miércoles, 15 de octubre de 2025

PVC: Un plástico camaleónico

Este que os escribe es de la cosecha del 52, un excelente año en Rioja. Pero nació en Hernani, un pueblo guipuzcoano que, en esa época, exhibía una pujante actividad industrial. Durante los años finales de la década anterior, uno de sus barrios llamado Epele vio nacer dos industrias que,  probablemente, tuvieron algo que ver en su origen, pero ni siquiera ChatGPT me ha podido confirmar ese extremo. Una, de nombre Electroquímica de Hernani, nació en 1948, se sigue llamando así y desde su fundación ha producido cloro, sodio e hidrógeno. La otra, Policloro S.A., situada a pocos cientos de metros de la anterior tiene un origen menos documentado pero parece que ya existía en 1949 y se dedicaba y dedica a producir PVC (policloruro de vinilo) aunque, desde entonces, ha cambiado de nombre varias veces al ir pasando por las manos de muchos grupos industriales y hoy la controla un grupo francés. Es, también probablemente, la primera planta española en producir ese plástico, al que voy a dedicar esta entrada después de leer en un Semanal de El País un titular que decía: "Melissa, el imperio del PVC que ha revivido las cangrejeras de nuestra infancia. La firma brasileña ha patentado su propio policloruro de vinilo (PVC): reciclable, maleable y con olor a chicle, es la punta de lanza con la que ha orquestado su particular revolución".

Mi vida, como acabáis de ver, ha corrido muy paralela a la del PVC en mi pueblo, a pesar de que no sabía de su existencia hasta el año 76, cuando mi director de Tesis, Gonzalo Martín Guzmán, el artífice de la Facultad de Química de Donosti (cuyo quincuagésimo aniversario estamos celebrando este año), me introdujo en el mundo de los polímeros, del que solo había tenido escasas referencias mientras estudiaba Química en Zaragoza. Pero durante todos esos años en la ignorancia, las comidas familiares de los Iruines se celebraban en un restaurante hoy desaparecido, situado al final de la misma recta donde se ubican las dos empresas que mencionaba arriba, junto al cauce del Río Urumea. Epeleko Etxeberri se llamaba el restaurante y de la fábrica de PVC no distaba más de 200 metros.

Sobre el PVC hay una entrada en este Blog que data del año 2006, el año en el que empecé a dar la brasa. En ella reflejaba una cierta decepción sobre las entonces recientes campañas que Greenpeace llevó a cabo a nivel mundial, a finales del siglo XX y principios del XXI, contra el uso del plástico que nos ocupa. Desde entonces, la industria del PVC se ha ido adaptando de diversas maneras a las consecuencias de esa campaña sin perder cuota de mercado. En algunos casos, abandonando nichos de negocio, como es el caso de los envases. Los que ya tenéis cierta edad recordaréis, por ejemplo, que hace años se usaban botellas de PVC para envasar aceite y agua, las denostadas botellas azules, cuyo pecado era que podían hacer llegar a ambos líquidos restos del monómero empleado en la fabricación del PVC, el cloruro de vinilo, tenido por cancerígeno pero que desaparece como tal durante la fabricación del plástico. Hoy en día prácticamente no hay botellas de PVC que contengan alimentos líquidos que vayamos a ingerir. Pero otros mercados hicieron su irrupción como el de las ventanas que protegen nuestras casas contra el frío, el calor o el ruido o las tuberías que llevan el agua a nuestros grifos y a las plantas de los invernaderos eficientes. Las ventanas de PVC de mi casa llevan imperturbables más de treinta años.

Otro frente de Greenpeace afectó al llamado PVC flexible. Gracias a los llamados plastificantes, un plástico de por si rígido, como el PVC, se convierte en blandito. Entre esos plastificantes están los ftalatos que han permitido fabricar, desde hace años, juguetes, cortinas de ducha, los primeros suelos fáciles de limpiar (Sintasol y similares) o las ya casi históricas bolsas de suero que usan los hospitales. La industria del PVC ha ido eliminando algunos ftalatos considerados peligrosos, pero se sigue vendiendo PVC flexible gracias a otras moléculas como el DOPT (tereftalato de dioctilo). Hay una entrada también antigua (y divertida) en el Blog a propósito de balones fabricados con PVC.

El PVC constituyó también el núcleo de la oposición de muchas ONG´s a las incineradoras. El argumento era que si se quemaban residuos plásticos conteniendo cloro (como el PVC) se generaban dioxinas, algo que era verdad en los entonces abundantes vertederos o en las primeras incineradoras. En este frente, la industria no necesitó reaccionar. La propia legislación europea, desde 1994, fue introduciendo límites a las emisiones de dioxinas así como normativas que establecían las temperaturas a las que debían trabajar los hornos de combustión para prevenir la formación de dioxinas. Hoy en día el PVC no es un objetivo preferente para los ambientalistas, que han trasladado su foco a la contaminación marina por micro y nanoplásticos, donde el PVC tiene una importancia menor. Aunque, en cualquier caso, el estigma de plástico contaminante lo tiene ya para varias generaciones.

Por eso me sorprendió el titular de El País Semanal al que he hecho referencia en el primer párrafo. Las llamadas cangrejeras, sandalias como la que muestra la imagen que ilustra esta entrada, eran muy populares cuando yo era niño, sobre todo en verano, para bañarse en ríos como el Urumea o en playas pedregosas sin dañar nuestros pies. Eran, en la mayoría de los casos, de PVC y tenían sus problemas porque se volvían un poco pegajosas con el uso, sobre todo si se exponían al sol veraniego. Las que veis en la imagen son su versión moderna. Están fabricadas por la empresa brasileña Melissa, cuyos fundadores las reinventaron después de verlas usar a los pescadores en la Riviera francesa a finales de los setenta. Luego, en 1997, lanzaron el modelo Possession que fue adoptado rápidamente por las féminas cariocas y, de ahí, al Olimpo de las grandes marcas de moda y de los grandes almacenes. Vamos, que la gente de Melissa parecen ser unos genios del marketing y las relaciones comerciales.

Pero las flamantes cangrejeras de Melissa siguen siendo de PVC. Ellos mismos lo reconocen cuando dicen que el plástico que usan, denominado comercialmente como Melflex, es “una versión del PVC propia, exclusiva y patentada”. Cuando un fabricante habla de versión o formulación propia (o propietaria), nunca revelará la totalidad de los ingredientes que la componen. Y me juego mis galones de químico polimérico afirmando que, además del PVC, esas sandalias contendrán un plastificante porque, si no, no serían flexibles. Puede que sea alguno de los que están sustituyendo a los ftalatos o, incluso, algún ftalato de los no considerados peligrosos. Llevará colorantes para conferir el tono deseado y llevará algún aditivo que le de el olor a chicle, otro distintivo del producto. Y puede que lleve algunos compuestos de estaño, calcio y zinc para retrasar su degradación. Nada nuevo bajo el sol y fácilmente demostrable mediante técnicas analíticas como las que usan mis colegas de la Facultad.

Otra parte del marketing de Melissa es proclamar que producen cero residuos al fabricar las cangrejeras, que arbitran medidas para recoger las usadas que la gente desecha y que las reciclan porque su PVC “es 100% reciclable” lo que hace que “la sostenibilidad sea una faceta fundamental de nuestro modelo de negocio”. Pues puede que así sea pero no es fácil. El PVC, como todo plástico es, en si mismo, reciclable. Basta subirle la temperatura por encima de un cierto nivel (unos 160º en el caso que nos ocupa) para que se vuelva un fluido viscoso que, introducido en un molde y dejándolo enfriar, de lugar a un nuevo objeto, con una forma y unas funcionalidades que pueden ser distintas de las que tenía el producto original.

Pero ese proceso de fundir el plástico reciclado tiene su precio. Y el PVC es un caso claro. A temperaturas próximas a las que se funde, el PVC se degrada y se transforma químicamente en algo que no tiene exactamente las propiedades del PVC recién sacado de la factoría de Hernani que lo produce. Y seguro que no les sirve a los de Melissa para fabricar cangrejeras que se vendan en tiendas caras de moda, aunque es posible que se utilice para fabricar otros objetos de PVC de peor calidad o cangrejeras más baratas. Y ya avisé sobre los peligros de las nuevas sustancias químicas que se generan durante los procesos de reciclado. Así que economía circular pero menos.

Y para terminar con música, lo voy a hacer con una carta que guardaba en la manga. El PVC ha desaparecido también del mercado musical. Ya no se vende música en los famosos vinilos, fabricados durante años con PVC, aunque haya nostálgicos que los siguen coleccionando y reproduciendo en viejos y nuevos tocadiscos. Y, en ese tono nostálgico, quiero recordar que la primera obra de música clásica grabada en un vinilo fue el Concierto para violín de Mendelssohn, en un disco lanzado por Columbia en 1948, casi al mismo tiempo que el PVC aparecía en mi pueblo. Aquí os va un pequeño extracto del mismo aunque en una grabación reciente de la Budapest Danubia Symphony Orchestra, dirigida por Ricardo Casero y con Júlia Pusker como solista. Que no os despisten los primeros 30 segundos, que hacen propaganda del Franz Liszt Hall de la capital húngara, donde se llevó a cabo la grabación.

PD. No os perdáis los comentarios que aparecen debajo.

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jueves, 25 de septiembre de 2025

Códigos QR y "aditivos" en el vino

Desde el 8 de diciembre de 2023, el vino comercializado debe incorporar en su etiquetado un logo más. Van tantos que ya casi no caben. Es un código QR sobre el que aparece el nombre ingredientes. Y lo hace en virtud de lo establecido en el Reglamento UE 2021/2117. Escaneando uno de esos QR con el móvil, os aparecerá en pantalla una dirección web que, picando en ella, os remitirá a la información contenida en ese código. Como ejemplo, os pongo un enlace a la información del QR de un conocido Rioja, donde podéis ver que tiene como ingredientes los siguientes: uvas, reguladores de la acidez(ácido tartárico (L(+)-)), conservantes (sulfitos). También aparece una información nutricional como la de cualquier alimento. La aparición de esa nueva información sobre el vino ha coincidido en el tiempo con una serie de artículos periodísticos un tanto exagerados (y quimiofóbicos), que me sirven de motivo de esta entrada.

El pasado 2 de agosto un artículo publicado en El Confidencial llevaba el siguiente titular: El vino que bebes no es lo que crees, te la están pegando con los aditivos. Según su autor, el vino que bebemos está lleno de aditivos, ya no tiene nada de artesanal y estamos consumiendo “productos industriales disfrazados de vino”. Después se enumeraban algunos de esos “aditivos”, a saber, “levaduras industriales diseñadas para controlar la fermentación, ácido tartárico o málico para controlar la acidez, taninos en polvo para modular la astringencia, chips de roble para simular el envejecimiento en barrica, enzimas sintéticas para potenciar el color y el aroma, e incluso proteínas de origen animal (huevo, leche, pescado o mariscos) para clarificar el vino”. En otro artículo, en este caso de El País, dedicado a los vinos naturales, una investigadora del Instituto de Productos Naturales y Agrobiología (IPNA-CSIC), sostenía que “la gente desconoce que el vino puede tener más de 60 ingredientes: coadyuvantes, aditivos, niveles de sulfitos que van de cero a 400 miligramos/litro,……”. En ese mismo artículo, un productor de vino “natural”, de la región de Valdeorras, acusa a las bodegas convencionales de “llenar de mierda, contaminar y envenenar a la gente” y un enólogo del sector pretende convencernos de la analogía existente entre un zumo de naranja natural y su versión industrial y el zumo de uva (aka vino natural) y el vino “industrial”.

Pero que no cunda el pánico. Lo primero que hay que saber es que estas cosas están reguladas en otro Reglamento europeo [(UE) 2019/934] que, en su Anexo I, parte A, cuadro 2, enumera los compuestos enológicos autorizados en la elaboración de vino, así como sus condiciones y límites de uso. Normativa que no es más que el reflejo de los avances de la Enología, la Ciencia que nos ha ayudado a entender y controlar los complicados mecanismos de la elaboración del vino, y cuyas bases modernas arrancan en el siglo XIX con los descubrimientos de Pasteur sobre el papel de las levaduras. Y aunque es cierto que el Reglamento contempla más de sesenta productos, agrupados en once familias (reguladores de acidez, conservantes, enzimas, etc.), la investigadora arriba citada exagera, dando a entender que cualquier vino que examinemos puede tener 60 ingredientes. Llevo semanas escaneando los QR que se me ponen por delante y el número de sustancias que se listan en el concepto ingredientes rara vez pasa de tres o cuatro, como ocurre también en el ejemplo del enlace de arriba.

El caso de las levaduras es un buen ejemplo de lo que la Enología y la Biotecnología han supuesto con respecto a las prácticas antiguas a las que parece algunos quieren volver. Las levaduras son consustanciales a los procesos de vinificación ya que sin ellas no hay vino, al ser las causantes de la fermentación alcohólica que transforma los azúcares de la uva en alcohol. Aunque se suele hablar de las levaduras Saccharomyces cerevidasae como las causantes de ese proceso, lo cierto es que en las uvas de una región o parcela concreta hay muchos tipos de Saccharomyces, además de otras levaduras (los interesados pueden leer este artículo sobre las que pueblan el paisaje vinícola de Nueva Zelanda). Se las suele denominar levaduras indígenas o salvajes y son las que propugnan los elaboradores del llamado vino “natural”. El pasado nos demuestra que la idea suena bien pero usarlas tal cual puede provocar ciertos resultados indeseados e impredecibles. Para evitar esos problemas algunos enólogos aíslan las cepas de levaduras de su viñedo, las cultivan en bioreactores y las inoculan de forma controlada. Así mantienen el carácter microbiano local (levaduras autóctonas) pero con la seguridad de que la fermentación se completará como debe. Y luego están las levaduras comerciales que cita el periodista, cepas estudiadas y cultivadas para fermentar de forma limpia, rápida o con un perfil aromático concreto, como el que buscan elaboradores de vinos más baratos.

En el artículo de El Confidencial se menciona también el uso de “enzimas sintéticas”, con toda la carga quimiofóbica que conlleva el adjetivo. Las enzimas son proteínas que catalizan reacciones químicas, presentes en todos los organismos vivos, incluidas las uvas y las propias levaduras. Gracias otra vez a la Enología y la Biotecnología, las bodegas utilizan enzimas purificadas para facilitar procesos que, de otro modo, serían más lentos, menos eficientes o más impredecibles. Se obtienen cultivando microorganismos que las producen (hongos como los Aspergillus niger, levaduras…) en condiciones controladas, para luego purificar las enzimas resultantes. El uso de algunas de ellas facilita, por ejemplo, el romper la piel de la uva y las pectinas de la pulpa, con lo que aumentan el rendimiento del prensado al obtener el mosto. Otras facilitan la extracción de color o de aromas “atrapados” por los azúcares, aportando así más expresión aromática al vino.

Gracias al clarificado se eliminan cosas como las levaduras muertas (lías), partículas en suspensión, proteínas o compuestos fenólicos en exceso que enturbiarían el vino o le darían sabores ásperos. Y para hacerlo, en zonas como Burdeos y Rioja, las claras de huevo se han usado desde el siglo XVIII, ya que las proteínas de la albúmina atrapan esas partículas en suspensión, formando agregados que luego se retiran. Ha sido tan común que bodegas clásicas como La Rioja Alta (que conozco bien) lo han recogido en sus publicaciones, como parte de su tradición histórica. Los otros clarificantes de origen animal que El Confidencial cita tampoco son nuevos. Pero es curioso que no mencione otros más recientes como la bentonita (una arcilla) o el quitosano (obtenido de hongos, no de crustáceos) que han aparecido, entre otros motivos, por la creciente presión del colectivo vegano, que no puede beber vinos en los que se hayan empleado esos clarificantes de origen animal.

Ácidos, como el tartárico o málico antes citados, son también consustanciales a la uva y el mosto. Sabemos que vasijas de más de 7000 años de antigüedad, descubiertas en zonas de Georgia o Irán, contuvieron uvas o vino porque las modernas técnicas analíticas han sido capaces de detectar en ellas la presencia de ambos ácidos. La Enología nos ha demostrado que la acidez (pH) de un vino es importante, por ejemplo, en la evolución del color de los tintos o evitando ciertos precipitados. Y usando ácidos como los mencionados podemos ajustar ese pH a los valores más adecuados. Los taninos son compuestos polifenólicos igualmente inherentes al vino. Provienen de la piel, las pepitas o los raspones (tallos) de la uva y, si el vino se envejece, de la madera de las barricas. Así que dependiendo de cómo manejemos estas variables el contenido en taninos puede ser muy diferente de vino a vino. A los que aportan cuerpo, color, sabor (astringencia y amargor) y estructura, además de contribuir a su capacidad de envejecimiento. Hoy en día se pueden añadir taninos para regular su contenido, taninos en polvo que se preparan, entre otros métodos, a partir de las propias semillas o pieles de uva. La concentración de taninos también se puede regular usando los denominados chips de madera, fragmentos de madera de roble tostado (francés, americano, húngaro…) que se añaden al vino durante o después de la fermentación y que se retiran posteriormente. Se trata de una práctica relativamente reciente y minoritaria para imitar (parcialmente) los efectos de una crianza en barrica, sin gastarse una pasta en barricas nuevas. En esta entrada del Blog de 2010 tenéis más detalles al respecto de estos curiosos “aditivos”. Si los chips fueran “aditivos”, las barricas también.

Aunque el periodista de El Confidencial no cita a los compuestos que genéricamente se conocen como sulfitos (el ingrediente que más me está apareciendo en los códigos QR), la investigadora del CSIC si lo hace, pero vuelve a exagerar en este caso con lo de los 400 mg/L, una cantidad que, como puede verse en la normativa, solo se permite a vinos muy especiales, generalmente obtenidos de uvas sobremaduradas como el Sauternes, los vinos Tokaji de Hungría o muchos vinos griegos. Sobre el asunto de los sulfitos hay en el Blog otra entrada de 2019, donde cuento el uso ancestral de los llamados aros y pajuelas de azufre, que, con su combustión, proporcionan anhídrido sulfuroso y por tanto sulfitos, para cargarse algunos microorganismos molestos, tanto en las barricas vacías como en las llenas de vino. Eso hace posible que un vino viaje, envejezca y llegue en buen estado al consumidor. Hoy en día, se adicionan al vino compuestos como los bisulfitos de sodio o potasio, que realizan la misma misión de forma controlada. Están regulados sus contenidos máximos autorizados, dependiendo de que el vino sea tinto o blanco, ecológico o no. En cualquier caso, cuando un vino supera los 10 mg/L de contenido en sulfitos, debe llevar la etiqueta “Contiene sulfitos” para alertar a un 1% de la población que puede sufrir alergias con ellos. Dado que las levaduras producen sulfitos de forma natural (en concentraciones entre 5–40 mg/L), puede darse la paradoja de que un vino sin adición alguna de “químicos” esté obligado a la mención “Contiene sulfitos”, al sobrepasar los mencionados 10 mg/L. Los especialistas de marketing de algunas bodegas lo disfrazan con expresiones como “sin sulfitos añadidos”.

En definitiva, la cosa no es lo que parece. La mayoría de las prácticas enológicas que hoy rodean al vino, ya se conocían desde hace décadas o siglos. Solo que ahora tienen una base científica. Y en cuanto a otras afirmaciones contenidas en esos artículos, hay que aclarar (sin entrar en muchos detalles) que, a diferencia del zumo de naranja, consumido casi inmediatamente, el zumo de uva fermenta, envejece en barrica e incluso en botella, variando a lo largo del tiempo su contenido en “químicos”. Y hay que preservarlo con otros para poderlo vender durante años. No tener en cuenta los avances que nos proporciona la Enología nos lleva a los paleovinos de los romanos (preservados en vasijas de plomo) o al uso de resinas en los vinos griegos de retsina (que todavía podéis pedir en ciertos bares de ese país). Poco recomendables y saludables, como lo fueron el txakolí, el ribeiro o algunos otros vinos regionales españoles hace cincuenta años y que hoy han mejorado ostensiblemente gracias a prácticas enológicas modernas. Y en cuanto a la radical postura del ciudadano de Valdeorras arriba mencionado, habría que decirle que, los que bebemos vino con asiduidad, sabemos que lo que nos está envenenando no son los aditivos regulados por la UE, sino el 13% de alcohol que todo vino bien nacido tiene, incluso el suyo.

Curiosamente, esa vuelta a los orígenes en forma de los vinos que El Confidencial nos recomienda como vinos “con una mínima intervención en la bodega, es decir, sin necesidad de usar “químicos”", ha originado una espiral en los precios de los mismos, lo que redunda en pingües beneficios para vinateros y restauradores (a través de sus sumilleres). Espiral alimentada por reclamos como vinos naturales, ecológicos o biodinámicos, así como por las recomendaciones de influencers del sector que casi se vanaglorian de provocar con ellas el fenómeno de la gentrificación del vino, según el cual “cuando un vino se vuelve de culto empieza a alcanzar precios inalcanzables, desplazando a quienes lo bebían al principio”. Vamos, como el fenómeno de la vivienda en mi pueblo, donde los guiris lo compran todo, suben los precios y desplazan a los del país. Luego, que si los jóvenes se pasan a la cerveza.

Y puesto que de beber se trata, el célebre brindis de La Traviata "Libiamo ne' lieti calici" o, lo que es lo mismo, “Bebamos de las copas alegres”. Desde el teatro de la Fenice de Venecia, con Daniel Harding (uno de mis directores favoritos ahora), la soprano Federica Lombardi y el tenor Freddie De Tommaso.

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domingo, 7 de septiembre de 2025

La homeopatía se retira sola. Y Boiron se "diluye" en Bolsa

Bastantes de los actuales suscriptores de mi Blog no lo eran cuando publiqué, en julio de 2022, mi más reciente entrada sobre la homeopatía. Así que la ocasión la pintan calva para que todos aquellos que no conozcan mi debilidad por esa medicina alternativa la puedan explorar en entradas anteriores. Basta con ir bastante abajo en la parte derecha de esta página y elegir, dentro la categoría Clasificación de las entradas por temas, el término Homeopatía. Picando en él, os aparecerán 17 jugosas entradas sobre el tema (incluida esta misma). Algunas con explicaciones bastante introductorias y otras mucho más sesudas. La entrada de hoy tiene que ver con una reciente noticia publicada el pasado 28 de agosto por un diario digital (TheObjective) y que llevaba por título “Sanidad retira del mercado 314 productos homeopáticos, el 97% del laboratorio Boiron”. Para dejar las cosas bien establecidas desde el principio, me parece que lo peor de ese artículo es su título. Porque hay que aclarar que Sanidad ha retirado esos productos a instancias de los fabricantes (la compañía de origen francés Boiron y la de origen alemán Heel). Es decir, el Ministerio es un mero ejecutor administrativo de los deseos de esas dos empresas. Como si yo voy a mi Ayuntamiento y les pido darme de baja en el padrón municipal.

El resto del artículo de Lidia Ramírez (así se llama la autora) está, en mi opinión, francamente bien y no es muy diferente de lo que os conté en la entrada de 2022 mencionada al principio. Por si no queréis andar picando enlaces y leyéndolos, os hago una síntesis de uno y otra y os facilito la lectura. Si tuviera que modificar algo el artículo de TheObjective, lo haría contando algo más de la tortuosa historia de la regulación a nivel español de los productos homeopáticos. Que arranca con la Directiva europea 2001/83/CE, en cuya discusión se hizo evidente, según el negociador español Fernando García Alonso, entonces Director de la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios (AEMPS), que había dos posturas claramente enfrentadas: la de los países nórdicos, que eran reacios a atribuir la condición de medicamentos a productos cuya eficacia clínica no estaba demostrada científicamente y, frente a ellos, los países con una industria próspera en este terreno (Francia, Alemania), que los defendían fervientemente.

Al final, primaron las razones económicas llegándose al acuerdo, en una cuestionable decisión salomónica, de regular esos productos como medicamentos, siempre que llevaran una leyenda que dijera que la eficacia de los mismos no se había demostrado mediante métodos científicos. Tuvieron que pasar 6 años para que esa Directiva se traspusiera al ámbito español en el Real Decreto 1345/2007, que regulaba el procedimiento de “autorización, registro y condiciones de dispensación de los medicamentos de uso humano fabricados industrialmente” y donde se incluía una Sección específica, con varios artículos, dedicada a los medicamentos homeopáticos vendidos en farmacias con formato convencional.

En concreto, el artículo 55 establecía una singularidad a la hora de autorizar la venta en farmacias de un producto homeopático, que ya pasaría así a la categoría de medicamento homeopático. Frente a la vía habitual para la autorización de cualquier medicamento, el mencionado artículo establecía un procedimiento simplificado especial de medicamentos homeopáticos para los que, al contrario de los convencionales, no se necesitaba demostrar su eficacia terapéutica. Basta con que el principio activo esté muy diluido, se administre oralmente y que su prospecto indique la ausencia de indicación terapéutica. Con independencia del color político, el Gobierno español, junto con otros, trató de eliminar esa vía en Bruselas pero, ya a finales de 2018, parecía estar claro que habían perdido la batalla y que la Unión Europea pensaba que su Directiva de 2001 estaba bien.

Así que, 17 años después de la promulgación de la Directiva de 2001 y once después del Real Decreto de 2007, se empezó a regular en España la venta de los preparados homeopáticos como medicamentos. Para ello, el Gobierno instó a la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios (AEMPS) a poner en marcha el citado procedimiento simplificado y, en abril de 2018, habilitó un plazo para que los fabricantes de todos los productos homeopáticos que se vendían en las farmacias de España le comunicaran su intención de adecuarse a la Directiva europea y al Decreto español. Finalizado ese plazo, la AEMPS publicó, a finales de octubre de 2018, una resolución que daba cuenta de los productos homeopáticos que se le habían comunicado y fijó un calendario para que las empresas titulares solicitaran la correspondiente autorización de comercialización. Los productos homeopáticos que se encontraban en esa resolución (y que eran 2008) podían seguirse comercializando, a la espera de que la AEMPS evaluara la documentación y tomara una decisión que les autorizara o no a venderse como medicamentos homeopáticos, de acuerdo con la normativa que os he explicado arriba. Aquellos productos que no comunicaron a la AEMPS su intención de adecuarse a la normativa, no podían seguirse comercializando y los que estuvieran ya en las farmacias tendrían que ser retirados.

Desde octubre de 2018 hasta ahora (es decir, otros siete años más de procesos), la AEMPS ha ido evaluando la documentación recibida. En marzo de 2023 había un total de 1290 productos aprobados como medicamentos homeopáticos, número que se ha mantenido más o menos estable hasta ahora cuando, a instancia principalmente de Boiron, ese número se ha reducido a a 976 (se puede ver la lista actualizada a 25 de mayo de 2025 aquí). Todos los incluidos en esa lista optaron en su momento por la vía simplificada y, como consecuencia de ello, si entráis en la ficha técnica de cualquiera de ellos, veréis que, en el Apartado 4, se dice "Medicamento homeopático sin indicación terapéutica aprobada (Directiva 2001/83/CE)", que responde a lo que los legisladores de la UE establecieron en su día.

Otra cosa bien descrita en el artículo que estoy comentando es que, en 2018, el Gobierno nos prometió un informe de evaluación de la homeopatía como pseudociencia, informe que se está haciendo esperar y que, en algún momento del año pasado, parecía que incluso no se iba a producir nunca, después de que el número dos del actual Ministerio de Sanidad dijera que no era razonable invertir recursos públicos “en evaluar cosas que sabemos que no sirven”. Tras la carcajada generalizada (¡anda que no hay personas y cosas en las que se gasta dinero público y no sirven para nada!), el Secretario de Estado se la tuvo que envainar y prometió el informe para finales de 2024 pero, a día de hoy, sigue sin ver la luz.

En un párrafo final del artículo de TheObjective, la autora habla de las previsiones de una consultora económica internacional que prevé una tasa de crecimiento para el sector homeopático del 12% entre 2024 y 2029. Pues ya veremos. Entre otras compañías, controlo casi diariamente la cotización de Boiron en la Bolsa de París y puedo deciros que, desde setiembre de 2023, tras una operación de ingeniería financiera que llevó la acción a casi 54 € (para beneficio de sus principales accionistas), su valor se ha ido depreciando y este pasado viernes cotizó al cierre a 22,95 €, un 57% menos. Así que algo tendrán que hacer. Quizás eliminar gastos derivados de tener inscritos en la AEMPS (lo que cuesta dinero) más de 300 productos que parece que no rentaban. Aún y así, todavía mantiene casi 500 productos autorizados.

Para finalizar, sigo tan mosqueado como estaba en la entrada de 2022 sobre un hecho que allí relataba. El Centro de Información de Medicamentos (CIMA) es una base de datos, ligada a la AEMPS, en la que los profesionales pueden consultar diversos aspectos sobre los medicamentos autorizados por ella. Si uno accede a una página del CIMA denominada Buscador para profesionales sanitarios, uno puede localizar medicamentos por el principio activo que contienen, la empresa que lo fabrica o el llamado Código Nacional, una especie de matrícula de cada medicamento.

Pues bien, en 2022 ocurría, y sigue ahora ocurriendo, que si uno introduce cualquiera de esos parámetros de uno de los 976 medicamentos homeopáticos autorizados a día de hoy o, incluso, si uno introduce en el apartado del Laboratorio fabricante el nombre Boiron (lo que debería darnos un listado de todos los productos de ese Laboratorio) la respuesta es que “No se han encontrado medicamentos con ese criterio”. He consultado el asunto con la AEMPS que, muy diligentemente, me han contestado que “la razón de que esos medicamentos no estén CIMA tiene que ver con su naturaleza regulatoria y las características y funcionalidades de nuestras bases de datos”. Ante semejante respuesta (el subrayado es mío), solo se me ocurre pensar que el que no aparezcan en CIMA es una forma sibilina que tiene la AEMPS de sortear la Directiva Europea y, en el fondo, decir que los medicamentos homeopáticos no son medicamentos.

Y como hablamos de franceses y uno de los conciertos de la Quincena Musical Donostiarra estuvo dedicado al compositor vascofrancés Maurice Ravel, os propongo el final de La Valse, una de las obras de las que disfrutamos el pasado día 27 de agosto en el Kursaal. En el vídeo que os enlazo, Sir Simon Rattle dirige a la Filarmónica de Berlín.

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jueves, 28 de agosto de 2025

Tomates hidropónicos y vinos biodinámicos sin etiqueta

A finales del siglo XIX la agricultura europea dependía de fertilizantes nitrogenados, como el nitrato sódico (o nitrato de Chile) que se extraían de minas en ese país. O del guano, que no es más que la acumulación de excrementos de aves como los pelícanos peruanos. Y era obvio que se estaban agotando unos y otros. Así que W. Croockes, presidente de la británica Asociación para el Progreso de la Ciencia, pronosticó en 1898 que si no se buscaban alternativas, los británicos y otras naciones se veían abocados a hambrunas. Y señalaba a la Química como la única que podía transformar las grandes cantidades de nitrógeno existente en la atmósfera, una molécula estable a quien no gusta reaccionar con casi nada, en otras moléculas más accesibles que pudieran servir como fuentes de nitrógeno alternativas.

A principios del siglo XX, Fritz Haber y Carl Bosch consiguieron fijar el nitrógeno del aire en forma de amoniaco, haciéndolo reaccionar con hidrógeno para, posteriormente, producir sustancias que como el nitrato amónico o la urea (la misma que se encuentra en los malolientes purines con los que se abonan cultivos y prados). Hoy está bien documentado que casi la mitad de la población mundial (4.000 millones de habitantes) son alimentados de productos derivados de la reacción de Haber-Bosch y los fertilizantes a los que ella da lugar. Ello, junto con el uso de plaguicidas, ha dado lugar a un crecimiento espectacular de la agricultura intensiva aunque, como la avaricia rompe el saco, un uso a veces desmesurado de unos y otros ha ocasionado problemas como la eutrofización (exceso de nutrientes en ríos, lagos y acuíferos subterráneos) o los derivados del uso del DDT y otros plaguicidas.

Como reacción a esos problemas fue surgiendo la llamada agricultura ecológica tanto en USA como en Europa. En esta última, desde el Reglamento de 2007, posteriormente modificado en 2018, esa forma de agricultura tiene carta de naturaleza. Lo cual no quita para que algunos de sus artículos sean más que discutibles, por su falta de rigor científico. Y así, en el Anexo I del Reglamento 2018/818, parte I, artículo 1.2 se dice literalmente “Queda prohibida la producción hidropónica, que es un método de cultivo de plantas que no crecen de forma natural en el agua, con las raíces introducidas únicamente en una solución de nutrientes o en un medio inerte al que se añade una solución de nutrientes”. Aclarando un poco mas, la hidroponía es una suerte de agricultura minimalista en la que no se necesita más que agua, luz, ciertos aniones (nitratos, sulfatos, fosfatos) y cationes (calcio, magnesio, potasio y algunos oligoelementos como el boro) en concentraciones adecuadas, para que plantas ornamentales y hortalizas crezcan con profusión y sin mayores problemas.

Esos nutrientes se hacen llegar a las raíces de las plantas disueltos en agua, sin que necesitemos el soporte de la tierra. En su lugar se suelen usar perlita (una roca volcánica), lana de roca, arcilla expandida o fibra de coco, estructuras porosas e inertes que se colocan en recipientes de plástico. Aunque el origen de estas prácticas puede datarse en el siglo XIX, ha sido necesario que haya transcurrido bastante tiempo para que dispongamos de medios analíticos en tiempo real, instalaciones inteligentes (en la que los plásticos juegan un papel fundamental) y, sobre todo, el suficiente conocimiento como para que la hidroponía haya sido aceptada en muchos lugares, incluidos caseríos guipuzcoanos que conozco y que están proporcionando los deliciosos tomates de los que disfruto en esta época.

La prohibición europea de la hidroponía en la agricultura ecológica deja clara la necesidad de la tierra como soporte para el crecimiento. La propia Reglamentación establece que las plantas deben nutrirse principalmente a través del ecosistema del suelo (soil-bound production). Se argumenta que cultivar en suelo promueve la biodiversidad microbiana, el reciclaje natural de nutrientes y el equilibrio ecológico. El propio Consejo de Ministros de Agricultura de la UE, en 2017, reafirmó que los cultivos ecológicos deben estar "estrechamente vinculados al suelo". Y también la Comisión Europea que, en documentos técnicos y declaraciones, ha sostenido que los sistemas hidropónicos son demasiado "tecnificados y artificiales" para considerarse compatibles con los principios ecológicos. Es una clara manifestación de un cierto atavismo cósmico, que parece ligar todo lo que tiene que ver con la vida y su sustento a los aristotélicos elementos: tierra, aire, agua y fuego. Y, lo que es peor, usando argumentos que provienen principalmente de una interpretación normativa y filosófica del concepto de lo “ecológico” (desarrollada a lo largo de varias décadas), más que de una evaluación técnica o científica específica.

La agricultura ecológica en Europa tiene sus fundamentos en principios ligados a la agricultura biodinámica (anterior a la ecológica) o a la permacultura. En ambas, el concepto suelo vivo es central y su salud se considera inseparable de la salud de la planta, el alimento y el ecosistema. Esta visión se popularizó en parte por pensadores como Rudolf Steiner, fundador del llamado movimiento antroposófico que está detrás de la citada agricultura biodinámica, de una medicina alternativa conocida como medicina biodinámica y de otras muchas cosas que van desde métodos de enseñanza para niños (escuelas Waldorf) a la creación de bancos (Triodos Bank). Sus conceptos de agricultura biodinámica, impartidos en una serie de charlas a agricultores alemanes en 1925 y desarrollados más tarde por movimientos ambientalistas europeos, siguen estando presentes en la Reglamentación de la que hablo. Organizaciones tan influyentes como Ifoam Organics Europe, que representan a los productores ecológicos europeos, han influido en las sucesivas redacciones y modificaciones de Reglamento de producción ecológica actualmente vigente. Este y otros lobbies ven a la hidroponía como una amenaza al modelo de negocio ecológico europeo, basado en prácticas agronómicas más extensivas y tradicionales. Curiosamente, en EEUU, la hidroponía se certifica como ecológica.

Pero, desde un punto de vista científico, es bastante evidente que la hidroponía ahorra importantes cantidades de agua frente a la agricultura convencional. Permite cultivar donde no hay suelos cultivables (que cada vez son menos, merced a la desertización). Permite el cultivo prácticamente sin plaguicidas o herbicidas, al eliminar la fuente más habitual de esos problemas: el propio suelo. Por otro lado, la hidroponía evita que las aguas de riego, con todo lo que se llevan por delante, acaben en las aguas subterráneas. Pero, sobre todo, permite un control ajustado de la forma en la que alimentamos a la planta, algo difícil de conseguir mediante un abonado con estiércol o purines que, dependiendo del origen de los mismos, varía mucho en sus contenidos en los aniones y cationes que necesita la planta. Por no hablar de aspectos microbiológicos.

Al hilo de estas cuestiones, en ese mismo Anexo I del Reglamento 2018/818, parte I, artículo 1.9.9 , y en solo cuatro palabras, se establece que en la agricultura ecológicaPodrán utilizarse preparados biodinámicos”. Si no queréis buscar el significado del término en las conferencias de Steiner lo podéis hacer en esta entrada del Blog pero, para ahorraros incluso ese trabajo, os diré que uno de esos preparados es el famoso preparado 500, que se obtiene partiendo de un cuerno de vaca que se llena con estiércol y se entierra durante el otoño a unos 40 cm de la superficie. El estiércol se descompone durante el invierno y se desentierra al inicio de la primavera. Una vez extraído el contenido del cuerno se diluye en agua y se rocía por toda la superficie del terreno. Y de este pelo son el resto de preparados. En conjunto, las prácticas de agricultura biodinámicas contienen un compendio de superstición y creencias, sin evidencia científica demostrada. La Union Europea no certifica productos como biodinámicos (si lo hace como ecológicos). Es una fundación privada, nacida también en el entorno de las ideas de Steiner y que se llama Demeter, la que controla esa denominación y permite, por ejemplo, que en la etiqueta de los vinos biodinámicos aparezca un logo como el que veis abajo.

Pues bien, este verano he estado muy ocupado leyendo ideas un tanto peregrinas sobre el vino, que pronto os contaré. Y he descubierto que muchas bodegas pequeñas que se están abriendo hueco en el mercado hablan, tanto en su marketing como en las notas de cata de sus productos, de que elaboran sus vinos “desde un enfoque biodinámico” o “siguiendo prácticas biodinámicas”. Pero, al mismo tiempo, he comprobado que, en sus etiquetas, no llevan el emblema de Demeter. Las razones son bastante evidentes (al menos para mí). Demeter somete a las bodegas a auditorías para conseguir el sello y ese proceso es caro. Por otro lado, la palabra biodinámico vende por sí sola, no necesitan el sello oficial para evocar en el incauto consumidor cosas como naturaleza, cosmos y respeto a la tierra. Y además, decir que se aplican “prácticas biodinámicas” les permite adoptar solo lo que les interesa (compost, preparados vegetales, limitar tratamientos) sin tener que cumplir todo el ritual (cuernos de vaca, calendarios lunares, etc.), rechazando así el aspecto esotérico para no quedar asociados con Steiner. Pero claro, son los preparados descritos en el Anexo I del Reglamento 2018/818, parte I, artículo 1.9.9 los que confieren su carta de naturaleza a los productos biodinámicos. Eliminarlos es tanto como eliminar el artículo y dejar la agricultura biodinámica en meramente ecológica.

Algunos amigos que saben más que yo de esto, me cuentan que la agricultura ecológica se está reinventando en la llamada agricultura regenerativa (véase esta entrada del Blog de Unai Ugalde) con un enfoque más dinámico y holístico (cada vez que oigo o leo este término me echo a temblar, dado el uso que de él se suele hacer en las medicinas alternativas), frente a los desafíos actuales como el cambio climático, la pérdida de biodiversidad y la degradación del suelo. Por ahora está en sus inicios, sin una normativa al respecto y sin una idea clara de su posible implantación al nivel de la que, en algunos países y ámbitos, ha alcanzado la ecológica. Solo espero que si la agricultura regenerativa toma carta de naturaleza en las legislaciones occidentales, no contenga aspectos tan dudosos como los descritos más arriba en la legislación de agricultura ecológica. Si no es así, mis pobladas cejas se volverán a arquear.

Del ballet Estancia de Alberto Ginastera, Idilio crepuscular, con la BBC Philharmonic y Juanjo Mena a la batuta. Con él, cuando era un jovencísimo director y en su Vitoria-Gasteiz, descubrí ese ballet de Ginastera. Vaya aquí mi pequeño homenaje ahora que lo está pasando mal. Algún otro día os pondré cosas más moviditas del mismo ballet.

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lunes, 11 de agosto de 2025

La Coca-Cola de Trump y la miel de mi suegra

Cuando Trump accedió al poder, y como ha venido siendo tradición con los últimos presidentes, el CEO de Coca-Cola, James Quincey, le hizo entrega de una versión de la Diet Coke (la que el presidente bebe) especialmente diseñada para la ocasión. Meses más tarde, el 16 de julio y en su cuenta de X, Trump decía que "He estado hablando con @CocaCola sobre usar azúcar de caña REAL en la Coca-Cola en Estados Unidos, y han aceptado hacerlo. Quiero agradecerlo a todos los responsables en Coca-Cola. Este será un muy buen movimiento por su parte — Ya lo verán. ¡Simplemente es mejor!". Y solo hace un par de semanas, el propio Quincey anunciaba en el canal de televisión Fox que, para otoño, estaría en el mercado americano una nueva versión de su brebaje basada en el azúcar de caña. No quiso revelar la fecha exacta ni el nombre que aparecerá en la etiqueta, pero la suerte está echada. Esta decisión del gigante alimentario americano implica compartir catálogo con la formulación que se vende ahora en los EEUU, basada en el llamado jarabe de maíz de alta fructosa (HFCS en su acrónimo en inglés), que se ha estado usando allí desde hace muchos años. Producto al que RFK Jr. y sus acólitos del MAHA (Make America Helthier Again) achacan todo tipo de problemas de salud, incidiendo en que es un producto “fabricado por la industria”. Otra chorrada más del Secretario de Estado de Salud americano que, si me seguís leyendo, veréis que es fácil de desmontar.

Los distintos jarabes de maíz de alta fructosa (HFCS) existentes en el mercado se fabrican a partir de maíz que se muele para extraer su almidón, el cual se somete después a la acción de diferentes enzimas para generar el azúcar llamado glucosa que, posteriormente, se transforma (isomeriza) en otro azúcar, la fructosa, con ayuda de más enzimas. Dependiendo del grado que alcance esa transformación de un azúcar en otro se obtienen diferentes HFCS. En concreto, el jarabe de maíz que se emplea en la Coca-Cola es conocido técnicamente como HFCS-55, porque contiene un 55% de fructosa, un 42% de glucosa y algo de agua y otros componentes. Como veis, productos industriales pero en los que la herramienta utilizada no son los denostados “químicos” sino las enzimas.

Por el contrario, y como su nombre indica, el azúcar de caña es un producto derivado de las cañas de azúcar que, tras su cosecha, se trituran o prensan con rodillos para extraer el jugo crudo, compuesto por agua, otro azúcar (la sacarosa) en un porcentaje del 20% y pequeñas cantidades de minerales, impurezas orgánicas, proteínas y ceras. Para eliminar estas últimas, el jugo se calienta y se le añade cal viva (CaO) o floculantes que las precipitan. El líquido se filtra, se concentra por evaporación a vacío, obteniéndose un jarabe espeso (ya con un 60–70% sacarosa). A partir de ahí, se produce la precipitación de los cristales del azúcar (sacarosa) que se separan del líquido restante (melaza) en una centrífuga. Posteriormente, los cristales se lavan y secan. Si se busca azúcar blanco refinado, los cristales se disuelven, se filtran con carbón activado, se vuelven a cristalizar y se secan. Si no, se comercializa como azúcar moreno o crudo (con algo de melaza residual). Al final ya sea el azúcar blanco o el moreno tienen cantidades de sacarosa superiores al 99%. Aunque se nos suele vender que el azúcar de caña es más “natural” y menos procesado, ya veis que de eso (casi) nada.

Y es esa sacarosa (derivada de la caña de azúcar) la que se va a emplear en las nuevas formulaciones en los EEUU. Que no tienen nada de nuevo, porque es la que se usó en un principio y la que se sigue usando en muchos países en la llamada Coca-Cola CON AZÚCAR, aunque en algunos sitios ese azúcar o sacarosa se saca de la caña de azúcar (por ejemplo, en Méjico) y en otros (como aquí) se utiliza también sacarosa proveniente de la remolacha, una fuente alternativa. Pero, al final, sacarosa pura y dura en ambos casos.



En la figura (arriba) se ven las fórmulas químicas de la glucosa y la fructosa presentes como moléculas libres en el HFCS. Por el contrario, en la parte de abajo se muestra la molécula de la sacarosa constituida por una unidad de fructosa y una de glucosa, las mismas moléculas que están en los HFCS, aunque unidas químicamente por el llamado enlace glucosídico. Por tanto, la composición de la sacarosa contiene prácticamente un 50% de fructosa y otro 50% de glucosa aunque bien atadas. Esa diferencia implica que, cuando ingerimos jarabe de maíz de alta fructosa (HFCS), las moléculas de ambos azúcares (fructosa y glucosa) entran directamente en nuestro organismo, mientras que al ingerir azúcar de caña o azúcar blanco, las formas libres de glucosa y fructosa solo se generan durante su digestión en nuestro tracto digestivo. Ello hace que la absorción de ambos azúcares por el organismo sea más rápida en el caso del HFCS que en el azúcar de caña, lo que, en el caso de la glucosa, puede provocar un aumento más brusco de ella en sangre (pico glucémico).

Ese es uno de los argumentos para denostar al HFCS y atribuirle muchos de los problemas de las poblaciones de países occidentales en los últimos años, como la obesidad, el síndrome metabólico, el hígado graso (en este caso debido al exceso de fructosa), diabetes de tipo 2 y enfermedades cardiovasculares. Pero esos mismos efectos aparecen con la sacarosa del azúcar de caña si se consumen en cantidades similares a las del HFCS, porque, aparte de la glucosa y la fructosa, el resto de sustancias que no son esos dos azúcares pintan poco en el problema.

En cualquier caso, e incidentalmente, no sé por qué Trump está tan entusiasmado con la opción del azúcar de caña, cuando la Diet Coke que él consume, en cantidades importantes como está bien documentado en los periódicos, no lleva azúcar de ningún tipo, sino un edulcorante conocido como aspartamo y del que hemos hablado varias veces en este Blog (la entrada más visitada ha sido esta). Algo que, probablemente, haga por prescripción facultativa, dada la pinta “saludable” y la edad que tiene el Presidente.

Para documentar aún más lo inconsecuente del cambio del que estamos hablando, vayamos al caso de la miel, alimento “natural” donde los haya, producido por abejas libres, libando en flores silvestres y demás adornos bucólicos con los que se la promociona. Mi suegra, fallecida en marzo de 2023 con 98 años tuvo una salud envidiable hasta pocos meses antes de su muerte. Ella contaba a todo el mundo que había llegado a esa edad porque siempre había comido bien, porque acompañaba esas comidas con buen vino riojano (generalmente del año o lo que los finos llaman ahora de maceración carbónica) y porque el café con leche del desayuno lo endulzaba con una buena dosis de miel. Lo del vino lo dejó (no totalmente) un par de años antes de morir, pero el consumo de miel se mantuvo, como podemos acreditar la Búha y un servidor que éramos los que comprábamos el producto. Más de una discusión tuvimos suegra y yerno sobre las diferencias entre echar miel o azúcar blanco a su desayuno. Que no sirvió para nada.

Una miel promedio tiene un 18% de agua y el resto está constituida por azúcares. Los más abundantes vuelven a ser (¡qué casualidad!) la fructosa (38%) y la glucosa (31%) en una proporción relativa de 38/31 = 1.22, muy parecida a la existente en el jarabe de maíz HFCS-55 (55/42 = 1.31) pero la miel es más rica en glucosa. Y, en ambos productos (miel y HFCS), la fructosa y la glucosa están en su forma libre. Y eso es así porque, en el caso de la miel, son las propias abejas, durante la elaboración de la misma, cuando mediante enzimas contenidas en su saliva, consiguen separarlas desde la misma sacarosa que liban en las flores. La miel contiene también un 7% de otro azúcar, la maltosa, además de otros azúcares (como la propia sacarosa sin romper), proteínas, vitaminas, aminoácidos, compuestos fenólicos, etc, que dependen mucho de parámetros ligados a la producción de la miel (tipo de flores, terreno,…) y que hacen que haya tantas variedades de miel en el mercado. Pero, en lo fundamental, la miel contiene, sobre todo, fructosa y glucosa en parecidas proporciones e igual de libres que en el jarabe de maíz puesto en cuestión. Lo cual implica que a la miel se le pueden atribuir efectos nocivos parecidos a los del HFCS-55. Aunque mi suegra nunca me creyó.

Así que sigamos las recomendaciones de los endocrinos y no abusemos del consumo de productos dulces o endulzados. Como la propia miel, la bollería y pastelería (ya industriales o artesanas) o la Coca-Cola con azúcar, ya provenga en este caso del jarabe de maíz o del azúcar de caña. Recordad a Paracelso y su proclama de que “el veneno está en la dosis”. El resto son tonterías de marketing o Quimiofobia pura y dura como la de RFK Jr y las MAHA moms.

Agosto en mi pueblo significa Quincena Musical Donostiarra. Y este pasado día 3 he estado oyendo a la Orquesta de la Comunidad Valenciana Les Arts interpretando la Quinta Sinfonía de Dmitri Shostakovich. De esa obra os cuelgo un enlace a un extracto de su 4º movimiento, pero con la Filarmónica de Berlín y Gustavo Dudamel como director. No llega a tres minutos.

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