Cuando quiero epatar un poco en una audiencia hiperpreocupada por las consecuencias de que las dioxinas, los PCHs o los metales pesados se infiltren en nuestros organismos hasta matarnos, suelo decir que valdría más que nos preocupáramos de otros venenos de largo recorrido que nos matan placenteramente, como es el caso del alcohol, el tabaco o la sal. Sobre la sal ya deleité a mi audiencia con una extensa entrada en la fase anterior del Blog del Búho, en la que divagaba sobre los tipos de sales de mesa y algunas propiedades interesantes de la misma y sus disoluciones. La entrada de hoy tiene que ver con los intentos que se están realizando, fundamentalmente por parte de la industria alimentaria, para tratar de paliar los problemas derivados del abuso en la ingestión de sal.
En realidad no nos mata la sal. El peligroso es el sodio que, junto con el cloro, constituyen los cristales de cloruro sódico, sustancia a la que por antonomasia denominamos sal, en perjuicio de cientos o miles de sales más que pueblan nuestro globo terráqueo. Como pasa con casi todas las sustancias que ingerimos, el sodio no es intrínsecamente malo; de hecho, lo necesitamos para muchas cosas en nuestro organismo, como para el correcto funcionamiento de toda nuestra masa muscular. Pero si sobrepasamos una cierta dosis (unos 2.3 gramos diarios) las cosas pueden complicarse. Se trata de un problema global, del que la OMS ha realizado repetidas recomendaciones en el sentido de rebajar el consumo de sodio, para así reducir los problemas derivados de la hipertensión y las consecuencias cardíacas correspondientes.
Esa presión por parte de los reguladores sanitarios y, en último término, de los consumidores que asumen los mensajes de aquellos, ha hecho que la industria alimentaria ande empeñada en buscar nuevas estrategias que rebajen el contenido en sal de los alimentos preparados, principales causantes, aunque no los únicos, de los citados problemas. Todo ello sin que nuestro gusto por la percepción salada resulte perjudicado, un problema nada fácil, según puede desprenderse de un reciente artículo publicado por el Chemical Engineering News.
Hay varias razones que dificultan la consecución de ese objetivo. En primer lugar, los biólogos no tienen claras las razones por las que los animales, incluidos los homínidos, detectamos la sal. Por otro lado, su empleo en alimentación no se limita a salar los alimentos. Muchos de ellos incluyen sal con propósitos de conservación de los mismos. El cloruro sódico es, por otro lado, un compuesto muy peculiar que además de darnos esa sensación salada, es capaz de potenciar otros sabores, bloquear la sensación de amargor de algunos otros compuestos y contribuir a unas sensaciones táctiles muy específicas.
Así que conseguir todas esas funcionalidades en un sustituto va a ser complicado. Una alternativa tradicional en dietas pobres en sodio ha sido el cloruro potásico, un primo de la sal convencional. Pero mientras mantiene muchas de las funcionalidades del cloruro sódico, tiene un sabor amargo que no a todo el mundo le gusta, y ahí andan las compañías adicionando un poco del primo sódico al potásico para contrarrestar su amargor. O adicionando otras sustancias como la taurina que, a pesar del nombre, es un ácido sulfónico.
La otra estrategia, como he mencionado, es reducir la cantidad de sal sin perder sus efectos en nuestra percepción. Parece la cuadratura del círculo pero los investigadores tienen alternativas. Y así, para su uso en aliños de ensaladas y otras aplicaciones en disolución, hay empresas que están probando dobles emulsiones, donde gotas de agua están encapsuladas en gotas más grandes de aceite que, a su vez, están encerradas en otras gotas de agua. En el agua del interior hay sal y en la del exterior azúcar. Eso produce un efecto salado más evidente con menos sal.
Para casos en los que la sal se adicione en forma de cristales (patatas fritas y otros tipos de snaks) que luego se disolverán al entrar en contacto con nuestra saliva, hay una solución que consiste en conseguir cristales o partículas de sal más pequeñas. Al reducir el tamaño de los cristales (igual acaba siendo un negocio vender nanosal), a igualdad de peso, nuestros diminutos cristales exhiben más superficie al exterior, con lo que nuestra lengua puede interactuar con ellos más fácilmente, dándonos una sensación instántanea de salado con menos cantidad.
A ver si tenemos pronto esas estrategias a nuestra disposición. Que yo me tengo que aplicar el cuento en lo que a reducir la sal se refiere. Me encantan los frutos secos (salados, of course). Y desde que me aficioné a ver combates de Sumo, en los que los colosos echan sal al viento como ritual de purificación, se golpean sus inmensos flancos (más grandes que yo mismo) y, finalmente, degustan la sal que les queda en las manos, cogí la costumbre de meter un dedo en el salero para llevarme al coleto unos granitos de sal. Droga dura, oiga.
En realidad no nos mata la sal. El peligroso es el sodio que, junto con el cloro, constituyen los cristales de cloruro sódico, sustancia a la que por antonomasia denominamos sal, en perjuicio de cientos o miles de sales más que pueblan nuestro globo terráqueo. Como pasa con casi todas las sustancias que ingerimos, el sodio no es intrínsecamente malo; de hecho, lo necesitamos para muchas cosas en nuestro organismo, como para el correcto funcionamiento de toda nuestra masa muscular. Pero si sobrepasamos una cierta dosis (unos 2.3 gramos diarios) las cosas pueden complicarse. Se trata de un problema global, del que la OMS ha realizado repetidas recomendaciones en el sentido de rebajar el consumo de sodio, para así reducir los problemas derivados de la hipertensión y las consecuencias cardíacas correspondientes.
Esa presión por parte de los reguladores sanitarios y, en último término, de los consumidores que asumen los mensajes de aquellos, ha hecho que la industria alimentaria ande empeñada en buscar nuevas estrategias que rebajen el contenido en sal de los alimentos preparados, principales causantes, aunque no los únicos, de los citados problemas. Todo ello sin que nuestro gusto por la percepción salada resulte perjudicado, un problema nada fácil, según puede desprenderse de un reciente artículo publicado por el Chemical Engineering News.
Hay varias razones que dificultan la consecución de ese objetivo. En primer lugar, los biólogos no tienen claras las razones por las que los animales, incluidos los homínidos, detectamos la sal. Por otro lado, su empleo en alimentación no se limita a salar los alimentos. Muchos de ellos incluyen sal con propósitos de conservación de los mismos. El cloruro sódico es, por otro lado, un compuesto muy peculiar que además de darnos esa sensación salada, es capaz de potenciar otros sabores, bloquear la sensación de amargor de algunos otros compuestos y contribuir a unas sensaciones táctiles muy específicas.
Así que conseguir todas esas funcionalidades en un sustituto va a ser complicado. Una alternativa tradicional en dietas pobres en sodio ha sido el cloruro potásico, un primo de la sal convencional. Pero mientras mantiene muchas de las funcionalidades del cloruro sódico, tiene un sabor amargo que no a todo el mundo le gusta, y ahí andan las compañías adicionando un poco del primo sódico al potásico para contrarrestar su amargor. O adicionando otras sustancias como la taurina que, a pesar del nombre, es un ácido sulfónico.
La otra estrategia, como he mencionado, es reducir la cantidad de sal sin perder sus efectos en nuestra percepción. Parece la cuadratura del círculo pero los investigadores tienen alternativas. Y así, para su uso en aliños de ensaladas y otras aplicaciones en disolución, hay empresas que están probando dobles emulsiones, donde gotas de agua están encapsuladas en gotas más grandes de aceite que, a su vez, están encerradas en otras gotas de agua. En el agua del interior hay sal y en la del exterior azúcar. Eso produce un efecto salado más evidente con menos sal.
Para casos en los que la sal se adicione en forma de cristales (patatas fritas y otros tipos de snaks) que luego se disolverán al entrar en contacto con nuestra saliva, hay una solución que consiste en conseguir cristales o partículas de sal más pequeñas. Al reducir el tamaño de los cristales (igual acaba siendo un negocio vender nanosal), a igualdad de peso, nuestros diminutos cristales exhiben más superficie al exterior, con lo que nuestra lengua puede interactuar con ellos más fácilmente, dándonos una sensación instántanea de salado con menos cantidad.
A ver si tenemos pronto esas estrategias a nuestra disposición. Que yo me tengo que aplicar el cuento en lo que a reducir la sal se refiere. Me encantan los frutos secos (salados, of course). Y desde que me aficioné a ver combates de Sumo, en los que los colosos echan sal al viento como ritual de purificación, se golpean sus inmensos flancos (más grandes que yo mismo) y, finalmente, degustan la sal que les queda en las manos, cogí la costumbre de meter un dedo en el salero para llevarme al coleto unos granitos de sal. Droga dura, oiga.
Buho,
ResponderEliminarA fuer de ser políticamente incorrecto (cosa que cada día me gusta más ser),he de decirte que te has olvidado de la hierba (qué sería de nuestras vidas sin un buen trócolo de hierba de vez en cuando!)
No sé para qué tanto discurrir, buho. A mí modo de ver todo esto es más sencillo de lo que parece: en la alimentación, como en otras muchas cosas de la vida, es importante crear buenos hábitos (Rotenmeyer dixit). Al principio cuesta reducir la dosis de sal, pero después, los alimentos salados no solo no apetecen sino que resultan incomestibles.
ResponderEliminarNada que objetar MJTA. Dicen que a palabras necias oidos sordos. Pues a palabras sabias como las tuyas,chitón... Pero las alimentarias se juegan la pasta y están en su obligación de buscar alternativas con alto "valor añadido".
ResponderEliminarBúho: Como siempre, demuestras ser un ave sabia y prudente.
ResponderEliminarPhilip: Lo que propones es más dañino que la sal de un paquete de Rufflex tamaño familar.