Películas y bolas de billar con peligro: nitrato de celulosa
Uno de los jóvenes amigos que el uso de las redes sociales me ha permitido conocer es Oskar González Mendía, un químico analítico especializado en cuestiones que tienen que ver con las implicaciones de la Química en el mundo del arte. Desde principios de este año está publicando en Twitter un tuit diario, con interesantes ejemplos de esa relación que acabo de mencionar. Y este domingo, el publicado tenía que ver con el papel que un polímero (plástico) semisintético, el nitrato de celulosa, ha jugado en el mundo del cine del siglo XX, haciendo referencia, además, a los peligros que ello conllevaba por su carácter altamente inflamable. Lo que me recordó un post que escribí en los albores de este Blog y que, como otros publicados en 2006 y por razones que ya he mencionado en otros casos similares, ha pasado sin pena ni gloria a pesar de lo que me lo trabajé. Así que he decidido reescribirlo, actualizarlo y aligerarlo un poco porque anda que no me enrollaba yo hace doce años.
Hacia la mitad del siglo XIX, el uso extendido del marfil en las empuñaduras de cubiertos de todo tipo, en los teclados de los pianos, en joyería y, sobre todo, en las bolas de billar, hizo empezar a temer por las poblaciones de elefantes. El caso de las bolas de billar era particularmente importante, pues su consumo se estaba incrementando y posibles materiales sustitutivos, como la madera maciza de procedencia arbórea diversa, no tenían las propiedades adecuadas para el choque cuasielástico requerido por profesionales cualificados en tal disciplina. Así que el más importante fabricante americano de bolas de billar, Phelan and Collander, instituyó, en la década de los sesenta de ese siglo XIX, un preciado premio de 10.000 $, destinado al inventor que pudiera proporcionar un material que sustituyera al marfil de sus bien amadas bolas (de billar). Un inventor de Albany, en el Estado de Nueva York, J.W. Hyatt Jr., decidió que el premio merecía un esfuerzo más que razonable y se puso a trabajar. No está del todo claro claro de dónde le llegó la información que cristalizó en su inventó, pero el caso es que para 1869 había conseguido unas bolas de billar elaboradas casi exclusivamente con un material que, por aquel entonces, era conocido entre los iniciados como colodión.
Pero el colodión tenía ya, para entonces, su pequeña historia que merece ser contada con cierto detalle. Veinticinco años antes, un profesor de Química de Basilea, C.F. Schönbein, había escrito una carta a Faraday en la que le comunicaba que, siguiendo trabajos previos de unos químicos franceses, Pelouze y Braconnet, había conseguido hacer reaccionar papel con una mezcla de ácidos nítrico y sulfúrico, obteniendo una nueva sustancia de propiedades bastante curiosas y que hoy denominamos nitrato de celulosa porque, como ya sabemos, el papel está básicamente constituido por fibras de celulosa, un polisacárido que ya nos hemos encontrado previamente (véase esta entrada). Las fibras de celulosa son también las que forman parte de los tejidos de algodón, una precisión que debo hacer para que la historia que sigue debajo tenga una cierta consistencia. El hecho de hacer reaccionar a una sustancia de origen natural (celulosa) con productos químicos, para dar lugar al nitrato de celulosa, es lo que confiere a este polímero la etiqueta de semisintético.
Dependiendo del grado de nitración de la celulosa o, lo que es lo mismo, de la intensidad del ataque del acido nítrico sobre ella, el producto resultante podía ser desde una plastilina semisólida, capaz de ser moldeada en diversas formas y objetos, hasta un líquido muy viscoso. Schönbein también avisaba de sus propiedades explosivas y de hecho, en años sucesivos, ese material se utilizó con fines bélicos, con denominaciones como algodón de cañón o nitrocelulosa.
En cuanto los detalles de la carta de Schönbein cayeron en manos del looby parisino de la Química, Louis Ménard, un estudiante de Pelouze, se puso a investigar en el tema y pronto descubrió que el nitrato de celulosa podía disolverse muy bien en una mezcla de etanol y éter, disolución que fueron los primeros en bautizar como colodión. Cuando la disolución, cual un barniz cualquiera, se aplicaba sobre una superficie y se dejaba que el disolvente se evaporara, se generaba un filme sólido, elástico, dúctil y a prueba de agua.
Pero, en aquella época, los sabios franceses andaban muy atareados en disputas internas de su Académie y no investigaron lo suficiente como para que se les ocurriera aplicación alguna para el citado material, aunque algunos años más tarde, y ya en otros países como Gran Bretaña o Estados Unidos, la gente usaba las disoluciones de colodión como pegamento. De hecho, si uno investiga los precedentes del famoso pegamento Imedio que nos acompañó en nuestra infancia a los hoy ya sesentones, los primeros preparados de esa marca no andaban muy lejos del colodión. En una aplicación más pedestre (y nunca mejor aplicado el adjetivo) las disoluciones de colodión también se aplicaban como un remedio que ayudaba a eliminar los callos de los pies.
Aunque no sabemos casi nada sobre la relación entre Schönbein, los franceses y otros colegas de la pérfida Albión, lo cierto es que en la Exposición Internacional celebrada en Londres en 1862, un inventor del país llamado Alexander Parkes, exhibió en su stand una serie de objetos moldeados a partir de disoluciones más o menos concentradas de nitrato de celulosa. Se incluían allí cajas para guardar joyas, dientes artificiales, botones, empuñaduras de navajas y otros objetos, algunos de los cuales podéis ver en el Museo de la Ciencia de la capital londinense, si buscáis adecuadamente.
Parkes, que denominaba a su material parkesina (modesto que era el hombre), fue uno de los triunfadores de la Exposición, ya que ganó una medalla de bronce y, casi inmediatamente, se metió en la aventura de comercializar sus productos. A finales de los sesenta de ese siglo XIX el catálogo había ido creciendo e incluía brazaletes, pendientes, mangos de paraguas y hasta alguna bola de billar. Sin embargo, la aventura parkesiana duró poco y el negocio se fue a pique. Dicen los historiadores que la causa fundamental fue el empleo paulatino de algodones (la fuente de celulosa de la industria de Parkes) de cada vez peor calidad a medida que los pedidos iban creciendo, aunque otros lo atribuyen a problemas con el carácter inflamable de la parkesina o a complicaciones en la gestión empresarial.
Como parte de la liquidación de la sociedad entre los acreedores, la patente de la parkesina fue asignada a un antiguo asociado de Parkes, Daniel Spill, que decidió volverlo a intentar creando dos compañías, una en Inglaterra y otra en USA. Y, en este punto temporal, la historia se encuentra con el concurso convocado para buscar nuevas bolas de billar y las propuestas del neoyorquino Mr. Hyatt. Este es también el momento en el que empieza el que, probablemente, es el primero de los litigios que, a lo largo de la historia, han jalonado la historia de los polímeros.
Las bolas no marfileñas que Mr. Hyatt había patentado no pasaron las primeras pruebas de su uso en los salones de billar. Se inflamaban rápidamente si alguien las tocaba con un cigarro y hay una curiosa carta a Hyatt del propietario de un salón de billar de Colorado en el que le describe que, a veces, un golpe un tanto desmesurado sobre la bola provocaba una explosión de la misma, con un ruido parecido a un disparo. La cosa no era para tomársela en broma porque ya se sabe que, en aquella época, a todo el mundo los dedos se les volvían huéspedes a la hora de desenfundar las armas que llevaban al cinto, con lo que se podía montar la mundial en pocos segundos. En 1870, Hyatt consiguió avanzar un paso más en sus investigaciones y presentó una patente en la que propugnaba que si en la cubierta final de las bolas se empleaba una mezcla de nitrato de celulosa y alcanfor, el asunto de los disparos súbitos se controlaba mucho mejor. A esa mezcla, Hyatt lo bautizó como celuloide y su aceptación por el mercado bajó sustancialmente el precio de las bolas y contribuyó a la popularización del billar. Hoy sabemos que el papel fundamental del alcanfor es hacer de plastificante del nitrato de celulosa o, dicho en otras palabras, convierte a éste en un material más blandito, algo similar al empleo de los ftalatos en el PVC que se usa para fabricar cortinas de baño o balones de playa.
Además de las bolas de billar, otros muchos objetos empezaron a producirse con el mencionado celuloide. Me quedo con los cuellos duros que llevaban los frailes corazonistas que me martirizaron en mis años mozos. O con los famosos dickies, esas rígidas falsas pecheras de camisas que hemos visto en muchas películas de cine mudo. Pero el nuevo propietario de la patente de la parkesina, Spill, estaba al loro de lo que se cocía en torno a las bolas de billar y, enseguida, presentó una demanda contra la patente de Hyatt, argumentando que el uso del alcanfor había sido ya introducido por su antigua empresa en algunos de los preparados a base de parkesina. El caso fue largo, caro y complicado y duró hasta 1887, cuando Spill murió sin conseguir su propósito y la Corte Suprema de EEUU archivó la querella. El asunto curioso es que Parkes testificó en el juicio a favor de Hyatt y en contra de Spill, su antiguo socio. Dicen las malas lenguas que se la tenía guardada, porque pensaba que una parte de la quiebra de la empresa se debía a una mala gestión interesada de Spill.
El celuloide, entendido como nitrato de celulosa con algunos aditivos que lo hacían más blandito, flexible y manejable, se empleó posteriormente como material para la impresión fotográfica y, algo más tarde, como soporte para registrar y reproducir las primeras películas. En esa aplicación hubo también más de un susto, pues si bien se había controlado el carácter explosivo del material allí empleado, el celuloide no deja de ser un material de llama fácil y más de un archivo de películas antiguas ha ardido, como la Roma de Nerón, sin poderse hacer nada para remediarlo. En los años posteriores, el nitrato de celulosa fue sustituido por el acetato de celulosa, un pariente próximo que resulta de tratar las fibras de celulosa con otro ácido, el acético (el ácido del vinagre). Ambas celulosas modificadas son igualmente parientes del celofán que vimos en otra entrada. De nuevo, como en el caso del nitrato de celulosa, pueden conseguirse diferentes grados de acetilación de la celulosa, obteniéndose materiales muy variados.
El acetato de celulosa ha sido hasta los años 60 del siglo XX el soporte fundamental del material de fotos y películas, al permitir que sobre él se realizara una correcta dispersión de sales de plata sobre una capa de gelatina depositada sobre el acetato. A partir de 1960/70, el acetato de celulosa ha sido reemplazado como tal soporte por un plástico de origen puramente sintético, el polietilen tereftalato, PET, el mismo que empleamos hoy en día en la mayoría de las botellas de agua y bebidas carbonatadas y el mismo que ha constituido la mayor parte de las fibras que aparecen como poliéster en las etiquetas de nuestra vestimenta.
Luego ha llegado la era digital y todo eso ha pasado a la historia. Al pobre celuloide le han quedado nichos de mercado como las bolas de ping-pong y también se sigue empleando nitrato de celulosa en algunas lacas de uñas. Pero tranquilas, chicas, que no van a explotar.
Hacia la mitad del siglo XIX, el uso extendido del marfil en las empuñaduras de cubiertos de todo tipo, en los teclados de los pianos, en joyería y, sobre todo, en las bolas de billar, hizo empezar a temer por las poblaciones de elefantes. El caso de las bolas de billar era particularmente importante, pues su consumo se estaba incrementando y posibles materiales sustitutivos, como la madera maciza de procedencia arbórea diversa, no tenían las propiedades adecuadas para el choque cuasielástico requerido por profesionales cualificados en tal disciplina. Así que el más importante fabricante americano de bolas de billar, Phelan and Collander, instituyó, en la década de los sesenta de ese siglo XIX, un preciado premio de 10.000 $, destinado al inventor que pudiera proporcionar un material que sustituyera al marfil de sus bien amadas bolas (de billar). Un inventor de Albany, en el Estado de Nueva York, J.W. Hyatt Jr., decidió que el premio merecía un esfuerzo más que razonable y se puso a trabajar. No está del todo claro claro de dónde le llegó la información que cristalizó en su inventó, pero el caso es que para 1869 había conseguido unas bolas de billar elaboradas casi exclusivamente con un material que, por aquel entonces, era conocido entre los iniciados como colodión.
Pero el colodión tenía ya, para entonces, su pequeña historia que merece ser contada con cierto detalle. Veinticinco años antes, un profesor de Química de Basilea, C.F. Schönbein, había escrito una carta a Faraday en la que le comunicaba que, siguiendo trabajos previos de unos químicos franceses, Pelouze y Braconnet, había conseguido hacer reaccionar papel con una mezcla de ácidos nítrico y sulfúrico, obteniendo una nueva sustancia de propiedades bastante curiosas y que hoy denominamos nitrato de celulosa porque, como ya sabemos, el papel está básicamente constituido por fibras de celulosa, un polisacárido que ya nos hemos encontrado previamente (véase esta entrada). Las fibras de celulosa son también las que forman parte de los tejidos de algodón, una precisión que debo hacer para que la historia que sigue debajo tenga una cierta consistencia. El hecho de hacer reaccionar a una sustancia de origen natural (celulosa) con productos químicos, para dar lugar al nitrato de celulosa, es lo que confiere a este polímero la etiqueta de semisintético.
Dependiendo del grado de nitración de la celulosa o, lo que es lo mismo, de la intensidad del ataque del acido nítrico sobre ella, el producto resultante podía ser desde una plastilina semisólida, capaz de ser moldeada en diversas formas y objetos, hasta un líquido muy viscoso. Schönbein también avisaba de sus propiedades explosivas y de hecho, en años sucesivos, ese material se utilizó con fines bélicos, con denominaciones como algodón de cañón o nitrocelulosa.
En cuanto los detalles de la carta de Schönbein cayeron en manos del looby parisino de la Química, Louis Ménard, un estudiante de Pelouze, se puso a investigar en el tema y pronto descubrió que el nitrato de celulosa podía disolverse muy bien en una mezcla de etanol y éter, disolución que fueron los primeros en bautizar como colodión. Cuando la disolución, cual un barniz cualquiera, se aplicaba sobre una superficie y se dejaba que el disolvente se evaporara, se generaba un filme sólido, elástico, dúctil y a prueba de agua.
Pero, en aquella época, los sabios franceses andaban muy atareados en disputas internas de su Académie y no investigaron lo suficiente como para que se les ocurriera aplicación alguna para el citado material, aunque algunos años más tarde, y ya en otros países como Gran Bretaña o Estados Unidos, la gente usaba las disoluciones de colodión como pegamento. De hecho, si uno investiga los precedentes del famoso pegamento Imedio que nos acompañó en nuestra infancia a los hoy ya sesentones, los primeros preparados de esa marca no andaban muy lejos del colodión. En una aplicación más pedestre (y nunca mejor aplicado el adjetivo) las disoluciones de colodión también se aplicaban como un remedio que ayudaba a eliminar los callos de los pies.
Aunque no sabemos casi nada sobre la relación entre Schönbein, los franceses y otros colegas de la pérfida Albión, lo cierto es que en la Exposición Internacional celebrada en Londres en 1862, un inventor del país llamado Alexander Parkes, exhibió en su stand una serie de objetos moldeados a partir de disoluciones más o menos concentradas de nitrato de celulosa. Se incluían allí cajas para guardar joyas, dientes artificiales, botones, empuñaduras de navajas y otros objetos, algunos de los cuales podéis ver en el Museo de la Ciencia de la capital londinense, si buscáis adecuadamente.
Parkes, que denominaba a su material parkesina (modesto que era el hombre), fue uno de los triunfadores de la Exposición, ya que ganó una medalla de bronce y, casi inmediatamente, se metió en la aventura de comercializar sus productos. A finales de los sesenta de ese siglo XIX el catálogo había ido creciendo e incluía brazaletes, pendientes, mangos de paraguas y hasta alguna bola de billar. Sin embargo, la aventura parkesiana duró poco y el negocio se fue a pique. Dicen los historiadores que la causa fundamental fue el empleo paulatino de algodones (la fuente de celulosa de la industria de Parkes) de cada vez peor calidad a medida que los pedidos iban creciendo, aunque otros lo atribuyen a problemas con el carácter inflamable de la parkesina o a complicaciones en la gestión empresarial.
Como parte de la liquidación de la sociedad entre los acreedores, la patente de la parkesina fue asignada a un antiguo asociado de Parkes, Daniel Spill, que decidió volverlo a intentar creando dos compañías, una en Inglaterra y otra en USA. Y, en este punto temporal, la historia se encuentra con el concurso convocado para buscar nuevas bolas de billar y las propuestas del neoyorquino Mr. Hyatt. Este es también el momento en el que empieza el que, probablemente, es el primero de los litigios que, a lo largo de la historia, han jalonado la historia de los polímeros.
Las bolas no marfileñas que Mr. Hyatt había patentado no pasaron las primeras pruebas de su uso en los salones de billar. Se inflamaban rápidamente si alguien las tocaba con un cigarro y hay una curiosa carta a Hyatt del propietario de un salón de billar de Colorado en el que le describe que, a veces, un golpe un tanto desmesurado sobre la bola provocaba una explosión de la misma, con un ruido parecido a un disparo. La cosa no era para tomársela en broma porque ya se sabe que, en aquella época, a todo el mundo los dedos se les volvían huéspedes a la hora de desenfundar las armas que llevaban al cinto, con lo que se podía montar la mundial en pocos segundos. En 1870, Hyatt consiguió avanzar un paso más en sus investigaciones y presentó una patente en la que propugnaba que si en la cubierta final de las bolas se empleaba una mezcla de nitrato de celulosa y alcanfor, el asunto de los disparos súbitos se controlaba mucho mejor. A esa mezcla, Hyatt lo bautizó como celuloide y su aceptación por el mercado bajó sustancialmente el precio de las bolas y contribuyó a la popularización del billar. Hoy sabemos que el papel fundamental del alcanfor es hacer de plastificante del nitrato de celulosa o, dicho en otras palabras, convierte a éste en un material más blandito, algo similar al empleo de los ftalatos en el PVC que se usa para fabricar cortinas de baño o balones de playa.
Además de las bolas de billar, otros muchos objetos empezaron a producirse con el mencionado celuloide. Me quedo con los cuellos duros que llevaban los frailes corazonistas que me martirizaron en mis años mozos. O con los famosos dickies, esas rígidas falsas pecheras de camisas que hemos visto en muchas películas de cine mudo. Pero el nuevo propietario de la patente de la parkesina, Spill, estaba al loro de lo que se cocía en torno a las bolas de billar y, enseguida, presentó una demanda contra la patente de Hyatt, argumentando que el uso del alcanfor había sido ya introducido por su antigua empresa en algunos de los preparados a base de parkesina. El caso fue largo, caro y complicado y duró hasta 1887, cuando Spill murió sin conseguir su propósito y la Corte Suprema de EEUU archivó la querella. El asunto curioso es que Parkes testificó en el juicio a favor de Hyatt y en contra de Spill, su antiguo socio. Dicen las malas lenguas que se la tenía guardada, porque pensaba que una parte de la quiebra de la empresa se debía a una mala gestión interesada de Spill.
El celuloide, entendido como nitrato de celulosa con algunos aditivos que lo hacían más blandito, flexible y manejable, se empleó posteriormente como material para la impresión fotográfica y, algo más tarde, como soporte para registrar y reproducir las primeras películas. En esa aplicación hubo también más de un susto, pues si bien se había controlado el carácter explosivo del material allí empleado, el celuloide no deja de ser un material de llama fácil y más de un archivo de películas antiguas ha ardido, como la Roma de Nerón, sin poderse hacer nada para remediarlo. En los años posteriores, el nitrato de celulosa fue sustituido por el acetato de celulosa, un pariente próximo que resulta de tratar las fibras de celulosa con otro ácido, el acético (el ácido del vinagre). Ambas celulosas modificadas son igualmente parientes del celofán que vimos en otra entrada. De nuevo, como en el caso del nitrato de celulosa, pueden conseguirse diferentes grados de acetilación de la celulosa, obteniéndose materiales muy variados.
El acetato de celulosa ha sido hasta los años 60 del siglo XX el soporte fundamental del material de fotos y películas, al permitir que sobre él se realizara una correcta dispersión de sales de plata sobre una capa de gelatina depositada sobre el acetato. A partir de 1960/70, el acetato de celulosa ha sido reemplazado como tal soporte por un plástico de origen puramente sintético, el polietilen tereftalato, PET, el mismo que empleamos hoy en día en la mayoría de las botellas de agua y bebidas carbonatadas y el mismo que ha constituido la mayor parte de las fibras que aparecen como poliéster en las etiquetas de nuestra vestimenta.
Luego ha llegado la era digital y todo eso ha pasado a la historia. Al pobre celuloide le han quedado nichos de mercado como las bolas de ping-pong y también se sigue empleando nitrato de celulosa en algunas lacas de uñas. Pero tranquilas, chicas, que no van a explotar.
1 comentario:
Estimado Juan.
Perdona pero no encontraba la manera de hacerte llegar este email.
Tal vez ya estés enterado por otro lado.
Me pongo en contacto contigo para informar de la publicación de un nuevo libro de divulgación y que bajo licencia Creative Commons se puede descargar (pdf) de manera gratuita a través de este blog:
https://cienciayyoquierosercientifico.blogspot.com.es/
Participan más de un centenar de científicos con la intención de animar/ fomentar las inquietudes científicas de los jóvenes.
Es de destacar que casi la mitad de los partícipes son científicas.
Este libro es muy recomendable para jóvenes de entre 14-18 años y de lectura muy agradable para los mayores también.
Animamos a difundir este libro, y su espíritu, en centros de enseñanzas medias.
Tenemos una pestaña de "Reseñas" donde vamos poniendo los sitios donde se menciona.
https://cienciayyoquierosercientifico.blogspot.com.es/p/resenas.html
Recibe un cordial saludo.
Quintín Garrido
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