir al proceso denominado fotosíntesis, llevado a cabo por las plantas y en el que a partir de CO2, agua y la energía de la luz se genera glucosa y oxígeno, proceso importantísimo para el asunto del calentamiento global y sobre el que volveremos.
El calentamiento provocado por la luz del sol en la Tierra convierte a ésta en un foco de irradiación de calor. Aunque no es obvio para mucha gente, esa energía que irradia la Tierra caliente es una forma de luz infrarroja. Para los que no se lo crean, basta que recuerden los sensores infrarrojos que se utilizan para detectar personas sobre la base de la temperatura a la que están. O mapas como el que se ve en la cabecera en el que diferentes colores indican diferentes temperaturas. En definitiva, de la Tierra sale, en todas las direcciones radiación infrarroja. Sin embargo la mayor parte no llega al espacio externo, sino que es absorbida por los gases que hemos mencionado al principio (agua, metano, anhídrido carbónico), calentándose y reenviando ese calor en todas las direcciones, llegando fundamentalmente a la superficie terrestre. Nuestra atmósfera es, por tanto, una especie de techo de un invernadero que impide que esa radiación desaparezca en el Universo. Si no existieran esos gases, la radiación se escaparía y sería imposible alcanzar en la Tierra las temperaturas que disfrutamos.
Así que el “efecto invernadero” es una fuente de confort para nuestra vida. ¿Dónde está entonces el problema?. El asunto es que la concentración de esos gases, y de otros que no se generan de forma natural, se ha ido incrementando en nuestra atmósfera desde el comienzo de la Revolución Industrial. El CO2, por ejemplo ha pasado de 280 ppm en el siglo XVIII a los casi 400 actuales como consecuencia sobre todo de la combustión de carbón y derivados del petróleo en medios de transporte, factorías, calefacciones, etc.. Se han incorporado nuevos gases a la atmósfera como consecuencia de nuestras actividades, como los óxidos de nitrógeno, que también surgen de muchos procesos de combustión y como consecuencia del uso de abonos nitrogenados en forma intensiva. O los clorofluorocarbonos, ahora en declive, gracias al Protocolo de Montreal (1987) que implicó un compromiso para su eliminación, recuperando así la capa de ozono. O el metano, que ha crecido un 150% en el mismo período de tiempo. Aquí el origen de ese crecimiento no es estrictamente achacable a actividades industriales sino a procesos agrícolas. Está perfectamente demostrado que una parte sustancial de ese crecimiento del contenido en metano proviene de la proliferación de arrozales en China e India, fundamentalmente. Los campos de arroz, con extensiones de agua en calma y la acumulación de materia orgánica que se degrada en ella, provocan la generación de grandes cantidades de metano.
Todos estos aumentos en la cantidad de gases “invernadero” son, para los científicos, los causantes de un calentamiento global observado desde finales del siglo XIX y que la NASA estimaba en una media de 0.6ºC para el período 1880-2002. Algunas predicciones para la mitad del siglo XXI estiman que la temperatura global puede ser entre uno y tres grados superior a la actual. No todo el mundo tiene claro lo que eso pueda originar. Por ejemplo, hay modelos que tienen en cuenta que el calentamiento global podría generar una mayor evaporación de agua de mares y ríos, con lo que la masa nubosa se incrementaría y la cantidad de energía radiante que llegara a la Tierra pudiera disminuir sustancialmente, compensando en parte el calentamiento debido al efecto invernadero. Pero hay además efectos que pueden escapar al actual análisis del problema. La Agencia Espacial Europea (ESA) dedicaba hace poco su 'imagen de la semana' a la tomada por el satélite Envisat el pasado 7 de agosto, a una zona de Siberia, que se extiende por el norte hasta el océano Artico y hasta Kazajistán, Mongolia y China por el sur, zona que atraviesa el río Yenisei, el quinto río más largo del mundo, con 4.023 kilómetros de recorrido.
Esta zona de Siberia, que se ha calentado tres grados en los últimos 40 años, alberga los depósitos más grandes del mundo de turba, un suelo esponjoso y húmedo compuesto principalmente por vegetación en descomposición y que ahora, por primera vez en 11.000 años, ha comenzado a descongelarse. Los depósitos contienen miles de millones de toneladas de gases de efecto invernadero, como el metano y el dióxido de carbono, que se emitirán a la atmósfera si acaban descongelándose, lo que contribuirá, notablemente, según la ESA al calentamiento global del planeta.
El caso es que la Ciencia y los Gobiernos empiezan a tomarse en serio el problema y a buscar soluciones paliativas. Una disminución en las emisiones de los gases invernadero es una de las soluciones. Una economía basada en energías alternativas como el hidrógeno, la fotovoltaica, la eólica, etc. es una de las estrategias posibles. El secuestro del CO2, como gas mayoritario en el efecto invernadero es otra posibilidad. Se están ensayando diversas alternativas, aunque no hay que olvidar que una de las que más a mano tenemos es no deforestar la Tierra, permitiendo que las plantas realicen su fotosíntesis y nos conviertan el CO2 en saludable oxígeno.
Pero hay quien ha pensado en soluciones más drásticas. En 1991, el volcán Pinatubo en las Filipinas entró en un período de actividad importante, convirtiéndose en una especie de aerosol gigantesco que inyectó cantidades masivas de gases y partículas en la atmósfera, llegando hasta la estratosfera e impidiendo la llegada de la luz del Sol a muchas regiones durante extensos períodos de tiempo. La temperatura global de la Tierra disminuyó en más de medio grado en los dos años subsiguientes a la erupción principal, volviendo a retomar posteriormente el ascenso. En ese período de tiempo, la concentración de CO2 disminuyó, sin que esté muy claro por qué. Unos hablan de que al bajar la temperatura global, la actividad de fotosíntesis disminuye. Sin embargo, otros han mostrado que el aumento de nubosidad provoca un aumento en los procesos de fotosíntesis. Ambos procesos se excluyen mutuamente, así que la cosa se complica.
Pero en lo que parecen estar de acuerdo muchos científicos, y Pinatubo parece haberlo confirmado, es que el calentamiento global hubiera sido mucho más importante si no fuera por el incremento de partículas, inyectadas en la atmósfera en forma de aerosoles; que nuestra propia actividad industrial ha generado. Partículas polvo, sal marina, humo, carbón y sobre todo sulfato amónico, generado por reacción de anhídrido sulfuroso y amoníaco. Estas partículas contribuyen a reenviar al espacio exterior una parte de la energía radiante del sol que, de esa forma, no llega a la superficie y no puede participar del posterior efecto invernadero.
En un artículo publicado en el número de agosto de la revista Climatic Change, el Premio Nobel de Química 1995, Paul J. Crutzen propone una radical estrategia frente al calentamiento global, basado en la experiencia del volcán Pinotubo. Crutzer estima que la erupción del volcán filipino inyectó en la atmósfera del orden de 6 billones (americanos) de kilos de azufre que transformados en los aerosoles de sulfato produjeron el descenso de temperatura mencionado. Crutzer propone inyectar en la estratosfera compuestos de azufre como el anhídrido sulfuroso o el ácido sulfhídrico (horror, el de los huevos fétidos que comprábamos de chavales en Krinda, el rey de las fiestas, al lado de mi casa). O, lanza la hipótesis de que quizás la Santa Química y los químicos sean capaces de generar moléculas con azufre adecuadas a la estrategia de producir aerosoles de sulfato.
La idea de Crutzer tiene toda la pinta de generar una gran controversia en medios científicos. Por de pronto, el editor de Climate Change ha propuesto un panel de media docena de autores que elaboren próximos artículos sobre la propuesta. Continuará.
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