Una entradita corta y de par de mañana, como dicen los navarros, para terminar el año. Que tengo invitados esta noche y mañana y hay que trabajar en la infraestructura. Antes de nada, decir que no he cumplido el objetivo de alcanzar o superar las cien (100) entradas que me había fijado a principios de año en tierras murcianas. Me he quedado en unas parcas ochenta y seis (86). Pero ha habido acontecimientos recientes en mi vida, que quizás algún día cuente, que han hecho que el ritmo haya sido algo más menguado estos últimos meses que lo que yo hubiera deseado. Pero tampoco me voy a quejar. El número de suscriptores sigue creciendo a un ritmo sostenido y eso me da ánimos para seguir al menos otra temporada.
Dado que estamos en fechas navideñas, y que uno ha sido siempre más de los Reyes Magos que de Papá Nöel o el Olentzero, me ha venido al pelo la lectura de uno de los últimos números del Chemical Engineering News (CEN, para los amigos), donde se dan datos un tanto sorprendentes sobre dos de los regalos (incienso y mirra) asociados a la visita de los Magos a Belén. Datos que se derivan de recientes investigaciones de grupos italianos y judíos (como se ve, ya asoma el plumero religioso en el asunto).
Yo siempre había creído que esto del incienso era una especie de ambientador de iglesias que los curas se habían inventado para que la gente no huyera de "selectas atmósferas" plenas de olor a sobaco o a pinrel. Al menos, así me lo contaron unos amigos gallegos, hace una infinidad de años, tras enseñarme el famoso botafumeiro y así aparece en muchas páginas web dedicadas al artefacto. La cosa no deja de ser lógica, sobre todo en el caso compostelano, donde los peregrinos de otras épocas debían llegar en condiciones lamentables de higiene. Pero la teoría parece que empieza a complicarse.
Tanto el incienso como la mirra, conocidos desde tiempos de los egipcios, que lo usaban en las ceremonias fúnebres, son resinas producidas por determinados árboles que han crecido tradicionalmente en zonas de India, norte de África o en la Península Arábiga. Al igual que en el caso del caucho, se infieren unos cortes a los árboles y se deja que la resina fluya en forma de un látex lechoso que se deja evaporar al sol. El resultado es una compleja mezcla de carbohidratos, proteínas y esteroides, que sólo con la ayuda de las más potentes técnicas de las que nos hemos ido dotando los químicos en los últimos tiempos, ha sido posible identificar y aislar.
Y cuando se ha empezado a investigar con ratones los efectos de algunas de esas moléculas aisladas, algunos resultados son, como decía arriba, realmente sorprendentes. Parece que algunos de estos compuestos son analgésicos bastante potentes, lo que cuadra con su empleo en medicinas alternativas. Y que uno de ellos, concretamente el denominado acetato de incensol, puede producir moderados efectos euforizantes cuando se inhala.
Anda que no ha hilado fino la Iglesia a lo largo de los siglos para llevarse la gente al huerto...
A veces tengo el pálpito de que una de las pocas esperanzas de futuro que nos quedan a las Facultades de Química, de cara a reclutar estudiantes, es que se sientan fascinados por las imágenes que aparecen en ciertas series americanas de moda (CSI y otras). Y dado que parece que se vende bien el binomio Química/crimen, no he tenido mejor idea para los ratos de bostezo que siempre llevan aparejadas las Navidades, que comprarme y leerme un nuevo libro de mi admirado John Emsley, el inductor encubierto de este Blog. De hecho, el frecuente uso que he hecho del término Quimifobia para describir el creciente descrédito sociológico de los químicos, está tomado de una entrevista que, hace tres o cuatro años, Eduard Punset hizo a John en la tele, en la que el inglés arremetía contra una sociedad que se sirve de los logros de la Química en el día a día y que, sin embargo, parece abjurar de ella a cada minuto, al menos si uno hace caso a los más voceras del lugar.
El libro en cuestión se titula Molecules of Murder: Criminal Molecules and Classic Cases. Ha sido editado este año por la Royal Society of Chemistry inglesa y espero que no tarde en ser traducido al castellano. La estructura de sus capítulos es muy simple. Tomando moléculas capaces de matar en pequeñas dosis, el autor describe su origen o síntesis, los usos no criminales de las mismas o aspectos toxicológicos con ellas relacionados, para acabar siempre con un caso verídico en el que alguien ha usado la molécula en cuestión para enviar al otro barrio a un cónyuge, un enemigo, una suegra o similar. Y para muestra un botón.
La atropina es una sustancia extraída de las bayas y hojas de una planta muy común en el Mediterráneo, la atropa belladona o belladona a secas. Tiene un buen número de aplicaciones en medicina en ámbitos como los de la oftalmología, las enfermedades gástricas o los ataques cardíacos. Es un potente antídoto en casos de intoxicaciones por organofosforados, un tipo de compuestos químicos que provocan dolorosas muertes por asfixia. La atropina contrarresta sus efectos al relajar la llamada musculatura lisa, impidiendo así la asfixia. También es usada entre los militares, en viales autoinyectables, como método de defensa ante armas químicas, principalmente gases nerviosos como el Sarin y similares.
Pero en "adecuadas dosis" la atropina es un potente veneno, con una larga tradición criminal que arranca desde tiempos de los romanos, cuando era usada por las mejores familias para llevarse por delante a los que se cruzaban en su camino. La belladona está indisolublemente unida a Cleopatra, de la que existe la versión no confirmada de que se suicidó con las adecuadas dosis de bayas de belladona. Eso si, despues de probarlas "científicamente" con unos cuantos esclavos usados como cobayas humanos. El suicidio no está claro que fuera debido o no a la plantita de marras, pero lo que si parece haberse confirmado es que la interfecta era una especialista en el uso de la misma como herramienta cosmética. En aquellos tiempos era corriente usarla como forma de dilatar las pupilas, una maniobra que parece que constituía un buen reclamo en los interludios sexuales de la alta sociedad romana.
Pero la tradición maligna de la belladona ha continuado hasta nuestros días. A finales del siglo XIX un tal Dr. Buchanan se deshizo de una rica esposa, a la que tenía prisa por heredar, poniéndole en los ojos dosis importantes de belladona, con la disculpa de una mejor apariencia física. El avispado Doctor acabó en la silla eléctrica en julio de 1895.
Mucho más refinado fue el caso del Dr. Agutter, un profesor de Biología en la Napier University, cerca de Edimburgo, que en el verano de 1994 trató de llevarse por delante a su mujer, otra académica de la misma Universidad. El móvil en este caso era un asunto de faldas, ya que el serio profesor de Biología tenía un ligue con una estudiante. El modus operandi es de película de Hercules Poirot. Aprovechando que la atropina es muy amarga, el avispado Agutter introdujo cantidades importantes de la misma en botellas de tónica que ingería su mujer. Para despistar, se las arregló para introducir cantidades significativamente menores en botellas de un supermercado cercano, con lo que cuando empezaron a producirse casos de intoxicación, las iras se centraron en el fabricante de la tónica. Nadie murió, ni siquiera la Sra Agutter, que aguantó como una jabata las altas dosis que le proporcionó su marido. Este fue descubierto tras un rocambolesco proceso pero aún hoy, cumplida su condena, anda dando clases, nada menos que de ética médica, en la Universidad de Manchester.
Si me seguís leyendo en las próximas semanas estoy casi seguro que alguna otra molécula asesina del libro de Emsley me dará pie para una nueva entrada.
El título de esta entrada reproduce el de un libro publicado en 1962 por Rachel Carson y que supuso el inicio de la lucha contra el uso del DDT, uno de los pesticidas sintéticos más eficaces en la lucha contra la malaria y otras enfermedades provocadas por insectos. Sin embargo, y desgraciadamente, su uso extendido ha generado daños importantes en otras especies animales, lo que ha acabado con su prohibición en muchos lugares. Ese libro puede considerarse también como el catalizador inicial del movimiento ecologista. De ambas cosas ya hablamos más extensamente en una de las primeras entradas del Blog.
Se acaba de publicar recientemente un libro, "Pharma-ecology" de Patrick Jjemba, que quizás marque un antes y un despues en otro escalón más de la concienciación medioambiental. El libro contiene información relevante sobre los llamados microcontaminantes (micropollutants), derivados del uso de medicamentos y otros productos de higiene personal que, finalmente, acaban en las aguas residuales de nuestras ciudades y, en muchos casos, en el medio acuático de ríos y mares. El término Farma-ecología se refiere precisamente al conjunto de estudios centrados en la detección de estas sustancias, en su impacto sobre especies animales y en el diseño de estrategias para minimizar dicho impacto.
La problemática principal se origina a partir de los medicamentos que ingerimos para solventar nuestros problemas de salud. Al final, una parte de esos medicamentos son excretados por nuestro cuerpo en forma de heces y orina y acaban en el agua. Jjemba cita casos de estatinas, antiinflamatorios, analgésicos, antibióticos y un largo etcétera de medicamentos de los que existe constancia experimental de su presencia en aguas residuales, ríos, mares y, en algunos casos, hasta en el agua potable. Al mismo tiempo, existen ya estudios recientes que han cuantificado la acumulación de algunas de estas sustancias en organismos vivos como pájaros, peces, moluscos, etc. Existen, por otro lado, programas de investigación que tratan de establecer las posibles consecuencias de esta contaminación en la salud de las especies.
De nuevo, el punto de arranque para esta nueva preocupación es la creciente sensibilidad de las técnicas analíticas que usamos los químicos para detectar la presencia de todo tipo de moléculas. Sin su ayuda, el problema hubiera pasado desapercibido mucho tiempo, como ha ocurrido en el pasado con contaminantes como el mercurio, que ha estado en el medio ambiente desde tiempos de los romanos y que ha acabado por tener el don de la ubicuidad a lo largo y ancho de nuestro planeta. Sólo con las técnicas actuales de análisis hemos sido conscientes de ello. Sin embargo, con esas mismas herramientas en la mano es más que probable que, en lo que a los microcontaminantes se refiere, la Farma-ecología se vaya consolidando poco a poco y contribuya al establecimiento de una serie de medidas preventivas que rebajen el impacto de este tipo de productos, imprescindibles, por otro lado, para nuestra calidad de vida.
Supongo que ya estareis comprobando que vuestro Blog favorito es una fuente de información privilegiada que, en cada entrada, se adelanta a lo que se vende en los mass media en varios meses. Ya prometí que este remedio a mi impenitente aburrimiento iba a ser un referente sin parangón en el mundo mundial de la Blogesfera, en todo aquello que tiene que ver con la Química y su impacto en nuestras vidas. Y al decirlo, no me marcaba una bilbaínada al uso de las que se marca, en nuestros medios locales, cualquier Centro de investigación, espacio cultural, cluster de industriales o contubernio de cocineros, escritores, sociólogos o pedagogos. Todo ello, eso si, bajo la protección de la preclara boina de nuestras instituciones. El Búho es mucho más serio. Y para muestra un botón.
A finales de marzo publicaba yo una entrada sobre la muerte anunciada de nuestras bombillas de toda la vida. ¡Anda que no ha llovido ni nada desde entonces, sobre todo en esta Donosti de mis entretelas!. Que creo que ya tengo musgo en el bigote. Pues bien, este miércoles ha aparecido en el diario local del grupo Vocento (DVasco) un artículo a casi dos páginas que no se diferencia mucho de lo que publiqué hace casi nueve meses. Aunque es verdad que contenía información suplementaria importante sobre las viejas y nuevas bombillas, todo ello gracias al saber, y a los cálculos energéticos, de ese azote local de todo tipo de pseudociencia que se llama Félix Ares.
Y la cosa no se hubiera reflejado en una nueva entrada de este Blog si, casi simultáneamente, David Bradley no hubiera publicado (en el Blog cuyo link teneis a la derecha) una entrada sobre los anuncios de neón y sus diferentes colores. Aunque pueden parecer cosas similares, lo cierto es que las lámparas fluorescentes (en su versión clásica de los tubos de toda la vida y en su versión moderna de las CFLs como la que veis en la foto de entrada) y las llamadas luces de neón de los anuncios de tugurios poco recomendables de las películas del Bogart y coetáneas, presentan diferencias esenciales.
Unas y otras tienen su origen en las experiencias llevadas a cabo desde el siglo XIX sobre los fenómenos que suceden cuando en tubos en los que se encierran gases a baja presión se aplica un voltaje importante; el resultado inmediato es que el tubo se ilumina. De hecho, estos experimentos fueron la clave del descubrimiento del electrón como partícula constitutiva de los átomos, a finales del siglo XIX. Los tubos se llenaban con diferentes tipos de gases y vapores pero los que se llenaban con un elemento gaseoso como el neón (Ne), perteneciente a la familia de los gases nobles (o inertes), se revelaron como un hito importante en el desarrollo de las fluorescentes que hemos venido usando desde hace años y que ahora, en su nueva versión, aparecen como sustitutos de las bombillas incandescentes de toda la vida. Pero, desde un punto de vista de eficiencia energética, los tubos de neón no supusieron nunca una alternativa importante a las lámparas incandescentes. Y así lo vió pronto el propio Edison (que era un hacha para los negocios), abandonando sus primeros experimentos con estos dispositivos.
Pero hubo gente más constante (incluso antiguos empleados de Edison) que siguieron con el racaraca de los tubos llenos de gas. Cambiaron los gases, los diseños, etc. Hasta llegar, bien entrado el siglo XX y despues de una tortuosa historia de investigación, a los primeros tubos fluorescentes alargados que todos seguimos usando. En ellos se encierran a baja presión (unas 300 veces más pequeña que la presión amosférica) vapor de mercurio y uno o varios gases nobles como el propio neón, argón, xenón o kriptón. El otro aspecto fundamental en el que se diferencian las fluorescentes de los tubos de neón es que la superficie interna del tubo de las primeras está tapizada de una sustancia fluorescente, generalmente sales de fósforo de elementos metálicos o de las llamados tierras raras.
El proceso al darle al interruptor es algo complejo. Cuando se aplica el voltaje a un hilo de wolframio que actúa como elemento primigenio, se producen electrones a partir de él, electrones que chocan con los átomos del gas noble a los que ionizan. Como consecuencia de ello, la atmósfera de gases en el interior del tubo se vuelve más conductora de la electricidad y más corriente eléctrica pasa a través del tubo. El vapor de mercurio, en él contenido, se excita como consecuencia de ello y emite luz ultravioleta. Pero esa luz no es la que nos gusta tener en una habitación para la vida normal. El asunto se arregla gracias al revestimiento de las sales de fósforo. La luz ultravioleta producida por el mercurio excita a esas sales que, al final, acaban emitiendo luz visible, en un color que depende mucho de la naturaleza química del recubrimiento y, también, del tipo o mezcla de gases nobles.
Y ahí es donde vuelven a confluir las propiedades de fluorescentes y luces de neón. Si cambiamos ese gas noble por otro de su familia, podemos tener luces cabareteras de los más variados colores. Y así frente al color naranja rojizo del neón, el helio da una luz blanquecina con tonos naranjas, el xenón da una luz azul grisácea, el argón deja tonos violetas, etc...
¿Cúal es la diferencia entre los tubos fluorescentes de siempre y las modernas bombilla fluorescentes como la que se ve en la foto que inicia esta entrada?. Pues que gracias a determinadas modificaciones de la mezcla de gases de su interior y de los recubrimientos internos del tubo pero, sobre todo, a los avances de la electrónica, ha sido posible integrar en un dispositivo parecido a una bombilla convencional todo lo necesario para que se produzca una luz fluorescente que, además, se rosca en los mismos portalámparas donde se roscaban las bombilla convencionales. Y todo ello con una eficiencia energética mucho mayor y una duración tan elevada que no admite comparación.
Bien es verdad que cada CFLs puede contener entre 3 y 5 miligramos de mercurio, cosa que asusta en medios ecologistas y hace que las empresas anden gastándose la pasta buscando sustitutivos. Pero, una vez más, seamos serios. En España se comercializan 20 millones de bombillas incandescentes al año. Si las cambiáramos todas por CFLs (con el ahorro energético que ello supondría) implicaría poner en el mercado unos 80.000 gramos de mercurio que, teniendo en cuenta la densidad del mercurio (13,6 g/ml), estaríamos hablando de unos 5 litros de mercurio. Mejor no os hablo de los litros de mercurio que han andado circulando por los suelos de los hospitales de la piel de toro en los últimos años, como consecuencia de los termómetros a base del mismo líquido que han acabado en el suelo. Y ahora somos conscientes de que tenemos que recoger ese mercurio por medios seguros, no dispersándolo por el hospital con la fregona de la limpiadora.
Perdón por lo irrespetuoso del título pero es que vamos a hablar de refilón de una vasta familia de materiales conocidos como siliconas. Cada vez que tengo que referirme a ellas, mi cerebro me hace un guiño malicioso y me cuesta un Congo no sonreir, recordando a mi amigo León V., cuya historia profesional se inició vendiendo estos materiales. Para León siempre serán silicoñas y no siliconas, a pesar de que le hicieron ganar sus primeros duros (aunque también generaron sus primeros cabreos y tener que viajar, a menudo, a muchos kilómetros de donde le esperaba su chica del alma).
Tenía el asunto de las siliconas en mi agenda de temas posibles desde hace tiempo pero, mira por donde, el tiro ha salido por el flanco más insospechado. Hace pocos días tuve que ir a una ferretería a comprar un destornillador y, trasteando por el local, me encontré con un anuncio relativo a unas sartenes "ecológicas". Fabricadas por firmas nórdicas "de reconocido prestigio", la propaganda con la que se anuncian presenta a estos nuevos instrumentos de los cocinillas como alternativas sostenibles a las ya clásicas sartenes antiadherentes basadas en películas de Teflon, cuyos potenciales problemas ya vimos hace unas cuantas entradas.
No me va a quedar más remedio que comprarme una un día de estos. No es que yo esté preocupado por la posible degradación del Teflón a altas temperaturas y los subproductos de ella derivados en relación con mi salud. Me preocupan bastante más los Marlboros que me fumo cada día y los Riojas, Riberas del Duero y demás lamparillas que trasiego a discreción. Pero siempre hay que confiar ciegamente en el progreso. Así que habrá que hacer un estudio comparativo al efecto con las sartenes de los últimos años, sacar conclusiones y si ganan las nuevas adoptarlas sin miramientos. En primera instancia, corresponde al Búho investigar de qué están hechos esos nuevos recubrimientos, que aparecen bajo el nombre comercial de Thermolon, nombre con el que ya parece obvio que se quiere entrar en batalla y conflicto con el "viejo" Teflon.
Porque cuando uno revisa la documentación del fabricante del revestimiento en cuestión, parece desprenderse de ella, como no podría ser de otra manera, que el Teflón es el lobo y el Thermolon la oveja. Todo es mejor en este último, cosa que habrá que comprobar. Pero cuando se trata de dar datos sobre las características químicas del mencionado revestimiento, todo es más o menos secreto (como también es natural). ¡No saben la que les espera en cuanto yo suelte una de las sartenes a mis colegas espectroscopistas!. En menos que nos fumamos un cigarro destripan el recubrimiento. (N.B.: el cigarro lo fumamos en el exterior de la Facultad que, si no, nuestro Administrador nos expedienta).
Dice el fabricante del Thermolon que mientras que el Teflón es un compuesto orgánico a base de carbono (¡y de flúor, añadiría yo), el nuevo recubrimiento antiadherente es un compuesto inorgánico, similar a la arena de playa, constituido casi exclusivamente por cadenas de átomos de silicio y oxígeno. Me temo que no es así, porque la estructura química que la propaganda muestra es del tipo de la que se ve en el gráfico de la izquierda. Se trataría de una cadena en la que el silicio y el oxígeno se van alternando, pero la hoja comercial no dice nada de lo que cuelga de los dos enlaces remanentes del silicio. Si hubiera dos metilos (CH3) estaríamos ante el polidimetilsiloxano, la silicona por excelencia, que se ha venido usando, en diversas variantes y modificaciones químicas, como fluidos de silicona para baños que tienen que estar a temperaturas de hasta 300º C, como sellantes de las rendijas de ventanas, cocinas o fregaderos. Como moldes para hornear bizcochos, como tubos por los que circulan todo tipo de fluidos, como geles que rellenan las prótesis de mama, como lubricantes, como aditivos en muchos productos de cosmética y una larga retahila más. En fin, que lo mismo valen para un roto que un descosido.
Pero pudiera ser que la cosa no fuera así. En nuestro Grupo de investigación, la Tesis Doctoral de Itsaso Berra se ha basado en gran parte en compuestos como el TEOS, un precursor de la sílice, a la que da lugar mediante procesos denominados sol-gel, dependiendo del medio (ácido o básico) en el que se verifique el proceso. Hoy por hoy, nos parece difícil que se haya depositado, sobre la superficie metálica de la sartén, una capa de sílice (arena) pura y dura que proporcione las características antiadherentes que impidan que se nos pegue una tortilla.
Pero tiempo al tiempo. Ya lo sabremos. Si mientras tanto, la crisis os da para probar estas nuevas sartenes, no lo dudeis y regalaros una por Navidad. Avanzar es probar con sabiduría y sacar conclusiones inteligentes.
En una entrada anterior ya hablábamos, de forma tangencial, del empleo de gelatinas (polímeros al fín y al cabo) como forma de preparar unos cocktails masticables que llevarnos al coleto sin mayores preocupaciones. Pero hoy vamos a dar una vuelta más de tuerca al asunto y, directamente, vamos a explayarnos en el asunto de los filmes plásticos comestibles. Todo ello gracias a Elena Arzak quien, hace pocas semanas, me sugirió buscar información al respecto porque el término estaba sonando demasiado entre los de su medio. Aunque en su propio restaurante ya han utilizado filmes y películas comestibles, preparadas a partir de polímeros como los almidones modificados, lo cierto es que también un servidor andaba con la mosca detrás de la oreja desde hace más de un año, tras leer en El País un artículo publicado en el New York Times y que llevaba por título "Envolturas comestibles con superpoderes". Pero vayamos por partes.
El Búho, como buen pájaro ilustrado, es amante de la buena música y disfruta siempre que puede de las ventajas de tener un Auditorium como el Kursaal donde, a lo largo de todo el año, los conciertos de buenas agrupaciones sinfónicas se suceden con regularidad. Pero la felicidad nunca es completa y, en esos eventos, su agudo oído detecta con demasiada nitidez todo tipo de ruidos que acaban poniéndole nervioso. A los buenos conciertos hay que ir tosido, meado y, en los últimos tiempos, con el móvil en silencio. Pero la vida es complicada y, por ejemplo, ciertos asistentes tosen sin delicadeza alguna y, para colmo, pretenden evitarlo masticando caramelos a los que hay que quitar un ruidoso envoltorio, con lo que es casi peor el remedio que la enfermedad.
Algún avispado que ha visto en ello negocio, ha puesto en el mercado unos filmes rectangulares de unos pocos centímetros cuadrados que, puestos en la boca, acaban disolviéndose en la misma, dejándonos un profundo sabor a menta. Vienen encerrados en cajitas que se abren sin ruido y no hay envoltorio que eliminar. Evidentemente, se trata de un filme polimérico en el que se ha incluído la cantidad apropiada de mentol para conseguir el efecto deseado. Un adecuado (y rápido) análisis de mis colegas especialistas en espectroscopia infrarroja, me mostró que el polímero base de ese preparado era el pululano (en inglés pullulan). Se trata de un polisacárico constituido por unidades de maltotriosa, generado por el hongo Aureobasidium pullulans a partir de otro polisacárido, viejo conocido de este Blog: el almidón. El pululano es un aditivo alimentario que lleva el código E1240 (¡un saludo, Santi Santamaría!).
Pero esa puede ser una aplicación marginal ante otras que se van abriendo paso en el mercado y que implican a polímeros derivados de la naturaleza (como algunas proteínas), semisintéticos como los éteres de celulosa o, como veremos, puros y duros productos de laboratorio. Un reciente review de una conocida revista en el campo de la alimentación [J. Food Sci.73, R30 (2008)] ha realizado una interesante puesta al día de dónde estamos a este respecto. En el review se analizan los nuevos avances en materiales a emplear (proteínas, polisacaráridos, gomas naturales, lípidos), los métodos para obtener filmes a partir de esos materiales (que básicamente consisten en el moldeo por compresión y los procesos de disolución/evaporación del disolvente o casting), así como las propiedades de todo tipo (mecánicas, térmicas, permeabilidad a gases atmosféricos, etc.) de los filmes en cuestión.
La idea fundamental que subyace tras estos productos no es, por supuesto, obtener nuevos alimentos, sino filmes protectores de alimentos convencionales que no haya que eliminar previamente a la cocción de los mismos. Es decir, se trataría de cubrir una hamburguesa o un vegetal con un filme de unas pocas micras, para así protegerle de todo tipo de agresiones ambientales (incluidos los microorganismos siempre existentes) durante su envasado y distribución, filme que pudiera mantenerse in situ durante el proceso de cocción, ya que antes y despues del mismo estamos en presencia de un filme comestible. Pero la cosa puede ir más lejos y, lo mismo que en los remedios para los "tuberculosos" de los conciertos se ha introducido mentol en el polímero base del filme (el pululano), en estos recubrimientos comestibles podemos incluir sustancias con propiedades bactericidas y organolépticas. Por ejemplo, hay trabajos científicos y aplicaciones industriales que detallan el uso del aceite esencial de orégano como bactericida. A concentraciones del orden del 0.03%, el orégano se cepilla la mitad de las bacterias habituales en la superficie de los alimentos cotidianos en menos de tres minutos. Si, además, aprovechamos el asunto para conferir a nuestro alimentos un sabor elegido deliberadamente (a mi me encanta el orégano) hemos matado dos pájaros de un tiro.
Comercialmente he encontrado productos de este tipo, generados a base de proteínas contenidas en productos como la soja o la leche (básicamente la caseína), pero existen ya intentos avanzados de hacerlo con filmes obtenidos a partir de polímeros de síntesis. En recientes congresos de la American Chemical Society, el grupo de la profesora K. Uhrich , de la Rutgers University de New Jersey, ha ido presentando una serie de polímeros sintéticos del tipo poli(anhidrido-éster), derivados del ácido salicílico y una serie de moléculas con carácter antimicrobiano como el carvacrol, el timol o el eugenol. Todos ellos parecen presentar interesantes potencialidades en aplicaciones como las arriba descritas. Aunque en este caso estemos todavía en fase de experimentación, habrá que estar al loro para ver en qué queda la cosa.
Ya se ha podido constatar en este Blog que el asunto del agua da para mucho y tiene, además, muchas aristas. Desde la anterior entrada dedicada a las "aguas de diseño", he visto otra noticia curiosa en la red que tiene que ver con el líquido elemento por excelencia. Agua de grifo de Nueva York, purificada mediante ósmosis inversa y embotellada en un recipiente atractivo y reutilizable, para ensalzar valores "localistas" de los nuevos newyorkers. En fin, leeros la noticia del link porque no tiene desperdicio y cada cual puede sacar sus propias conclusiones, algunas seguro que más jugosas que las que yo os puedo proponer. Mi entrada de hoy también tiene que ver con el agua, aunque cambiando de óptica. Hasta ahora siempre hemos hablado de aguas ligadas al consumo (o disfrute) humano. En esta entrada nos vamos a situar en el binomio agua/vegetales.
Esta es ya la tercera o cuarta entrada que debo a mi amigo Domingo Merino, una especie de Angel de la Guarda del sector agrícola guipuzcoano, amén de un fino conocedor de los céspedes para instalaciones deportivas, donde ha sacado los colores a más de un greenkeeper de golf con pretensiones y ha "restaurado" más de un estadio de fútbol de muchas estrellas en graves apuros. Aunque luego no se lo reconozcan como se lo merece. Pero, en fin, la fama va por otros derroteros diferentes al saber y, salvo raras excepciones, es más famoso el cafre que, de un zapatazo, arranca un metro cuadrado de un cesped mal cuidado que el técnico que podría impedir tamaños desaguisados de manera permanente.
El caso es que, además de las cualidades arriba mencionadas, Domingo es uno de los promotores de la extensión entre los agricultores guipuzcoanos del cultivo hidropónico. La hidroponía es una suerte de agricultura minimalista en la que no se necesita más que agua, ciertos aniones (nitratos, sulfatos, fosfatos) y cationes (calcio, magnesio, potasio) en concentraciones adecuadas y luz para que plantas ornamentales y hortalizas crezcan con profusión y sin mayores problemas. La gracia principal del asunto es que los nutrientes disueltos se hacen llegar a las raíces de las plantas sin que necesitemos el soporte de la tierra. En su lugar se suele usar arcilla o perlita (una roca volcánica) que, sometidas a altas temperaturas, generan estructuras porosas e inertes que se colocan en recipientes de plástico o bien formando una especie de suelo virtual. Aunque su origen puede cifrarse en el siglo XIX, ha sido necesario que haya transcurrido casi un siglo para que dispongamos de medios analíticos casi en tiempo real, instalaciones inteligentes (en la que los plásticos juegan un papel fundamental) y, sobre todo, el suficiente conocimiento como para que que la hidroponía haya sido aceptada en muchos lugares, incluido el campo guipuzcoano.
Los mayores detractores de este tipo de cultivo, muchos de ellos situados en el llamado sector orgánico o ecológico, siempre han basado su aversión al mismo en la ausencia de tierra como soporte para el crecimiento. Es otra cara más de ese atavismo cósmico, que parece ligar todo lo que tiene que ver con la vida y su sustento a los aristotélicos elementos: tierra, aire, agua y fuego. Pero desde Aristóteles ha llovido bastante agua y, además, el argumento tiene poca consistencia en los tiempos de desarrollo sostenible que corren.
La hidroponía ahorra importantes cantidades de agua frente a la agricultura convencional. Permite cultivar donde no hay suelos cultivables (que cada vez son más, merced a la desertización). Permite el cultivo prácticamente sin pesticidas o herbicidas, al eliminar una fuente de esos problemas: el propio suelo. Tanto es así que, en algunos lugares, los cultivos hidropónicos pueden comercializarse como cultivos orgánicos, mostrando así, una vez más, la inconsistencia del término orgánico en estos aspectos. La hidroponía evita que las aguas de riego, con todo lo que se llevan por delante, acaben en las aguas subterráneas. Pero, sobre todo, permite un control ajustado de la forma en la que alimentamos a la planta, algo díficil de conseguir mediante un abonado con estiércol que, dependiendo del origen del mismo, varía mucho en su contenido en los aniones y cationes que necesita la planta.
Y el que se anime a experimentar lo tiene fácil. Cada vez hay más viveros que proporcionan los materiales adecuados para que, con ayuda de métodos hidropónicos, conviertan nuestra terraza en una huerta de tomates y hortalizas o en un pequeño jardín con las más variadas plantas ornamentales. Y no entremos en polémica sobre los diferentes sabores de los vegetales cultivados por hidroponía o con suelo tradicional. Como dice mi amigo Enrique Espí, que de esto sabe un rato, la culpa de algunos insípidos tomates no la tienen ni la hidroponía ni el plástico que cubre el invernadero, sino la avaricia del productor que prefiere especies adecuadas a transportes largos y rentables, a costa de hacernos perder los sabores y la textura de otras variedades menos comerciales.
Tengo un colega, Eugenio Coronado, que además de científico de talla internacional, te hace una caricatura cuando menos te lo esperas. Así que un día que habíamos comido en un caserío de la zona del campus de Ibaeta con nuestro común amigo Toribio F. Otero, y mientras esperábamos el café, utilizó el escaso espacio que queda libre en una etiqueta de Agua de Insalus para inmortalizar la efigie del Búho, con especial énfasis en mis orejas y mi nariz de vasco con los genes bien puestos. Uno no puede renegar de la carga genética que atesora y que, en el caso que nos ocupa, debe tener su antecedente más directo en un cashero de Gaintza, en el Goierri profundo.
Ambos atributos faciales han ido empeorando con los años (amén de otros), con lo que mi imagen anda bastante descompuesta si consideramos que, a todo lo anterior, se le suman las arrugas propias del tiempo pasado y unas bolsas bajo los ojos que ninguno de los prodigios tecnológicos de la cosmética actual parecen subsanar. De hecho, tengo un par de conocidos que se dedican a la cirugía plástica que, cada vez que me saludan, me quedo con la sensación de que me contemplan como posible carne de cañón. Así que visto que al Berlusconi lo cogen unos galenos un viernes y para el lunes lo dejan estirado y dispuesto para una cumbre en la que, por enésima vez, mete la pata, no sería de extrañar que cualquier día la caricatura del Prof. Coronado quede obsoleta y luzca el Búho nueva efigie con la que afrontar su cada vez más cercana próxima decena.
Si a ello me decidiera, la verdad es que dispongo de una extensa gama de polímeros a mi disposición con los que arreglar el entuerto. No voy a hablar del Botox o toxina botulínica, porque siempre me ha dado repelús el que la gente se inyecte cosas peligrosas (aunque parece que, en este caso, controladamente). No vaya a ser que se pasen de dosis y se me quede la cara como para un museo de cera.
Pero el resto de las otras alternativas son casi todas de origen polimérico. Como las inyecciones de colágeno, una proteína que, en mi jerga, prefiero denominar como una poliamida derivada de unos pocos aminoácidos, entre los que sobresale el denominado glicina. Es un método sencillo, sin reacciones alérgicas y cuyos efectos permanecen durante al menos un año, sirviendo como germen de la creación de colágeno propio con el que rellenar los surcos de las arrugas. Despues se van degradando en un proceso de desnaturalización e hidrólisis, parecido al que genera la gelatina de un pescado en salsa verde a partir del colágeno de la piel y los huesos del mismo.
Del mismo origen natural, pero no animal como el colágeno, se emplean los geles de ácido hialurónico, un polisacárido, es decir un primo del almidón y la celulosa que describíamos hace ya tiempo en una entrada, aunque de una complejidad infinitamente mayor y en la que no entraremos para no asustar al personal. En este caso, su papel bajo la piel de las arrugas es la de una especie de esponja molecular que absorbe agua y rellena los huecos de esas inexorables chivatas del tiempo transcurrido.
A caballo entre los polímeros de origen natural y aquellos en los que el hombre ha intervenido en su síntesis, están productos como el Artecoll, una mezcla de polimetacrilato de metilo (PMMA) con colágeno. Sobre el PMMA también hemos hablado ya anteriormente en este Blog. Y si ya acabamos en polímeros sintéticos puros y duros, existen pequeños parches de Goretex, un polímero fluorado, el mismo que se emplea como protector frente a la humedad en ropa, zapatos y otros usos. Esos parches se insertan merced a una pequeña cirugía bajo la piel de las arrugas y, al no destruirse con el tiempo (como ocurre al colágeno), tienen una acción mucho más prolongada, sin necesidad de nuevas charcuterías para el paciente. Finalmente, el poliácido láctico, del que hablamos como material sintetizado a partir de derivados de la biomasa. Aunque en algunos paises está aprobado para rellenar arrugas, la FDA americana sólo permite su uso en pacientes de SIDA con pérdidas importantes de grasa facial.
Así que en virtud de mi adicción a los polímeros, debería poner remedio a mis carencias físicas con alguna de estas posibilidades. Pero la cuestión económica anda chunga y, por ahora, habrá que seguir la máxima ignaciana de no hacer mudanzas en tiempos de crisis.
Hace poco en la categoría de patrañas, escribía un post relativo a los falsos emails que pululan por la red. Se trataba, en ese caso, de asuntos que implican, con poca ciencia y mala baba, a productos químicos y su repercusión en la salud. Emails que inducen a la preocupación de gentes de bien que, en cuanto leen que se trata de estudios llevados por investigadores de los EEUU, se lo tragan todo. El post de hoy (una rara avis en este Blog) no tiene que ver específicamente con la Química, pero comparte con el arriba reseñado mi peleona filosofía contra un modo propagandístico que hace mucho daño a la Química y los químicos. Y voy a seguir yendo a por ellos sin más arma que la pedagogía. Podría colgar una versión resumida de este post en los comentarios relativos al arriba mencionado. Pero he pensado que, de esa forma, casi nadie lo leería, mientras que si lo convierto en una nueva entrada muchos de mis lectores picarán.
Ya que hablábamos arriba de tragar, he recibido un email proveniente de un colega que me induce a pensar que tengo una nueva patraña entre manos. Ese email, que parece haber circulado en los últimos días por las AAVV (Administraciones vascas), y no diré por cual que el entramado lo encubre todo, dirige mediante un link a un Blog en castellano, en el que se recoge una "noticia científica". Aviso que el contenido de la misma es un poco subido de tono, con lo que los espíritus delicados pueden no leerla en su totalidad. Una rápida búsqueda en Google me ha mostrado que el asunto lleva circulando en la red, con diferentes formatos, desde hace más de seis años. Ya se sabe que, en cuestiones de sexo, los vascos rara vez están a la última (y a mi que no me incluyan en ese censo).
Si uno entra en el Directorio de la North Carolina State University, mencionada en la noticia como Centro en el que se ha producido el descubrimiento, y pone el nombre de la presunta líder del grupo de investigadores que ha dado lugar al mismo, la Dra. Helena Shifteer, la respuesta del buscador es No matches found. La verdad es que han pasado varios años desde que la cosa empezó a circular, como ya he mencionado arriba, y pudiera ocurrir que la susodicha hubiera emigrado a otros lares, que ya se sabe que estos yankees cambian de domicilio como yo de bola de golf. Pero como ya he hecho saber en otra ocasión a los que no están en el rollo de la ciencia, los implicados en estas cosas disponemos hoy de herramientas de búsqueda muy potentes con las que identificar y valorar la investigación de nuestros colegas del mundo mundial. He realizado una prospectiva con dos excelentes motores de búsqueda que incluyen a las principales bases de datos del área médica. En ninguno de los dos consigo registro alguno de la presunta Dra. Shifteer.
Así que hay muchas posibilidades de que todo sea un divertimento virtual. Lo que será difícil de evaluar es cuántas parejas han decidido seguir las pautas de la enigmática Dra. Shifteer al pie de la letra...
Dos semanas con el Blog desatendido. Unos cuantos de mis suscriptores me han recriminado tamaño abandono. Pero soy un fiel servidor del Estado y en los últimos 7 días he estado dedicado, de sol a sol, a una oposición a plazas del CSIC que además de no permitirme tiempo ni para mis más fisiológicas necesidades (anda que no soy fino ni nada), me han dejado, como siempre que participo en alguna, un cansancio físico y un desasosiego mental de los que espero recuperarme este fin de semana. Que es mucha la gente buena que anda a la búsqueda de una plaza y Papá Estado no es todo lo generoso que debiera con estas generaciones jóvenes que se dejan la piel, a lo largo y ancho del mundo, haciendo méritos. Pero bueno, c'est la vie y tengo que quitarme el regusto con una entradita para recuperar el pulso.
La familia de mi comadrona tiene desde hace años en Ollauri (un pequeño pueblo riojano) lo que en la zona llaman un calado. Aunque el término se puede también extender a las grandes bodegas, lo cierto es que en el lenguaje coloquial riojano un calado es una pequeña bodega de carácter familiar, en la que se producen y guardan pequeñas cantidades de vino para uso de sus miembros y allegados. También es el lugar en el que, con un fueguito y unos sarmientos, se organizan francachelas en torno a comidas, meriendas y cenas sazonadas con el vinillo que en ellas se guarda. De hecho, en muchas localidades riojanas, existen los llamados Barrios de Bodegas, característicos de la región. Entre los que yo frecuento está el de Rodezno, situado en un promontorio en las afueras de la localidad, donde sus gentes excavaron en su día en la tierra o en la roca (en esa zona hay mucha arenisca) buscando condiciones idóneas de temperatura y humedad para la crianza de los caldos. Las tuferas de ventilación de las bodegas, destinadas a evitar la acumulación del anhídrido carbónico producido durante la fermentación del mosto, dan al paisaje un perfil muy característico. En el caso de Ollauri, los calados están más integrados en el pueblo y el nuestro está a escasos veinte metros de la entrada a la primitiva Bodega Paternina, como él también excavada en la roca.
Aunque el Búho ha hecho como científico algunos pinitos teóricos, se siente más experimentalista que teórico y le encanta cacharrear con instrumentos de medida. Así que desde que mi suegro adquirió el calado, he ido realizando una serie de medidas rigurosas de temperatura y humedad en el interior del mismo. Por ejemplo, en lo que a la primera se refiere, llevo años acumulando temperaturas máximas y mínimas anuales y la reproducibilidad es impresionante. Con independencia de lo gélidos que sean los inviernos (y en Ollauri hace un frío que pela) o de lo tórridos que sean los veranos, nuestro calado ha oscilado a lo largo de estos años entre 9 y 13 grados centígrados. De la humedad prefiero no dar datos porque tenemos un problema de filtraciones que está haciendo que ese parámetro sea más aleatorio.
El caso es que mi reciente Decano, el Prof. Legorburu, que también me lee, me ha mandado hace poco una noticia publicada en la página web de madri+d en la que se hacen eco de un estudio de la Universidad Politécnica de Madrid en el que, tomando datos de una serie de bodegas subterráneas en Soria, han desarrollado un modelo matemático para determinar el ciclo anual de temperatura del aire en su interior, aduciendo que el citado modelo puede ser de utilidad para el diseño de nuevas bodegas subterráneas pues permite estimar de antemano las temperaturas de una construcción concreta y seleccionar la ubicación y orientación adecuadas.
No quiero quitar mérito al modelo de mis colegas madrileños pero me parece que, al menos en la Rioja, la presunta utilidad es como querer matar moscas a cañonazos. En un medio tan pequeño como el riojano, la tradición popular de cada pueblo tiene, probablemente, más datos experimentales, como los que Paternina y yo tenemos de la zona de Ollauri, que los que puedan suministrar estas simulaciones. A veces pienso que en lo tocante a ciertos proyectos de investigación, a los científicos se nos va un poco la olla.
Puede que no todos, pero la mayoría de los suscriptores de este Blog habrán oído alguna vez la palabra Formica. Como en otros casos, se trata de un nombre comercial que se identifica, finalmente, con un tipo de producto concreto. En este caso, Formica se identifica con esos laminados o contrachapados que han sido habituales en muchas mesas y otro tipo de mobiliario. En mi Facultad todavía andan vagabundeando unas largas mesas de prensados de viruta recubiertos por unos clásicos laminados de Formica de color marrón. Provienen de nuestra vieja Facultad en Alza, donde se usaban como mesas de clase y se han mostrado resistentes al inmisericorde paso del tiempo, a todo tipo de rayados y bolígrafos e incluso a las quemaduras con cigarros porque, aunque se os haya olvidado, en aquellas épocas se fumaba en las clases.
Los laminados de formica tienen su origen en unos materiales poliméricos implantados desde los inicios del siglo XX: las resinas fenólicas. Obtenidas a partir de sustancias químicas tan simples como el fenol y el formaldehido, siguen teniendo un amplio acomodo en la fabricación de cosas como las zapatas de los frenos de los automóviles, los llamados machos de fundición donde se vierten las coladas de metales fundidos o en la fabricación de los laminados tipo formica en los que se usan para impregnar láminas de papel que se apilan hasta formar el laminado. La historia de la compañía Formica es otra amalgama de litigios judiciales por un lado y de empresarios tozudos por otro. Pero lo que aquí nos interesa es que, en un determinado momento, la compañía patentó una variante de las resinas fenólicas al sustituir el fenol por la melamina, un compuesto orgánico en cuyo contenido el nitrógeno participa en un 66% en masa. Las resinas resultantes se conocen como resinas de melamina (y ojo al nombre, que no es lo mismo este compuesto orgánico, la melamina, que la melanina de nuestra piel y nuestro pelo. Solo cambia una letra, lo que genera confusiones, pero son cosas radicalmente distintas). Estas resinas tenían unas propiedades bastante diferentes de las de fenol, fundamentalmente en lo que se refiere a las posibilidades de coloreado diverso y a su alta resistencia al fuego y temperaturas elevadas.
La melamina está estos días, desgraciadamente para los químicos, en muchos medios de comunicación. En un proceso que tuvo su origen en una oleada de muertes de gatos y otros animales domésticos en EEUU, la cosa ha revestido una mayor gravedad con la muerte de cuatro niños chinos y la intoxicación grave de varios miles, tras la ingestión de leche y otros derivados lácteos y alimentos.
El origen del problema demuestra, una vez más, que la codicia humana está en la mayor parte de estos desastres (no hay más que recordar en nuestros lares el asunto de la colza). Resulta que varios fabricantes chinos de alimentos para animales o de productos lácteos añadían melamina a esos productos como forma de "engañar" a los procedimientos analíticos habituales para determinar el contenido en proteínas de los alimentos que comercializan. Los grupos amina existentes en la melamina eran asi contabilizados como provenientes de proteínas, acabando por incrementar el contenido en las mismas en la información que se coloca en los envases. Pero al que no engañan es al cuerpo del ser vivo que los ingiere, en el que se producen graves alteraciones en el riñón que pueden llevar a la muerte.
Como no puede ser de otra manera, la reacción ha sido inmediata, no sólo eliminando los productos del mercando sino implantando nuevas normas en la determinación de contenido proteínico que eviten ese tipo de fraudes. Porque herramientas tenemos para ello, lo que ocurre es que nadie parece haber previsto que gentes sin escrúpulos pudieran hacer lo que han hecho. Y así, me consta por publicidad recibida, que en la reciente Expoquimia que cerró sus puertas este viernes, varias casas comerciales presentaron herramientas analíticas específicas para la determinación de melamina en cantidades infinitesimales.
Aunque habrá otros que lo verán de otra manera, mi percepción es que aunque la globalidad en la que vivimos tiene también sus riesgos de naturaleza química, disponemos, en muchos casos, de medios rápidos de respuesta con los que enfrentar estas amenazas. Y no soy un optimista visceral, más bien lo contrario. O al menos eso dice mi chica.
Una de las suscriptoras del Blog que más quiero, cuyo nombre no diré, me manda un email que tiene que ver con una reciente entrada publicada en torno a los componentes químicos de los lápices labiales. Resulta que, con posterioridad a dicho post, mi amiga ha recibido un email de una conocida, en el que se le previene sobre los contenidos en plomo de determinadas marcas de dichos elementos decorativos, haciéndole saber que una médica biomolecular (sic), la Dra. Elizabeth Ayoub, afirmaba el carácter cancerígeno de tales productos en base a ese contenido en plomo. Se adornaba el email con el nombre comercial de un pintalabios cuyo precio había disminuido en siete veces por contener plomo, al mismo tiempo que se daba una lista de otras conocidas marcas que contenían plomo, junto con un sencillo test para poder identificar si nuestro lápiz labial contiene o no el ladino elemento.
Lo primero que hay que decir al respecto es que el mensaje que mi amiga ha recibido anda circulando por la red desde mayo del 2003. Afortunadamente, hay gentes sin ánimo de lucro que se dedican a seguir la pista a este tipo de mensajes, en un intento de desmontar todos aquellos que puedan contribuir a pánicos infundado o de apoyar aquellos otros que realmente sean interesantes para nuestro general bienestar. Y el del plomo en los pintalabios es uno de los que en la jerga de esos "buscadores" se denomina Email Hoax (email trampa) o, también, leyenda urbana. Si alguna vez quereis investigar en todo lo que se envía en plan email hoax, os recomiendo este enlace.
Existen varias versiones del mensaje del lápiz de labios y el plomo, casi todas en inglés. Lo que cambia son las marcas comerciales implicadas. Y también el nombre de los supuestos especialistas que han alertado sobre el problema. En un mensaje de 2006 aparece un tal Dr. Nahid Neman, especialista en cáncer de mama en el Hospital Monte Sinai de Toronto. Tal especialista no existe o no hay forma de localizarlo por medios hoy en día disponibles. En cuanto a la Dra. Ayoub del mensaje de mi amiga, una búsqueda en la ISI WEB of Knowledge proporciona 16 artículos de una tal E. Ayoub, que pudiera ser la misma persona. Todos los artículos que ha publicado tienen que ver con su experiencia en problemas artríticos. Ninguno con el cáncer, el plomo o las biomoléculas (un término que le encanta al infatigable Juanmari Arzak).
Pero en estos email trampa puede haber, a veces, algo de verdad. Y el pasado año, en octubre, las gentes de la Campaña por los Cosméticos Seguros, promocionaron en los USA el análisis independiente de 33 marcas de pintalabios compradas en San Francisco, Boston y Minneapolis. Más de la mitad tenían plomo, con contenidos entre 0.03 y 0.65 ppm del mismo, cuando el nivel permitido por la FDA americana en golosinas, un producto que por ingerirse de forma directa es próximo a lo que ocurre con los pintalabios, se cifra en 0.1 ppm. Curiosamente, el asunto no debe tener su origen en un abaratamiento de costos, porque pintalabios muy caros, como el Dior Addict, es el que más plomo lleva entre todos los investigados.
¿Es el plomo cancerígeno?. Pues nada parece indicar que lo sea. El plomo es peligroso porque se acumula en el organismo y es un potente neurotóxico al que se le atribuyen daños en las conexiones nerviosas, siendo particularmente dañino en el caso de los niños (de ahí la reglamentación en golosinas) y de las embarazadas, por el peligro potencial en el feto en desarrollo. Existe la hipótesis histórica de que la demencia que afectó a muchos Emperadores Romanos estaba causada por su reiterada costumbre de beber vino con acetato de plomo, el llamado azúcar del vino. No creo que sea por eso pero, también ahora, los romanos están majaretas, como Obélix decía y acabo de comprobar in situ. De carbonato de plomo era, igualmente, el polvo blanco con el que las geishas se embadurnaban hace años la cara.
Pero los que ya tenemos cierta edad hemos estado sujetos a concentraciones de plomo mucho más peligrosas que las de un pintalabios. Sin ir más lejos, a los fontaneros se les llamaba (y se les llama todavía en algunos sitios) plomeros, porque una gran parte de los conductos que llevaban hasta hace relativamente poco el agua a nuestras casas eran de plomo. Así que vasito de agua que nos bebíamos, residuo plúmbeo que pasaba a nuestros tejidos. Los perdigones de los miles de cazadores que pueblan nuestros montes estos días son de plomo. El plomo tetraetilo ha sido el antidetonante de las gasolinas por excelencia, pasando al ambiente en la combustión de los motores de coche. Ha habido muchas cazuelas y otros recipientes de plomo donde se han hervido tradicionalmente leche, verduras y legumbres. Y plomo se ha usado hasta hace poco en pinturas, como pigmentos para conseguir colores como el rojo, el naranja o el amarillo. O en las vidriedas de catedrales y otros nobles edificios.
Así que, una vez más, que no cunda el pánico, querida MG. Que un pintalabios no se lo come una en dos días. Que no todo se marcha al tubo digestivo. Una gran parte acaba en la ropa, las servilletas, las copas de vino o en la epidermis de los seres queridos. Ah, y en cuanto al sencillo test de rayar el pintalabios con un anillo de oro de 24 quilates y ver si la raya se pone negra, lo que indicaría la presencia de plomo, no lo intenteis. Es otra patraña de esa familia de emails.
Cuando las balanzas eran escasas y poco precisas, los tenderos de ultramarinos preferían vender las manzanas, las peras, las naranjas, los huevos o los espárragos por docenas. Evidentemente, cada docena pesaba diferente y tenía un precio distinto pero era un convenio entre vendedor y comprador que los dos aceptaban. Resultaba más rápido y fiable que andar colocando, a ojo y en una complicada balanza romana, las pesas que equilibraran nuestra docena. De forma bastante parecida, los químicos necesitamos pesar unas entidades muy pequeñas que llamamos átomos y moléculas. Son tan minúsculas que no hay balanza electrónica que pueda proporcionarnos el peso ni siquiera de unos cuantos millones de ellas.
Pues bien, los químicos también hemos adoptado una especie de docena, el llamado número de Avogadro. Cuando decimos que vamos a pesar un número de Avogadro de moléculas de agua, estamos hablando de un número algo más grande que el doce de la docena, nos referimos a 602.300.000.000.000.000.000.000 moléculas de agua. La cifra es tan portentosa que, puesta en dólares, todos los habitantes de la tierra seríamos multimillonarios y de los gordos. Como los átomos y moléculas son distintos, un mismo número de Avogadro de dos moléculas distintas pesan distinto. Y así, esa fabulosa cifra de moléculas de agua pesa la modestísima cantidad de 18 gramos mientras que si la molécula fuera la de la aspirina pesarían algo más de 180 gramos.
Esos números que escapan casi a la imaginación tienen implicaciones curiosas. Y os voy a relatar una que he leído recientemente en un número de New Scientist. Resulta que cada vez que respiramos nos estamos metiendo a los pulmones un considerable número de moléculas de oxígeno y nitrógeno que, en su día, pasaron por los mismísimos pulmones de Don Lorenzo Romano Amedeo Carlo Avogadro di Quaregna e di Cerreto, Conde de Quaregna y Cerreto, Avogadro para los amigos, un fino turinés que nació en 1776 y pasó a mejor vida a la provecta edad de 80 años, lo que no está nada mal para la época.
Y eso es bastante fácil de calcular, de modo aproximado, gracias a su famoso número. La masa total de la atmósfera se estima, aproximadamente, en 5.000.000.000.000.000.000.000 gramos. La atmósfera es una mezcla en la que cada cuatro moléculas de nitrógeno tenemos una de oxígeno. Teniendo en cuenta esa proporción y lo que pesa un número de Avogadro de moléculas de uno y otro componente, se puede estimar que un número de Avogadro de moléculas de aire pesa 28,8 gramos. De lo que resulta que la atmósfera contiene un número de moléculas que puede escribirse como una cifra que contiene un uno seguido de cuarenta y cuatro ceros (lo podía poner en forma de potencias de diez, como suele ser habitual en notación científica, pero este puñetero editor del blog no me deja escribir superíndices).
En las condiciones de temperatura y presión de un cuerpo humano, esos 28,8 gramos de la mezcla de oxígeno y agua ocupan un volumen unos 25 litros. El volumen que inspira o expira un ser humano en cada acto respiratorio es de un litro de aire (o, lo que es lo mismo, 1,152 gramos o 25000000000000000000000 moléculas, aproximadamente). Respiramos unas 25 veces por minuto, así que en los ochenta años de vida de Avogadro, éste respiró 1.051.200.000 veces, lo que supone el mismo número en litros de aire. Por su organismo pasaron, por lo tanto, a lo largo de su vida, un apabullante número de moléculas que puede escribirse con un dos y treinta y un ceros. Por tanto, una molécula de cada 5.000.000.000.000 de las existentes hoy en la atmósfera fué exhalada alguna vez por Avogadro. Como cada vez que uno de nosotros respira se mete muchas más moléculas al coleto, el cálculo final (que ya se está haciendo pesado, ya lo sé) es que, en cada una de nuestras respiraciones, paseamos por nuestro cuerpo serrano unos cinco mil millones de las moléculas de aire que algún día alentaron la vida de nuestro conde italiano.
Y un cálculo similar se puede hacer con el agua existente en la tierra, llegándose a la escatológica conclusión de que en un vaso de agua que nos bebamos hay, con toda probabilidad, bastantes moléculas de agua (unos dieciocho millones, para ser más concretos) que previamente pasaron por la vejiga de Avogadro en forma de orina.
Y estos cálculos tienen un corolario interesante en lo que a la homeopatía se refiere. El agua que bebemos no contiene sólo moléculas de agua. Por muy buenos que sean los tratamientos antes de su consumo, el agua sigue conteniendo en disolución muchas sustancias, algunas detectables y que aparecen en la etiqueta, otras en proporciones tan ínfimas que, por ahora, los químicos no podemos detectarlas, pero que tienen que estar ahí. Muchas de esas moléculas son usadas como principios activos por los homeópatas. Así que es más que probable que muchos de esos presuntos medicamentos estén ya en un simple vaso de agua sin necesidad de usar las diez, veinte o treinta tediosas diluciones que hacen las industrias que se están forrando con el negocio. No haría falta ni la famosa "memoria del agua" que les tiene tan ocupados como forma de salir del atolladero en el que están metidos.
Ahora que ando de finde largo por la capital de las gelaterias, aprovecho el Wifi gratis que me proporciona mi Hotel romano para colgar este post que he ido escribiendo a ratos muertos, despues de leer entre los papeles que me he traído (prefiero papeles que libros, son más variados y pesan menos) un artículo que mi amigo Harold McGee publicó en su columna The Curious Cook, en el New York Times, a principios del mes de agosto. Si quereis leerlo en su totalidad no teneis más que picar en este link y, luego, en el primero de la página a la que se accede. A mi me da una envidia que me produce urticaria. Gracias a su prestigio como escritor en temas gastronómicos, el tío se permite escribir de un tipo de cosas que otros explicamos cada curso, sin tener siquiera el reconocimiento de nuestros alumnos. Mientras que a él, en su siguiente visita a algún gran chef, seguro que le preguntarán por ello. Así que me vais a permitir que os haga un resumen, no vaya a ser que me lluevan las broncas de los suscriptores que no se llevan bien con el inglés.
La línea global del artículo tiene que ver con el cambio de filosofía que, en las cocinas de los restaurantes, ha supuesto la introducción de las técnicas ligadas al uso del frío. Empezando por explicar cosas tan obvias como la conservación de alimentos, el artículo continúa con aspectos más sofisticados como la formación de gelatinas, el uso de nitrógeno líquido, etc. Pero, según avanza el texto, la cosa gira hacia cuestiones tan comunes como la congelación de agua y otros líquidos mediante el empleo de los frigoríficos y congeladores actuales. En un toque de experto, menciona el llamado efecto Mpemba, que tiene ya cuarenta años y sobre el que hay mucha literatura escrita y en internet. Si no es una falacia absoluta de las que de vez en cuando cuelgo en el Blog, le falta bien poco.
A continuación, Harold se centra en cuestiones más prosaicas. Supongamos que tenemos cubitos de hielo en el congelador, que pueden estar a dieciocho bajo cero o menos (depende del congelador). En cuanto los sacamos y los ponemos en una cubitera con agua, para enfriar una botella, el hielo empieza a fundir y en la superficie de la botella que queramos enfriar, se forma una delgada capa de agua líquida en equilibrio con el hielo de la cubitera, lo que hace que en esa superficie de contacto nunca estemos por debajo de cero grados, con lo que de poco nos sirve sacar los cubitos a -23, -18 o -1. Y es en este punto, preguntándose si es posible obtener un mayor nivel de enfriamiento sin muchos más aditamentos que unos sencillos hielos, cuando el artículo entra en el dominio de mis clases de Química Física y, por otro lado, me envía directamente a mi más tierna infancia.
Harold explica el empleo de sal mezclada con hielo como forma de rebajar la temperatura, gracias a un nuevo equilibrio, ahora formado entre el hielo, por un lado, y la disolución que el agua de él proveniente forma con la sal que hayamos adicionado. Los que hayan sido estudiantes de Química Física conmigo saben lo que insisto al respecto, haciéndoles ver que aunque con ese truco podemos llegar a 21 grados bajo cero, eso no entra en conflicto con el hecho de que se eche sal a las carreteras para que hielo desaparezca. Es solo cuestión de las cantidades de sal empleadas y, en otras palabras, es la pura consecuencia de la forma que tiene el diagrama de fases sólido/líquido del sistema binario constituido por sal y agua (anda que no me he puesto pedante y académico).
Y con esa mezcla, Harold empieza a investigar los tiempos necesarios para enfriar a unos 8-10 grados una botella de vino blanco que se encuentre a temperatura ambiente. En un frigorífico la cosa puede llevar un par de horas y en el congelador casi una hora. Sin embargo, en una buena cubitera con hielo y agua rebajaríamos el asunto a media hora, fundamentalmente porque en el frigorífico y en el congelador el aire es el fluido conductor, menos eficiente que el agua de la cubitera. Con un poco o un mucho de sal adicionada a la cubitera la cosa puede ir mucho más rápida y aún más si lo que queremos enfriar es una lata de cerveza, ya que el metal conduce mejor el calor que el vidrio.
Y de ahí, a una incipiente Gelatería. En un artefacto como el que se ve en la foto, este cura que os escribe ha preparado de niño muchos helados aunque, eso si, no sin cierto esfuerzo. Había que ir a una fábrica de hielo que había en un barrio de Hernani, venirse con una barra que pesaba un testículo y cuartearlo a base de martillo y cincel. Había que llenar el recipiente central del dispositivo con leche, azúcar y alguna mermelada o edulcorante, poniendo en el exterior del recinto el hielo machacado con bastante sal. Finalmente había que darle al manubrio de la derecha durante un cierto tiempo, antes de que la resistencia creciente del mismo indicara que lo de dentro estaba solidificando. Pero era todo un triunfo abrir la maquineta y poder comerse el helado de su interior con los amigos.
En un intento de reducir el tiempo necesario para obtener un helado o un sorbete, Harold se ha divertido con un nuevo "adelanto tecnológico". La materia prima para el helado la mete en una bolsa de plástico de las de conservar alimentos. La cierra sacando el aire de forma que el líquido del interior queda en forma de una fina lámina. La bolsa así preparada la mete en otra gran bolsa con hielo, sal y un poco de agua. El resultado final es que obtiene un delicioso helado en un periquete gracias a una más extendida y eficiente superficie de contacto entre lo que pretendemos convertir en helado y la mezcla frigorífica que usamos para ello.
Y como digo, todo en el New York Times y supongo que a precio correspondiente.
Siempre he tenido una especial simpatía por la compañía multinacional DuPont. Alguno me mirará con malos ojos por hacerlo con un gigante de esta talla, casi siempre sujetos a sospecha y, también en el caso de DuPont, con sospechas confirmadas en más de una ocasión. DuPont tiene "reconocido" el ser la industria más contaminante de los EEUU, con emisiones millonarias en disulfuro de carbono y otras algo menores, pero impresionantes, en cloropreno, ácido sulfúrico, etc. De hecho, la compañía acaba de lanzar un ambicioso plan para reparar los daños producidos por sus vertidos, durante años y años, en la bahía de Delaware. Pero en esto de las fobias y filias cada uno tiene sus razones y, en mi caso, soy un impenitente seguidor de las noticias que DuPont genera en el ámbito de los polímeros. Dos personajes han condicionado esa simpatía, Wallace Carothers, del que hablo más abajo y Mike Coleman, un viejo amigo, profesor retirado de la PennState University y antiguo científico de DuPont, con el que he compartido ciencia, golf y comidas en muchas ocasiones y que me ha contado jugosos chascarrillos de la historia de DuPont en los años 50, cuando él allí trabajaba.
Creada a principios del siglo XIX por un ciudadano francés, Eleutère DuPont, que huía de los coletazos de la Revolución Francesa, su actividad a lo largo de ese siglo estuvo centrada en la fabricación de pólvora. En Wikipedia hay una referencia que habla de que más de la mitad de la pólvora empleada en la guerra civil americana procedía de DuPont. Pero al cambiar de siglo, y como consecuencia de sus incursiones en los derivados de celulosa como posibles explosivos, DuPont empezó a interesarse en otros usos de esos derivados, hasta comercializar en los años veinte cosas tan conocidas como las fibras de acetato y las fibras de viscosa (Rayon), productos que podemos llamar semisintéticos, al derivarse del tratamiento químico de fibras de celulosa (como ocurre con la metil celulosa, que ha permitido que se vendan más libros del cocinero Santamaría).
El salto cualitativo en el impacto de los productos de DuPont, cuya historia ya he contado en una entrada anterior, se produce cuando a finales de 1926, un ejecutivo con luces, Charles Stine, propone y consigue (!!) que le aprueben, la creación de un Departamento de investigación pura y dura que se introdujera en el emergente concepto de polímero. Por aquellos días, dicho concepto empezaba a asentarse como el de una molécula química larga con muchos (muchísimos) enlaces covalentes uniendo a átomos de carbono, oxígeno y otros y del que las moléculas de derivados de celulosa eran los ejemplos que DuPont ya había manejado. Para dirigir el Departamento, Stine contrató a un joven y oscuro profesor de Harvard, Wallace Carothers, cuyo CV hasta entonces no parecía poder aventurar grandes resultados.
Pero, en poco más de diez años, Carothers y su grupo consiguieron generar polímeros 100% sintéticos, usando reacciones que, ya por entonces, eran bien conocidas por los químicos orgánicos. En esos años, la DuPont patentó el Neopreno, un caucho sintético que reproducía las cualidades del caucho natural, segregado en forma de látex por árboles tropicales. En 1937, y cuando ya Carothers se había suicidado gracias a un buen combinado con cianuro, la DuPont colocó una patente que sentaba las bases de todos los poliésteres y poliamidas que en el mundo han sido, dando lugar, entre otras cosas, a una auténtica locura entre las féminas por la medias de "seda artificial" o nylon. Desde entonces, DuPont es la madre de acrónimos que la gente de la calle conoce como la Lycra, el Orlon, el Teflon o las fibras de Kevlar. En todos esos casos y en mayor o menor medida, el concepto de fibra como materia prima de un sinfín de tejidos aparece en el trasfondo.
Las actuales estrategias de DuPont enfatizan, en muchos casos, la producción de polímeros menos agresivos con la naturaleza. Y aunque, como dice el título, sólo se trata de soluciones intermedias, me parece que han vuelto a dar en el clavo para regocijo de sus accionistas. En el año 2004, DuPont y Tate&Lyle PLC crearon una joint venture, DuPont Tate&Lyle Bioproducts, con el objetivo de "generar materiales a partir de fuentes renovables como el maiz". La iniciativa se basaba en experiencias previas de los Departamentos de I+D de ambas empresas que mostraban que dicho maiz podía ser una fuente barata y renovable de 1,3 propanodiol, una molécula que también puede extraerse a partir de los productos derivados del petróleo, pero a unos costos que lo que le hacía poco competitivo frente a sus primos el etilenglicol y el butanodiol, empleados en la producción de poliésteres tan conocidos como el PET de las botellas de Coca-Cola y otras bebidas o el PBT. Y esa nueva disponibilidad de propanodiol puede dar mucho juego.
Para obtener esa molécula a partir de maiz, los granos se cuecen unas 24 horas a 125º para que se hinchen y se ablanden. Se les quita la cubierta y nos quedamos con la parte interior o endosperma que contiene almidón y gluten. El almidón se trata con enzimas que lo convierten en glucosa, algo similar a lo que ocurre en nuestro organismo cuando nos zampamos un buen plato de pasta. El gluten se procesa de forma diferente y se vende para alimentación animal (aquí se aprovecha todo).
La transformación de esa glucosa en propanodiol es una fermentación tan clásica como la del vino o el queso. En la naturaleza, por ejemplo, hay microorganismos que durante la fermentación alcohólica transforman la glucosa de las uvas en glicerol, otro primo de nuestro propanodiol. Ese glicerol (o glicerina que dicen algunos someliers que saben poco de Química) es el que se ha dicho tradicionalmente que provoca el "llanto" del vino, esas lágrimas que recorren una copa de un buen caldo después de agitarlo, pero eso no es más que una leyenda urbana que algún día quizás cuente. Pues bien, mediante ingeniería genética, una empresa del consorcio, Genencor International, ha dado con un "bicho" que a diferencia de otros existentes en las fermentaciones arriba mencionadas, transforma directamente la glucosa en propanodiol de forma eficiente y barata.
Obtenido el propanodiol (el consorcio ha inagurado recientemente una planta con una producción respetable), la cosa ha echado a andar por sendas poliméricas. Por ejemplo, el PET, el mencionado plástico de la mayoría de nuestras botellas, es el producto de la reacción entre el ácido tereftálico y el etilenglicol. Cambiando el etilenglicol por nuestro propanodiol barato y verde, la reacción es idéntica y DuPont ha empezado a vender un producto llamado Sorona, un primo del PET que se puede usar como fibra para vestimentas o alfombras o como un plástico para fabricar los más variados objetos. ¿Su gancho?. Tiene propiedades similares al PET, no es excesivamente caro y es "verde" porque casi el 40% de su molécula proviene del propanodiol de origen biológico. No es una solución totalmente verde pero menos da una piedra (de PET).
Pero los dioles como el propanodiol puedan dar mucho más juego. Una de las familias más versátiles de polímeros son los poliuretanos. Para obtenerlos se necesita, inexcusablemente, la participación de un diol, ya sea sencillo como el propanodiol o en forma de poliol, una especie de polimerillos de andar por casa que permiten obtener los llamados poliuretanos segmentados. Pues bien, también los polioles pueden obtenerse a partir del propanodiol de nuestras mazorcas. Ello implica poder preparar poliuretanos a los que despojamos de un 30-40% de unidades provenientes hasta ahora de la química derivada del petróleo. Poliuretanos de este origen están siendo ya utilizados, por ejemplo, en la fabricación de tablas de surf, para mitigar la mala conciencia que tienen los surfistas, muy ecologistas ellos, de andar siempre suspendidos en tablas 100% poliméricas.
Y esto, creo yo, no ha hecho más que empezar. Me parece que la DuPont se va a marcar un buen tanto en este nicho. Si no estuviera la Bolsa como está, me compraba unas pocas acciones de DuPont. Igual ganaba unos durillos. Y si no, supondrían al menos un pequeño reconocimiento a los sucesores de Carothers y de mi amigo Mike.
Cuando yo era un chaval, los domingos acompañaba a mis padres a dar una vuelta por Hernani y, como premio a mi formalidad filial, me acababan comprando unas chuches y unos tebeos en la plaza del pueblo, en una especie de carricoche que una señora mayor instalaba al efecto. Yo ya era un ávido lector y mi premio favorito era un tebeo denominado Pulgarcito, donde reinaban personajes como Carpanta o el reporter Tribulete, una caricatura del periodista muerto de hambre de la época, buscando la noticia más rara allí donde la hubiere. Con el paso del tiempo, los tribuletes han ido cayendo en picado en mi opinión personal sobre la generalidad de su trabajo, aún reconociendo que en esa profesión (como en todas) hay figuras señeras a las que hay que admirar.
Viene esto a cuento porque estaba yo tan tranquilo este tarde lluviosa de viernes oyendo, tras cenar, el programa informativo de RNE de las 22 horas que dirigen dos tribuletes que llevan por nombre Ana Sterling y Carlos Navarro. Mi objetivo era enterarme si la Bolsa se recuperaba o no del trancazo que le asola, despues de la aprobación por el Congreso americano de una ley que tapa, con dinero público, los agujeros que la panda de mafiosos de los bancos de inversión americanos han generado en medio mundo. La ciudadana arriba mencionada, no se con qué referencias históricas en la mano, ha iniciado una noticia que tenía que ver con los 50 años de la tragedia de la talidomida, sobre la que ya escribí en la anterior fase del Blog. Como allí se explicaba, la introducción irresponsable de esa molécula en el mercado farmaceútico, como forma de eliminar los episodios de vómitos de las gestantes, generó un rosario de malformados en muchos paises europeos (en España parece que fueron más de tres mil).
Pues bien, la tribulete de turno estaba tan bien informada que llamó repetidamente al fármaco talidomina. Aún despues de oir a un afectado hablar de talidomida, no cambio su discurso y siguió con su talidomina hasta el final. Para más inri culminó la noticia alertando a los oyentes sobre el hecho de que la talidomina se siguiera vendiendo en internet. Así que cuidadín, cuidadín.
Escribía yo en la entrada a la que arriba hago referencia que hoy sabemos que la talidomida es una molécula quiral (a esas moléculas dedicaba la entrada), moléculas que pueden presentarse en dos formas en el espacio, imágenes especulares una de otra, como nuestras dos manos lo son, lo que hace que sean iguales pero nunca superponibles. De esas dos formas o enantiómeros, que se ven en la figura de arriba (y que podeis ampliar clicando sobre ella), uno (el S) es el teratógeno causante de los problemas de los años cincuenta, mientras que el segundo ha sido aprobado por la mismísima FDA americana para su aplicación en casos de SIDA por su capacidad de inhibir la replicación del virus. Pero, desgraciadamente, lo que se vendió como talidomida hace más de cincuenta años era una mezcla de ambos. La propia FDA ha considerado el uso de la talidomida en el tratamiento de determinados mielomas, aun conociendo que, en el medio biológico del cuerpo humano, es posible el cambio de una estructura en otra. Pero hoy sabemos los riesgos de su aplicación y los podemos controlar si la enfermedad a tratar lo requiere.
En fin, mejor lo dejo que me ensaño.
Las tertulias post-golf del grupo de pirados que le damos a la bola todos los fines de semana, andan un poco alteradas estas últimas fechas. Un día festivo de este agosto, uno de nosotros fue abordado en un control de alcoholemia de la Ertzaintza con premeditación y alevosía. La trayectoria previa era un par de txakolis con los amigos, una comida en familia con media botella de vino per capita, amén de una siesta de castigo, lo que situó el atraco policíaco a las 17,30 de la tarde, en un estratégico recodo del territorio comanche de Hernani. El resultado del soplido dejo al interfecto unas pocas centésimas por debajo del límite permitido, en medio de su estupefacción y desasosiego por lo que ello pudiera suponer para futuras catas vinícolas en la intimidad.
Dada mi condición de internauta sabelotodo, os podeis imaginar a quien le ha caido el muerto de tratar de paliar, en lo posible, los atropellos de los Departamentos gubernamentales que sólo piensan en la recaudación a costa de los pobres mortales. De modo que El Búho ha tenido que dedicar parte del fin de semana en beber (¡siempre beber!) en las fuentes, tratando de extraer algunas conclusiones que sean de interés para librarnos del acoso de la pasma en estos aspectos. Conclusiones que no dejan de ser consistentes con las que uno ha ido extrayendo en su larga experiencia de experimentador de la realidad cotidiana, concretada en mi caso en las veleidades de las que gustan los sistemas químico-físicos en general, y los polímeros en particular.
Para un viejo profesor como yo, son moneda corriente las tribulaciones de los estudiantes de primeros cursos cuando se dan cuenta de que dos termómetros diferentes marcan temperaturas diferentes al ser introducidos en un mismo baño termostático (para los no iniciados, algo parecido a una pecera con temperatura constante). No es fácil explicarles que los conceptos de termómetro y temperatura son convenios entre humanos. Para fabricar un termómetro, tomamos un tubo delgado de vidrio, lo llenamos de mercurio, lo introducimos en una mezcla de agua y hielo y al nivel que alcance el mercurio lo denominamos cero. Introducimos despues nuestra columna en agua hirviendo y al nivel que alcance lo llamamos cien. Dividimos la distancia entre uno y otro punto de la escala en 100 partes iguales y si, al introducir la escala asi calibrada en un sitio, alcanza la división 57 decimos que el sitio está a 57 grados centígrados. Pero el ciudadano que hace el "calibrado" de esa escala o termómetro puede haberse pegado con su mujer esa mañana y no estar para muchas precisiones, rayanas en la metafísica. O pudiera ser que el mercurio empleado en el termómetro de hoy estuviera más sucio que el del día anterior. O que un termómetro lleve años de uso en un laboratorio y el otro sea completamente nuevo. El resultado final es dejar sin recursos intelectuales a un estudiante novato que llega al Instituto o a la Universidad con la idea de que en Ciencia todo es blanco o negro.
Pues con los alcoholímetros pasa lo mismo. Los gobiernos y la policía velan porque nuestro contenido en alcohol en sangre sea el menor posible cuando conducimos. No deja de ser curioso que no se lo midan con parecida asiduidad a los estrategas de Bancos de inversión que generaron y generan productos financieros de dudosa calidad. O a los políticos que ultiman los presupuestos de un país a golpe de comida en restaurante de estrellas. Y luego se quejan de las turbulencias.... La cuestión es que, para medir el contenido en alcohol en sangre, hay que pinchar con una aguja al personal, cuestión poco agradable porque más de uno se les marearía ante los primeros efluvios sanguíneos y lo tendrían que ingresar. Así que, desde hace décadas, la concentración de alcohol en sangre se estima de manera indirecta, midiendo la cantidad de alcohol existente en el aire que expiramos sobre un adecuado artefacto. Para obtener la concentración en el aire expirado se usan sensores basados en la espectroscopía infrarroja o en reacciones químicas similares a las que dan lugar a las pilas de combustible de metanol.
La base de la medida es bastante consistente, al menos a primera vista. Tras la ingestión de bebidas alcohólicas, el alcohol recorre nuestro tracto gastro-intestinal, pasa a la sangre y alcanza una cierta concentración de equilibrio en el cuerpo, transcurrido un tiempo variable entre media hora y dos horas. En esa situación hipotética el hecho de soplar genera un volumen de aire con un contenido en alcohol que depende del contenido en alcohol de la sangre que circula por los alveólos pulmonares, el lugar donde se dan las mejores condiciones de equilibrio entre la sangre y el aire que circulan por ellos. De acuerdo con una ley muy conocida en Química Física, la ley de Henry, existe una cierta constancia entre la cantidad de alcohol en un líquido (la sangre) y la cantidad de alcohol en un gas (el aire) en equilibrio con ese líquido. Esa proporción ha sido establecida por los fabricantes de alcoholímetros (tras una serie de estudios al respecto) en un número igual a 2100.
Pero la cosa tiene muchos problemas. Primero, es difícil establecer el tiempo necesario para que se alcance es ese equilibrio. Es muy probable que el colega interceptado por la Ertzaintza hubiera dado un contenido inferior una hora u hora y media antes de la prueba a la que fue sometido. Por otro lado, ese factor de 2100, usado en el calibrado de los alcoholímetros, puede variar entre 1500 y 2500 dependiendo del sexo y peso del individuo, de su temperatura corporal, de su índice de hematocrito y de un largo etcétera que los abogados americanos han usado para defender a sus beodos clientes y atizarles al mismo tiempo los bolsillos.
Como uno de los deportes nacionales en cualquier país es despistar a la policía, hay en la red una serie de mitos en torno a los trucos que uno puede usar para que no le pillen in fraganti. La mayoría de los conocidos, comer caramelos de menta, lavarse los dientes con binaca, etc., no funcionan. Hacer ejercicios violentos, o cualquier tipo de hiperventilación, rebaja la tasa alcohólica medible, pero ningún poli instruido nos va a dejar hacer genuflexiones o subir escaleras antes de la medición. Por el contrario, y como parece lógico, contener la respiración sube la medida. Un truco químico-físico eficaz, pero difícil de ejecutar en tan atribuladas condiciones, sería meterse en la boca un trozo de una plantilla Devor-Olor. El carbón activo (carbón finamente pulverizado) en ella existente es capaz de absorber cantidades sustanciales de alcohol que no pasarían al detector.
Así que la cosa está cruda. Si bebes no conduzcas o búscate un chófer. Con razón, uno de mis amigos de la bola, que ha sido Jefe gordo en política, dice que lo único que echa en falta, ahora que ha pasado a la condición general de mortal, es no disponer de chófer que satisfaga sus pretensiones de desplazamiento a cualquier hora y condición alcohólica.