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En una entrada de setiembre de 2011 creo que dejé razonablemente claro lo cuidadoso que hay que ser a la hora de manejar conceptos como biodegradable, biocompatible o compostable en el mundo de los plásticos de consumo general (bolsas, botellas, filmes, etc.). El que quiera profundizar en esas ideas puede releerse esa entrada, que acababa haciendo una ligera mención a un auténtico outsider en este mundillo, un plástico desarrollado por BASF y vendido comercialmente como Ecoflex, un polímero de origen petroquímico (no bio) y que, sin embargo, es absolutamente compostable y, por tanto, biodegradable en una escala de tiempos que otros vendidos como "bio" no cumplen.
La historia del desarrollo del Ecoflex es un interesante caso sobre lo complicado que puede ser poner algo en el mercado. Diversos hechos de carácter político, económico o medioambiental confluyeron simultáneamente en los años 90 y estimularon la investigación y el desarrollo de plásticos biodegradables. La imposibilidad de seguir aumentado los vertederos, el hecho de que los Verdes entraran en el Bundestag alemán y las normativas que fueron apareciendo, tanto en el propio ámbito alemán como europeo, hicieron que BASF considerase la posibilidad de desarrollar un plástico respetuoso con el medio ambiente y que sustituyera al polietileno de las bolsas de basura de toda la vida.
La cosa no era fácil, dados los sucesivos fracasos de similares intentos realizados por diversas empresas desde comienzos de los setenta. En unos casos por tratar de poner en el mercado productos difíciles de transformar en objetos útiles con las máquinas de transformación habituales. En otros, porque los productos comercializados no eran realmente compostables, en el sentido de que, en las condiciones normales de las plantas de compostaje, generaran solo CO2, agua y biomasa gracias al concurso de microrganismos.
El objetivo de conseguir un plástico de ese tipo se cumplió gracias a una colaboración entre los científicos de BASF y un Instituto denominado GBF de la Universidad de Braunschweig en el centro de Alemania. En realidad era un Instituto de Biología Molecular que había derivado hacia el estudio de los fenómenos de fermentación y degradación. Algo más tarde, otro grupo del mismo Instituto, liderado por Rolf-Joachim Müller, comenzó a estudiar los fenómenos de degradación de polímeros, tanto sintéticos como naturales y, algo más tarde, empezaron a publicar, en buenas revistas, datos sobre la síntesis de polímeros que se degradaban correctamente en medios microbianos. Para no daros más la matraca con cosas para especialistas, la colaboración culminó en la preparación de una serie de plásticos que, en sus largas cadenas, tenían unidades de tereftalato de butileno y adipato de butileno. Jugando con las proporciones de uno y otro es posible llegar a un compromiso en el que la compostabilidad y las propiedades mecánicas se ajustaran a lo deseado. Y así, en 1997, Ecoflex apareció en el mercado como una alternativa a las bolsas de basura convencionales con la idea de acabar su ciclo en las instalaciones de compostaje que cada vez empezaban a ser más frecuentes en países como Austria y Alemania.
Sin embargo, la cosa fue más complicada de lo previsto y las ilusiones de BASF se vieron truncadas cuando se fue conociendo que los ciudadanos no eran tan disciplinados como se pensaba a la hora de colectar la fracción compostable. Como consecuencia de ello, los técnicos que manejaban las plantas de compostaje se veían obligados a eliminar de su "materia prima" todo tipo de materiales como metales, vidro y también diversos envases como botellas o bolsas, fabricadas a base de plásticos diferentes al Ecoflex y no compostables.
Para eliminar esta fracción plástica, generalmente de baja densidad, el método convencional era emplear grandes ventiladores que los expulsara de la masa del compost. Pero los ventiladores no eran capaces de separar selectivamente Ecoflex de los otros plásticos no biodegradables y, todos ellos, acababan en plantas de reciclado de plásticos, donde los contenidos en Ecoflex eran además un problema, dadas sus diferencias de propiedades con los plásticos convencionales. Así que el gozo de BASF en un pozo y hubo que buscarle nuevos nichos en el mercado, como el de los plásticos con los que se protegen los retoños de plantas, cuando se pueblan con ellos jardines y bordes de carreteras. O hubo que entrar en el entonces incipiente mercado de agricultura "orgánica", donde un envase absolutamente compostable era un plus pagable en el marketing de este tipo de negocio.
Solo ahora, cuando las pobres bolsas de polietileno parecen haber caído definitivamente en desgracia y cuando la recogida selectiva ha ido ganado adeptos en lo relativo al uso del quinto contenedor, BASF vislumbra nuevas opciones de negocio para su Ecoflex. De hecho, he escrito este post motivado porque análisis realizados en un trabajo de Fin de Grado de un estudiante, me ha mostrado que las bolsas que se reparten en Gipuzkoa a los usuarios del quinto contenedor (el marrón para la materia orgánica) tienen una estructura similar a la del Ecoflex, aunque llevan también algo de almidón, un polímero natural también compostable.
Pero han pasado casi veinte años desde la puesta en el mercado de nuestro amigo.
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El agua que sale por mi grifo es un tanto particular. Para empezar viene del embalse del Añarbe, un enclave casi idílico situado en la misma frontera entre tierras navarras y guipuzcoanas. De hecho, esa frontera está dibujada a través de las aguas del embalse a lo largo de una dilatada extensión. En esa misma región fronteriza hay otros pantanos más pequeños porque esa zona geográfica es también muy particular en lo que a pluviometría se refiere. Por esa razón, hace años, muchos municipios importantes próximos a Donosti apostaron por suministrarse de agua de esa zona y constituyeron la llamada Mancomunidad del Añarbe. Mi padre anduvo metido en echar a andar esa Mancomunidad cuando era alcalde de Hernani porque, entre otras cosas, conocía muy bien ese territorio del que, a través de pequeñas centrales eléctricas, suministraba electridad a la empresa que dirigía.
El embalse es un perfecto reservorio, alejado de cualquier contaminación acuosa o atmosférica, en una zona de geología muy particular que hace que el agua que naturalmente se recoge en él sea de una mineralización extremadamente baja. Tan es así que, cuando veo los análisis que hace el laboratorio de la Mancomunidad que dirige mi antigua estudiante Itziar Larumbe, no puedo sino carcajearme de algunas de las cosas que nos cuenta el marketing perverso de las compañías de agua embotellada. Y así, un agua relativamente próxima a mis dominios, el Agua de Insalus, dice en su etiqueta que está "recomendada para dietas bajas en sodio". Va uno donde aparece el análisis pertinente y se encuentra con que su contenido en sodio es de 11,4 mg/L. En contrapartida, los análisis del Laboratorio de Itziar, demuestran que el agua del Añarbe contiene solo 4,62 mg/L, dos veces y media menos.
El Agua Fontvella siempre se nos ha vendido como "agua ligera", lo que viene a ser sinónimo de un agua de "baja mineralización" o, lo que es lo mismo, un agua con bajo contenido en sales disueltas. Todas las aguas llevan diversas sales disueltas y la forma de evaluar la concentración de las mismas de una manera global es medir la conductividad del agua que las contiene. A más conductividad más contenido en iones o sales disueltas. Pues bien, la conductividad del agua del Añarbe es de 63 microSiemens/cm mientras que la del "agua ligera" catalana es de 280, casi cuatro veces y media más.
Y otro dato interesante: el contenido en flúor. El asunto del flúor ha sido conflictivo desde que, en los años cuarenta, se empezaron a fluorar las aguas potables, algo que os contaba en el reciente post sobre la historia de la relación entre el flúor y las caries. Si hacéis una búsqueda en internet, constataréis que frente a importantes organizaciones que se ocupan de la salud dental y que hablan de la fluoración del agua como uno de los grandes logros del siglo XX, hay una mayoría de páginas colgadas por organizaciones antiflúor, con argumentos como los que véis en la figura que ilustra esta entrada. No voy a perder mucho tiempo con los argumentos de la misma. Baste decir que, en el ámbito americano y en plena guerra fría, se entendía el flúor como una herramienta de los rusos para acabar con los yankis. Y, más recientemente, se ha empleado de forma profusa un argumento no reflejado en esa figura, el que se opone a la fluoración del agua potable porque se entiende que es un "tratamiento médico" impuesto por los gobiernos sin consultar a los ciudadanos. La cosa, manejada hace algún tiempo por la organización radical John Birch Society, tiene un tufillo parecido a lo de oponerse a la vacunación obligatoria que, tal y como estamos, me pone de los nervios.
Pues bien, el agua de nuestro Añarbe tiene un contenido en flúor del orden de unos 0,8 mg/L, mientras que otra agua clásica, el agua de Vichy, por anda por 8 mg/L, diez veces más (además de ser radioactiva como en su día nos explicó el Prof. Mans). Eso si, se trata de un agua "natural", proveniente de un manantial secular mientras que el poco flúor del Añarbe se lo ponen unos operarios de la Estación de Tratamiento de Agua Potable (ETAP) correspondiente, por medio de una sustancia que se llama ácido fluorosilícico, en una concentración (baja) que está dentro de lo establecido por la Comunidad Europea como estrategia preventiva contra la caries. Sólo con esa diferencia, para muchos de los que me rodean, el flúor del Añarbe es malo por no ser "natural" y la concentración más elevada de las "naturales" es un quítame esas pajas que no tiene importancia alguna.
En muchas de las páginas antiflúor se emplea como argumento una gráfica como esta. Contiene datos de cómo ha ido decayendo la incidencia de las caries en niños de hasta 12 años en países que, desde los setenta, han fluorado o no el suministro de agua a sus ciudades. Como puede verse las tendencias son algo distintas pero, con independencia de que se haya fluorado o no, todas ellas tienden a un índice de caries muy bajo y similar. El argumento parece de cajón de sastre. ¿Para qué fluorar si se han conseguido los mismos resultados sin fluorar?.
Pero ese argumento tiene truco y no es difícil de explicar. "Casualmente", en los años setenta y en la mayoría de los países occidentales se empezaron a comercializar las pastas de dientes fluoradas. Basta con que le eches un ojo a tu tubo de pasta para comprobar que, en la mayoría de los casos (hay también pastas SIN Flúor, en esa moda SIN que nos invade), tienen alrededor de un 0,3% de fluoruro sódico, con lo que diariamente estamos aplicando el flúor de forma tópica a nuestros dientes. Con ello, transformamos la hidroxiapatita del esmalte en fluoroapatita, mucho más resistente a los microorganismos que atacan ese esmalte y facilitan las caries. Además, en esos mismos países y desde esos años, ha habido planes sanitarios específicos para la salud dental de los niños, con visitas periódicas a los dentistas, etc. que han facilitado esa buena salud dental de nuestros infantes.
Pero hay múltiples pruebas de que en aquellos países en los que las condiciones de higiene oral son pobres, los estilos de vida son propensos a una alta incidencia de caries y/o donde el acceso a planes públicos de higiene bucal de los niños son restringidos (vamos, sitios donde siempre pasan frío los mismos), la fluoración del agua potable ha demostrado ser una eficaz y barata medida de salud pública. El caso más citado es el ya mencionado de Grand Rapids, en Michigan, donde en 1945 empezaron a añadir 1 miligramo por litro de fluoruro sódico al agua de sus grifos y realizaron un seguimiento a lo largo de más de diez años de las caries de una población de casi 30.000 niños. El índice de caries descendió en un 70% tras la implantación de la medida.
Asi que, ¿debemos seguir fluorando?. El debate está ahora mismo encima de la mesa en el País Vasco, una de las CCAA que sigue fluorando, aunque otras (algunas próximas como Navarra) no lo hagan y tengan índices de caries similares. Hay un Grupo de Trabajo al respecto promovido por el Gobierno Vasco y, este año, uno de los Cursos de Verano de la UPV/EHU ha estado dedicado al respecto. Mi opinión personal, sin rebajar un ápice mi cabreo con lo que se lee en internet en contra de la fluoración, es que esta puede suspenderse en una Comunidad como en la que vivo. Hay en funcionamiento un Programa de Asistencia Dental Infantil (PADI) desde finales de los 80 que ha dado excelentes resultados. Por otro lado, los compuestos que se emplean para fluorar el agua tienen algunos riesgos medioambientales y son algo molestos de emplear en las Estaciones de Tratamiento de Agua Potable (ETAP).
En cualquier caso, el flúor seguirá ahí ejerciendo su beneficioso papel vía su presencia en pastas dentífricas. Es cierto que se están detectando en la chavalería niveles algo crecientes de fluorosis, unas manchas que aparecen en los dientes cuando las concentraciones de flúor son algo elevadas (recordad que así se descubrió el efecto del flúor), pero la mejor manera de prevenirla es no dejar que los niños usen mucha pasta en sus cepillos (algo que les encanta) y, sobre todo, procurar que no se la traguen.
Y, tras eliminar la fluoración, el agua de mi grifo aún tendrá una mineralización más baja. No creo que por ello nos rebajen el precio, porque ciertamente es ridículo. Un metro cúbico (mil litros) de agua del Añarbe me cuesta menos de 0,37€. Por ese precio, pocas botellas de litro y medio de agua embotellada podéis conseguir en el súper, así que estáis pagando por el agua 600 o 700 veces lo que cuesta la de grifo. Un agua muy particular....
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Me imagino que, a estas alturas de la película, habréis hecho múltiples chistes sobre las salchichas, las chuletas o el bacon de vuestra dieta; si tenéis cuenta en redes sociales estaréis hasta el gorro de recibir comentarios al respecto pero, tranquilos, el Búho no va a insistir en la noticia de las carnes procesadas y el cáncer. Solo que, de la cantidad de información que yo también he recibido, hay un dato muy tangencial que ha llamado mi atención y que me va a dar pie para contaros otra historieta sobre el origen de uno de los plásticos más conocidos, el Nylon (o nailon) 6.
Como probablemente sepáis, el origen de la noticia de la carne es la Organización Mundial de la Salud (OMS o WHO en sus siglas inglesas), a través de uno de sus Grupos de investigación, la International Agency for Research on Cancer (IARC), que es la que ha acabado por incluir a las carnes de marras en el Grupo 1 de su clasificación de sustancias cancerígenas. En ese Grupo se incluyen 108 sustancias "cancerígenas para los humanos". Luego hay un Grupo 2A con 75 sustancias "probablemente cancerígenas para los humanos" y un Grupo 2B con 288 "posiblemente cancerígenas para los humanos" (no me digáis que lo de los matices no tiene su guasa). 503 más están encuadradas en un Grupo 3, "no clasificables en lo relativo a su efecto cancerígeno en humanos" y.......finalmente, existe un Grupo 4 en el que solo hay UNA sustancia "probablemente no cancerígena para los humanos".
¿Y quién es esta insólita sustancia que ha llegado a ese nivel 4, aparentemente tan inaccesible para la mayor parte de las sustancias o procesos investigados?. Pues nada menos que un "químico", como dicen ahora los indocumentados tribuletes y tribuletas de las revistas de moda y similares. Se trata de una sustancia química denominada caprolactama, obtenida mayoritariamente por síntesis industrial a partir de derivados del petróleo. Una sustancia que es la materia prima para producir el polímero (poliamida para ser más específicos) conocido como Nylon 6, que está en el mercado desde finales de los años 30, y que ha tenido una azarosa vida a lo largo de ese tiempo.
La historia de las fibras y su irrupción en nuestro mundo la podéis leer en otras entradas del Blog (aquí y aquí, por ejemplo). Pero la idea resumida es que su desarrollo lo llevó a cabo, fundamentalmente, el grupo de Wallace Carothers en la DuPont, obteniendo toda una serie de poliésteres y poliamidas, más o menos hilables en forma de fibras, que fueron patentadas en setiembre de 1938, cuando ya Carothers se había suicidado.
Pero un poco antes, Paul Schlack, un químico alemán que trabajaba para IG Farben, sintetizó otra poliamida distinta a las que habían patentado los de la DuPont y consiguió patentarla al descubrir un "hueco" en las patentes de la DuPont. A diferencia de los americanos que usaban dos compuestos para generar las fibras de poliamida (un diácido y una diamina), el de la IG Farben utilizó una única sustancia de partida, nuestra caprolactama, que tras ser hidrolizada se convierte en un compuesto con un grupo ácido en un extremo y un grupo amina en el otro, lo que permite su concatenación hasta formar moléculas de un cierto tamaño.
Las propiedades de este polímero (Nylon 6) son muy similares a las de la poliamida más conocida de DuPont (el Nylon 66) pero, a diferencia de esta última, cuya irrupción en el mercado fue en forma de las primeras medias de "seda artificial", los alemanes decidieron que era un material estratégico para usos militares, reservándolo para la confección de los paracaídas del ejército teutón.
Tras la guerra, el Nylon 6, siempre en forma de fibra, se vendió para confeccionar todo tipo de prendas, bajo nombres comerciales que, como Perlón, yo al menos recuerdo. Era un chollo lavar una camisa de Perlon y ponérsela sin planchar, decía la publicidad, aunque escondía que uno tuviera que pagar el peaje de no oler muy bien en poco tiempo, dado su drástico caracter antitranspirable. Lo que, finalmente, le hizo perder la batalla contra la nuevas fibras sintéticas actualmente existentes en el mercado. Pero se sigue usando en alfombras, cuerdas para barcos, cordajes de raquetas de tenis...
¿A que el título no parecía indicar que el post iba de esto?.
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Hace ya bastantes años mi colega y amigo Mario Montes me puso sobre la pista de la figura de Thomas Midgley Jr., un científico con mala pata, al que el azar deparó el destino de ser pieza clave en el desarrollo de dos moléculas químicas de mala fama donde las haya: el plomo tetraetilo y los clorofluorocarbonos o CFCs. Sobre los segundos ya hablé en otra entrada, en la que describía su impacto en la capa de ozono. El bueno de Midgley creyó haber puesto una pica en Flandes cuando empezó a trabajar con ellos. Hablamos de gases, absolutamente estables, inocuos para el medio ambiente y los organismos vivos, relativamente fáciles de sintetizar y, además, no muy caros. Hasta que llegan a la estratosfera y con el concurso de la radiación solar provocan la destrucción del ozono que nos protege de los rayos UV. Todo un ejemplo de que hay muchas variables a considerar cuando uno coloca nuevas sustancias en el medio ambiente, lo que hace necesario controlarlas en todos los posibles escenarios, por lejanos (estratosféricos) que estos puedan parecer.
Pero Midgley no sólo ha pasado a la lista negra de los científicos a los que los ecologistas tienen más inquina por el asunto de los CFCs. Su otro "desliz" fue la puesta en el mercado de compuestos de plomo, utilizados para rebajar el poder detonante de las gasolinas en los motores de nuestros autos e impedir el autoencendido o detonación, que conlleva un ruido metálico en el motor ("picado de bielas") y que baja mucho la eficiencia del mismo, pudiendo dañar el sistema de cilindro y pistón si se produce de forma regular.
Para conseguir un correcto funcionamiento del motor, a las mezclas de hidrocarburos que llamamos gasolinas se les han venido añadiendo una serie de sustancias que permiten regular la capacidad antidetonante de las mismas. Y es aquí donde reaparece el pobre Midgley. Mientras trabajaba en 1921 para una empresa subsidiaria de la General Motors (GM), nuestro infausto químico descubrió que el Plomo Tetraetilo mejoraba la capacidad antidetonante de las gasolinas que entonces se empleaban y que ya daban problemas de autoencendido. GM empezó a comercializar el producto con la marca ETHYL, etilo en inglés, evitando cualquier mención al plomo en los anuncios y en los informes técnicos. La implantación de gasolinas aditivadas con tetraetil plomo supuso la muerte paulatina de otros combustibles a base de etanol, con poderes antidetonantes mejores, pero en los que GM obtenía escasos beneficios comparados con las gasolinas. Así se tuerce la historia.
Los peligrosos efectos del plomo contenido en esa sustancia pronto fueron visibles para el propio Midgley que enfermó y para muchos trabajadores de GM de las tres plantas que la firma mantenía abiertas, que sufrieron trastornos psicóticos graves (la Casa de las Mariposas llamaban los trabajadores a la factoría), de los que unos 15 llegaron a morir. Desde esos años hasta bien entrados los setenta, las evidencias sobre los peligros de estos aditivos para la salud pública fueron cuidadosamente acallados por la empresa y solo las mantuvo vivas un geoquímico llamado Clair Patterson, cuyos esfuerzos se vieron premiados finalmente con la prohibición absoluta de fabricar el tetraetil plomo en 1995 (que ya es tardar). Pero esa es una larga e interesante historia que bien merece otro post un día de estos. En cualquier caso, como consecuencia de la irrupción de los aditivos de plomo en las gasolinas, la tasa de plomo en el aire y en nuestro propio organismo creció hasta mediados de los años 70, para ir decreciendo posteriormente a medida que el uso de ese aditivo se fue sustituyendo por otros sin plomo.
Sin embargo, el plomo tiene una historia aún más larga y, como el mercurio, no todo el plomo que anda suelto por el mundo ha sido puesto en circulación por los coches, aunque hay que reconocer sin ambages que su empleo en automóviles es lo que ha hecho que su concentración se disparase y que tenga una cierta ubicuidad en nuestra atmósfera. El seguimiento de lo que ha ocurrido con el plomo a lo largo del tiempo puede realizarse estudiando la composición química del fondo de los lagos, que es como un archivo de sedimentos. O analizando hielo a grandes profundidades en sitios permanentemente cubiertos por el mismo, como los polos. Esas herramientas han desvelado que, en pleno Imperio romano, el contenido en plomo subió de 0.5 ppb a 2 ppb en menos de un siglo. No es de extrañar, porque hay muchas evidencias que muestran que los romanos eran grandes consumidores de plomo, llegando a fabricarse del orden de 80.000 toneladas por año. El hecho de que sea fácil extraerlo de sus minerales (los romanos tenían minas de esos minerales en Gran Bretaña, parte de su imperio), el hecho de que funda a una relativamente modesta temperatura (328ºC) y el hecho de que sea fácilmente moldeable, favoreció su empleo en techos, así como en cañerías y depósitos para la distribución de agua potable, en la que los ingenieros romanos eran unos cracks. Un uso que se ha extendido hasta prácticamente nuestros días. Prueba de ello es que el Diccionario de la Real Academia Española recoge el término plomero como sinónimo de fontanero en Andalucía e Hispanoamérica y define plomería como cubierta de plomo que se pone en los edificios, como depósito de plomos o como taller del plomero.
Ha habido otros usos curiosos de compuestos de plomo que también han causado problemas. Los propios romanos usaban acetato de plomo para endulzar sus salsas y sus vinos (parece que imbebestibles sin ese aditivo), usando un jarabe del mismo (sapa) que llamaban también azúcar de plomo. Hay hasta quien cree que parte de la decadencia del Imperio Romano es debida al progresivo envenenamiento de los romanos con sus diversos usos del plomo, lo que causó una baja tasa de fertilidad comparada con otras naciones de la época. Otro uso, ligado a una receta más o menos ancestral (tiene quinientos años), es el empleo de óxido de plomo en los llamados huevos "pidan" o "de mil años", unos huevos de pato en conserva, de aspecto decrépito, que pueden consumirse sin hacer nada más con ellos durante un año. En una receta que he encontrado en el libro de mi amigo Harold McGee "La cocina y los Alimentos", los dos ingredientes básicos (aparte del huevo) son la sal y un material muy alcalino (ceniza de leña, algún carbonato, lejía, etc.), que van penetrando en el huevo produciendo su curado o endurecimiento. Harold dice (y si lo dice va a misa) que, a veces, se ha solido añadir óxido de plomo que, al reaccionar con el azufre de la clara del huevo, forma un fino polvo negro de sulfuro de plomo que bloquea los poros de la cáscara y retarda la penetración de la sal y los ingredientes alcalinos al interior del huevo. Pero ni se os ocurra probar esta receta por mucho que aparezca en el libro del McGee.
Y otro caso más o menos ligado a la gastronomía. Mantengo en mis archivos, como una verdadera joya, una Nota publicada en el volumen 370 de la revista Nature, en julio de 1994, en el que un grupo de científicos franceses y belgas analizaron el contenido en plomo tetraetilo de diferentes añadas de un vino muy conocido, el Chateauneuf du Pape, que procede de un viñedo muy particular situado en una confluencia de dos autopistas francesas importantes (la A7 y la A9). El plomo tetraetilo aparece en la añada de 1962, alcanzando su concentración un máximo de casi 500 ppb en la añada de 1978, una cantidad que tomada regularmente puede causar una intoxicación moderada, aunque tampoco es para preocuparse, a no ser que seas un potentado y te puedes gastar habitualmente lo que vale una botella de ese vino. Tras ese máximo de concentración, que coincide más o menos con las primeras restricciones en el empleo de plomo tetraetilo, la tasa fue descendiendo progresivamente y en la última añada investigada (1991) el contenido estaba por debajo de 50 ppb.
¿Y qué fue de nuestro amigo Midgley?. La verdad es que tuvo un final un tanto dramático. En 1940, cuando ya tenía 51 años, contrajo una polio que le llevó a una silla de ruedas. Inventor hasta el final, ideó un curioso sistema de poleas y correas que le permitieran levantarse de la cama por si mismo. Pero, de nuevo, apareció la mala suerte de nuestro inventor. Cuando tenía 55 años se enganchó de mala manera en su propio invento y murió ahorcado. Por lo menos se murió sin que le dieran el disgusto de que su otro hijo bien amado, los CFCs, eran los causantes del problema del ozono, lo que acabaría con su producción de forma radical.
Y es que la vida es a veces muy traicionera con la gente inquieta y bienintencionada.
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Tenemos otra vez la ciudad llena de cocineros ilustres (esta vez toca cocina asiática) en un evento, San Sebastián Gastronómica, en el que en el año 2003 tuve una intervención a dúo con Juanmari Arzak que es una pena que nadie lo haya filmado y colgado en YouTube, porque fue de las que hacen época (todavía hay varios amigos que se siguen riendo de lo que allí vieron). También por estas fechas, pero el año pasado, Xabi Gutierrez (de Arzak), Jose M. López Nicolás (bioquímico ilustre y bloguero murciano de éxito imparable), amén de este Búho que os escribe, grabamos en un solo día los 12 episodios de Ciencia en la Cocina, de la primera temporada de Orbita Laika, en la que en la presente temporada no nos han hecho sitio, vaya Ud. a saber por qué extraños razonamientos de los que tienen el control (ellos se lo pierden). Y resulta que, en este mes de octubre, Jose va a alojar en su blog Scientia la edición cincuenta y uno del Carnaval de Química. Así que con tanto recuerdo y coincidencia no me queda más que escribir algo de Química y Gastronomía.
A finales de agosto, el Chemical Engineering News publicaba la noticia de que en una empresa torrefactora de café de Oregón, uno de sus científicos tenía desde hacía tiempo la idea de poder servir café frío a la manera de cómo se escancia la cerveza. Y como se hace con la mayor parte de las cervezas, se le ocurrió probar con anhídrido carbónico (CO2) y la misma parafernalia que podéis ver debajo de los mostradores de los bares y próxima a los grifos en los que se dispensan cañas y similares.
Pero la cosa no resultó porque, probablemente por el carácter ácido del CO2 cuando está disuelto, los aromas del café se iban en gran medida "a la merde". Pero nuestro emprendedor no se dió por vencido. Algo debía de saber sobre las cervezas y su historia porque decidió utilizar nitrógeno en lugar de anhídrido carbónico para propulsar el café a través del grifo. Y la cosa resultó. Tras jugar con temperaturas y presiones obtuvo un café frío con una preciosa espuma adornando el brebaje y conservando todo el aroma original de los granos que ellos torrefactan.
La idea no es nueva y, como digo, proviene de los tiempos históricos de las cervezas tradicionales inglesas, que se empezaron a comercializar antes de que se inventaran la refrigeración y el carbonatado artificial (esto es la adición de CO2 al que hay de forma natural). Esas cervezas sabían mucho a malta y lúpulo y tenían muy poco gas, el que se había generado durante el proceso. Se servían a la temperatura de los sótanos o bodegas donde se almacenaban las barricas de madera (madera a través de la cual el poco anhídrido carbónico se escapaba). El bombeo desde el sótano a la canilla se hacía ni más ni menos que a mano por esforzadas camareras. Solo más tarde se empezó a mantener la cerveza en recipientes metálicos estancos en los que se empezó a presurizar con CO2, de forma y manera que al abrir la espita, la cerveza salía como consecuencia de esa presión interna.
Pero no todos los cerveceros optaron por el CO2. Los técnicos de la famosa cerveza negra Guiness experimentaron en los sesenta con nitrógeno y se dieron cuenta de que el sabor era sustancialmente diferente y la estabilidad de la espuma mucho mejor. Así que empezaron a usar mezclas de nitrógeno y CO2 con clara mayoría del primero (75%) y presiones similares a las que se conseguían con las bombas manuales. Con ello se consigue una cerveza templada, con muchos aromas distinguibles y una espuma que caracteriza a este típico producto de los pubs londinenses.
El uso de nitrógeno y sus consecuencias en la cerveza final tiene que ver mucho con la Química Física de ese producto. El nitrógeno tiene una solubilidad en agua unas 50 veces inferior a la del anhídrido carbónico (solubilidad regida por la ley de Henry, como decimos los que enseñamos Química Física). Eso quiere decir, aproximadamente, que el nitrógeno se disuelve 50 veces menos en la disolución acuosa que es la cerveza que el CO2. Ello tiene su influencia en varios aspectos de la caña o pinta final. Por ejemplo, en el número y tamaño de burbujas que escapan continuamente de nuestra copa. Como hay menos nitrógeno disuelto y es el gas el que forma las burbujas, estas aparecerán en menor número. Y también serán más pequeñas al haber menos nitrógeno para hacerlas crecer. La cosa todavía se refuerza porque el carácter ácido de las cervezas carbonatadas incrementa también el número y tamaño de las burbujas.
Esa diferencia de solubilidades también afecta a la estabilidad de la espuma formada. La formación de una espuma estable requiere que el líquido donde se origina, en este caso la cerveza, contenga cierto tipo de moléculas que jueguen el papel de surfactantes o emulsificantes (algo parecido al jabón que usamos para crear pompas). En la cerveza ese papel parecen jugarlo pequeñas cadenas de aminoácidos provenientes de los granos de la cebada. Pero también la pequeña solubilidad del nitrógeno juega su papel. Es un poco complicado de explicar y ya se me está haciendo el post un poco largo, así que no os voy a hablar de la ley o presión de Laplace en el interior de las burbujas que hace que las burbujas más grandes se hagan más grandes a costa de las pequeñas que van desapareciendo lo que, finalmente, ocasiona la desaparición de la espuma como tal. Ese efecto es mucho más lento en las cervezas "al nitrógeno" por la pequeña solubilidad de este en el líquido.
Así que si cualquier día de estos véis unas espitas como las de la figura de arriba y os ofrecen café frío de esa guisa, acordaos de este vuestro Búho que ya os ha contado el nitrógeno que lo hace fluir.
NOTA: Esta entrada participa en la LI Edición del Carnaval de Química, alojada en el imprescincible blog Scientia del gran @ScientiaJMLN.
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