jueves, 25 de enero de 2007

Oliver Sacks y las frías luces de la Química.

A veces las cosas vienen como vienen. Aunque inicié la anterior entrada el día 11, la terminé la tarde del domingo 14. Los siguientes días han sido complicados. La ineludible necesidad de justificar un proyecto a la Consejería de Industria del GV, proyecto en el que compartimos anhelos con otros colegas guipuzcoanos de Centros y Universidades. La tamborrada y sus inevitables compromisos familiares. Y, para arreglarlo, en medio del festival, un bicho que se ha asentado en mis vías respiratorias y que me tortura de madrugada con un dolor de garganta que me deja para el arroz la mañana siguiente. Así que he tenido que simultanear sesiones de descargo técnico del proyecto arriba mencionado con otras de desplome sobre butaca o camastro, tratando de recomponer mi maltrecha anatomía. Y en estos últimos, para desintoxicarme de las chorradas a las que a uno le obligan los analistos (no me he equivocado, corrector de texto) de las consultorías a las que el GV encarga los modelos de estos descargos técnicos, me he dedicado a releer un delicioso libro que siempre recomiendo a quien tenga un poco de inclinación a la Química y a su historia más reciente. Y ello me ha inducido a esta entrada que, en el fondo, tiene mucho que ver con la anterior. Pero, como decía al principio las cosas vienen como vienen.

Hace unos pocos años, alguien, quizás Jesús Ugalde, me dejó para leer la versión original de Uncle Tungsten de Oliver Sacks (foto de la izquierda en la cabecera). Creo que fue Jesús porque como buen amigo de Roald Hoffmann, un Premio Nobel de Química que le ha visitado de vez en cuando, es probable que tuviera información de primera mano sobre la aparición del libro, ya que, a su vez, Hoffmann y Sacks son buenos amigos. El uno, Hoffmann, es un químico de muchos intereses, el otro , Sacks, un neurólogo clínico de visión amplia. Ambos comparten de forma intensa la pasión por la Química. Y, según cuenta Sacks en el libro, fue Hoffmann quien le indujo a escribir sus recuerdos de infancia sobre la Química lo que, al final, acabó en el libro en cuestión.

Hace casi dos años un amigo me regaló la versión en castellano de esa obra, que la Editorial Anagrama había puesto en el mercado. La primera reacción fue un tanto negativa. El libro tenía como título principal El tío Tungsteno y como subtítulo Recuerdos de un químico precoz. Y ese título principal me dio el pálpito de que, quizás, la traducción no fuera muy cuidada. Nada más lejos de la realidad. El traductor, Damián Alou, al que no tengo el gusto de conocer, ha hecho un buen trabajo y debe tener conocimientos importantes de Química, por cómo ha resuelto algunos pasajes de terminología bastante técnica. Y, dado ese buen trabajo, todavía se entiende menos el título. Porque traducir Tungsten por tungsteno es una simplicidad carente del menor rigor químico en lengua castellana.

Tungsten es el término con el que los anglosajones denominan al elemento químico número 74 de la Tabla Periódica, representado por el símbolo químico W. Y si lleva ese símbolo es porque sus descubridores, los hermanos Juan José (¡¡tocayo!!) y Fausto Elhuyar lo aislaron a partir de la wolframita, un mineral del que pudieron obtener el ácido wolfrámico y que vieron que era idéntico al ácido tungsténico que Scheele había obtenido de un mineral que los suecos llaman tung-sten. Pero los Elhuyar, riojanos de origen (nacieron en Logroño) pero de ascendencia vascofrancesa y financiados en sus estudios en el extranjero por la Real Sociedad Bascongada de Amigos del Pais, consiguieron ir un paso más lejos y, calentando su ácido wolfrámico con carbón vegetal, consiguieron aislar, en 1783, un nuevo elemento puro que ellos llamaron Wolframio, por razones obvias. Y que así debe seguir llamándose, mal que le parezca al Departamento de Marketing de la Editorial Anagrama y a los que, buscando un origen menos mediterráneo del descubrimiento, se van a las frías tierras de Sheele y su tung-sten. Y no estaría mal que el título se cambiara en futuras posibles ediciones o caerá sobre ellos la venganza de mi colega el Prof. Román Polo, erudito donde los haya sobre los hermanos Elhuyar y jefazo de la Real Sociedad Española de Química.

Pero vayamos a lo nuestro que me enrollo. Estos días de descargo técnico, kleenex en ristre, ibuprofeno en dosis adecuadas y ratitos en el sillón, me han permitido volver a disfrutar del libro de Sacks y de las innumerables anécdotas en él contenidas, reflejo de la pasión infantil y juvenil de su autor por la Química. Si yo me sorprendía en la anterior entrada de la permisividad de mis mayores con mis andanzas con la pólvora negra, lo de Sacks ya roza el paroxismo. Gracias a su tío Wolframio (yo ya lo he rebautizado), Sacks se construyó un laboratorio químico en el que, con doce años, ya disponía de campana de extracción de gases, donde lo mismo le daba experimentar con vapor de yodo, con tiritas de magnesio que se inflamaban o con el pestilente sulfhídrico. Sólo parece que, en lo que gases se refiere, llegó a asustarse con la posibilidad de experimentar con ácido fluorhídrico, un intratable al que los químicos profesionales no tenemos mucha simpatía. Aún y así, su tío Wolframio le permitía mantener en el laboratorio un recipiente especial de gruesas paredes a base de gutapercha (un caucho) con una pequeña cantidad de una disolución de fluorhídrico. Y si nosotros teníamos que pelear con el droguero hernaniarra para obtener un poco de azufre, un colega londinense del barrio donde los Sacks vivían, podía vender al chiquillo, sin reparo alguno, cianuro potásico suficiente como para clarear cualquier corredor de la muerte de las cárceles yanquis. Así que, consecuentemente, Sacks se suma en el libro a los lamentos de otro insigne químico al que ya hemos dedicado una entrada, Linus Pauling, al que también otro droguero le daba cianuro en un sencillo bote “para matar insectos” y que pensaba que juegos de Química como los que yo disfruté eran una mierda al lado de sus posibilidades de aprendiz de brujo. Y claro, así van los números de los candidatos a estudiar nuestra disciplina....

En uno de los capítulos del libro tropecé con la descripción que Sacks hace de lo fascinante que le resultaban los fenómenos luminiscentes. ¡Serás imbécil!, pensé, seguro que aquí hubieras encontrado jugosas descripciones sobre los fenómenos de luminiscencia que el otro día tratabas de explicar en la entrada de los fuegos artificiales. Y de hecho, seguir a Sacks en sus experiencias con sustancias fluorescentes y fosforescentes es una de las formas más intuitivas de introducir estos fenómenos que muchos denominan “luz fría”, para diferenciarla de aquella que proporcionan los cuerpos muy caliente o incandescentes como un trozo de carbón al rojo o el filamento incandescente de las bombillas corrientes y molientes que nos han iluminado desde el siglo XIX.

Y es que Sacks lo tenía chupado para investigar también en estos fenómenos. Mientras su tío Wolframio (que el pobre se llamaba Dave) dedicaba todo su ingenio y esfuerzos a la hora de fabricar todo tipo de bombillas de material incandescente entre las que, evidentemente, sus favoritas eran aquellas que llevaban como filamento un hilo de wolframio, otro de sus innumerables tíos, el llamado Abe, era un genio en la fabricación de otro tipo de sistemas de iluminación que no emplean filamento incandescente. En definitiva, de artefactos como los que hoy conocemos como luces de neón y como lámparas fluorescentes.

Las fluorescentes convencionales contienen una pequeña cantidad de vapor de mercurio dentro de un tubo en el que se ha hecho el vacío, esto es, se ha eliminado la mayor cantidad de aire posible, gracias a adecuados dispositivos a los cuales el tío Abe también dedicó sus esfuerzos. Una descarga eléctrica dentro del tubo provoca que los átomos de mercurio contenidos en el tubo emitan luz del tipo ultravioleta (UV), invisible al ojo humano y bastante peligrosa, como vimos en la entrada
sobre el agujero de ozono del día de mi cumple o en la entrada sobre los protectores solares para la piel. Pero las paredes del tubo fluorescente están recubiertas de una sustancia que es capaz de absorber esa luz UV y de reemitir una luz visible que, como su nombre indica, el ojo humano si ve y que es la que utilizamos para iluminar nuestras estancias. La luz visible es menos energética y peligrosa que la UV, así que cabe plantearse en qué recovecos se ha perdido esa diferencia de energía. Sin entrar en más detalles, esa energía se ha disipado en los choques que se producen, de forma natural y continuada, entre las moléculas del recubrimiento de las paredes.

Si en lugar de llenar el tubo con vapor de mercurio a baja presión, se introducía en él un gas noble como el neón, no hacía falta recubrir las paredes con sustancias fluorescentes para que nuestros ojos apreciaran una luz. La descarga ioniza los átomos de neón lo que provoca, sin más historias, la luz carmesí que todos conocemos.

El tío “frío” de Sacks había fundamentado sus conocimientos en este tipo de luz con incursiones en fenómenos luminosos propios de insectos como la luciérnaga que se ve en la foto de la derecha, en la que, impúdicamente, nos muestra la parte final de su abdomen emitiendo luz. En éste y otros animales que emiten luz en la oscuridad, la causante es una sustancia conocida como luciferina, que los animales producen y almacenan. Pero aquí, el origen de esa luz no es debida a fenómenos como la fluorescencia o fosforescencia que ahora describiremos, sino a una reacción química de la luciferina con el oxígeno del aire que, al producirse, genera energía en forma de luz. Por eso, en este caso, se suele hablar de bioluminiscencia.

Unos cuantos días después de publicar la primera versión de esta entrada, el Dr. Vicente Cebolla, un colega del Instituto de Carboquímica (CSIC) de Zaragoza me mandaba un jugoso comentario relativo a un artículo publicado en la revista Science (2007, 315, 481). El artículo parece demostrar que el apareamiento de las arañas depende, de manera exclusiva, de que el macho envíe luz UV y produzca una inducción de fluorescencia (en la región que nosotros vemos como color verde) en la hembra. Parece que el macho genera luz UV (producida por algún tipo de proteínas, no identificadas todavía) y enfoca dicho haz en los llamados palpos de la hembra. Los palpos, que le sirven normalmente a la hembra para atrapar presas, aquí son la diana para que el pobre araño ligue. En un comentario en Science de otro investigador (¡que se dedica a la fluorescencia de las gambas!), la fluorescencia parece tambien esencial para el apareamiento macho-hembra.

El fenómeno de la fosforescencia se conoce desde el siglo XVII y dicen las crónicas que fue descubierto por un zapatero remendón, domiciliado en Bolonia, que observó que unos guijarros, calentados con carbón, producían un polvo que, expuesto a la luz durante el día, brillaba posteriormente durante horas en la oscuridad. Hoy sabemos que la reacción del zapatero producía sulfuro de bario. Ese sulfuro de bario, o “fósforo de Bolonia”, fue la base de muchas pinturas fosforescentes con las que se pintaban cerraduras, interruptores y otros dispositivos, para hacerlos visibles en las tétricas noches de las ciudades en las que vivían nuestros ancestros hace varias decenas de años. Mediante la incorporación de determinados metales (“dopado” para los técnicos), la luz emitida podía tener diferentes tonalidades. Mediante un fenómeno similar se iluminan las agujas de ciertos relojes en la oscuridad, tras haber recibido durante el día la radiación luminosa proveniente del sol y que, como ya vimos en la mencionada entrada
, contiene luces visibles, ultravioletas e infrarrojas.

Hay que recalcar que el fenómeno fosforescente es un proceso lento. Gracias a esa lentitud nuestras mágicas pinturas tras recibir luz durante el día, sufren con ella procesos que es mejor que no trate de describir aquí o me echarían a tomatazos y, como consecuencia de ello, de forma lenta, emiten luces que, en la oscuridad, siguen siendo visibles durante algún tiempo. Por el contrario, el proceso en las lámparas fluorescentes es mucho más rápido. Encendemos el interruptor, el vapor de mercurio emite luz levemente azulada o ultravioleta (que no vemos) que, al incidir sobre el recubrimiento que hemos puesto en la pared del tubo, hace que éste emita de forma instantánea luz que si podemos ver.

Si apagamos el interruptor, el vapor de mercurio deja de emitir, no hay luz que incida en el recubrimiento y éste no emite la luz que conocemos como fluorescente. Sustancias fluorescentes con tonalidades maravillosas como los emitidas por los matraces de la foto de la derecha hay muchas. En esa foto, cada matracito está lleno de una disolución diferente. Al iluminarlos con una luz ultravioleta, cada uno de ellos exhibe una diferente tonalidad. Pero, sin entrar en muchos más detalles, hay una sustancia fluorescente que ha sido utilizada desde los primeros experimentos con este fenómeno. La llamada por los ingleses “agua de quinina”, y que ahora que nos hemos vuelto más sostenibles sólo llamamos tónica, produce un tono azulado cuando se observa iluminándola con luz visible, pero si hacemos incidir en ella luz ultravioleta se obtiene un turquesa brillante.

Y para terminar, un parrafito dedicado a mis amigos del Laboratorio del Restaurante Arzak, ahora que andan algo mustios por las críticas de ese cocinero con aire de Pancho Villa mejicano y lenguaje escatológico que se dice llamar Santi Santamaría. Mis amigos del alto de Miracruz me pidieron ayuda, hace algún tiempo, para encontrar sustancias fluorescentes que estuvieran conceptuadas como aditivos alimenticios y con las que poder hacer pequeñas travesuras en la presentación de sus maravillosos platos. No he sido muy afortunado en la búsqueda, pero sigo teniéndolo en mente y algún día algo interesante saldrá. Por ejemplo, en el libro de Sacks aparece una nota a pie de página que me ha puesto en la pista de la triboluminiscencia, palabreja que describe un fenómeno descrito en el siglo XVIII por un cura italiano un tanto divertido, que asustaba gentes timoratas mascando terrones de azúcar en la oscuridad y manteniendo la boca abierta. El roce provocado por los dientes en los granos de azúcar y de los granos entre ellos, excita las moléculas de sacarosa que los componen que, finalmente, emiten una luz tenue y azulada que puede verse si uno se encuentra en una oscuridad adecuada. El efecto triboluminiscente ha sido utilizado comercialmente y la firma Nabisco hace años que puso en el mercado sus conocidos WintOGreen Lifesavers, una dulce forma de iluminar en la oscuridad nuestra boca mientras los mascamos.

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jueves, 11 de enero de 2007

Tracas para la diversión

Varias veces he estado a punto de escribir algo sobre explosivos y Química. Datos tengo y algunos muy interesantes. Pero el tema se presta a complicaciones, dada la procedencia geográfica del Búho. Y más en estos días, con la que está cayendo después del maldito bombazo que casi nos impide a mi chica y a mi golfear en Murcia y que, sobre todo, se ha llevado por delante el dinero de muchos contribuyentes, la ilusión de una buena parte de ellos y la vida de dos personas, tan anónimas como yo, que pasaban por allí con sus amores, intereses y desvelos. Para luego tener que leer el esperpéntico comunicado de esa banda de tres letras que lleva la filosofía del “bai, baino” (en euskera, “si, pero”) hasta límites galácticos. Así que, puestos a escribir algo relacionado con el tema, he rebajado el tono del explosivo y en lugar de referirme a algunos particularmente dañinos, he optado por hacerlo con los artefactos pirotécnicos que embelesan a los ñoñostiarras todos los agostos. Porque sobre los otros explosivos y sus explosionadores, ya saben los que me conocen lo que pienso desde hace mucho tiempo. Al enemigo, ni agua. Y menos, información sobre explosivos.

Hay otro aspecto en este tema por el que tengo que andarme con cuidado. El personaje de porte señorial, vestido de azul, que veis a la izquierda de la foto de la derecha, en la cabecera de la entrada, es mi amigo y colega Félix M. Goñi, Catedrático de Bioquímica de la UPV/EHU, Director de la Unidad de Biofísica, Centro Mixto de la UPV y CSIC, laureado y conocido científico en el ámbito de las membranas celulares.............y pirotécnico convicto y confeso. Tanto es así que su libro “Fuegos artificiales en Euskalherria: Pirotecnia y pirotécnicos” es un clásico en cualquier web que uno consulte sobre el tema. En la foto le veis, el pasado mes de abril, en su calidad de invitado especial de un reciente certamen de fuegos artificiales celebrado en La Valeta, en Malta, acompañando a dos pirotécnicos profesionales de reconocido prestigio, el valenciano Ricardo Caballer que le escucha (y que se ha llevado más de un premio en los fuegos de Donosti) y el italiano Vicenzo Martarello. Así que nuestro insigne cátedro es toda una institución en esto del cohete y la traca. Pero guipuzcoanos serios, como un servidor, nunca perdonaremos que un prohombre de Irún como Félix haya contribuido al reciente renacer de los fuegos de la Semana Grande bilbaína. Aunque ya se sabe que los de Irún son muy suyos.

El empleo de artefactos caseros más o menos pirotécnicos constituye uno de los cimientos en los que se asentó mi predilección final por la Química como materia a la que dedicar mis esfuerzos estudiantiles, predilección que estuvo a punto de frustrarse por algún fraile corazonista que sabía tanto de Química como yo de teología budista. En uno de los primeros juegos de Química de que dispuse, había una receta de pólvora, obtenida al mezclar finamente divididos carbón, azufre y clorato potásico. El caso es que a mí, y a mi amigo de la infancia Javier Ruiz del Portal, nos privaba preparar la mencionada mezcla y tratar de hacerla explotar dentro de cartuchos de caza vacíos o en dispositivos más sofisticados. Como resultado de esta desmedida afición, las menguadas cantidades de reactivos que el juego traía en origen se nos acabaron en un santiamén. Y allí estábamos. Con una receta maravillosa y sin reactivos.

La caza y captura de los mismos era entonces una labor ardua para unos chavales de 10-12 años. El carbón no era un problema. En el barrio teníamos por aquel entonces una carbonería, en la que Patxi nos dejaba arramplar con el carbón que quisiéramos. Además, como nos interesaba carbón pulverizado para la mezcla, sólo le solicitábamos el polvo que sus negros montones dejaban en el suelo de la tienda (por decir algo). Pero, eso si, era importante (cómo demonios lo sabríamos) que el carbón tenía que ser carbón vegetal, carbón proveniente de la quema de madera y no carbón tipo antracita o hulla que Patxi también tenía. El azufre lo localizamos en una droguería. Sandalito, con nombre de retintín e hijo del droguero más influyente del pueblo, era algo mayor que nosotros y, aunque con no muy buena cara, accedió a vendernos el mismo azufre que, entre otras cosas, vendía a los comerciantes de Hernani para que lo espolvorearan en los alrededores de sus comercios como elemento disuasorio contrastado a las incontinencias urinarias de los perros dedicados al marcaje de sus territorios.

El problema fundamental era el clorato potásico. No sé cómo nos enteramos que las farmacias expedían clorato potásico como remedio a ciertas afecciones de garganta. Y a ellas nos fuimos. Pero las boticas que en aquel tiempo había en Hernani estaban regidas por dos señoras de armas tomar. Una de ellas nos mandó con cajas destempladas a las primeras de cambio. En la otra, el primer intento coló, pero cuando ya tuvimos que volver por más material, la ciudadana se mosqueó y se negó a suministrar el clorato a unos niños, por si las moscas. Así que recurrí a mi madre (gracias, Gordi) para que actuara como intermediaria, convenciendo a la boticaria Irigoyen de que las pastillas que su niño iba a buscar eran para mi padre, estudiante de canto durante casi toda su vida juvenil y madura y necesitado, era obvio, de dichas pastillas para mantener sus cuerdas vocales en perfecto uso ante un do de pecho sostenido.

La verdad es que ahora pienso en nuestros preparados, en los lugares a pie de carretera en los que les pegábamos fuego, en el ruido que a veces conseguíamos, en algún que otro accidente que tuvimos (de uno de ellos tengo un indeleble recuerdo en mi mano derecha) y me quedo pasmado de cómo han cambiado las cosas para los infantes. De auténticos chavales de calle, indómitos y peligrosos a niños de peinado, chuches y playstation.

Las prodigiosas mezclas que Javier y yo preparábamos eran variantes de la famosa pólvora negra, descubierta por casualidad por los chinos hace más de mil años, cuando comprobaron que una mezcla constituida por nitrato potásico (aquí está la variante sobre nuestros preparados), carbón y azufre, en proporciones aproximadas 75:15:10, ardía con una velocidad alarmante y con una impactante luz. Luego veremos que nitrato y clorato potásicos cumplen papeles similares aunque desconozco las razones por las que los fabricantes de mi juego de Química optaron por el clorato. Esa pólvora negra (o sus variantes) sigue siendo hoy en día el componente esencial de los artefactos pirotécnicos, recogiendo el legado del uso que de ellos hicieron los árabes, los reyes aragoneses que la extendieron hasta Italia, los refinados venecianos o los franceses que conmemoraron la paz de Aquisgrán, en 1748, con un festival pirotécnico para el que Haendel escribió su maravillosa Música para los reales fuegos artificiales.

Hasta principios del siglo XIX, los maestros pirotécnicos eran alquimistas en el sentido más literal de la palabra, cuyas fórmulas magistrales se transmitían sólo a sus alumnos aventajados, en un secretismo que fue la causa de más de un espionaje, amén de robos y asesinatos documentados. Durante todos esos siglos, la pólvora negra se mezclaba con algo de polvo de hierro, zinc o cobre proporcionando a las llamas, que la combustión de la pólvora generaba, tonalidades que iban del blanco al naranja y que fueron las únicas tonalidades utilizadas hasta que el advenimiento de la Química como ciencia provocó una revolución en el ámbito del colorido.

En las líneas que anteceden hemos hablado de términos como arder, quemar, combustión, términos que usamos en nuestra vida norma. En las combustiones habituales que ocurren en nuestra vida cotidiana, éstas ocurren gracias al oxígeno contenido en el aire. Merced a su omnipresencia en nuestra atmósfera se quema (con presencia de una llama) el fósforo de una cerilla, el gas de nuestra cocina, el papel o la madera. En nuestro medio fisiológico es también el oxígeno el responsable de las combustiones, aunque aquí no se vea la llama. Pero gracias al oxígeno que respiramos, la glucosa generada a partir de la sacarosa del azúcar reacciona con el oxigeno para dar anhídrido carbónico y vapor de agua, que exhalamos en la respiración, junto a una considerable cantidad de calor que usamos como fuente de energía de nuestro organismos. Esa reacción también es una combustión.

En los fuegos artificiales, los pirotécnicos utilizan trucos para tener aportes adicionales de oxígeno al existente en la atmósfera y hacer así que las reacciones de combustión sean instantáneas y violentas. Para conseguirlo, todas las formulaciones contienen sales como los nitratos, los cloratos de las farmacéuticas de mi pueblo o unas sales mas ricas en oxígeno, y más estables que los cloratos, como son los percloratos. En presencia de sustancias ávidas por el oxígeno como el azufre o el carbón, estos nitratos, cloratos o percloratos se descomponen proporcionando oxígeno en mayor o menor medida, oxígeno que es empleado por el azufre o el carbón de las pólvoras para realizar reacciones de combustión, proporcionando una gran cantidad de calor y la generación de gases que, como el CO2 o el SO2, resultan fundamentales a la hora de generar la fuerza adecuada para impulsar a una altura más o menos grande nuestros dispositivos de ruido, luz y color.

Los tonos invariablemente naranjas de los antiguos fuegos artificiales estaban causados por el fenómeno de la incandescencia, esto es la luz emitida por sólidos a alta temperatura (mis amigos físicos hablarían de la radiación de un cuerpo negro o de un cuerpo gris). Casi todo el mundo tiene intuitivamente la idea de cosas incandescentes, a altas temperaturas, con tonos de color distintos. Piénsese en el propio carbón (el cuerpo negro por excelencia) en una caldera, en el hierro al rojo en una fundición, etc. La luz que emiten los sólidos cuando están incandescentes puede ser de diferentes tonalidades (de diversa longitud de onda, decimos los físicos y los químicos) dependiendo de la temperatura a la que se encuentren. Y así, entre 400 y 1400ºC el carbón pasa de verse rojo apagado a rojo intenso, a rojo anaranjado, a naranja o amarillo, hasta acabar de un amarillo pálido. Si quisiéramos ver el carbón azul tendríamos que llegar a temperaturas de cerca 8000º, lo que evidentemente no conseguimos en nuestros artefactos pirotécnicos. El empleo de polvo de hierro, cobre, etc. que hemos mencionado antes producía partículas incandescentes con tonalidades algo distintas.

La ampliación de esas tonalidades a otras como los verdes, azules o rojos intensos se produjo gracias a la incorporación de una serie de sustancias químicas como las sales de bario, estroncio o cobre. En este caso, la emisión de luz de esos colores se produce por un fenómeno diferente, conocido como luminiscencia, un término que engloba a otros como fosforescencia o fluorescencia de los que tenemos ejemplos como las luciérnagas o los líquidos fluorescentes que se emplean para iluminar las boyas o los corchos de los pescaderos nocturnos. Unas pocas sales cloradas de algunos metales exhiben el fenómeno de la fluorescencia en tonalidades visibles como las arriba mencionadas y constituyen una parte esencial de los modernos fuegos artificiales. Y así, el cloruro de bario emite luces fluorescentes de color verde, el cloruro de estroncio rojo y el cloruro de cobre azul. El problema es que estos cloruros son altamente higroscópicos (cogen fácilmente el vapor de agua del ambiente) lo que hace que las mezclas pirotécnicas se hagan difíciles de quemar y, en algún caso, inestables. La solución ha sido conseguir, mediante adecuadas estrategias, que el metal y el cloro estén juntos en el vapor que se forma durante el proceso de combustión. La molécula correspondiente, excitada por esas altas temperaturas, emitirá luz en el color correspondiente al cloruro formado.

Para entenderlo un poco mejor revisemos la preparación de un fuego que nos de un intenso color rojo. En terminología pirotécnica, los colores de un fuego artificial vienen, invariablemente, de las llamadas estrellas, pequeñas bolsas del tamaño de una cereza o una fresa que contienen los elementos esenciales para conseguir el efecto o color deseado. Una estrella roja característica contiene un 67% de perclorato potásico, un 3-4% de carbonato de estroncio, un 13,5% de una brea de pino (que hace el papel de combustible) y un 6% de almidón como ligante de todo ello. Se trata de una mezcla cuidadosamente elegida, estable durante el almacenamiento y que, cuando arda, nos va a proporcionar el color rojo deseado. Como se ve, no contiene cloruro de estroncio, que es el que generará el color rojo intenso. ¿De donde surge?. Una vez que hemos conseguido altas temperaturas mediante la combustión de la brea y el generador de oxígeno (el perclorato), éste último nos produce también iones cloruro al descomponerse. El carbonato de estroncio, una fuente estable de estroncio, nos proporcionará éste al descomponerse a las altas temperaturas generadas. Ya tenemos por tanto un cloruro de estroncio generado in situ que, excitado por el nivel térmico alcanzado, emitirá su inherente color rojo.

Se suele poner un exceso de brea sobre la estrictamente necesaria para asegurar que parte del oxígeno liberado no sea usado por el estroncio para formar óxido de estroncio que solidificaría en la propia llama y nos daría un rojo un tanto deslavado. Pero tampoco hay que poner demasiado, porque entonces la brea sin quemar, a las altas temperaturas alcanzadas, produciría una tonalidad amarillenta que, rápidamente, desvirtuaría nuestro rojo intenso. En la preparación de estos artefactos hay que tener también en cuenta que la consecución de colores puros implica el empleo de ingredientes químicos de alta calidad. La llamada linea D de emisión del sodio (de color naranja) es tan fuerte que pequeñas cantidades de sodio en algunos de los compuestos químicos empleados puede ser la ruina para el color buscado. El potasio, por el contrario, tiene lineas de emisión muy débiles, que no interfieren, de ahí el empleo de nitratos y percloratos potásicos como suministradores de oxígeno. Como se ve la cosa tiene muchas aristas que hay que suavizar.

El color azul ha sido siempre un problema, porque aunque el cloruro de cobre proporciona un intenso color de ese tipo, lo cierto es que resiste mal en las condiciones de una llama caliente. Recientemente se han conseguido algunas mejoras con la adicción a las mezclas del llamado magnalium, una aleación de aluminio y magnesio que, al contrario de lo que hacen ambos metales por separado, consigue que la temperatura de llama no sea tan alta, con lo que el intenso brillo de ambos metales en incandescencia no se produce y no enmascara a los colores deseados. Además, al no elevarse tanto la temperatura, la emisión azul de las sales de cobre resiste mejor en el tiempo.

Seguro que este próximo agosto vais a ver los fuegos con otros ojos.

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martes, 2 de enero de 2007

Masticando polímeros

El nido del Búho es un sitio agradable. Rodeado de edificios pertenecientes a la Iglesia, al Estado Central que nos oprime o a la Diputación Foral que nos exprime, quedan pocos puntos cardinales por los que la tranquilidad de espíritu que estas entradas necesitan pueda ser alterada. Pero el problema está en la base. Justo en el local contiguo al portal del edifico en el que dejo pasar descaradamente mi tiempo, está establecido un pequeño negocio (pequeño por la superficie, que no por la recaudación diaria) de nombre Balú. Lo primero que me molesta es que es un negocio dedicado a la venta de chuches y otras guarradas gastronómicas similares. Lo segundo es el nombre. Su sola visión en el anuncio de la puerta mancilla el apelativo de una perra de ¡¡19 primaveras!! que ha compartido esos mismo años con mis cuñados, mi sobrino, mi comadrona y un servidor. Nuestra Balú no se merece los oscuros intereses del negocio que nos altera las tardes de cualquier día de la semana y la totalidad de los findes del año.

Así que un balance a vuelapluma del número de pegotes de chicle que tapizan las aceras más próximas a nuestro domicilio arroja un resultado de unos 6 por metro cuadrado, bastante similar a la estimación que el ayuntamiento londinense hizo en el año 2000 a lo largo de la famosa Oxford Street. Ya se que la culpa no es de Balú, un negocio legal que supongo paga sus impuestos, pero es con quien puedo concentrar mis iras. Los escupidores de chicle son generalmente jóvenes, numerosos y poco respetuosos con carcas como yo y la Policía Municipal, cuya sede está a escasos 100 metros de mi maltrecho pavimento, es el clásico ejemplo de inutilidad funcionarial. ¿De qué me quejo?, dicen. ¿No tengo la fortuna de vivir en el Centro de una de las ciudades más caras de España?. ¿No pasa cada poco tiempo una máquina que trata de eliminar el mayor número de pegotes posibles?. ¡Pues no incordie, hombre que bastante tenemos como el tráfico, especialmente en estas fechas!. Está claro que la sostenibilidad que nuestro incombustible y despejado (de frente) alcalde pregona no consigue horadar los muros del edificio de nuestra poli municipal.

Pero dejemos de un lado los cabreos del Búho (propios de su edad y condición) y vayamos a lo nuestro. Chicle es una palabra de origen suramericano, aplicada por los pueblos originales de esa zona a un árbol de la familia de las sapotáceas, el Manilkare zapota, también llamado Sapota zapotilla o Achras zapota. Se trata de una planta que crece de Méjico para abajo y que ya numerosos pueblos amerindios utilizaban como goma para mascar antes de que Colón y sus muchachos se dedicaran al noble arte de colonizar aborígenes. Para ello, realizaban incisiones en la corteza de esos árboles que reaccionaban ante la herida generando un látex que los primitivos mascadores recogían y hervían, dejando después enfriar. Como se puede comprobar, el procedimiento es similar al realizado con otros árboles como los Balata o Hevea brasilensis que nos han proporcionado durante decenas de años el caucho natural. De hecho, el que la Historia conceptúa como introductor del chicle en EEUU, Thomas Adams pensó en el chicle como un sustituto del caucho natural, pero acabó utilizándolo (en 1871) en una mezcla con regaliz a la que daba forma de bloques en una máquina similar a la que entonces se estaba introduciendo para fabricar las tabletas de chocolate y vendiéndola como goma de mascar (literalmente, chewing gum) bajo el nombre de Black Jack. Desde entonces, el nombre de Adams se ha perpetuado en los envoltorios de nuestros chicles.

Todos estos árboles que acabamos de mencionar (algunos ya aparecieron en una de las primeras entradas) y otros muchos de nombres tan curiosos como Chiquibul, Perillo o Tunu generan látex que, básicamente, contienen polímeros de isopreno. Lo que pasa es que no es lo mismo hacer una rueda con esos látex que masticarlos. Por ejemplo, la goma derivada de árboles como el Hevea, empleada en la fabricación de neumáticos, tiene un sabor demasiado fuerte como para que pueda ser enmascarado por la serie de aditivos azucarados y otras fragancias que acompañan a la goma de mascar. Por eso, otros árboles, con mecanismos diferentes en la biosíntesis de los cauchos, proporcionan, al final del proceso, gomas de sabores más neutros y con texturas más agradables a la masticación. Pero muchos de esos árboles, por ejemplo el chicle, crecen en medios selváticos a los que es difícil llegar y han manifestado una especial resistencia a ser cultivados en instalaciones semiindustriales o ser transplantados a entornos más cómodos para su explotación, cosa que no ocurrió con los Hevea, que los ingleses fueron capaces de transplantar con éxito desde Brasil a sus protectorados asiáticos.

La panacea universal de goma masticable en cuanto a sabor se refiere es que no tenga sabor alguno. Aunque no al 100%, ese objetivo pudo tocarse con la punta de los dedos al advenimiento de los polímeros sintéticos. Polisoprenos sintéticos, fabricados con procedimientos basados en los catalizadores Ziegler-Natta de la entrada anterior, poliisobutileno, un polímero sintético que se usa también en ciertas cantidades en la fabricación de ruedas de competición, copolímeros de estireno y butadieno, poliacetato de vinilo y otros polímeros, constituyen la goma base de muchos de los chicles actuales. Pero la goma es el soporte de algo mucho más complicado que contiene edulcorantes, conservantes, colorantes pero que puede también contener medicamentos y similares (está patentado el chicle con Viagra, aunque no se ha vendido por el momento) o cosas más sofisticadas.

Pero, poco a poco, el chicle se ha convertido en un problema ecológico más. El carácter viscoelástico de las gomas base que se emplean en estos preparados, su capacidad de introducirse en los poros microscópicos o irregularidades que puedan contener suelos y paredes generando así procesos de adhesión importantes, su insolubilidad en agua y, sobre todo, la mala educación ciudadana que anda escupiendo chicle por todo el mundo, ha hecho reaccionar a las instituciones ante la imposibilidad de eliminar las numerosas y evidentes manchas que jalonan nuestros pavimentos. Soluciones de limpieza ensayadas como el agua a alta presión o el uso de disolventes orgánicos que ataquen esas manchas no constituyen una buena solución. En el primer caso por su alto precio y, en el segundo, porque además de ser también soluciones costosas, son totalmente incompatibles con criterios de sostenibilidad que propugnan la eliminación de todo aquello que genere los llamados COVs (Compuestos Orgánicos Volátiles). Por ello, y ante una aparentemente imposible solución de limpieza, en algunos lugares, como Singapur, los chicles están prohibidos en lugares públicos abiertos y cerrados y al que le pillan dándole a la mandibula le cae una buena multa.

Evidentemente la industria relacionada con las gomas de mascar ha tenido que reaccionar y ha empezado a investigar otras posibles soluciones al problema, basadas fundamentalmente en la búsqueda de nuevas gomas base que no presenten los problemas de las actualmente usadas. Pero la cuestión no está siendo fácil. No ha funcionado, por ejemplo, la posible solución propugnada hace años, basada en la preparación de chicles digestibles, que pudieran tragarse tras su uso. Las posibles gomas alternativas investigadas no han resultado fácilmente atacables por nuestros jugos gástricos y ello podría generar problemas serios en ese tracto de nuestro organismo. Con una óptica algo distinta se han investigado chicles bio- y fotodegradables que, una vez abandonados a su suerte, pudieran ser deteriorados por la acción de microorganismos del suelo o por la acción de la luz UV que nos llega a la Tierra. De esa forma y en poco tiempo, los residuos resultantes debieran ser algo fácil de eliminar con un simple barrido. Por lo que yo sé, hasta el momento, esa solución tampoco parece muy operativa. Y no soy muy optimista, sobre todo en lo de los fotodegradables. Me pasa con esto como con las bolsas “fotodegradables” que dicen repartirnos las grandes superficies como bolsas de compra. Coja Ud. una de esas bolsas y póngala en el balcón más Sur que tenga en su casa. Y espere sentado a que desaparezca de su vista. Como no se la lleve el viento.........

Muy recientemente, se ha publicado que la Universidad de Bristol ha patentado unos nuevos polímeros que, entre diversos usos, pudieran emplearse como gomas base de los chicles y cuya característica más relevante es que pueden eliminarse del suelo por la acción suave de agua jabonosa, lo que haría el asunto de la limpieza algo más fácil. He rastreado bastante durante estas Navidades la información publicada al respecto e incluso las publicaciones y patentes del líder del grupo de Bristol, un polimérico bastante conocido, tratando de buscar entre líneas las características de esos polímeros. Como era de esperar, poco he conseguido con esa información escrita y publicada. Los investigadores han constituido una empresa tipo spin-off para explotar comercialmente esos polímeros que se ofrecen bajo el nombre comercial de Revolymer, el mismo que han empleado para su nueva empresa. Entre lo poco que dejan entrever, es interesante anotar que parece que no se trata de estructuras químicas nuevas, sino de polímeros conocidos, adecuadamente modificados químicamente para poder regular a voluntad su carácter hidrofílico/hidrofóbico, esto es su amor-desamor por el agua. Con esa posible regulación, en el caso de su aplicación para chicles, parece adoptarse un carácter hidrofílico suficiente como para que el agua jabonosa se los lleve por delante. Porque hay que tener en cuenta que muy hidrofílico tampoco los podemos hacer, ya que en ese caso se nos disolverían en la boca en poco tiempo y se acabaría el placer de mascar. Así que me quedo al loro de lo que se pueda ir publicando y en el caso de la cuestión pasara a mayores y algún gran fabricante optara por esas gomas base, me faltará tiempo para hacerme con algún chicle que las contenga y hacer que mis colegas Josepi y Lu lo destripen hasta sus últimos componentes. Si los de Bristol se llevan el gato al agua y se hacen ricos con ese producto, el Búho os hará saber de qué demonios está hecho esa panacea a mis litigios con los compradores de Balú.

Y un saludo desde Los Belones, en Murcia, cerca de la horrible La Manga. Aquí he escrito la presente entrada que aunque tiene fecha de 2 de enero, la he concluido en la noche de Reyes. La pena es que ya se me acaban los días de asueto y tengo que volver....

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