Anestesiando
Mi primer contacto con un anestésico data del año 1957, cuando el tierno infante que entonces yo era, tuvo que ser operado de amígdalas, un molesto apéndice que había arruinado mis primeros años de vida. De aquella experiencia recuerdo a alguien que me anunciaba que me iba a dormir, mientras me ponía una máscara de caucho rojizo sobre la boca, una versión de la época de la que veis en la foto. Lo siguiente que recuerdo es que, ya en mi casa, me dolía mucho la garganta y todo el mundo parecía empeñado en que tenía que comerme todos los helados que me pidiera el cuerpo, una deferencia particularmente agradable, pero poco habitual, para un niño de los cincuenta.
Desde entonces, hasta veinte años más tarde, esa truculenta vivencia se asociaba en mi mente al nombre del cloroformo que, según decía mi madre, era lo que sirvió para dormirme. Puede que sea verdad, pero transcurridos esos veinte años, la comadrona que ya me acompañaba en los setenta y que, por entonces, mantenía con sus múltiples actividades profesionales mi incipiente carrera de científico, me hablaba repetidamente del Trilene, un producto con el que un ginecólogo, que contribuía a nuestra humilde cuenta corriente, anestesiaba a sus clientas de la jet society donostiarra. Nunca me ha quedado muy claro si a mi me durmieron con cloroformo o con su primo, el tricloroetileno o Trilene. Aunque intuyo que, dado mi origen, mis amigdalas pasaron a mejor vida bajo los efluvios del primero, un anestésico en franca decadencia en aquellos años.
En cualquier caso, esta entrada tiene que ver con los orígenes de la anestesia que, junto con la asepsia, derivada del uso del fenol o ácido carbólico y sobre el que tengo que escribir algo, puede conceptuarse, probablemente, como el mayor éxito de la medicina en el siglo XIX. La casi simultaneidad de ambos logros hizo que la cirugía acabara implantada como una rama eficiente y accesible de la medicina, al caer dramáticamente los riesgos de infección y al rebajarse sensiblemente los niveles de dolor que el pobre incauto que se sometía a una operación (a veces tan sencilla como una extracción dental) tenía que soportar. En una serie de documentos que he leído recientemente sobre la historia de la anestesia, lo que ha llamado la atención al químico que llevo dentro, es la concurrencia en sus orígenes de moléculas químicas relativamente sencillas. Evidentemente, los posteriores logros de la química médica han conseguido anestésicos y narcóticos de estructuras algo más complicadas, con una potencia miles de veces superior a los incipientes anestésicos que vamos a considerar aquí. Muchos de los pobres y sencillos pioneros están ya en desuso, tras ser considerados, en muchos casos, peligrosos para la salud. Pero, peligrosos o no, muchos humanos han hecho más largo su tránsito por este mundo, gracias a las facilidades que estas moléculas han dado a los cirujanos a la hora de diseccionar problemas acuciantes.
En 1839, el cirujano francés Louis Velpeau se lamentaba de que "eliminar el dolor de una operación quirúrgica es una quimera que no podemos permitirnos considerar en nuestro tiempo". Hasta entonces, las herramientas de que se disponía descansaban en el uso de algunas plantas opiáceas, en el empleo local del hielo o en poner ciego de alcohol al intervenido. El pesimismo de Velpeau, generalizado en la época, tardó menos de una década en volverse obsoleto, gracias a un gas sintetizado por uno de los genios de la Química del siglo XVIII, Joseph Priestley, un clérigo inconformista al que debemos el descubrimiento de una veintena de gases, entre ellos el oxígeno, con el acabó con la teoría del flogisto. Entre esa veintena de gases descubiertos se encuentra tambien el sencillo óxido nitroso, N2O, un gas que desde 1775, año en el que Priestley lo sintetizó, durmió el sueño de su propia anestesia hasta que otro genio de la Química, Humphrey Davy, empezó a experimentar con él.
Como era tradicional en los químicos de la época, Davy se dedicó a inhalar el óxido nitroso, comprobando que, adecuadamente purificado, le inducía una sensación de euforia que le llevó a bautizarlo como "el gas de la risa". En 1800, Davy publicó un extenso volumen con sus investigaciones sobre el N2O, donde ya apuntaba su capacidad para eliminar la sensación de dolor, capacidad que podría utilizarse en operaciones quirúrgicas.
Pero nadie reparó en las sugerencias del preclaro químico hasta 40 años más tarde, cuando un dentista llamado Horace Wells (los dentistas han sido claves en el desarrollo de anestésicos), tras una demostración en la que contempló a un charlatán de feria hacer experiencias con el N2O y el público, fue capaz de darse cuenta del potencial que el gas tenía como anestésico. Tras extraer sin dolor varias piezas dentales a diversos clientes, consiguió convencer al prestigioso cirujano del Massachusetts General Hospital, John Collins Warren, para que empleara su estrategia en una operación algo más complicada que la simple extracción de una muela. Con muchos médicos y estudiantes delante, Warren la emprendió con un paciente que, desgraciadamente para él, se despertó durante la "charcutería fina" que pretendía el galeno, empezó a gritar como un poseso y dentista y cirujano salieron de la sala rojos como tomates y con el rabo entre las piernas.
Pero Warren era un cirujano terco y, solo un año más tarde, en octubre de 1846, en la misma sala en la que había fracasado y a instancias de otro dentista, William T.G. Morton, lo intentó de nuevo. Haciendo inhalar esta vez al paciente una nueva sustancia, un líquido muy volátil (y de sencilla fórmula molecular) que responde al nombre de éter etílico o dietil éter, Warren eliminó un tumor del cuello de un ciudadano inconsciente, consiguiendo además que éste despertara tras la operación sin haber sentido dolor alguno. Ese día, el 16 de octubre de 1846, se recuerda como el Ether Day y la sala del Massachusetts General Hospital donde tuvo lugar el acontecimiento, y que aún se puede visitar, se conoce como Ether Dome.
El cloroformo CHCl3 tampoco tiene muchas complicaciones en su estructura química. Sus relaciones con la anestesia son también largas y complejas y arrancan con su síntesis simultánea, en 1831, en tres laboratorios diferentes de USA, Francia y Alemania, coincidencia ésta que denota la actividad investigadora para la época. Pero nada relevante sucedió en el ámbito de su aplicación en anestesia, hasta que, en 1847, un ginécologo escocés, James Simpson, que venía utilizando el éter tras tener conocimiento del éxito de Morton y Warren y que estaba hasta los mismísimos de los incendios que su volatilidad le provocaba, optó por experimentar con nuevas opciones. Nuevas sustancias que probaba en persona, o con conocidos y vecinos a los que invitaba a meriendas y cenas con el retorcido interés de darles a inhalar nuevas sustancias volátiles. Y probando, probando e intoxicando amigos, descubrió las potencialidades del cloroformo.
La historia del cloroformo y la obstetricia está llena de anécdotas y curiosidades. Dado que las parturientas estaban inconscientes durante el alumbramiento asistido y, posteriormente, describían sensaciones placenteras, se empezó a rumorear que el cloroformo transformaba la agonía tradicional del parto en un orgasmo de unas cuantas horas. Y ahí se armó la intemerata. La Iglesia consideró inaceptable que un castigo divino, como el parto con dolor, fuera bypaseado por cirujanos sin escrúpulos y utilizando productos químicos. El pobre Simpson no acabó en la hoguera porque ya no se llevaba en esa época, pero anduvo con el culo prieto durante una temporada. Menos mal que la Corona salió en su defensa. Cuando la Reina Victoria parió al Príncipe Leopoldo en 1853, otro ginecólogo, John Snow, le administró cloroformo. Su Serenísima Majestad quedó tan contenta con la prueba que repitió la experiencia en el parto de la Princesa Beatriz, en 1857. Y volvió a cumplirse una de las máximas que el Búho usa en su vida: "Si los ricos de verdad, los de toda la vida (que ahora hay mucho arribista), hacen algo, tú, por si acaso, prueba". Así que la población probó, verificó las bondades del cloroformo y aceptó su uso como anestésico, dijeran lo que dijeran los clérigos.
Desafortunadamente, y a pesar de su potencia, la práctica continuada hizo evidentes los problemas del uso de cloroformo en términos de efectos secundarios. Problemas, e incluso accidentes fatales, de tipo cardíaco, así como afectaciones de hígado hicieron que, en los años cuarenta del siglo pasado, el uso del cloroformo fuera poco a poco siendo evitado en anestesia y sustituido por su primo el tricloroetileno o Trilene arriba mencionado que, a su vez, fue también eliminado en la década de los noventa cuando se hicieron públicos resultados que ligaban su inhalación al cáncer de riñón. Y, como ha sido una constante en la descripción de las moléculas objeto de esta entrada, la fórmula química del Trilene, C2HCl3, tiene también pocas complicaciones hasta para los estudiantes de Bachillerato.
Al contrario que los gases y vapores arriba mencionados, el óxido nitroso (que en ambientes médicos se conoce también como protóxido de nitrógeno) sigue en uso, si no como anestésico general si como coadyuvante con otros anestésicos, o en aplicaciones en los que se necesiten sedaciones suaves. De hecho, mi dentista me lo administra en las sesiones de limpieza de mi piñada, en una mezcla oxígeno / óxido nitroso en la proporción 2:1, en un intento de que me sienta más relajado y mis manos no suden ante las acometidas de los tornos. Los cocineros à la page también lo emplean en sus preparaciones. El gas se encuentra a presión en unas minúsculas balas que ellos usan para crear sofisticadas espumas en un periquete.
Y vamos a dejarlo aquí, porque sobre modernos anestésicos y narcóticos como el Fentanil y otros, hay material para una o dos entradas más que pueden ser muy jugosas. Y uno tiene que guardarse ases en la manga para épocas de vacas flacas. Que tarde o temprano llegan.
Desde entonces, hasta veinte años más tarde, esa truculenta vivencia se asociaba en mi mente al nombre del cloroformo que, según decía mi madre, era lo que sirvió para dormirme. Puede que sea verdad, pero transcurridos esos veinte años, la comadrona que ya me acompañaba en los setenta y que, por entonces, mantenía con sus múltiples actividades profesionales mi incipiente carrera de científico, me hablaba repetidamente del Trilene, un producto con el que un ginecólogo, que contribuía a nuestra humilde cuenta corriente, anestesiaba a sus clientas de la jet society donostiarra. Nunca me ha quedado muy claro si a mi me durmieron con cloroformo o con su primo, el tricloroetileno o Trilene. Aunque intuyo que, dado mi origen, mis amigdalas pasaron a mejor vida bajo los efluvios del primero, un anestésico en franca decadencia en aquellos años.
En cualquier caso, esta entrada tiene que ver con los orígenes de la anestesia que, junto con la asepsia, derivada del uso del fenol o ácido carbólico y sobre el que tengo que escribir algo, puede conceptuarse, probablemente, como el mayor éxito de la medicina en el siglo XIX. La casi simultaneidad de ambos logros hizo que la cirugía acabara implantada como una rama eficiente y accesible de la medicina, al caer dramáticamente los riesgos de infección y al rebajarse sensiblemente los niveles de dolor que el pobre incauto que se sometía a una operación (a veces tan sencilla como una extracción dental) tenía que soportar. En una serie de documentos que he leído recientemente sobre la historia de la anestesia, lo que ha llamado la atención al químico que llevo dentro, es la concurrencia en sus orígenes de moléculas químicas relativamente sencillas. Evidentemente, los posteriores logros de la química médica han conseguido anestésicos y narcóticos de estructuras algo más complicadas, con una potencia miles de veces superior a los incipientes anestésicos que vamos a considerar aquí. Muchos de los pobres y sencillos pioneros están ya en desuso, tras ser considerados, en muchos casos, peligrosos para la salud. Pero, peligrosos o no, muchos humanos han hecho más largo su tránsito por este mundo, gracias a las facilidades que estas moléculas han dado a los cirujanos a la hora de diseccionar problemas acuciantes.
En 1839, el cirujano francés Louis Velpeau se lamentaba de que "eliminar el dolor de una operación quirúrgica es una quimera que no podemos permitirnos considerar en nuestro tiempo". Hasta entonces, las herramientas de que se disponía descansaban en el uso de algunas plantas opiáceas, en el empleo local del hielo o en poner ciego de alcohol al intervenido. El pesimismo de Velpeau, generalizado en la época, tardó menos de una década en volverse obsoleto, gracias a un gas sintetizado por uno de los genios de la Química del siglo XVIII, Joseph Priestley, un clérigo inconformista al que debemos el descubrimiento de una veintena de gases, entre ellos el oxígeno, con el acabó con la teoría del flogisto. Entre esa veintena de gases descubiertos se encuentra tambien el sencillo óxido nitroso, N2O, un gas que desde 1775, año en el que Priestley lo sintetizó, durmió el sueño de su propia anestesia hasta que otro genio de la Química, Humphrey Davy, empezó a experimentar con él.
Como era tradicional en los químicos de la época, Davy se dedicó a inhalar el óxido nitroso, comprobando que, adecuadamente purificado, le inducía una sensación de euforia que le llevó a bautizarlo como "el gas de la risa". En 1800, Davy publicó un extenso volumen con sus investigaciones sobre el N2O, donde ya apuntaba su capacidad para eliminar la sensación de dolor, capacidad que podría utilizarse en operaciones quirúrgicas.
Pero nadie reparó en las sugerencias del preclaro químico hasta 40 años más tarde, cuando un dentista llamado Horace Wells (los dentistas han sido claves en el desarrollo de anestésicos), tras una demostración en la que contempló a un charlatán de feria hacer experiencias con el N2O y el público, fue capaz de darse cuenta del potencial que el gas tenía como anestésico. Tras extraer sin dolor varias piezas dentales a diversos clientes, consiguió convencer al prestigioso cirujano del Massachusetts General Hospital, John Collins Warren, para que empleara su estrategia en una operación algo más complicada que la simple extracción de una muela. Con muchos médicos y estudiantes delante, Warren la emprendió con un paciente que, desgraciadamente para él, se despertó durante la "charcutería fina" que pretendía el galeno, empezó a gritar como un poseso y dentista y cirujano salieron de la sala rojos como tomates y con el rabo entre las piernas.
Pero Warren era un cirujano terco y, solo un año más tarde, en octubre de 1846, en la misma sala en la que había fracasado y a instancias de otro dentista, William T.G. Morton, lo intentó de nuevo. Haciendo inhalar esta vez al paciente una nueva sustancia, un líquido muy volátil (y de sencilla fórmula molecular) que responde al nombre de éter etílico o dietil éter, Warren eliminó un tumor del cuello de un ciudadano inconsciente, consiguiendo además que éste despertara tras la operación sin haber sentido dolor alguno. Ese día, el 16 de octubre de 1846, se recuerda como el Ether Day y la sala del Massachusetts General Hospital donde tuvo lugar el acontecimiento, y que aún se puede visitar, se conoce como Ether Dome.
El cloroformo CHCl3 tampoco tiene muchas complicaciones en su estructura química. Sus relaciones con la anestesia son también largas y complejas y arrancan con su síntesis simultánea, en 1831, en tres laboratorios diferentes de USA, Francia y Alemania, coincidencia ésta que denota la actividad investigadora para la época. Pero nada relevante sucedió en el ámbito de su aplicación en anestesia, hasta que, en 1847, un ginécologo escocés, James Simpson, que venía utilizando el éter tras tener conocimiento del éxito de Morton y Warren y que estaba hasta los mismísimos de los incendios que su volatilidad le provocaba, optó por experimentar con nuevas opciones. Nuevas sustancias que probaba en persona, o con conocidos y vecinos a los que invitaba a meriendas y cenas con el retorcido interés de darles a inhalar nuevas sustancias volátiles. Y probando, probando e intoxicando amigos, descubrió las potencialidades del cloroformo.
La historia del cloroformo y la obstetricia está llena de anécdotas y curiosidades. Dado que las parturientas estaban inconscientes durante el alumbramiento asistido y, posteriormente, describían sensaciones placenteras, se empezó a rumorear que el cloroformo transformaba la agonía tradicional del parto en un orgasmo de unas cuantas horas. Y ahí se armó la intemerata. La Iglesia consideró inaceptable que un castigo divino, como el parto con dolor, fuera bypaseado por cirujanos sin escrúpulos y utilizando productos químicos. El pobre Simpson no acabó en la hoguera porque ya no se llevaba en esa época, pero anduvo con el culo prieto durante una temporada. Menos mal que la Corona salió en su defensa. Cuando la Reina Victoria parió al Príncipe Leopoldo en 1853, otro ginecólogo, John Snow, le administró cloroformo. Su Serenísima Majestad quedó tan contenta con la prueba que repitió la experiencia en el parto de la Princesa Beatriz, en 1857. Y volvió a cumplirse una de las máximas que el Búho usa en su vida: "Si los ricos de verdad, los de toda la vida (que ahora hay mucho arribista), hacen algo, tú, por si acaso, prueba". Así que la población probó, verificó las bondades del cloroformo y aceptó su uso como anestésico, dijeran lo que dijeran los clérigos.
Desafortunadamente, y a pesar de su potencia, la práctica continuada hizo evidentes los problemas del uso de cloroformo en términos de efectos secundarios. Problemas, e incluso accidentes fatales, de tipo cardíaco, así como afectaciones de hígado hicieron que, en los años cuarenta del siglo pasado, el uso del cloroformo fuera poco a poco siendo evitado en anestesia y sustituido por su primo el tricloroetileno o Trilene arriba mencionado que, a su vez, fue también eliminado en la década de los noventa cuando se hicieron públicos resultados que ligaban su inhalación al cáncer de riñón. Y, como ha sido una constante en la descripción de las moléculas objeto de esta entrada, la fórmula química del Trilene, C2HCl3, tiene también pocas complicaciones hasta para los estudiantes de Bachillerato.
Al contrario que los gases y vapores arriba mencionados, el óxido nitroso (que en ambientes médicos se conoce también como protóxido de nitrógeno) sigue en uso, si no como anestésico general si como coadyuvante con otros anestésicos, o en aplicaciones en los que se necesiten sedaciones suaves. De hecho, mi dentista me lo administra en las sesiones de limpieza de mi piñada, en una mezcla oxígeno / óxido nitroso en la proporción 2:1, en un intento de que me sienta más relajado y mis manos no suden ante las acometidas de los tornos. Los cocineros à la page también lo emplean en sus preparaciones. El gas se encuentra a presión en unas minúsculas balas que ellos usan para crear sofisticadas espumas en un periquete.
Y vamos a dejarlo aquí, porque sobre modernos anestésicos y narcóticos como el Fentanil y otros, hay material para una o dos entradas más que pueden ser muy jugosas. Y uno tiene que guardarse ases en la manga para épocas de vacas flacas. Que tarde o temprano llegan.
4 comentarios:
Respecto al Dr. Snow, introductor del cloroformo, habría que añadir que era un tipo muy activo, fue uno de los fundadores de la moderna Epidemiología e investigó el brote de cólera de 1954 en Londres. Este trabajo permitió relacionar el cólera con una fuente de agua contaminada.
Cierto. Aunque fue en 1854. Snow murió en 1858.
¿Sabes, Búho? Yo creo que si usaron cloroformo para dormirte, tendrías el recuerdo de ese olor espantoso, y más aún...de ese despertar terrible, con vómitos...porque yo fui operada unas seis o siete veces con cloroformo....¡uf! Agradecí el pentotal por lo poco traumático, aunque recién había muerto una actriz a causa de ese anestésico....
Hola q significa el simbilo del búho en anestesiólogos
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