lunes, 24 de noviembre de 2025

Vivir sin plásticos y la EHU

El pasado viernes 14 de noviembre celebramos a lo grande, en el Kursaal donostiarra, una especie de fin de fiesta de las múltiples actividades organizadas con ocasión del 50º aniversario de la creación de la Facultad de Química (la mía). Entre las diversas intervenciones en el acto, estuvo la de mi amigo y colega de muchas batallas, el Profesor José María Asua, que explicó a la audiencia los logros de Polymat, el Instituto que unos pocos pirados pusimos en marcha hace más de un cuarto de siglo y que él ha dirigido con mano firme y con éxito hasta su reciente jubilación. El Profesor Asua no dejó pasar la ocasión para denunciar que dentro de la llamada Zientzia Astea (Semana de la Ciencia) 2025, organizada por la Universidad del País Vasco (EHU), un conjunto de sus muchas actividades giraba en torno al título Ciencia para un planeta sin plásticos. La denuncia arrancó un encendido aplauso por parte de las más de 600 personas que llenábamos el recinto y que, todo hay que decirlo, llevamos los polímeros y los plásticos en el ADN académico y/o profesional. Espero que las autoridades de la EHU, presentes en el acto, tomaran buena nota de la denuncia y la trasladaran a la Directora de la Zientzia Astea y a la Vicerrectora de la que depende. Aunque no soy muy optimista. Apuesto a que justificarán el título sobre la base de lograr un mayor impacto en la sociedad. Vamos, lo que yo suele llamar en este Blog marketing perverso.

Si uno repasa las múltiples actividades que se desarrollaron del 5 al 9 de noviembre en las tres capitales vascas y Barakaldo, es difícil encontrar alguna que justifique un titular tan explícito. La mayoría de los talleres, conferencias, exposiciones, concursos, monólogos, visitas guiadas y otras actividades que tenían que ver con los plásticos, trataban de concienciar a la ciudadanía sobre los problemas ligados al uso de los mismos y las posibles soluciones para mitigarlos. Solo un taller que se celebró en Bilbao el 7 de noviembre tenía un título que cuadraba con el anuncio que os he colgado arriba. Se titulaba ¿Podemos vivir sin plásticos? pero, si repasamos sus objetivos, uno de los párrafos dice que “a través de una visión basada en la economía circular, reflexionaremos sobre cómo podemos reducir su impacto negativo sin renunciar a sus beneficios”. O sea, que del “sin” nada. La EHU podría haber puesto en el cartel “Ciencia para gestionar mejor los plásticos” o cosas similares, más ajustadas a ese taller y al resto de los contenidos. Pero, claro, eso vende menos.

Lo de un planeta sin plásticos o, alternativamente, una vida sin plásticos, es una idea que reaparece cada cierto tiempo con fuerza renovada. La expresión suena poderosa y sugiere una especie de retorno a una vida más sencilla, más natural, menos contaminante. Es un eslogan quizás cargado de buenas intenciones (aunque mis dudas tengo), fácil de recordar y perfecto para un cartel. Sin embargo, precisamente por eso, es también engañoso. La frase sugiere que renunciar a los plásticos sería un gesto ético y ecológico incuestionable cuando, en realidad, parte de un conjunto de conceptos científicos erróneos y de una persistente Quimiofobia que conviene desmontar, elevando el nivel de la conversación.

Cuando quiero indicar a alguien la inconsistencia de mensajes similares a los del cartel de la Zientzia Astea, suelo recomendar la lectura del libro Plásticos: Un idilio tóxico de Susan Freinkel, publicado en su versión en castellano en 2012 y que contiene una de las aproximaciones más lúcidas que he leído a la idea de un mundo sin plásticos, proveniente de alguien que se acercó a ellos con una mirada mayormente crítica, como corresponde a una californiana de pro. Aunque el tono general del libro analiza problemas reales como aditivos cuestionables, residuos mal gestionados o abusos en el empleo de esos materiales, Freinkel no defiende en ningún caso una vida “sin plásticos”.

De hecho, antes de escribir el libro, se planteó un experimento personal: pasar un año entero sin usar plástico. Le atraía la idea de demostrar que era posible reducir drásticamente su dependencia, quizá incluso mostrar que prescindir de los plásticos era una opción realista. El resultado fue esclarecedor: el experimento fracasó casi inmediatamente. Y no porque Freinkel careciera de voluntad, sino porque descubrió que el plástico estaba integrado en cada rincón de la vida moderna: envases de alimentos, ropa, electrodomésticos, dispositivos electrónicos, transporte, herramientas, utensilios domésticos… Incluso actividades triviales se volvían imposibles sin algún componente plástico. Concluyó que “No podemos seguir por un camino pavimentado con plástico. Ni tenemos por qué hacerlo. El libro pretende mostrar el camino hacia una nueva colaboración creativa con el material que nos encanta odiar, pero sin el que parece que no podemos vivir”.

Freinkel lo comprobó además entrevistando a expertos de todo tipo y con la dura experiencia personal (véase el capítulo 4 del libro) de que su hija naciera prematura y pasara un largo periodo de tiempo en una unidad de cuidados intensivos neonatales. Allí, rodeada de incubadoras, tubos, jeringuillas, bolsas de nutrición, respiradores, sondas y todo tipo de dispositivos médicos, Freinkel entendió lo evidente. En el ámbito médico, los plásticos no son un inconveniente de la vida moderna. Son una infraestructura de supervivencia. La medicina actual, con su capacidad de salvar vidas extremadamente vulnerables, sería inviable sin ellos. Querer “vivir sin plásticos” es, en este contexto, un lujo retórico que la realidad clínica desmonta con contundencia.

Los plásticos son además, en muchas aplicaciones, la opción ambientalmente óptima. En una entrada del año 2024, que hablaba sobre plásticos y gases de efecto invernadero, os explicaba dos relevantes estudios que utilizaban el llamado Análisis de Ciclo de Vida (LCA) para evaluar el impacto ambiental de los plásticos. En el más reciente, se usaba el LCA para evaluar la generación de Gases de Efecto Invernadero (GEI) en el ciclo de vida de los plásticos. Ciclo que va desde su producción como tales en las plantas petroquímicas, su transformación en objetos utilizables por el consumidor, el uso o aplicación que éste hace de los mismos, para acabar con la recogida y tratamiento de las basuras plásticas que inevitablemente se producen. Y algo similar se hacía con otros materiales considerados como posible alternativa al plástico en un total de dieciséis aplicaciones. Resumiendo para quien no quiere volverse a leer la entrada, los autores encontraban que, en 15 de las 16 aplicaciones mencionadas, un producto de plástico incurre en menos emisiones de GEI que sus alternativas. En estas aplicaciones, los productos de plástico liberan entre un 10 % y un 90 % menos de emisiones a lo largo del citado ciclo de vida del producto.

También mencioné en esa entrada un informe publicado en febrero de 2018 por la Agencia de Protección Ambiental danesa titulado “Análisis del Ciclo de Vida de las bolsas de compra” en el que, de forma similar al estudio anterior, se evaluaba su impacto ambiental aunque en términos más amplios que la mera emisión de Gases de Efecto Invernadero. De acuerdo con ese informe gubernamental danés, habría que usar, antes de desecharlas, 35 veces una bolsa de compra de poliéster, 43 una de papel, 7.100 una de algodón convencional y 20.000 una de algodón orgánico para que el impacto fuera similar al de usar una de polietileno una sola vez. Y hay un artículo más reciente que mi entrada que aborda el análisis del ciclo de vida de los envases de polietileno en USA comparados con otros materiales, con resultados igualmente contundentes.

Por otro lado y paradójicamente, muchos de los avances que nos permiten avanzar hacia un mundo más sostenible dependen de los polímeros en general y de los plásticos en particular. Las palas de los aerogeneradores, el encapsulado de los paneles solares, los componentes plásticos que aligeran el peso de los vehículos eléctricos, los aislamientos de plásticos que reducen los consumos energéticos de nuestras casas o los equipos y las tuberías de plástico con las que estamos mejorando la eficiencia en la distribución de un bien cada vez más escaso, el agua, son solo algunos ejemplos de materiales de los que va a ser difícil prescindir si las cosas van como se pretende que vayan.

Y podría seguir con la agricultura, aunque esto se está alargando un poco. Plásticos como los usados en las cubiertas de los invernaderos, el acolchado de los retoños de plantas o las instalaciones de riego eficiente han jugado un papel silencioso, pero fundamental, en la llamada Revolución Verde que Norman Borlaug comenzó en los años 60, junto con los fertilizantes derivados de la síntesis del amoníaco de Haber-Bosch o los plaguicidas. Sin todos ellos, alimentar hoy a más de ocho mil millones de almas sería casi imposible.

El rechazo social al plástico no surge del plástico en sí, sino de su gestión inadecuada. Las imágenes de mares llenos de basura o animales atrapados son el resultado de fallos en sistemas de recogida, reciclaje y responsabilidad del productor. En los países donde estas infraestructuras funcionan, los plásticos no son un problema ambiental relevante. Allí donde la gestión falla, por razones económicas, políticas o logísticas, los plásticos aparecen en el paisaje. Lo responsable no es “vivir sin plásticos”, sino “vivir sin tirar plásticos donde no se debe”.

Hoy toca piano. De la mano de Lang Lang, el pianista chino, poco más de dos minutos de Brejeiro (Tango Brasileiro) del compositor Ernesto Nazareth.

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miércoles, 12 de noviembre de 2025

Liberación de microplásticos desde materiales en contacto con alimentos. El nuevo (2025) informe de la EFSA y el caso de las bolsitas de té

Encima de mi mesa se acumulan bastantes artículos científicos y de los medios de comunicación sobre la presencia de microplásticos y nanoplásticos (MNP) en el medio ambiente (particularmente en los océanos), en los humanos y los animales. Muchos de ellos tienen que ver con la ingestión de esos MNP a través de la comida y la bebida con la que nos alimentamos diariamente. El pasado 25 de octubre, la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA) publicó una revisión bibliográfica de artículos sobre la migración de microplásticos y nanoplásticos desde materiales en contacto con alimentos (MCA). No he visto que se haya mencionado mucho el asunto en los medios y en las redes. Y eso que, a mi parecer, las conclusiones son contundentes e indican que la mayoría de esos estudios eran deficientes y poco fiables, las metodologías empleadas dejaban bastante que desear y, sobre todo, los resultados se han exagerado. Pero como pensareis que tengo un cierto sesgo con el tema (razón no os falta), voy a daros más detalles después de leer el sesudo informe, amén de otro más, pero tratando de no aburrir.

De los 1711 documentos publicados entre 2015 y enero de 2025, los autores de la revisión seleccionaron, como más relevantes, 122 de ellos. La mayoría se centran en microplásticos, mientras que los datos sobre nanoplásticos tienen poco interés, al ser prácticamente inexistentes. Vayamos, para empezar, con lo que dice literalmente el Abstract o Resumen del informe EFSA, aunque los subrayados son míos.

A pesar del gran número de publicaciones que investigan la liberación de microplásticos y nanoplásticos (MNP) desde los materiales en contacto con alimentos (MCA), las pruebas disponibles sobre las características y cantidades de MNP liberadas por los MCA siguen siendo limitadas. Muchas publicaciones se ven afectadas por deficiencias metodológicas en las condiciones de ensayo, en la preparación de las muestras y por deficiencias en la fiabilidad de los datos analíticos, lo que da lugar a frecuentes errores de identificación y recuento de las partículas. Sobre la base de las conclusiones relativas a los mecanismos de liberación, las posibles contaminaciones, otras sustancias que pueden dar lugar a errores o el número de partículas y las masas generadas durante el uso de los MCA, se concluye que (i) hay pruebas de que se liberan microplásticos durante el uso de los MCA, (ii) esta liberación se debe al estrés mecánico, como la abrasión o la fricción, o a materiales con estructuras abiertas o fibrosas, (iii) a pesar de las incertidumbres, la liberación real es mucho menor que los resultados presentados en muchas publicaciones. En vista de todo ello, y por ahora,no hay bases suficientes para estimar la exposición a los microplásticos procedentes de materiales en contacto con los alimentos durante su uso. Esta revisión identifica deficiencias metodológicas y lagunas en los datos, y formula recomendaciones sobre las necesidades de investigación futuras en este ámbito.

Como dice el final del párrafo anterior, el informe concluye con (seis) recomendaciones para tratar de evitar esos fiascos. Quizás la recomendación más interesante de los autores es justamente la sexta: Los investigadores deberían estimar la exposición dietética a los microplásticos procedentes de los materiales en contacto con alimentos y contextualizarla con otras fuentes de exposición a productos tóxicos. Para ponerlo en mis propias palabras y como veremos en los siguientes párrafos, el informe considera que el riesgo derivado de la exposición a microplásticos y nanoplásticos, procedentes de materiales en contacto con alimentos, es mucho menor que el de otros riesgos cotidianos (incluidos los derivados de los propios alimentos envasados). O dicho en román paladino, aplíquense correctamente al problema, sigan investigando en la dirección correcta y no alarmen innecesariamente a la población con datos poco fiables.

Para aclarar algunas de las cuestiones claves que afectan a la calidad de los resultados considerados, he optado por contaros el caso de microplásticos y nanoplásticos que aparecen como consecuencia de la preparación de infusiones de té a partir de las clásicas bolsitas que se sumergen en agua hirviendo durante un corto espacio de tiempo. En el año 2019, un estudio de científicos canadienses de la McGill University fue ampliamente difundido en medios y redes sociales, bajo la impactante noticia de que prepararse una taza convencional de té (unos 200 mL) implicaba transferir a la infusión miles de millones de partículas de plástico. Posteriormente, en 2023 y 2024, dos artículos de la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB) hablaban de millones o miles de millones de partículas por mililitro durante la preparación de la misma infusión, dependiendo el número del material plástico que constituyera las bolsitas (en su caso, poliamida, polipropileno o poli(ácido láctico)).

Un servidor ya empezó a arquear sus pobladas cejas con el artículo de los canadienses, pero lo dejé reposar como una rareza de las que a veces me encuentro. Pero resultó ya difícil mirar para otro lado con la aparición de los dos artículos de la UAB. Desde entonces, he dado muchas vueltas a los tres. He ido sacando conclusiones, he hecho (como a mi me gusta) unos cuantos números, pero la cosa no la tenía suficientemente madura como para decidirme a publicarla (me cuesta mucho publicar algo). Finalmente, no ha hecho falta seguir trabajando en ello porque, los últimos tres meses, Instituciones infinitamente más relevantes que este humilde Búho me lo han servido en bandeja y han confirmado mis propias conclusiones. Y así, a finales de agosto, el Instituto Federal Alemán de Evaluación de Riesgos (BfR) publicó una evaluación muy crítica con los resultados del artículo de la McGill University de setiembre de 2019.

De acuerdo con esa evaluación del BfR, iniciada en 2020 y contrastada con sus propios experimentos, la principal crítica del estudio canadiense arriba mencionado es la preparación de las muestras y la posterior evaluación de resultados. Las bolsitas de té se introducían en agua caliente a 95 ºC y el extracto así obtenido se evaporaba sobre un portamuestras utilizado en una técnica denominada microscopía electrónica de barrido (SEM) para contar el número de partículas presentes. Pero el BfR matizaba que, de acuerdo a sus propios resultados, otras sustancias no volátiles y poco solubles en agua, incluidos aditivos del propio plástico de las bolsitas, como agentes deslizantes, ácidos grasos, antioxidantes, pigmentos orgánicos u oligómeros, que previamente se disolvían en el extracto, precipitaban como sólidos durante el proceso de secado y podían identificarse incorrectamente y contarse como partículas de microplástico, cuando no lo eran. Sus propios análisis revelaban que los números de partículas de microplásticos reportados en el artículo de 2019 eran, probablemente, de dos a tres órdenes de magnitud más altos que los que ellos han obtenido.

El informe de la EFSA de este octubre de 2025 corrobora esas conclusiones y las hace extensibles a los dos estudios de la UAB de 2023 y 2024. En estos últimos, la EFSA detecta un problema metodológico adicional en la preparación de las muestras. En ambos estudios, se introdujeron 300 bolsitas de té vacías en 600 mL de agua a 95 °C con agitación constante a 750 rpm. El extracto se dejó enfriar manteniendo constante la agitación y posteriormente se ultracentrifugó (más agitación) para concentrar el contenido extraído en forma de un sólido que se usó para posteriores análisis. Supongo que es fácil de entender que un té no se prepara a 750 rpm ni posteriormente se ultracentrifuga. En ambos casos, se trata de agitaciones importantes que, sobre todo en el primer caso, pueden hacer que se desprendan partículas de las bolsitas como se desprenden fibras de nuestros jerséis, algo que no ocurre en la preparación convencional de un té. Por otro lado, al dejar enfriar el extracto posteriormente tenemos idéntico problema al que hemos visto al depositarlo y evaporarlo sobre el portamuestras de un microscopio. Sustancias no poliméricas, no volátiles y poco solubles pueden precipitar y acumularse en el sólido final y las acabamos contando como microplásticos.

Y luego está el asunto de la insistencia en muchos artículos de contar el número de partículas. Con independencia de que, en los que estamos aquí considerando (y en las notas de prensa posteriores), se hable de decenas o centenares de millones de partículas liberadas por cada bolsita de té, esas partículas son muy pequeñas, del orden de la micra o incluso inferior y, por tanto, pesan muy poco. Y, desde el punto de vista toxicológico, es mucho más habitual tener en cuenta el peso de las partículas y su concentración que su número. Considerando, por ejemplo, que la masa promedio de las partículas extraídas de las 300 bolsitas de diferentes materiales usados en los experimentos de la UAB fue de 5000 microgramos (µg), una sola bolsita de té produciría unos 16,6 µg de partículas (y no todas son microplásticos, como hemos visto). Teniendo en cuenta que esa cantidad se disuelve en una taza de unos 200 mL, la concentración de esa infusión en microplásticos y en otras sustancias, sería del orden de 83 µg/L. Para contextualizar el resultado, el límite global de migración para sustancias químicas provenientes de plásticos (Reglamento (CE) n.º 10/2011) es de 60 mg/L (más de 700 veces superior). Esta conclusión también se desprende de los resultados del ya citado Instituto alemán BdF, que evaluó el riesgo para la salud de las sustancias extraídas desde las bolsitas de té y concluyó que no representan riesgo alguno en las cantidades (muy pequeñas) encontradas.

Un post algo denso que merece una música un poco relajante. Bill Evans y su grupo tocando Waltz for Debby. Y, por adelantado, ¡feliz día de San Alberto Magno!.

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lunes, 27 de octubre de 2025

Tierras raras. China nos tiene cogidos por las nuevas tecnologías

En el año 1992, con 88 años, Den Xiaoping, que había liderado las grandes reformas en China y que las veía en peligro, probablemente como consecuencia del frenazo económico sufrido por la incertidumbre y el aislamiento internacional tras la represión violenta de las protestas de Tian’anmen, sorprendió a los medios de comunicación de China y el mundo al visitar en la llamada Gira del Sur diversas ciudades de esa zona del país, pronunciando varios discursos en los que anunciaba la continuación y profundización de las reformas por él emprendidas. Fue durante este viaje cuando pronunció su famosa frase “enriquecerse es glorioso” y otra que ahora, treinta y tres años después, ha cobrado especial interés este mes de octubre: “Hay petróleo en Oriente Medio. Y hay tierras raras en China. Tenemos que sacar ventajas de estos recursos”.

Supongo que todos mis lectores saben que nuestro mundo material está constituido por los llamados elementos químicos, que el químico ruso Dmitri Mendeleev empezó a organizar en 1869 en la llamada Tabla Periódica que, a día de hoy, engloba 118 elementos, aunque solo 92 se encuentran en la naturaleza. Diecisiete de ellos se conocen como Tierras Raras y son los que aparecen en la Figura que ilustra esta entrada con sus símbolos y nombres un tanto extraños, cada uno de los cuales tiene su historia. Aunque el adjetivo “raras” podría llevar a la conclusión de que se trata de elementos escasos en la corteza terrestre, algunos como el cerio (Ce), el itrio (Y) o el neodimio (Nd) son bastante abundantes. En realidad el término se refiere a que es poco habitual encontrarlos en una forma pura, aunque hay depósitos de minerales de ellos, más o menos abundantes y repartidos por todo el globo terráqueo. Lo de “tierra” no es más que una forma arcaica (de finales del siglo XVIII) de referirse a las sustancias oxidadas o no metálicas que se obtenían de minerales (como “tierra de alúmina”, “tierra de sílice”).

El pasado 9 de octubre, el Ministerio de Comercio chino adoptó una serie de controles muy restrictivos a las exportaciones de esas tierras raras, así como de los llamados imanes permanentes, unos imanes mucho más potentes que los habituales y en los que esas tierras raras juegan un papel fundamental. Los más conocidos y potentes son los constituidos por neodimio (Nd), hierro y boro, cientos de veces más potentes que los imanes convencionales y que permiten que sean utilizados en aplicaciones que ahora detallaremos, usando tamaños más pequeños que los anteriores. Según las medidas anunciadas, las empresas extranjeras deberán obtener la aprobación del gobierno chino para exportar imanes que contengan incluso trazas de tierras raras de origen chino, o que se hayan producido mediante tecnologías chinas de minería y procesamiento de tierras raras o de fabricación de imanes. China domina ampliamente todo el sector ya que controla el 70% de la minería global en tierras raras, el 90% de su separación y procesamiento o refinado y el 93% del mercado de los imanes permanentes.

Y eso puede afectar a múltiples ingenios que constituyen nuestro actual modo de vida. Por ejemplo, en lo tocante a la obtención de energía eléctrica a partir de turbinas eólicas, los imanes permanentes son cruciales en los llamados generadores síncronos de imanes permanentes (PMSG), cada vez más usados en turbinas modernas en las que pueden usarse hasta 300 kilos de tierras raras, generalmente neodimio (Nd), por megavatio de potencia. Y qué decir de nuestros gadgets electrónicos. Apple, por ejemplo, emplea prácticamente toda la familia de tierras raras en sus iPhones, iPads, Macs y relojes, para cosas como los imanes de altavoces y micrófonos, luminosidad de las pantallas, los cargadores MagSafe o hasta el imán que cierra la funda protectora de un iPad. Las cantidades por dispositivo son realmente pequeñas (en un iPhone se estima que hay solo unos 100 miligramos de esos elementos) pero dado el número de teléfonos fabricados de cada modelo, ello supone que Apple sea uno de los mayores consumidores individuales del mundo de estos elementos. La compañía ya se dio cuenta de que tenía que reducir su dependencia de los mismos, provenientes no solo de China sino también de Myanmar (la antigua Birmania) y, en 2023, Apple recicló más de 1.000 kg de disprosio y 5.000 kg de neodimio.

Pero la decisión del Departamento de Comercio chino irritó a Trump porque esas mismas tierras raras ponen en dificultades al arsenal militar americano. Según datos del otrora Departamento de Defensa (ahora bautizado por Trump como de la Guerra), un avión de combate F‑35 Lightning II requiere casi media tonelada de tierras raras, un destructor de la clase Arleigh Burke DDG‑51 necesita dos toneladas y media y un submarino de tipo Virginia casi cinco. La reacción fue subir los aranceles (más aún) a los productos chinos y veremos qué pasa en la gira asiática de Trump que esta teniendo lugar estos días y en la que se entrevistará con su homólogo chino, Xi Jinping, que de tierras raras sabrá algo más que el americano porque es ingeniero químico.

Y si Den Xiaoping lo anunció hace años, ¿cómo se ha llegado a esta situación?. Pues porque la minería y el tratamiento de los minerales para obtener las tierras raras son actividades “sucias” que los países occidentales han ido abandonando en manos de países con menos ascos medioambientales. Y China se ha aprovechado de ese hecho para crear grandes centros de refinado de los minerales existentes en las tierras raras que extrae en su territorio. En un interesante libro que acabo de leer, La guerra de los metales raros de Guillaume Pitron, el autor expone el alto costo ambiental producido en la principal planta china de refinado de tierras raras (situado en Baotou, Mongolia Interior) y critica la “eco-hipocresía” de los países occidentales que presumen de nuevas tecnologías limpias (las mencionadas turbinas eólicas por ejemplo) basadas en procesos sucios ejecutados en otros lugares.

Ante esa situación y además de promover el reciclaje de estos materiales, el Gobierno Trump ha decidió reactivar la minería y el refino de tierras raras en EEUU. El pasado julio, el Secretario de Energía Chris Wright asistió en Wyoming a la puesta en marcha de la primera mina de tierras raras que se abre en 70 años. Simultáneamente, el gobierno ha decidido participar de modo agresivo en el accionariado de otras minas que siguen abiertas, como la situada en California, en el desierto de Mojave, la denominada Mountain Pass Mine que lleva funcionando desde 1950. No está muy claro por el momento cómo van a sortear el asunto de la contaminación ambiental del procesado del mineral que obtengan de esas minas, pero el Secretario de Estado dijo en el acto mencionado que la mina Brook (así se llama) y Wyoming “son fundamentales para romper el estrangulamiento de China sobre el procesado de tierras raras”.

La decisión china de la que venimos hablando afecta también gravemente a Europa que importa las tierras raras procesadas casi exclusivamente de China. Y ello a pesar de que hay minas que contienen minerales de tierras raras en países como Suecia, Noruega, Finlandia, Dinamarca, Francia o España. La mayoría de los proyectos están en exploración inicial o avanzada, mientras que otros se han paralizado por decisiones gubernamentales justificadas en cuestiones ambientales y/o por la oposición de la ciudadanía debido, en algunos casos, a la presencia junto a las tierras raras de elementos radioactivos como el uranio o el torio. Ese es el caso español, donde se identificaron tierras raras en el proyecto de Matamulas, ubicado en el Campo de Montiel (Ciudad Real). El mineral principal allí existente es la monacita, un fosfato de cerio, lantano, neodimio y praseodimio. Se estima que en ese yacimiento puede haber del orden de 7000 toneladas de compuestos de los que se pueden recuperar tierras raras. El proyecto fue rechazado por la Junta de Castilla-La Mancha en 2019 por razones ambientales y de biodiversidad a lo que se sumó el rechazo de los grupos ambientalistas que han aducido la presencia de torio. De acuerdo con la legislación española y europea, cualquier material con torio o uranio se considera como residuo radiactivo de baja actividad y está sujeto a control por el Consejo de Seguridad Nuclear (CSN), lo que evidentemente complicaría aún más la minería de la monacita española y su posterior refino a tierras raras.

Así que a ver qué hace la pareja Trump/Xi Jinping. El americano tiene alguna carta que jugar en el asunto de otros elementos de la Tabla Periódica que se pueden considerar estratégicos. Estados Unidos tienen un casi monopolio del cuarzo ultra puro, que se extrae en Spruce Pine, una pequeña ciudad en Carolina del Norte y que se necesita para hacer las obleas de silicio de extrema pureza que convertimos en semiconductores y paneles solares. Y ahí le puede doler a China. Mientras edito esta entrada (lunes 27 de octubre), las agencias parecen vislumbrar una marcha atrás en el conflicto. Ver venir…

Para terminar, un extracto de la suite Primavera Apalache de Aaron Copland, con la Filarmónica de Berlin y Marin Alsop como directora.

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miércoles, 15 de octubre de 2025

PVC: Un plástico camaleónico

Este que os escribe es de la cosecha del 52, un excelente año en Rioja. Pero nació en Hernani, un pueblo guipuzcoano que, en esa época, exhibía una pujante actividad industrial. Durante los años finales de la década anterior, uno de sus barrios llamado Epele vio nacer dos industrias que,  probablemente, tuvieron algo que ver en su origen, pero ni siquiera ChatGPT me ha podido confirmar ese extremo. Una, de nombre Electroquímica de Hernani, nació en 1948, se sigue llamando así y desde su fundación ha producido cloro, sodio e hidrógeno. La otra, Policloro S.A., situada a pocos cientos de metros de la anterior tiene un origen menos documentado pero parece que ya existía en 1949 y se dedicaba y dedica a producir PVC (policloruro de vinilo) aunque, desde entonces, ha cambiado de nombre varias veces al ir pasando por las manos de muchos grupos industriales y hoy la controla un grupo francés. Es, también probablemente, la primera planta española en producir ese plástico, al que voy a dedicar esta entrada después de leer en un Semanal de El País un titular que decía: "Melissa, el imperio del PVC que ha revivido las cangrejeras de nuestra infancia. La firma brasileña ha patentado su propio policloruro de vinilo (PVC): reciclable, maleable y con olor a chicle, es la punta de lanza con la que ha orquestado su particular revolución".

Mi vida, como acabáis de ver, ha corrido muy paralela a la del PVC en mi pueblo, a pesar de que no sabía de su existencia hasta el año 76, cuando mi director de Tesis, Gonzalo Martín Guzmán, el artífice de la Facultad de Química de Donosti (cuyo quincuagésimo aniversario estamos celebrando este año), me introdujo en el mundo de los polímeros, del que solo había tenido escasas referencias mientras estudiaba Química en Zaragoza. Pero durante todos esos años en la ignorancia, las comidas familiares de los Iruines se celebraban en un restaurante hoy desaparecido, situado al final de la misma recta donde se ubican las dos empresas que mencionaba arriba, junto al cauce del Río Urumea. Epeleko Etxeberri se llamaba el restaurante y de la fábrica de PVC no distaba más de 200 metros.

Sobre el PVC hay una entrada en este Blog que data del año 2006, el año en el que empecé a dar la brasa. En ella reflejaba una cierta decepción sobre las entonces recientes campañas que Greenpeace llevó a cabo a nivel mundial, a finales del siglo XX y principios del XXI, contra el uso del plástico que nos ocupa. Desde entonces, la industria del PVC se ha ido adaptando de diversas maneras a las consecuencias de esa campaña sin perder cuota de mercado. En algunos casos, abandonando nichos de negocio, como es el caso de los envases. Los que ya tenéis cierta edad recordaréis, por ejemplo, que hace años se usaban botellas de PVC para envasar aceite y agua, las denostadas botellas azules, cuyo pecado era que podían hacer llegar a ambos líquidos restos del monómero empleado en la fabricación del PVC, el cloruro de vinilo, tenido por cancerígeno pero que desaparece como tal durante la fabricación del plástico. Hoy en día prácticamente no hay botellas de PVC que contengan alimentos líquidos que vayamos a ingerir. Pero otros mercados hicieron su irrupción como el de las ventanas que protegen nuestras casas contra el frío, el calor o el ruido o las tuberías que llevan el agua a nuestros grifos y a las plantas de los invernaderos eficientes. Las ventanas de PVC de mi casa llevan imperturbables más de treinta años.

Otro frente de Greenpeace afectó al llamado PVC flexible. Gracias a los llamados plastificantes, un plástico de por si rígido, como el PVC, se convierte en blandito. Entre esos plastificantes están los ftalatos que han permitido fabricar, desde hace años, juguetes, cortinas de ducha, los primeros suelos fáciles de limpiar (Sintasol y similares) o las ya casi históricas bolsas de suero que usan los hospitales. La industria del PVC ha ido eliminando algunos ftalatos considerados peligrosos, pero se sigue vendiendo PVC flexible gracias a otras moléculas como el DOPT (tereftalato de dioctilo). Hay una entrada también antigua (y divertida) en el Blog a propósito de balones fabricados con PVC.

El PVC constituyó también el núcleo de la oposición de muchas ONG´s a las incineradoras. El argumento era que si se quemaban residuos plásticos conteniendo cloro (como el PVC) se generaban dioxinas, algo que era verdad en los entonces abundantes vertederos o en las primeras incineradoras. En este frente, la industria no necesitó reaccionar. La propia legislación europea, desde 1994, fue introduciendo límites a las emisiones de dioxinas así como normativas que establecían las temperaturas a las que debían trabajar los hornos de combustión para prevenir la formación de dioxinas. Hoy en día el PVC no es un objetivo preferente para los ambientalistas, que han trasladado su foco a la contaminación marina por micro y nanoplásticos, donde el PVC tiene una importancia menor. Aunque, en cualquier caso, el estigma de plástico contaminante lo tiene ya para varias generaciones.

Por eso me sorprendió el titular de El País Semanal al que he hecho referencia en el primer párrafo. Las llamadas cangrejeras, sandalias como la que muestra la imagen que ilustra esta entrada, eran muy populares cuando yo era niño, sobre todo en verano, para bañarse en ríos como el Urumea o en playas pedregosas sin dañar nuestros pies. Eran, en la mayoría de los casos, de PVC y tenían sus problemas porque se volvían un poco pegajosas con el uso, sobre todo si se exponían al sol veraniego. Las que veis en la imagen son su versión moderna. Están fabricadas por la empresa brasileña Melissa, cuyos fundadores las reinventaron después de verlas usar a los pescadores en la Riviera francesa a finales de los setenta. Luego, en 1997, lanzaron el modelo Possession que fue adoptado rápidamente por las féminas cariocas y, de ahí, al Olimpo de las grandes marcas de moda y de los grandes almacenes. Vamos, que la gente de Melissa parecen ser unos genios del marketing y las relaciones comerciales.

Pero las flamantes cangrejeras de Melissa siguen siendo de PVC. Ellos mismos lo reconocen cuando dicen que el plástico que usan, denominado comercialmente como Melflex, es “una versión del PVC propia, exclusiva y patentada”. Cuando un fabricante habla de versión o formulación propia (o propietaria), nunca revelará la totalidad de los ingredientes que la componen. Y me juego mis galones de químico polimérico afirmando que, además del PVC, esas sandalias contendrán un plastificante porque, si no, no serían flexibles. Puede que sea alguno de los que están sustituyendo a los ftalatos o, incluso, algún ftalato de los no considerados peligrosos. Llevará colorantes para conferir el tono deseado y llevará algún aditivo que le de el olor a chicle, otro distintivo del producto. Y puede que lleve algunos compuestos de estaño, calcio y zinc para retrasar su degradación. Nada nuevo bajo el sol y fácilmente demostrable mediante técnicas analíticas como las que usan mis colegas de la Facultad.

Otra parte del marketing de Melissa es proclamar que producen cero residuos al fabricar las cangrejeras, que arbitran medidas para recoger las usadas que la gente desecha y que las reciclan porque su PVC “es 100% reciclable” lo que hace que “la sostenibilidad sea una faceta fundamental de nuestro modelo de negocio”. Pues puede que así sea pero no es fácil. El PVC, como todo plástico es, en si mismo, reciclable. Basta subirle la temperatura por encima de un cierto nivel (unos 160º en el caso que nos ocupa) para que se vuelva un fluido viscoso que, introducido en un molde y dejándolo enfriar, de lugar a un nuevo objeto, con una forma y unas funcionalidades que pueden ser distintas de las que tenía el producto original.

Pero ese proceso de fundir el plástico reciclado tiene su precio. Y el PVC es un caso claro. A temperaturas próximas a las que se funde, el PVC se degrada y se transforma químicamente en algo que no tiene exactamente las propiedades del PVC recién sacado de la factoría de Hernani que lo produce. Y seguro que no les sirve a los de Melissa para fabricar cangrejeras que se vendan en tiendas caras de moda, aunque es posible que se utilice para fabricar otros objetos de PVC de peor calidad o cangrejeras más baratas. Y ya avisé sobre los peligros de las nuevas sustancias químicas que se generan durante los procesos de reciclado. Así que economía circular pero menos.

Y para terminar con música, lo voy a hacer con una carta que guardaba en la manga. El PVC ha desaparecido también del mercado musical. Ya no se vende música en los famosos vinilos, fabricados durante años con PVC, aunque haya nostálgicos que los siguen coleccionando y reproduciendo en viejos y nuevos tocadiscos. Y, en ese tono nostálgico, quiero recordar que la primera obra de música clásica grabada en un vinilo fue el Concierto para violín de Mendelssohn, en un disco lanzado por Columbia en 1948, casi al mismo tiempo que el PVC aparecía en mi pueblo. Aquí os va un pequeño extracto del mismo aunque en una grabación reciente de la Budapest Danubia Symphony Orchestra, dirigida por Ricardo Casero y con Júlia Pusker como solista. Que no os despisten los primeros 30 segundos, que hacen propaganda del Franz Liszt Hall de la capital húngara, donde se llevó a cabo la grabación.

PD. No os perdáis los comentarios que aparecen debajo.

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jueves, 25 de septiembre de 2025

Códigos QR y "aditivos" en el vino

Desde el 8 de diciembre de 2023, el vino comercializado debe incorporar en su etiquetado un logo más. Van tantos que ya casi no caben. Es un código QR sobre el que aparece el nombre ingredientes. Y lo hace en virtud de lo establecido en el Reglamento UE 2021/2117. Escaneando uno de esos QR con el móvil, os aparecerá en pantalla una dirección web que, picando en ella, os remitirá a la información contenida en ese código. Como ejemplo, os pongo un enlace a la información del QR de un conocido Rioja, donde podéis ver que tiene como ingredientes los siguientes: uvas, reguladores de la acidez(ácido tartárico (L(+)-)), conservantes (sulfitos). También aparece una información nutricional como la de cualquier alimento. La aparición de esa nueva información sobre el vino ha coincidido en el tiempo con una serie de artículos periodísticos un tanto exagerados (y quimiofóbicos), que me sirven de motivo de esta entrada.

El pasado 2 de agosto un artículo publicado en El Confidencial llevaba el siguiente titular: El vino que bebes no es lo que crees, te la están pegando con los aditivos. Según su autor, el vino que bebemos está lleno de aditivos, ya no tiene nada de artesanal y estamos consumiendo “productos industriales disfrazados de vino”. Después se enumeraban algunos de esos “aditivos”, a saber, “levaduras industriales diseñadas para controlar la fermentación, ácido tartárico o málico para controlar la acidez, taninos en polvo para modular la astringencia, chips de roble para simular el envejecimiento en barrica, enzimas sintéticas para potenciar el color y el aroma, e incluso proteínas de origen animal (huevo, leche, pescado o mariscos) para clarificar el vino”. En otro artículo, en este caso de El País, dedicado a los vinos naturales, una investigadora del Instituto de Productos Naturales y Agrobiología (IPNA-CSIC), sostenía que “la gente desconoce que el vino puede tener más de 60 ingredientes: coadyuvantes, aditivos, niveles de sulfitos que van de cero a 400 miligramos/litro,……”. En ese mismo artículo, un productor de vino “natural”, de la región de Valdeorras, acusa a las bodegas convencionales de “llenar de mierda, contaminar y envenenar a la gente” y un enólogo del sector pretende convencernos de la analogía existente entre un zumo de naranja natural y su versión industrial y el zumo de uva (aka vino natural) y el vino “industrial”.

Pero que no cunda el pánico. Lo primero que hay que saber es que estas cosas están reguladas en otro Reglamento europeo [(UE) 2019/934] que, en su Anexo I, parte A, cuadro 2, enumera los compuestos enológicos autorizados en la elaboración de vino, así como sus condiciones y límites de uso. Normativa que no es más que el reflejo de los avances de la Enología, la Ciencia que nos ha ayudado a entender y controlar los complicados mecanismos de la elaboración del vino, y cuyas bases modernas arrancan en el siglo XIX con los descubrimientos de Pasteur sobre el papel de las levaduras. Y aunque es cierto que el Reglamento contempla más de sesenta productos, agrupados en once familias (reguladores de acidez, conservantes, enzimas, etc.), la investigadora arriba citada exagera, dando a entender que cualquier vino que examinemos puede tener 60 ingredientes. Llevo semanas escaneando los QR que se me ponen por delante y el número de sustancias que se listan en el concepto ingredientes rara vez pasa de tres o cuatro, como ocurre también en el ejemplo del enlace de arriba.

El caso de las levaduras es un buen ejemplo de lo que la Enología y la Biotecnología han supuesto con respecto a las prácticas antiguas a las que parece algunos quieren volver. Las levaduras son consustanciales a los procesos de vinificación ya que sin ellas no hay vino, al ser las causantes de la fermentación alcohólica que transforma los azúcares de la uva en alcohol. Aunque se suele hablar de las levaduras Saccharomyces cerevidasae como las causantes de ese proceso, lo cierto es que en las uvas de una región o parcela concreta hay muchos tipos de Saccharomyces, además de otras levaduras (los interesados pueden leer este artículo sobre las que pueblan el paisaje vinícola de Nueva Zelanda). Se las suele denominar levaduras indígenas o salvajes y son las que propugnan los elaboradores del llamado vino “natural”. El pasado nos demuestra que la idea suena bien pero usarlas tal cual puede provocar ciertos resultados indeseados e impredecibles. Para evitar esos problemas algunos enólogos aíslan las cepas de levaduras de su viñedo, las cultivan en bioreactores y las inoculan de forma controlada. Así mantienen el carácter microbiano local (levaduras autóctonas) pero con la seguridad de que la fermentación se completará como debe. Y luego están las levaduras comerciales que cita el periodista, cepas estudiadas y cultivadas para fermentar de forma limpia, rápida o con un perfil aromático concreto, como el que buscan elaboradores de vinos más baratos.

En el artículo de El Confidencial se menciona también el uso de “enzimas sintéticas”, con toda la carga quimiofóbica que conlleva el adjetivo. Las enzimas son proteínas que catalizan reacciones químicas, presentes en todos los organismos vivos, incluidas las uvas y las propias levaduras. Gracias otra vez a la Enología y la Biotecnología, las bodegas utilizan enzimas purificadas para facilitar procesos que, de otro modo, serían más lentos, menos eficientes o más impredecibles. Se obtienen cultivando microorganismos que las producen (hongos como los Aspergillus niger, levaduras…) en condiciones controladas, para luego purificar las enzimas resultantes. El uso de algunas de ellas facilita, por ejemplo, el romper la piel de la uva y las pectinas de la pulpa, con lo que aumentan el rendimiento del prensado al obtener el mosto. Otras facilitan la extracción de color o de aromas “atrapados” por los azúcares, aportando así más expresión aromática al vino.

Gracias al clarificado se eliminan cosas como las levaduras muertas (lías), partículas en suspensión, proteínas o compuestos fenólicos en exceso que enturbiarían el vino o le darían sabores ásperos. Y para hacerlo, en zonas como Burdeos y Rioja, las claras de huevo se han usado desde el siglo XVIII, ya que las proteínas de la albúmina atrapan esas partículas en suspensión, formando agregados que luego se retiran. Ha sido tan común que bodegas clásicas como La Rioja Alta (que conozco bien) lo han recogido en sus publicaciones, como parte de su tradición histórica. Los otros clarificantes de origen animal que El Confidencial cita tampoco son nuevos. Pero es curioso que no mencione otros más recientes como la bentonita (una arcilla) o el quitosano (obtenido de hongos, no de crustáceos) que han aparecido, entre otros motivos, por la creciente presión del colectivo vegano, que no puede beber vinos en los que se hayan empleado esos clarificantes de origen animal.

Ácidos, como el tartárico o málico antes citados, son también consustanciales a la uva y el mosto. Sabemos que vasijas de más de 7000 años de antigüedad, descubiertas en zonas de Georgia o Irán, contuvieron uvas o vino porque las modernas técnicas analíticas han sido capaces de detectar en ellas la presencia de ambos ácidos. La Enología nos ha demostrado que la acidez (pH) de un vino es importante, por ejemplo, en la evolución del color de los tintos o evitando ciertos precipitados. Y usando ácidos como los mencionados podemos ajustar ese pH a los valores más adecuados. Los taninos son compuestos polifenólicos igualmente inherentes al vino. Provienen de la piel, las pepitas o los raspones (tallos) de la uva y, si el vino se envejece, de la madera de las barricas. Así que dependiendo de cómo manejemos estas variables el contenido en taninos puede ser muy diferente de vino a vino. A los que aportan cuerpo, color, sabor (astringencia y amargor) y estructura, además de contribuir a su capacidad de envejecimiento. Hoy en día se pueden añadir taninos para regular su contenido, taninos en polvo que se preparan, entre otros métodos, a partir de las propias semillas o pieles de uva. La concentración de taninos también se puede regular usando los denominados chips de madera, fragmentos de madera de roble tostado (francés, americano, húngaro…) que se añaden al vino durante o después de la fermentación y que se retiran posteriormente. Se trata de una práctica relativamente reciente y minoritaria para imitar (parcialmente) los efectos de una crianza en barrica, sin gastarse una pasta en barricas nuevas. En esta entrada del Blog de 2010 tenéis más detalles al respecto de estos curiosos “aditivos”. Si los chips fueran “aditivos”, las barricas también.

Aunque el periodista de El Confidencial no cita a los compuestos que genéricamente se conocen como sulfitos (el ingrediente que más me está apareciendo en los códigos QR), la investigadora del CSIC si lo hace, pero vuelve a exagerar en este caso con lo de los 400 mg/L, una cantidad que, como puede verse en la normativa, solo se permite a vinos muy especiales, generalmente obtenidos de uvas sobremaduradas como el Sauternes, los vinos Tokaji de Hungría o muchos vinos griegos. Sobre el asunto de los sulfitos hay en el Blog otra entrada de 2019, donde cuento el uso ancestral de los llamados aros y pajuelas de azufre, que, con su combustión, proporcionan anhídrido sulfuroso y por tanto sulfitos, para cargarse algunos microorganismos molestos, tanto en las barricas vacías como en las llenas de vino. Eso hace posible que un vino viaje, envejezca y llegue en buen estado al consumidor. Hoy en día, se adicionan al vino compuestos como los bisulfitos de sodio o potasio, que realizan la misma misión de forma controlada. Están regulados sus contenidos máximos autorizados, dependiendo de que el vino sea tinto o blanco, ecológico o no. En cualquier caso, cuando un vino supera los 10 mg/L de contenido en sulfitos, debe llevar la etiqueta “Contiene sulfitos” para alertar a un 1% de la población que puede sufrir alergias con ellos. Dado que las levaduras producen sulfitos de forma natural (en concentraciones entre 5–40 mg/L), puede darse la paradoja de que un vino sin adición alguna de “químicos” esté obligado a la mención “Contiene sulfitos”, al sobrepasar los mencionados 10 mg/L. Los especialistas de marketing de algunas bodegas lo disfrazan con expresiones como “sin sulfitos añadidos”.

En definitiva, la cosa no es lo que parece. La mayoría de las prácticas enológicas que hoy rodean al vino, ya se conocían desde hace décadas o siglos. Solo que ahora tienen una base científica. Y en cuanto a otras afirmaciones contenidas en esos artículos, hay que aclarar (sin entrar en muchos detalles) que, a diferencia del zumo de naranja, consumido casi inmediatamente, el zumo de uva fermenta, envejece en barrica e incluso en botella, variando a lo largo del tiempo su contenido en “químicos”. Y hay que preservarlo con otros para poderlo vender durante años. No tener en cuenta los avances que nos proporciona la Enología nos lleva a los paleovinos de los romanos (preservados en vasijas de plomo) o al uso de resinas en los vinos griegos de retsina (que todavía podéis pedir en ciertos bares de ese país). Poco recomendables y saludables, como lo fueron el txakolí, el ribeiro o algunos otros vinos regionales españoles hace cincuenta años y que hoy han mejorado ostensiblemente gracias a prácticas enológicas modernas. Y en cuanto a la radical postura del ciudadano de Valdeorras arriba mencionado, habría que decirle que, los que bebemos vino con asiduidad, sabemos que lo que nos está envenenando no son los aditivos regulados por la UE, sino el 13% de alcohol que todo vino bien nacido tiene, incluso el suyo.

Curiosamente, esa vuelta a los orígenes en forma de los vinos que El Confidencial nos recomienda como vinos “con una mínima intervención en la bodega, es decir, sin necesidad de usar “químicos”", ha originado una espiral en los precios de los mismos, lo que redunda en pingües beneficios para vinateros y restauradores (a través de sus sumilleres). Espiral alimentada por reclamos como vinos naturales, ecológicos o biodinámicos, así como por las recomendaciones de influencers del sector que casi se vanaglorian de provocar con ellas el fenómeno de la gentrificación del vino, según el cual “cuando un vino se vuelve de culto empieza a alcanzar precios inalcanzables, desplazando a quienes lo bebían al principio”. Vamos, como el fenómeno de la vivienda en mi pueblo, donde los guiris lo compran todo, suben los precios y desplazan a los del país. Luego, que si los jóvenes se pasan a la cerveza.

Y puesto que de beber se trata, el célebre brindis de La Traviata "Libiamo ne' lieti calici" o, lo que es lo mismo, “Bebamos de las copas alegres”. Desde el teatro de la Fenice de Venecia, con Daniel Harding (uno de mis directores favoritos ahora), la soprano Federica Lombardi y el tenor Freddie De Tommaso.

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