Erótica molecular y fronteras de la Química
Lo más probable es que estemos asistiendo a una cierta revolución conceptual en lo que a la Química se refiere. Una parte de los esfuerzos de los químicos a lo largo de todo el siglo XX se han concentrado en conocer bien las estructuras de los compuestos naturales y sintéticos, en entender correctamente las reacciones de todo tipo que pueden conducir a nuevas moléculas, diseñar y poner a punto nuevos métodos de análisis que nos ilustren sobre todas esos productos, etc. En el fondo, hemos ido montando un armazón complicado de estrategias y herramientas que nos permitan aislar y caracterizar las sustancias existentes en la Naturaleza a la par que diseñar, sintetizar y aislar nuevas sustancias perfectamente definidas.
Pero ahora estamos en un escalón de complejidad superior. Ya hace tiempo, descubrimos que esas moléculas individuales pueden tener “relaciones íntimas” con otras, ya sean de su misma estructura o, lo que es más interesante, de distinta estructura. Fenómenos como la doble hélice del ADN, las propiedades de algunos plásticos cristalinos, u otras que veremos más adelante, sólo se han entendido sobre la base de que moléculas individuales se unen a otras mediante fuerzas mucho más débiles que los enlaces químicos, en una especie de gregarismo social del que surgen formas nuevas. Hay, por tanto, una cierta atracción física entre ellas que las hace estar juntas y organizar estructuras supramoleculares con propiedades distintas. En otros casos, dos moléculas distintas se “reconocen” y encajan una en la otra como una llave en una cerradura (siempre me ha gustado este símil del Nobel J.M. Lehn). Esa especie de cópula molecular puede generar señales eléctricas o químicas que pueden funcionar como sensores o indicadores de que algo pasa.
En el fondo nada nuevo. Los organismos vivos lo hacen desde siempre. De hecho, esa revolución conceptual con la que iniciaba la entrada, ha sido explicada por algunos como un intento de que la Química sea capaz de mimetizar los procesos que se dan en los seres vivos. Y se están consiguiendo avances notables en el conocimiento de procesos como los descritos. De hecho la interacción de las ciencias de la vida con las herramientas de la nanotecnología puede ser extraordinariamente fructífera. Pero el grado de complejidad de lo que tratamos de imitar es inmenso y, probablemente, va ser imposible reproducir en el laboratorio procesos y agregados complejos de moléculas que se dan en nuestro organismo gracias a esa especie de Química Supramolecular que resulta de las “relaciones personales” entre ellas. Primo Levi, químico, escritor y resistente anti-nazi (lo que condicionó sobremanera sus otras dos actividades) lo expresó muy claramente en su novela The Monkey’s Wrench: “cuando nos enfrentamos al problema somos como un elefante al que se le ha dado una caja cerrada conteniendo todas las piezas de un reloj. Podemos ser muy pacientes y fuertes y agitar la caja en todas las direcciones y con toda nuestra fuerza. Puede que incluso la calentemos porque el calor es otra forma de agitación. Pues bien, quizás, si seguimos agitando y el reloj no es muy complicado, pudiera ocurrir que el reloj acabara recomponiéndose".
Y para muestra un botón. El desencadenante de esta entrada ha sido una noticia que acabo de leer en el Chemical Engineering News en torno a la comercialización de inhaladores para la administración de insulina a los diabéticos.
La insulina es una hormona. Y como muchas hormonas, una proteína, que se segrega en el páncreas. El páncreas es una especie de factoría química de nuestro cuerpo que, continuamente, nos proporciona una batería de enzimas y hormonas necesarias para que nuestra maquinaria funcione. En el caso de la insulina, se trata de una pieza clave en el metabolismo de nuestra gasolina de uso inmediato, los carbohidratos o azúcares. Si revisaís la dieta de los deportistas sometidos a esfuerzos importantes, como los ciclistas en carrera, vereís que los carbohidratos o azúcares son mayoritarios: pasta, pastelitos, plátanos, etc. Los carbohidratos pasan a través de los intestinos a la corriente sanguínea después de haberlos ingerido. Cuando nuestro organismo detecta ese incremento de azúcar en sangre, el páncreas empieza a trabajar produciendo insulina que es reconocida, en un proceso como el descrito arriba como cerradura/llave, por muy diversas células de nuestro organismo que, una vez tienen la insulina junto a ellas, activan otros receptores designados para absorber la glucosa que está en circulación en el riego sanguíneo.
Sin insulina, nuestras células no tienen acceso a las calorías contenidas en los carbohidratos y uno puede morir cuando eso ocurre. La llamada diabetes tipo 1 afecta a aquellos organismos que no son capaces de producir insulina y necesitan por ello un aporte continuo de la misma, suministrado en forma de pequeños dispositivos portátiles que les aportan un flujo continuo de la hormona. Sin embargo, casi el 90% de los diabéticos son del tipo 2, que se manifiesta en una especie de resistencia o rechazo a la insulina lo que hace que las células a las que ésta va destinada respondan de forma algo perezosa ante ella, haciendo que la glucosa no sea absorbida de forma eficaz y generando contenidos de azúcar en sangre superiores a lo normal. Suele ser habitual que estos pacientes necesiten suplementos periódicos en forma de inyecciones u otros preparados de insulina para dominar la situación.
La molécula de la insulina es una molécula compleja, constituida básicamente, como otras proteínas, por carbono, hidrógeno, oxígeno y nitrógeno. En 1955, Sanger y colaboradores “destriparon” la estructura de la insulina porcina. Desde entonces sabemos que la insulina es una molécula de peso molecular 5808, por tanto con muchos átomos como los mencionados arriba. Contiene en realidad 51 aminoácidos organizados en dos pequeñas cadenas unidas por puentes de azufre y que contienen también átomos de zinc. A lo que voy, una molécula que para un químico orgánico que la quiera sintetizar es casi imposible. De ahí mi comentario al principio de que una cosa es querer mimetizar a la naturaleza (en este caso a un humilde cerdo) y otra cosa poderlo hacer con un esfuerzo razonable.
Los primeros preparados de insulina se aislaron a partir de páncreas de animales como los mencionados cerdos o de vacas. En general han funcionado muy bien en los humanos (y todavía lo siguen haciendo) pero en algunos casos pueden generar ciertos rechazos ante lo que, de hecho, es una proteína extraña. Desde los años 80 tenemos insulina humana a nuestra disposición usando ingeniería genética, mucho más versátil que la pura química de síntesis para la resolución de estos problemas. Contándolo en plan cuento de Caperucita, el gen humano que guía la producción de insulina fué clonado y colocado en una bacteria que adecuadamente manejada se convierte en una especie de adicta a la insulina, de forma que debe producirla constantemente. Grandes reactores llenos de bacterias de este tipo producen así toneladas de insulina humana que puede aislarse y comercializarse.
Pero la necesidad del pinchazo habitual por parte de los diabéticos tipo 2 hace que algunos de ellos rechacen el tratamiento y pongan en riesgo muchas de sus funciones vitales. La noticia que ha generado esta entrada es que recientemente la Food and Drug Administration (FDA) americana ha dado el visto bueno, tras años de pruebas, al primer inhalador comercial de insulina. Gracias al inhalador y a su contenido, la insulina llega a los pulmones desde donde pasa a la corriente sanguínea. No me corresponde a mí enjuiciar el éxito o fracaso futuro de este preparado. Desgraciadamente tengo cerca casos de diabéticos que seguro que me irán contando sus experiencias si deciden usarlo.
Pero ahora estamos en un escalón de complejidad superior. Ya hace tiempo, descubrimos que esas moléculas individuales pueden tener “relaciones íntimas” con otras, ya sean de su misma estructura o, lo que es más interesante, de distinta estructura. Fenómenos como la doble hélice del ADN, las propiedades de algunos plásticos cristalinos, u otras que veremos más adelante, sólo se han entendido sobre la base de que moléculas individuales se unen a otras mediante fuerzas mucho más débiles que los enlaces químicos, en una especie de gregarismo social del que surgen formas nuevas. Hay, por tanto, una cierta atracción física entre ellas que las hace estar juntas y organizar estructuras supramoleculares con propiedades distintas. En otros casos, dos moléculas distintas se “reconocen” y encajan una en la otra como una llave en una cerradura (siempre me ha gustado este símil del Nobel J.M. Lehn). Esa especie de cópula molecular puede generar señales eléctricas o químicas que pueden funcionar como sensores o indicadores de que algo pasa.
En el fondo nada nuevo. Los organismos vivos lo hacen desde siempre. De hecho, esa revolución conceptual con la que iniciaba la entrada, ha sido explicada por algunos como un intento de que la Química sea capaz de mimetizar los procesos que se dan en los seres vivos. Y se están consiguiendo avances notables en el conocimiento de procesos como los descritos. De hecho la interacción de las ciencias de la vida con las herramientas de la nanotecnología puede ser extraordinariamente fructífera. Pero el grado de complejidad de lo que tratamos de imitar es inmenso y, probablemente, va ser imposible reproducir en el laboratorio procesos y agregados complejos de moléculas que se dan en nuestro organismo gracias a esa especie de Química Supramolecular que resulta de las “relaciones personales” entre ellas. Primo Levi, químico, escritor y resistente anti-nazi (lo que condicionó sobremanera sus otras dos actividades) lo expresó muy claramente en su novela The Monkey’s Wrench: “cuando nos enfrentamos al problema somos como un elefante al que se le ha dado una caja cerrada conteniendo todas las piezas de un reloj. Podemos ser muy pacientes y fuertes y agitar la caja en todas las direcciones y con toda nuestra fuerza. Puede que incluso la calentemos porque el calor es otra forma de agitación. Pues bien, quizás, si seguimos agitando y el reloj no es muy complicado, pudiera ocurrir que el reloj acabara recomponiéndose".
Y para muestra un botón. El desencadenante de esta entrada ha sido una noticia que acabo de leer en el Chemical Engineering News en torno a la comercialización de inhaladores para la administración de insulina a los diabéticos.
La insulina es una hormona. Y como muchas hormonas, una proteína, que se segrega en el páncreas. El páncreas es una especie de factoría química de nuestro cuerpo que, continuamente, nos proporciona una batería de enzimas y hormonas necesarias para que nuestra maquinaria funcione. En el caso de la insulina, se trata de una pieza clave en el metabolismo de nuestra gasolina de uso inmediato, los carbohidratos o azúcares. Si revisaís la dieta de los deportistas sometidos a esfuerzos importantes, como los ciclistas en carrera, vereís que los carbohidratos o azúcares son mayoritarios: pasta, pastelitos, plátanos, etc. Los carbohidratos pasan a través de los intestinos a la corriente sanguínea después de haberlos ingerido. Cuando nuestro organismo detecta ese incremento de azúcar en sangre, el páncreas empieza a trabajar produciendo insulina que es reconocida, en un proceso como el descrito arriba como cerradura/llave, por muy diversas células de nuestro organismo que, una vez tienen la insulina junto a ellas, activan otros receptores designados para absorber la glucosa que está en circulación en el riego sanguíneo.
Sin insulina, nuestras células no tienen acceso a las calorías contenidas en los carbohidratos y uno puede morir cuando eso ocurre. La llamada diabetes tipo 1 afecta a aquellos organismos que no son capaces de producir insulina y necesitan por ello un aporte continuo de la misma, suministrado en forma de pequeños dispositivos portátiles que les aportan un flujo continuo de la hormona. Sin embargo, casi el 90% de los diabéticos son del tipo 2, que se manifiesta en una especie de resistencia o rechazo a la insulina lo que hace que las células a las que ésta va destinada respondan de forma algo perezosa ante ella, haciendo que la glucosa no sea absorbida de forma eficaz y generando contenidos de azúcar en sangre superiores a lo normal. Suele ser habitual que estos pacientes necesiten suplementos periódicos en forma de inyecciones u otros preparados de insulina para dominar la situación.
La molécula de la insulina es una molécula compleja, constituida básicamente, como otras proteínas, por carbono, hidrógeno, oxígeno y nitrógeno. En 1955, Sanger y colaboradores “destriparon” la estructura de la insulina porcina. Desde entonces sabemos que la insulina es una molécula de peso molecular 5808, por tanto con muchos átomos como los mencionados arriba. Contiene en realidad 51 aminoácidos organizados en dos pequeñas cadenas unidas por puentes de azufre y que contienen también átomos de zinc. A lo que voy, una molécula que para un químico orgánico que la quiera sintetizar es casi imposible. De ahí mi comentario al principio de que una cosa es querer mimetizar a la naturaleza (en este caso a un humilde cerdo) y otra cosa poderlo hacer con un esfuerzo razonable.
Los primeros preparados de insulina se aislaron a partir de páncreas de animales como los mencionados cerdos o de vacas. En general han funcionado muy bien en los humanos (y todavía lo siguen haciendo) pero en algunos casos pueden generar ciertos rechazos ante lo que, de hecho, es una proteína extraña. Desde los años 80 tenemos insulina humana a nuestra disposición usando ingeniería genética, mucho más versátil que la pura química de síntesis para la resolución de estos problemas. Contándolo en plan cuento de Caperucita, el gen humano que guía la producción de insulina fué clonado y colocado en una bacteria que adecuadamente manejada se convierte en una especie de adicta a la insulina, de forma que debe producirla constantemente. Grandes reactores llenos de bacterias de este tipo producen así toneladas de insulina humana que puede aislarse y comercializarse.
Pero la necesidad del pinchazo habitual por parte de los diabéticos tipo 2 hace que algunos de ellos rechacen el tratamiento y pongan en riesgo muchas de sus funciones vitales. La noticia que ha generado esta entrada es que recientemente la Food and Drug Administration (FDA) americana ha dado el visto bueno, tras años de pruebas, al primer inhalador comercial de insulina. Gracias al inhalador y a su contenido, la insulina llega a los pulmones desde donde pasa a la corriente sanguínea. No me corresponde a mí enjuiciar el éxito o fracaso futuro de este preparado. Desgraciadamente tengo cerca casos de diabéticos que seguro que me irán contando sus experiencias si deciden usarlo.
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