Diamantes azules y boro
En noviembre de 2015, un multimillonario de Hong Kong (y prófugo de la justicia china), de apellido tan simple como Lau, adquiría en una subasta de la firma Sotheby's, en Ginebra, un diamante conocido como Luna Azul (Blue Moon) por la ridícula cifra de 48,4 millones de dólares. El diamante, de un poco más de 12 quilates (unos 2,4 gramos), era un regalo del comprador a su hija Josephine, que en la fecha de la compra era una niña de siete años de edad. El hombre era reincidente porque, el día anterior, había pagado ya 28,5 millones por otra piedra peculiar, un diamante rosa, destinado a su misma hija y que fue bautizado como Dulce Josephine (Sweet Josephine). Pero por no liar mucho la cosa en el asunto de los diamantes y los colores, nos centraremos aquí en las interesantes peculiaridades de los de color azul.
La piedra sin cortar, a la izda de la foto que ilustra esta entrada, y que un experto tallador (o lapidario, según el diccionario RAE) convirtió en el Blue Moon (a la derecha), había sido descubierta en enero de 2014 en la famosa mina Cullinan, en Sudáfrica, origen de otros diamantes famosos como el diamante Cullinan, que forma parte de las joyas de la Corona Británica, o el diamante Golden Jubilee, propiedad de la Corona de Tailandia. La piedra sin tallar pesaba más del doble (29,6 quilates) que el diamante finalmente tallado. Desde el principio, llamó la atención por su intenso color azul, un color que, en distintas tonalidades, suelen compartir algunas gemas y que se sabe que es debido a ciertas imperfecciones de la red de átomos de carbono que constituyen un diamante, en la que quedan incluidos algunos átomos de boro en cantidades tan pequeñas como las partes por millón (ppm). Un famoso diamante azul, y por tanto con esas trazas de boro, es el mítico (y para algunos maldito) Diamante Hope.
Los diamantes que tienen una perfecta red cristalina, sin defectos y constituida solo por átomos de carbono, son transparentes y, además, constituyen el material más aislante al paso de la electricidad que uno pueda imaginar. Pero la sustitución de algunos de esos átomos por "impurezas", puede cambiar la tonalidad y más cosas. Por ejemplo, ciertos diamantes tienen un tono amarillento que se deriva de la sustitución de un número pequeño de átomos de carbono por átomos de nitrógeno. Y el boro, además de proporcionar diamantes azules, confiere a los mismos cierto carácter semiconductor, una propiedad muy útil para usos en electrónica. Para entender cómo aparecen esas imperfecciones de boro en estos "pedruscos", voy a echar mano de un reciente artículo publicado en la revista Nature (*) a principios de este mes.
El globo terráqueo se suele considerar dividido en tres zonas: la corteza (desde la superficie que pisamos o el fondo de los océanos hasta unos 35 kilómetro de profundidad), el manto (que empieza donde acaba la corteza y llega hasta unos 2900 kilómetros de profundidad) y el núcleo, que partiendo del final del manto llega hasta el centro de la Tierra situado a 6400 kilómetros desde la superficie. Los diamantes provienen de la región más profunda del manto, donde se dan tales condiciones de presión y temperatura que hacen que el carbono en estado líquido que forma parte de lo que llamamos magma o mezcla de sólidos, líquidos y gases que conviven en esas condiciones, pueda llegar a solidificar en forma de una red ordenada (diamantes). En muy pocas ocasiones a lo largo de los últimos millones de años, esas mezclas de magma y diamantes sólidos han podido salir al exterior en forma de erupciones volcánicas, formando en la corteza, y al enfriarse, rocas llamadas kimberlitas, donde quedan ocluidos unos pocos diamantes de diferentes tamaños. El nombre deriva de Kimberley (Sudáfrica) donde, desde finales del siglo XIX, se ha estado explotando un lugar en el que en 1871 apareció un diamante de casi 84 quilates.
Pero el enigma, llamémoslo geológico, de los diamantes azules es que mientras que el boro es un elemento relativamente abundante en la corteza terrestre y, particularmente, en aquella que se encuentra bajo aguas oceánicas, su presencia en el manto es mucho más escasa, entre cien y mil veces más pequeña que la de la corteza. El trabajo de Nature parece mostrar que bajo la acción de ciertos cataclismos geológicos, zonas de la corteza y del manto más próximo a ella han sido subducidas hasta el manto profundo, donde se han incorporado al magma fundido para ser posteriormente "recicladas" hacia el exterior, a través de las llamadas chimeneas de kimberlita, en las que se acaban formando las rocas de ese nombre, con sus pocos diamantes incluidos. Estos, al generarse bajo las grandes presiones y temperaturas del manto profundo, en un entorno en el que había boro proveniente de la corteza, tienen esa peculiaridad azul que nos fascina.
Otra interesante característica de diamantes como el Blue Moon o el Hope es que, cuando se exponen durante unos minutos a la acción de la luz ultravioleta, exhiben en la oscuridad una curiosa luminosidad (de color naranja en esas dos famosas gemas) que los químicos sabemos que se deriva de un proceso conocido como fosforescencia (de la que ya hablamos al final de otra entrada). Esa fosforescencia desaparece lentamente en el tiempo una vez que la luz UV se ha apagado pero vuelve a repetirse cuantas veces expongamos el diamante a una lámpara de ese tipo de luz. Hay varios vídeos en la red mostrando ese efecto.
Y aunque es inusual en este Blog, voy a terminar la entrada dedicándola a la memoria de mi amigo Vicente Ortega, recientemente fallecido en Donosti, en cuyo taller de joyería aprendí muchas y divertidas cosas sobre los metales preciosos y las gemas. Y que no dudó en ayudarme a reparar, con mimo, uno de los primeros o quizá el primero de los calorímetros diferenciales (DSC) que llegó a España.
(*) E.M. Smith y otros, Nature (2018) 560, 84.
La piedra sin cortar, a la izda de la foto que ilustra esta entrada, y que un experto tallador (o lapidario, según el diccionario RAE) convirtió en el Blue Moon (a la derecha), había sido descubierta en enero de 2014 en la famosa mina Cullinan, en Sudáfrica, origen de otros diamantes famosos como el diamante Cullinan, que forma parte de las joyas de la Corona Británica, o el diamante Golden Jubilee, propiedad de la Corona de Tailandia. La piedra sin tallar pesaba más del doble (29,6 quilates) que el diamante finalmente tallado. Desde el principio, llamó la atención por su intenso color azul, un color que, en distintas tonalidades, suelen compartir algunas gemas y que se sabe que es debido a ciertas imperfecciones de la red de átomos de carbono que constituyen un diamante, en la que quedan incluidos algunos átomos de boro en cantidades tan pequeñas como las partes por millón (ppm). Un famoso diamante azul, y por tanto con esas trazas de boro, es el mítico (y para algunos maldito) Diamante Hope.
Los diamantes que tienen una perfecta red cristalina, sin defectos y constituida solo por átomos de carbono, son transparentes y, además, constituyen el material más aislante al paso de la electricidad que uno pueda imaginar. Pero la sustitución de algunos de esos átomos por "impurezas", puede cambiar la tonalidad y más cosas. Por ejemplo, ciertos diamantes tienen un tono amarillento que se deriva de la sustitución de un número pequeño de átomos de carbono por átomos de nitrógeno. Y el boro, además de proporcionar diamantes azules, confiere a los mismos cierto carácter semiconductor, una propiedad muy útil para usos en electrónica. Para entender cómo aparecen esas imperfecciones de boro en estos "pedruscos", voy a echar mano de un reciente artículo publicado en la revista Nature (*) a principios de este mes.
El globo terráqueo se suele considerar dividido en tres zonas: la corteza (desde la superficie que pisamos o el fondo de los océanos hasta unos 35 kilómetro de profundidad), el manto (que empieza donde acaba la corteza y llega hasta unos 2900 kilómetros de profundidad) y el núcleo, que partiendo del final del manto llega hasta el centro de la Tierra situado a 6400 kilómetros desde la superficie. Los diamantes provienen de la región más profunda del manto, donde se dan tales condiciones de presión y temperatura que hacen que el carbono en estado líquido que forma parte de lo que llamamos magma o mezcla de sólidos, líquidos y gases que conviven en esas condiciones, pueda llegar a solidificar en forma de una red ordenada (diamantes). En muy pocas ocasiones a lo largo de los últimos millones de años, esas mezclas de magma y diamantes sólidos han podido salir al exterior en forma de erupciones volcánicas, formando en la corteza, y al enfriarse, rocas llamadas kimberlitas, donde quedan ocluidos unos pocos diamantes de diferentes tamaños. El nombre deriva de Kimberley (Sudáfrica) donde, desde finales del siglo XIX, se ha estado explotando un lugar en el que en 1871 apareció un diamante de casi 84 quilates.
Pero el enigma, llamémoslo geológico, de los diamantes azules es que mientras que el boro es un elemento relativamente abundante en la corteza terrestre y, particularmente, en aquella que se encuentra bajo aguas oceánicas, su presencia en el manto es mucho más escasa, entre cien y mil veces más pequeña que la de la corteza. El trabajo de Nature parece mostrar que bajo la acción de ciertos cataclismos geológicos, zonas de la corteza y del manto más próximo a ella han sido subducidas hasta el manto profundo, donde se han incorporado al magma fundido para ser posteriormente "recicladas" hacia el exterior, a través de las llamadas chimeneas de kimberlita, en las que se acaban formando las rocas de ese nombre, con sus pocos diamantes incluidos. Estos, al generarse bajo las grandes presiones y temperaturas del manto profundo, en un entorno en el que había boro proveniente de la corteza, tienen esa peculiaridad azul que nos fascina.
Otra interesante característica de diamantes como el Blue Moon o el Hope es que, cuando se exponen durante unos minutos a la acción de la luz ultravioleta, exhiben en la oscuridad una curiosa luminosidad (de color naranja en esas dos famosas gemas) que los químicos sabemos que se deriva de un proceso conocido como fosforescencia (de la que ya hablamos al final de otra entrada). Esa fosforescencia desaparece lentamente en el tiempo una vez que la luz UV se ha apagado pero vuelve a repetirse cuantas veces expongamos el diamante a una lámpara de ese tipo de luz. Hay varios vídeos en la red mostrando ese efecto.
Y aunque es inusual en este Blog, voy a terminar la entrada dedicándola a la memoria de mi amigo Vicente Ortega, recientemente fallecido en Donosti, en cuyo taller de joyería aprendí muchas y divertidas cosas sobre los metales preciosos y las gemas. Y que no dudó en ayudarme a reparar, con mimo, uno de los primeros o quizá el primero de los calorímetros diferenciales (DSC) que llegó a España.
(*) E.M. Smith y otros, Nature (2018) 560, 84.
3 comentarios:
Como siempre fascinante el trabajo de nuestro Búho. El prófugo de la justicia china casi hace honor a su nombre Lau (cuatro en euskera) comprando diamantes a precio de mareo, pero se detuvo en dos.
Siempre me ha llamado la atención el afán de poseer, por algunos, los diamnates más grandes, o más sorprendentes por su color. Como el Luna azul.
Hace unos meses tuve ocasión, en un viaje a Irán, de acudir al Museo de las Joyas en Teherán. Situado en la cámara acorazada de un banco, sobra decir que con estrictas medidas de seguridad, consiguió dejarme "patidifuso" que diría el inefable Almodóvar, la exhibición de joyas de todo tipo, incluidos varios dimantes y la tiara que portó Farah Diva en la coronación del Sha. Y un globo terráqueo fabricado a base de joyas variadas. Química no sé si sabían pero atesorar riquezas...
Leyendo toda esta historia me puse a pensar en "qué sentirá el señor Lau por poseer un diamante?¿y le importará tanto esto a su hija pequeña? ¿y dónde lo guardará? ¿lo mirará de vez en cuando?"
Y por otro lado, ese señor que esculpe el diamante, que lo pule...¿qué hará con el sobrante?
Todo lo sobrante se usa. Tallas mas pequeñas e incluso el polvo que resulta de la talla tiene sus usos. Al ser muy duro se usa para pulir otros materiales y también en el ámbito de la electrónica.
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