lunes, 26 de febrero de 2018

El boro y la acidificación de los océanos

Desde que Charles D. Keeling, a mediados de los cincuenta, proporcionó un método para medir la concentración de CO2 en el aire, la misma se ha estado midiendo ininterrumpidamente en muchos lugares pero, el que sirve como referencia, es el observatorio de Mauna Loa en Hawai, donde en 1958 el propio Keeling inició este tipo de medidas de forma sistemática. La gráfica que podéis ver aquí ilustra la totalidad de los resultados mes a mes y nadie puede poner en duda el crecimiento sostenido de la concentración de CO2, inusual desde hace mucho tiempo. Las estimaciones llevadas a cabo a partir de testigos de hielo tomados en la Antártica, muestran que, desde hace al menos 800.000 años, la concentración de CO2 se ha mantenido estable en torno a unas 280 ppm. El inicio del crecimiento, hasta los niveles actuales (408 ppm a mediados de este febrero), coincide, más o menos, con el inicio de la etapa claramente industrial de la Humanidad y la puesta en la atmósfera de cantidades importantes de CO2 derivadas de la quema de combustibles fósiles y de procesos de deforestación.

Derivado del incremento en la concentración de ese gas antropogénico, existe una creciente preocupación sobre las consecuencias que ello pueda tener en una sutil variable del estado de los océanos: el pH del mismo. En los últimos años, se ha acumulado una creciente información sobre un tema que suele denominarse acidificación de los océanos, entendiendo por tal la disminución del pH de los mismos hacia valores más ácidos. En realidad, el pH del mar ha sido y sigue siendo básico o alcalino, con valores, según los sitios, que se sitúan entre 7.8 y 8.4 (un pH es ácido solo por debajo de 7), pero la creciente concentración del CO2 en la atmósfera parece conducir a que sus valores vayan decreciendo progresivamente a medida que aquella vaya aumentando.

La Química Física de este efecto puede, en principio, plantearse en términos relativamente sencillos gracias a la ley de Henry, que regula la solubilidad de los gases en cualquier masa de líquido (en este caso, agua). Esa ley establece que la concentración de un gas en el agua de los océanos, lagos y ríos es directamente proporcional a la presión que ese gas ejecuta sobre la superficie líquida. En el caso que nos ocupa, cuanto más CO2 se acumule en la atmósfera, más presión hará sobre las superficies acuosas y más cantidad de él se solubilizará en ellas. Lo cosa no es, en realidad, tan sencilla y, por ejemplo, a una determinada cantidad de gas en la atmósfera, su solubilidad en el agua depende también de cosas como la temperatura o la salinidad, dos variables que pueden cambiar de forma apreciable dependiendo de la localización de las aguas cuyo pH estemos midiendo. Y todo lo que acabamos de decir se aplica a las aguas superficiales. Lo que ocurre a grandes profundidades es más difícil de explicar.

Ese COdisuelto provoca una serie de equilibrios que afectan al pH y a las concentraciones de los iones carbonato y bicarbonato existentes en el agua de mar, algo sobre lo que no profundizaré mucho para que no me abandonen ya mismo los que dicen que a veces escribo cosas muy "técnicas". Lo que importa es que si se disuelve más CO2 en el agua de mar porque en el aire hay más cantidad de ese gas, el pH se va a valores más ácidos y la cantidad de carbonato disuelto disminuye. La bajada en la concentración de carbonato disuelto desencadenaría una disolución de los diferentes tipos de carbonato existentes en forma sólida en el mar y, en particular, del carbonato cálcico con el que muchos seres vivos (moluscos, corales) elaboran sus esqueletos o conchas. Se han realizado experimentos de colocar pterópodos, un tipo de zooplacton, en aguas con pH más ácidos y concentraciones más bajas de carbonatos y se ha observado que, en cuestión de poco tiempo, su esqueleto empieza a disolverse.

Por el momento, a los niveles actuales de pH, el agua de mar contiene suficiente carbonato disuelto, pero existen estimaciones que indican que, a partir de una concentración de CO2 algo superior a los 500 ppm, estaríamos en el llamado límite de solubilidad del carbonato y, a partir de ahí, el existente en los corales y las conchas de los moluscos empezaría a disolverse. En esa situación, el pH debería situarse en un valor en torno a 7.80 si este planteamiento, relativamente simplificado, se cumpliera.

Una primera consecuencia que se desprende de estas preocupaciones es medir el pH de los océanos de forma fiable y continua. El pH se ha estado midiendo desde principios del siglo XX, cuando aparecieron los llamados electrodos de vidrio pero, por una serie de razones que sería difícil de explicar para los profanos en estas cosas, la National Oceanic and Atmospheric Administration (NOAA) americana, desconfía de la precisión de esos datos y ha recomendado el uso alternativo de métodos espectrofotométricos (de reciente introducción), que han sido adoptados por diferentes grupos internacionales dedicados al seguimiento de esa magnitud. Eso es lo que se está haciendo en la Estación Aloha de la Universidad de Hawai donde, desde fechas recientes (1989), se están midiendo los valores del pH del mar de una forma sistemática, tal y como se hace en Mauna Loa con el CO2. Solo un poco más antiguos (1983) y concordantes con los anteriores son los datos tomados en Bermudas y contenidos en las Bermuda Atlantic Time Series (BATS).

Sin embargo, estas series temporales de datos de pH (Aloha y BATS) se extienden en un intervalo todavía demasiado corto como para saber si son representativas de las variaciones de pH que se dieron en el pasado, por lo que, por el momento, no permiten extraer conclusiones relativamente fiables sobre el comportamiento futuro o el verdadero impacto que cambios de pH hayan podido tener en el pasado en la vida marina. Para tratar de echar esa vista atrás, y como ya expliqué en una entrada anterior, puede recurrirse a la llamada Paleoclimatología, que adopta métodos para deducir valores de ciertas variables climáticas de las que se carece de datos experimentales en el pasado, ya sea próximo o remoto. Se recurre así a medidas indirectas, los llamados indicadores paleoclimáticos (o proxies en terminología inglesa). Este tipo de medidas son fundamentales a la hora de una validación previa de los modelos climáticos que pretendan predecir escenarios futuros a los que podamos enfrentarnos.

En el caso del pH, el indicador empleado es la concentración, en esqueletos y conchas de ciertas especies marinas, de uno de los isótopos del boro, el boro-11. El método descansa en el hecho de que los organismos que generan sus esqueletos en el mar incorporan, además del carbonato cálcico arriba mencionado, pequeñas cantidades de boratos, en los que la composición de los distintos isótopos de boro depende del pH del medio en el que está viviendo ese ser vivo. Diferentes calibrados entre composiciones en boro-11 y el pH han demostrado la utilidad del método. En particular, ciertos estudios que detallaremos a continuación y que han sido realizados con los corales de la especie Porita, han mostrado una excelente correlación entre ambas variables. El método permite así determinar el pH del océano en épocas tan pretéritas como 10 o 20 millones de años atrás, con precisiones del orden de 0.03 unidades de pH.

La técnica se empezó a utilizar a principios de este siglo [P.N. Pearson and M.R. Palmer, Nature 406, 695 (2000); M.R. Palmer and P.N. Pearson, Science 300, 480 (2003)] y, desde entonces, se han ido acumulando diversas evidencias. Entre los artículos pioneros, es particularmente relevante para esta discusión el que contiene las medidas realizadas por Pelejero y otros [Science 309, 2204 (2005)] sobre corales del Arrecife Flinders en el Mar de Coral, frente a la costa nororiental de Australia y que abarca el periodo entre los años 1700 y 1982. Esos paleodatos de pH muestran una periodicidad multidécada muy similar a la que muestran los datos de medidas de pH con electrodos de vidrio que se guardan en los archivos de la NOAA. Además, los mínimos alcanzados a lo largo del intervalo estudiando por Pelejero y otros están, por ahora, lejos de los niveles actuales y no parece haber una clara relación entre la evolución del CO2 a lo largo de esos 300 años y la propia evolución del pH.

Además de las habituales oscilaciones del clima a escala diaria o estacional, este tipo de ciclos a más largo plazo se han observado en otros comportamientos climáticos. Los más conocidos, relacionados con los océanos, incluyen fenómenos como El Niño (ENSO), la Oscilación Atlántica Multidécada (AMO) y la Oscilación decenal del Pacífico (PDO). De ellas, la PDO no solo tiene una interesante correspondencia con los períodos de más o menos treinta años que parecen observarse en la evolución del pH, sino que también parece tener que ver con el clima en el Suroeste de EEUU y otras partes del mundo, incluyendo prácticamente todo el hemisferio Norte y parte del Sur.

El mismo Pelejero y otros así lo reconocieron en otro artículo posterior [Trends in Ecology and Evolution 25, 332 (2010)] en el que, aun reconociendo además las importantes variaciones que se dan en el pH de los arrecifes, enfatizaban la rapidez y consiguiente peligrosidad de los cambios que pueden producirse en el futuro, aunque esa aseveración solo se basa en simulaciones. Por el momento, las medidas de la Estación Aloha muestran un descenso que va desde 8,11 en 1998 a 8,06 a finales de 2015 (último data disponible en la red), es decir un descenso por década de algo más de -0.02 unidades, sustancialmente inferior a las velocidades por década que se observan en varios episodios de la reconstrucción de Pelejero y colaboradores. Similares resultados se han encontrado en la Gran Barrera de Arrecifes por Wei y colab. y publicados en 2009 [Geochim. and Cosmochim. Acta 73, 2332 (2009)] y, más recientemente, en el este de la isla de Hainan en China [ J. Geophys. Res. Oceans 120, 7166 (2015)].

Sin embargo, estas reconstrucciones del pH de los océanos a base de indicadores climáticos no ha sido recogida en los sucesivos informes del Panel Internacional del Cambio Climático (IPCC) y, particularmente, en el último (AR5, 2013), cuando ya existían evidencias sobradas de la fiabilidad de la técnica basada en isótopos de boro-11.Y cuando, en otros temas, como en el de las temperaturas a nivel global, se ha dado mucha importancia a las reconstrucciones paleoclimáticas. Y así, un ejemplo clásico de indicador paleoclimático empleado en la reconstrucción de las temperaturas del pasado, se basa en medir el grosor de los anillos que anualmente se han generado en troncos de árboles centenarios.

Pues bien, el citado AR5 solo dedica dos páginas (en el Working Group I: The Physical Science Basis, Chapter 3: Observations) al apartado de la Acidificación antropogénica de los océanos, donde únicamente se hace mención a las medidas de pH de las estaciones Aloha y BATS antes mencionadas. Con esos datos, el Working Group II (Impact, Adaptation and Vulnerability. Chapter 30: The Ocean) dedica tres páginas, con poco texto y abundantes gráficas, a predicciones en las que, como es de esperar pues los modelos están validados en el comportamiento reciente del pH en las estaciones Aloha y BATS, el pH seguiría cayendo de forma monótona hasta 2100.

Habrá que esperar al próximo informe del IPCC, AR6, para ver qué ocurre. El asunto está abierto a aportaciones y discusión entre los diferentes Grupos de trabajo hasta mayo de este año y el informe final está previsto para octubre. Y si no se hace referencia a estos indicadores climáticos del pH tampoco pasa nada. Como dice un amigo mío, hay Ciencia sobre el clima fuera de los informes del IPCC.

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