Química, mente y SevenUp
Oscar Martínez Azumendi
Me invita el Búho a participar en su “blog”, proponiéndome “algo que relacione química y psique”. Menudo compromiso. De entrada presupongo que lo más indicado será hablar de los diferentes compuestos químicos, los neurotrasmisores, que acompasan el funcionamiento del Sistema Nervioso Central, rector de muchos funcionamientos automáticos del organismo y base de operaciones donde se sustentan el pensamiento y las emociones.
Algunos de los más conocidos, de mayor o menor interés dependiendo de las modas psiquiátricas imperantes, son la noradrenalina, la dopamina, la serotonina y la acetilcolina, protagonistas de una sugestiva serie de investigaciones que llevó (creo que fue por el Presidente Bush padre) a bautizar las postrimerías del pasado siglo como la “Decada del Cerebro”, prodigiosa también sin duda. Los avances han sido muchos, pero no tantos como los presupuestados, y aunque algo nos ayudan a mitigar el dolor inevitablemente asociado a nuestra condición humana, también han alimentado expectativas exageradas asociadas a supuestas píldoras de la felicidad. En cualquier caso, aunque cada vez conocemos más de los posibles desequilibrios químicos asociados a los anímicos, todavía estamos muy lejos de entender el mágico paso por el que la liberación de una minúscula gotita en nuestro cerebro permite la resolución final del Sudoku diario o hace asomar una furtiva lágrima tras un sentimiento que definimos como ternura.
Así que el tema me ha resultado muy arduo de abordar, previsiblemente en gran riesgo de desarrollarlo demasiado académicamente y, con toda probabilidad, traicionando el carácter espontáneo del “blog”. Puesto a considerar posibles alternativas eché mano de mis experiencias e identidad recóndita de químico, esa que muchos conservamos de nuestra infancia proclive a los “experimentos”, sublimados de forma exquisita con la inevitable “Cheminova”. De ahí, el salto a la tabla periódica, ¡esa si que abría posibilidades infinitas a las mezclas imposibles!. Bajo el hidrógeno encontrábamos el litio, sodio, potasio… y aquí es donde me voy a plantar, no para hablar del Na+ o del K+, iones fundamentales para entender la transmisión eléctrica del impulso nervioso desencadenado por la liberación de los ya desechados neurotrasmisores, sino del Litio (Li+), primer elemento de los llamados metales alcalinos.
Se atribuye su descubrimiento al químico suizo Arfvedson, que lo aisló de la petalita en 1817, bautizándolo en referencia al griego lithos que significa “piedra”. De forma sorprendente para un metal, el litio es más blando que el talco y menos denso que el agua, lo que, junto a su capacidad para reaccionar de forma violenta y potencialmente explosiva con ésta, hizo que alguien con suficiente humor como conocimientos de química aseverara que sería un gran metal para construir aviones si no fuera tan blanducho y no explotara en días lluviosos. Siendo muy abundante en la naturaleza, normalmente no se encuentra en forma libre sino en minerales como la espodumena, petalita y lepidolita que, en mi época de coleccionista, aprendí a clasificar como “silicatos de alto contenido en litio”. También puede encontrarse en las aguas marinas y algunas minerales. En cantidades menores aparece en el reino vegetal y, ya en nuestro cuerpo, se incluye, no sin cierta controversia, dentro de los oligoelementos o elementos traza, elementos químicos esenciales pero que se distribuyen en cantidades minúsculas en el organismo.
La historia del litio en medicina resulta curiosa y demostrativa de muchos de los tópicos asociados al desarrollo y utilización de los tratamientos farmacológicos, como son aquellos referidos a descubrimientos debidos al azar, utilización empírica de un producto sin conocimiento de sus mecanismos últimos de acción, cuestiones relativas al papel de las modas en la generalización de un tratamiento, indicaciones equivocadas con la consiguiente aparición de efectos secundarios insospechados o el papel de los beneficios económicos esperables para el mayor desarrollo de la investigación de un producto que, en este caso, serán previsiblemente pocos ya que no se trata de una molécula compleja conseguida tras una ardua síntesis sino de un elemento mondo y lirondo.
Tras su descubrimiento, se observó experimentalmente que el litio se combinaba muy bien con el ácido úrico produciendo una solución soluble. Esto hizo pensar que podría tener cierta utilidad para disolver y prevenir los nódulos de la gota (los causantes de los vendados y dolorosos pies de algunos personajes de los tebeos de nuestra infancia), lo que llevo a ensayarlo, a lo largo del S. XIX, en el tratamiento de muy variadas enfermedades como los cálculos renales, uremia, gota y reumatismo. El entusiasmo se extendió rápidamente a la población general que premió con el consumo a algunas aguas minerales alcalinas con un alto contenido en litio. Algunas de ellas todavía se comercializan como las conocidas Perrier o Vichy. ¡Ahora entendemos la fe de la abuela del Búho en las aguas de Alzola, también de alto contenido en litio!. Tal aceptación popular, sin duda con características cercanas a la superchería apoyada en la inmutable credulidad humana, hizo que se propusieran suplementos minerales de alto contenido en carbonato de litio para elaborar agua litinada, como los Lithinés del francés Dr. Gustin que invadieron igualmente nuestras farmacias a principios del pasado siglo y que nos dejaron el neologismo “litines”, para referirnos a las papeletas o sobres para hacer soda o mineralizar el agua de nieve en la montaña.
En 1927, Charles L. Grigg desarrolló en Estado Unidos un refresco que bautizó como “Bib-Label Lithiated Lemon-Lime Soda”, que no nos dirá nada a no ser que aclaremos que en 1936 cambió el nombre a un más escueto “7-Up”. Una curiosa denominación para la que se sigue considerando un enigma su origen y despierta las más variadas conjeturas acerca de lo que inspiró su elección: “Tenía 7 ingredientes”, “se vendía en botellas de 7 onzas”, “curaría 7 resacas”, “Grigg vio vacas marcadas con un símbolo parecido y le gustó”, “ganó mucho dinero al póquer con la séptima carta descubierta (up)” son algunos de los mitos urbanos que circulan sobre el apelativo. Nos quedaremos con la duda, ya que el inventor nunca explicó en público la razón del nombrecito. Sin embargo, ya que aquí vamos de química seleccionaremos como mejor otra de las propuestas: “7 es el peso atómico del Litio (por redondeo de 6,941)”. La receta original contenía citrato de litio, considerado como atiborrado de propiedades curativas y sin duda ingrediente de la ansiada Fuente de la Juventud lo que, en el caso de nuestra soda, hizo que un entusiasta galeno la presentara como “bebida de la salud, capaz de dar energía, entusiasmo, pelo lustroso y ojos brillantes”.
A lo largo de los años 40 empezaron a ser evidentes los beneficios derivados de una dieta hiposódica, es decir, sin sal, en los hipertensos y algunos enfermos del corazón. Pero lo que parece bueno para la salud, no siempre es conveniente para el disfrute, y en este caso la propuesta de una dieta sosa no es previsible que entusiasme a nadie. La solución parecía ser obvia. Si se utilizaba el cloruro de litio como sustituto del sódico, no sólo se evitaban los riesgos del sodio sino que se añadían los beneficios del benévolo litio. Desafortunadamente el lobo venía disfrazado bajo una piel de cordero y la utilización de mayores dosis diarias de litio que las utilizadas hasta entonces hizo que rápidamente aparecieran diversos efectos secundarios, incluidos algunos fallecimientos directamente atribuidos a las sales. Con el susto en el cuerpo, estas fueron rápidamente retiradas del mercado, incluidas las de nuestro refrescante 7-up, y prohibidas por la administración sanitaria americana en 1950.
Por la misma época, Cade en Australia mantenía la hipótesis de que la manía (estado de gran euforia y exaltación, polo afectivo opuesto a la depresión) era causada por el exceso de un producto normal del organismo. En su búsqueda de tan impetuosa sustancia, inyectó orina de enfermos maniacos en el abdomen de conejillos de indias que, lejos que exaltarse jubilosos, fallecían con más rapidez que aquellos a los que inyectó orina de enfermos con otros trastornos mentales o personas sanas. Supuso que era la urea la causante de tal desenlace, aunque para comprobar en que medida el ácido úrico aumentaba la toxicidad de esta, prosiguió el experimento suministrando urato de litio que, como ya se sabía desde el siglo anterior, era soluble y facilitaba de esta forma la inyección. Contra todo pronóstico el combinado pareció, sin embargo, tener efectos protectores. Intrigado y para comprobar si sería el litio el responsable de este efecto, suministró carbonato de litio a los inocentes “sagutxus” comprobando que al cabo de aproximadamente dos horas, aunque conscientes, se mostraban extremadamente letárgicos y faltos de respuesta, recuperándose posteriormente. El propio Cade reconoció años después que fue demasiado aventurado extrapolar la letargia de los animalitos al control de la excitación maniaca, máxime al considerar que la supuesta tranquilidad de los animales previsiblemente era debida a la propia toxicidad del litio.
Chiripa (ahora denominada serendipia por los amantes de las novedades lingüísticas) que quizás por la modestia, tanto del descubridor como de la revista en la que se publicó, no ha merecido para tan sencilla molécula química el que sea citada en los textos de historia de la psiquiatría como hito inagural de la moderna psicofarmacología, consideración otorgada a posteriores drogas de diseño más complejo aparecidas en los años 50. En cualquier caso, el “litio”, introducido como otras muchas veces en medicina a partir de una hipótesis equivocada, sigue siendo en numerosos casos el tratamiento de elección en los trastornos afectivos bipolares, hace todavía poco tiempo denominados más gráficamente como psicosis maniaco depresiva.
Su mecanismo de acción no se conoce, habiéndose propuesto diferentes hipótesis explicativas en las que no entraremos, considerando únicamente lo poco que tienen que ver unas propuestas con otras y si lo mucho que se acoplan, como vimos en el caso de la gota, con las modas imperantes. Lo que está claro es que los enfermos no sufren una carencia del mineral, como ocurre con el hierro en algunas anemias o el calcio en otros trastornos, sino que su aporte en dosis masivas resulta de algún modo beneficioso. La observación clínica de los efectos (deseables o indeseables) se complementa con la realización de análisis de los niveles de litio en sangre (litemia). Si los niveles son bajos se presupone que el tratamiento no será suficientemente efectivo y si pasa de cierta concentración el riesgo de efectos secundarios se incrementa. En el Hospital de Basurto, donde trabajo, se aceptan como aconsejables en el tratamiento de mantenimiento unas concentraciones entre 0,6 – 1,2 mmol/l. y, aunque no quiero creer que influya el que el hospital esté en Bilbao, existe cierto consenso en el resto del mundo acerca de estos niveles. Desafortunadamente la litemia puede verse afectada fácil y peligrosamente por variaciones en la dieta, hidratación o tratamientos concomitantes que pueden pasar desapercibidos para el paciente. Por este motivo, dado que la dosis terapéutica está muy cerca de la dosis tóxica son necesarios controles regulares y exhaustivos del tratamiento.
A pesar de algunos abusos o indicaciones poco adecuadas de la psicofarmacología, que a veces puede desviar la atención de otras intervenciones psicológicas o sociales más aconsejables, la terapéutica química ha supuesto un avance espectacular en el tratamiento de las enfermedades mentales. Sin embargo, en muchas ocasiones estos tratamientos, a diferencia de otros en medicina, son vistos como indeseables o amenazadores por parte de la población, que busca tratamientos “naturales” o alternativos, algunos de ellos, como muy oportunamente explicaba el Búho en anteriores entradas, de difícil sustentación científica. En el caso del litio, su carácter de “mineral natural” le sitúa en una posición inmejorable para ser utilizado como reclamo de ventas por compañías de remedios “naturales”, suministradoras de herboristerías y boticas de la abuela, con abultadas cuentas de resultados pero que difícilmente gastan un duro en investigación. Un ejemplo son los compuestos de orotato de litio, “trasportador orgánico natural” propuesto por el controvertido Dr. Nieper (a la sazón, defensor del iridodial extractado de las hormigas como reparador genético “natural” contra el cáncer) que desarrolló Serenity, comercializado (¡casi 10 veces más caro que el litio de las farmacias!) en concentraciones menores a las galénicas habituales, pero que aún así no justifica la negación explícita en su publicidad de cualquier tipo de efecto secundario ni soslayar un posible riesgo para las embarazadas, siendo el litio un reconocido teratógeno causante de malformaciones. ¡Como es un medicamento natural, mal no hará!, que diría erradamente aquel.
Para finalizar y en nuestro mejor intento de desagravio frente a algunos de los estragos históricos referidos más arriba entre los enfermos cardiacos, no podemos pasar por alto el beneficio que muchos más reciben de los marcapasos, alimentados de forma más eficiente con minúsculas baterías fundamentadas en el alto potencial electroquímico de nuestro ya querido litio. Dejaremos otras utilizaciones industriales en diversas aleaciones, cerámica, óptica, lubricantes, etc. para posibles entradas complementarias de mi cuñado, perdón, Búho Gris.
Me invita el Búho a participar en su “blog”, proponiéndome “algo que relacione química y psique”. Menudo compromiso. De entrada presupongo que lo más indicado será hablar de los diferentes compuestos químicos, los neurotrasmisores, que acompasan el funcionamiento del Sistema Nervioso Central, rector de muchos funcionamientos automáticos del organismo y base de operaciones donde se sustentan el pensamiento y las emociones.
Algunos de los más conocidos, de mayor o menor interés dependiendo de las modas psiquiátricas imperantes, son la noradrenalina, la dopamina, la serotonina y la acetilcolina, protagonistas de una sugestiva serie de investigaciones que llevó (creo que fue por el Presidente Bush padre) a bautizar las postrimerías del pasado siglo como la “Decada del Cerebro”, prodigiosa también sin duda. Los avances han sido muchos, pero no tantos como los presupuestados, y aunque algo nos ayudan a mitigar el dolor inevitablemente asociado a nuestra condición humana, también han alimentado expectativas exageradas asociadas a supuestas píldoras de la felicidad. En cualquier caso, aunque cada vez conocemos más de los posibles desequilibrios químicos asociados a los anímicos, todavía estamos muy lejos de entender el mágico paso por el que la liberación de una minúscula gotita en nuestro cerebro permite la resolución final del Sudoku diario o hace asomar una furtiva lágrima tras un sentimiento que definimos como ternura.
Así que el tema me ha resultado muy arduo de abordar, previsiblemente en gran riesgo de desarrollarlo demasiado académicamente y, con toda probabilidad, traicionando el carácter espontáneo del “blog”. Puesto a considerar posibles alternativas eché mano de mis experiencias e identidad recóndita de químico, esa que muchos conservamos de nuestra infancia proclive a los “experimentos”, sublimados de forma exquisita con la inevitable “Cheminova”. De ahí, el salto a la tabla periódica, ¡esa si que abría posibilidades infinitas a las mezclas imposibles!. Bajo el hidrógeno encontrábamos el litio, sodio, potasio… y aquí es donde me voy a plantar, no para hablar del Na+ o del K+, iones fundamentales para entender la transmisión eléctrica del impulso nervioso desencadenado por la liberación de los ya desechados neurotrasmisores, sino del Litio (Li+), primer elemento de los llamados metales alcalinos.
Se atribuye su descubrimiento al químico suizo Arfvedson, que lo aisló de la petalita en 1817, bautizándolo en referencia al griego lithos que significa “piedra”. De forma sorprendente para un metal, el litio es más blando que el talco y menos denso que el agua, lo que, junto a su capacidad para reaccionar de forma violenta y potencialmente explosiva con ésta, hizo que alguien con suficiente humor como conocimientos de química aseverara que sería un gran metal para construir aviones si no fuera tan blanducho y no explotara en días lluviosos. Siendo muy abundante en la naturaleza, normalmente no se encuentra en forma libre sino en minerales como la espodumena, petalita y lepidolita que, en mi época de coleccionista, aprendí a clasificar como “silicatos de alto contenido en litio”. También puede encontrarse en las aguas marinas y algunas minerales. En cantidades menores aparece en el reino vegetal y, ya en nuestro cuerpo, se incluye, no sin cierta controversia, dentro de los oligoelementos o elementos traza, elementos químicos esenciales pero que se distribuyen en cantidades minúsculas en el organismo.
La historia del litio en medicina resulta curiosa y demostrativa de muchos de los tópicos asociados al desarrollo y utilización de los tratamientos farmacológicos, como son aquellos referidos a descubrimientos debidos al azar, utilización empírica de un producto sin conocimiento de sus mecanismos últimos de acción, cuestiones relativas al papel de las modas en la generalización de un tratamiento, indicaciones equivocadas con la consiguiente aparición de efectos secundarios insospechados o el papel de los beneficios económicos esperables para el mayor desarrollo de la investigación de un producto que, en este caso, serán previsiblemente pocos ya que no se trata de una molécula compleja conseguida tras una ardua síntesis sino de un elemento mondo y lirondo.
Tras su descubrimiento, se observó experimentalmente que el litio se combinaba muy bien con el ácido úrico produciendo una solución soluble. Esto hizo pensar que podría tener cierta utilidad para disolver y prevenir los nódulos de la gota (los causantes de los vendados y dolorosos pies de algunos personajes de los tebeos de nuestra infancia), lo que llevo a ensayarlo, a lo largo del S. XIX, en el tratamiento de muy variadas enfermedades como los cálculos renales, uremia, gota y reumatismo. El entusiasmo se extendió rápidamente a la población general que premió con el consumo a algunas aguas minerales alcalinas con un alto contenido en litio. Algunas de ellas todavía se comercializan como las conocidas Perrier o Vichy. ¡Ahora entendemos la fe de la abuela del Búho en las aguas de Alzola, también de alto contenido en litio!. Tal aceptación popular, sin duda con características cercanas a la superchería apoyada en la inmutable credulidad humana, hizo que se propusieran suplementos minerales de alto contenido en carbonato de litio para elaborar agua litinada, como los Lithinés del francés Dr. Gustin que invadieron igualmente nuestras farmacias a principios del pasado siglo y que nos dejaron el neologismo “litines”, para referirnos a las papeletas o sobres para hacer soda o mineralizar el agua de nieve en la montaña.
En 1927, Charles L. Grigg desarrolló en Estado Unidos un refresco que bautizó como “Bib-Label Lithiated Lemon-Lime Soda”, que no nos dirá nada a no ser que aclaremos que en 1936 cambió el nombre a un más escueto “7-Up”. Una curiosa denominación para la que se sigue considerando un enigma su origen y despierta las más variadas conjeturas acerca de lo que inspiró su elección: “Tenía 7 ingredientes”, “se vendía en botellas de 7 onzas”, “curaría 7 resacas”, “Grigg vio vacas marcadas con un símbolo parecido y le gustó”, “ganó mucho dinero al póquer con la séptima carta descubierta (up)” son algunos de los mitos urbanos que circulan sobre el apelativo. Nos quedaremos con la duda, ya que el inventor nunca explicó en público la razón del nombrecito. Sin embargo, ya que aquí vamos de química seleccionaremos como mejor otra de las propuestas: “7 es el peso atómico del Litio (por redondeo de 6,941)”. La receta original contenía citrato de litio, considerado como atiborrado de propiedades curativas y sin duda ingrediente de la ansiada Fuente de la Juventud lo que, en el caso de nuestra soda, hizo que un entusiasta galeno la presentara como “bebida de la salud, capaz de dar energía, entusiasmo, pelo lustroso y ojos brillantes”.
A lo largo de los años 40 empezaron a ser evidentes los beneficios derivados de una dieta hiposódica, es decir, sin sal, en los hipertensos y algunos enfermos del corazón. Pero lo que parece bueno para la salud, no siempre es conveniente para el disfrute, y en este caso la propuesta de una dieta sosa no es previsible que entusiasme a nadie. La solución parecía ser obvia. Si se utilizaba el cloruro de litio como sustituto del sódico, no sólo se evitaban los riesgos del sodio sino que se añadían los beneficios del benévolo litio. Desafortunadamente el lobo venía disfrazado bajo una piel de cordero y la utilización de mayores dosis diarias de litio que las utilizadas hasta entonces hizo que rápidamente aparecieran diversos efectos secundarios, incluidos algunos fallecimientos directamente atribuidos a las sales. Con el susto en el cuerpo, estas fueron rápidamente retiradas del mercado, incluidas las de nuestro refrescante 7-up, y prohibidas por la administración sanitaria americana en 1950.
Por la misma época, Cade en Australia mantenía la hipótesis de que la manía (estado de gran euforia y exaltación, polo afectivo opuesto a la depresión) era causada por el exceso de un producto normal del organismo. En su búsqueda de tan impetuosa sustancia, inyectó orina de enfermos maniacos en el abdomen de conejillos de indias que, lejos que exaltarse jubilosos, fallecían con más rapidez que aquellos a los que inyectó orina de enfermos con otros trastornos mentales o personas sanas. Supuso que era la urea la causante de tal desenlace, aunque para comprobar en que medida el ácido úrico aumentaba la toxicidad de esta, prosiguió el experimento suministrando urato de litio que, como ya se sabía desde el siglo anterior, era soluble y facilitaba de esta forma la inyección. Contra todo pronóstico el combinado pareció, sin embargo, tener efectos protectores. Intrigado y para comprobar si sería el litio el responsable de este efecto, suministró carbonato de litio a los inocentes “sagutxus” comprobando que al cabo de aproximadamente dos horas, aunque conscientes, se mostraban extremadamente letárgicos y faltos de respuesta, recuperándose posteriormente. El propio Cade reconoció años después que fue demasiado aventurado extrapolar la letargia de los animalitos al control de la excitación maniaca, máxime al considerar que la supuesta tranquilidad de los animales previsiblemente era debida a la propia toxicidad del litio.
Chiripa (ahora denominada serendipia por los amantes de las novedades lingüísticas) que quizás por la modestia, tanto del descubridor como de la revista en la que se publicó, no ha merecido para tan sencilla molécula química el que sea citada en los textos de historia de la psiquiatría como hito inagural de la moderna psicofarmacología, consideración otorgada a posteriores drogas de diseño más complejo aparecidas en los años 50. En cualquier caso, el “litio”, introducido como otras muchas veces en medicina a partir de una hipótesis equivocada, sigue siendo en numerosos casos el tratamiento de elección en los trastornos afectivos bipolares, hace todavía poco tiempo denominados más gráficamente como psicosis maniaco depresiva.
Su mecanismo de acción no se conoce, habiéndose propuesto diferentes hipótesis explicativas en las que no entraremos, considerando únicamente lo poco que tienen que ver unas propuestas con otras y si lo mucho que se acoplan, como vimos en el caso de la gota, con las modas imperantes. Lo que está claro es que los enfermos no sufren una carencia del mineral, como ocurre con el hierro en algunas anemias o el calcio en otros trastornos, sino que su aporte en dosis masivas resulta de algún modo beneficioso. La observación clínica de los efectos (deseables o indeseables) se complementa con la realización de análisis de los niveles de litio en sangre (litemia). Si los niveles son bajos se presupone que el tratamiento no será suficientemente efectivo y si pasa de cierta concentración el riesgo de efectos secundarios se incrementa. En el Hospital de Basurto, donde trabajo, se aceptan como aconsejables en el tratamiento de mantenimiento unas concentraciones entre 0,6 – 1,2 mmol/l. y, aunque no quiero creer que influya el que el hospital esté en Bilbao, existe cierto consenso en el resto del mundo acerca de estos niveles. Desafortunadamente la litemia puede verse afectada fácil y peligrosamente por variaciones en la dieta, hidratación o tratamientos concomitantes que pueden pasar desapercibidos para el paciente. Por este motivo, dado que la dosis terapéutica está muy cerca de la dosis tóxica son necesarios controles regulares y exhaustivos del tratamiento.
A pesar de algunos abusos o indicaciones poco adecuadas de la psicofarmacología, que a veces puede desviar la atención de otras intervenciones psicológicas o sociales más aconsejables, la terapéutica química ha supuesto un avance espectacular en el tratamiento de las enfermedades mentales. Sin embargo, en muchas ocasiones estos tratamientos, a diferencia de otros en medicina, son vistos como indeseables o amenazadores por parte de la población, que busca tratamientos “naturales” o alternativos, algunos de ellos, como muy oportunamente explicaba el Búho en anteriores entradas, de difícil sustentación científica. En el caso del litio, su carácter de “mineral natural” le sitúa en una posición inmejorable para ser utilizado como reclamo de ventas por compañías de remedios “naturales”, suministradoras de herboristerías y boticas de la abuela, con abultadas cuentas de resultados pero que difícilmente gastan un duro en investigación. Un ejemplo son los compuestos de orotato de litio, “trasportador orgánico natural” propuesto por el controvertido Dr. Nieper (a la sazón, defensor del iridodial extractado de las hormigas como reparador genético “natural” contra el cáncer) que desarrolló Serenity, comercializado (¡casi 10 veces más caro que el litio de las farmacias!) en concentraciones menores a las galénicas habituales, pero que aún así no justifica la negación explícita en su publicidad de cualquier tipo de efecto secundario ni soslayar un posible riesgo para las embarazadas, siendo el litio un reconocido teratógeno causante de malformaciones. ¡Como es un medicamento natural, mal no hará!, que diría erradamente aquel.
Para finalizar y en nuestro mejor intento de desagravio frente a algunos de los estragos históricos referidos más arriba entre los enfermos cardiacos, no podemos pasar por alto el beneficio que muchos más reciben de los marcapasos, alimentados de forma más eficiente con minúsculas baterías fundamentadas en el alto potencial electroquímico de nuestro ya querido litio. Dejaremos otras utilizaciones industriales en diversas aleaciones, cerámica, óptica, lubricantes, etc. para posibles entradas complementarias de mi cuñado, perdón, Búho Gris.
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